Es éste un capítulo oscuro, que sólo puede expresarse veladamente y con medias palabras. Llegó un día, o mejor dicho una noche, una víspera dolorosa, en la que Jehová, o su ángel vengador, hizo caer sobre los egipcios, o sobre parte de ellos, la décima plaga. Correspondió ésta a los egipcios que vivían en Gesén como también en Pitom y Ramsés, salvándose aquéllos cuyas casas habían sido marcadas con sangre en sus frentes.
¿Qué estaba haciendo Él? Provocando la muerte de los primogénitos egipcios, con lo cual complacía muchos deseos secretos, pues los derechos de éstos pasaban a los segundones, derechos que de otro modo les hubieran sido negados.
Debe hacerse una distinción entre Jehová y su ángel vengador. No fue el propio Jehová, sino su ángel vengador quien ejecutó la tarea, o más probablemente una verdadera legión de ellos, cuidadosamente seleccionada. Pero si alguien se inclinara a unificar esa multiplicidad en un solo ente, podrá muy bien figurarse al ángel vengador de Jehová como a un joven esbelto, de crespa cabellera, nuez de Adán prominente, frente despejada, en una palabra, un tipo de ángel que en todo momento acoge con alegría la perspectiva de poner fin a negociaciones infructuosas para entrar finalmente en acción.
Mientras se prolongaban indefinidamente las conversaciones entre Moisés y el faraón, no se habían descuidado los preparativos para el momento de entrar en acción. En lo que a Moisés se refiere, ya había procedido a enviar secretamente a su mujer y a sus hijos de regreso a Madián, junto a su cuñado Jetro, a fin de no verse impedido en la acción por las preocupaciones familiares que pudieran surgir. Mas Josué, cuya relación con Moisés se asemejaba inequívocamente a la del ángel vengador con Jehová, había tomado otras medidas por cuenta propia; y dado que no poseía los medios, ni tampoco la autoridad suficiente para poner en pie de guerra a sus tres mil camaradas, procedió a armar a unos pocos, los más selectos, adiestrándolos y disciplinándolos, de manera que llegado el caso pudieran entrar en acción.
Los sucesos de aquella época tan remota permanecen ocultos en las tinieblas del pasado —en las mismas tinieblas de aquella noche durante la cual a los ojos egipcios habría de celebrarse una fiesta entre los esclavos hebreos que cohabitaban con ellos. Al parecer, estos esclavos, en vista de que se les había prohibido irse al desierto para hacer sacrificios a su Dios, habían decidido hacerlos en el mismo lugar en que vivían, adorándolo con antorchas y ritos determinados. A tal fin habían solicitado para la ocasión de entre los vecinos egipcios, vasos de oro y plata. Mas entretanto, o probablemente en lugar de esa fiesta, tuvo lugar aquella ronda del ángel vengador que llevara la muerte a todos los primogénitos de todas las casas que una rama de hisopo empapada en sangre no había señalado previamente. Esta visita del ángel vengador trajo tal confusión, aparejada al trastorno tan repentino de las situaciones legales establecidas, que de una hora para otra no sólo se les abrieron las fronteras, sino que alcanzaban a trasponerla con la prisa que hubiera sido del agrado egipcio. Parece evidente que los segundones egipcios se mostraron menos celosos en vengar la muerte de aquellos cuyo lugar pasaron a ocupar, que en apurar la huida de los causantes de tal promoción. Existe la versión de que finalmente la décima plaga quebrantó el orgullo del faraón de modo que otorgó la libertad a la tribu paterna de Moisés. No obstante, envió rápidamente en su seguimiento a una división de tropas, que fueron milagrosamente aniquiladas.
Sea como haya sido, el éxodo asumió el carácter de expulsión y la prisa con que debió llevarse a cabo queda en evidencia en el detalle conocido de que nadie tuvo tiempo para amasar el pan para el viaje. Sólo pudieron proveerse de galletas sin levadura, y Moisés hizo de esa circunstancia un motivo de conmemoración y festividad para siempre. Por lo demás, todos, grandes y pequeños, estaban ya listos para la partida. Mientras el ángel hacía su ronda de muerte, ellos ya estaban calzados, con el cayado en mano, sentados junto a los carromatos cargados. Se llevaron consigo los vasos de oro y plata que habían pedido prestados a los nativos.
Amigos míos, a la salida de Egipto se mató y se robó sin medida. Pero Moisés había llegado a la firme decisión de que sería ésa la última vez. ¿Cómo habría de desembarazarse un hombre del pecado si no empezaba por pecar consciente y plenamente? Tenía ahora Moisés a su disposición a todo ese pueblo en medio del desierto; a ese objetivo carnal de su desvelo pedagógico, a esa humanidad informe, a los que llevaban la sangre de su padre. Por fin libres, era tiempo de comenzar la tarea de la santificación.