VII

Para Moisés y Aarón la situación no dejaba de ser embarazosa. Los hombres más conspicuos los acogían con estas palabras: «Ahí tienen lo que hemos conseguido aliándonos con vuestro Dios y con las relaciones de Moisés. Sólo habéis conseguido que nuestro nombre apeste al faraón y a sus siervos y habéis puesto en sus manos la espada que acabará con nosotros».

No era fácil replicar, y Moisés vivió penosos momentos a solas con el Dios de la zarza a quien hizo presente que él, Moisés, se había resistido desde un principio a echar sobre sus hombros esa misión porque no se consideraba capaz ni siquiera de hablar con propiedad. Pero el Señor había respondido que Aarón sí era elocuente.

De este modo, Aarón había hablado por Moisés, con esa adulación un tanto servil que le era propia, demostrando con ello lo equivocado de que tamaña tarea fuera acometida por un hombre que, incapaz de hablar por sí mismo, debía dejar hablar a otro en su lugar. Pero el Señor lo consoló y recriminó a un tiempo, respondiéndole que debía avergonzarse de ser pusilánime; es más, le expresó que esas excusas eran fruto del más acendrado disimulo, puesto que en el fondo, estaba él tan ansioso de cumplir con esa misión como Él mismo, puesto que era tanto su cariño para con el pueblo de Israel y su propósito de modelarlo a imagen de Dios, como el del propio Jehová; más aún, que su voluntad en nada se diferenciaba de la del Dios, pues era una misma y única, que era el deseo divino el que lo impulsaba a la acción y que, precisamente, por esa razón debía avergonzarse por desmayar ante el primer contratiempo.

Todo esto aceptó Moisés, tanto más cuando un consejo de guerra celebrado entre Josué, Caleb, Aarón y las entusiastas mujeres resolvió que, bien mirada la redoblada opresión egipcia, por mucha mala sangre que provocara, como éxito inicial no resultaba tan despreciable desde que no sólo fomentaba el rechazo de Moisés sino muy especialmente la rebelión contra los egipcios, aguzando la receptividad del pueblo para el llamamiento del Dios Salvador, y la idea del éxodo hacia la libertad.

Así fue. Creció el despecho de los oprimidos, al punto de que el reproche de que Moisés sólo los había perjudicado, haciendo odioso su nombre ante el faraón, resultaba más débil que el deseo que el hijo de Amram se valiera nuevamente de sus relaciones, y volviera a presentarse ante el faraón.

Cumplió Moisés con este deseo, yendo solo esta vez, no obstante su vacilante discurso; sacudió los puños ante el trono, exigiendo con palabras entrecortadas y atropelladas, autorización para realizar el éxodo de los suyos al desierto, con el fin de efectuar allí sacrificios al Dios Invisible.

Y no una vez, sino diez veces, acudió ante el faraón, quien, considerando a los hechos, no podía negarle la entrada. Una lucha dura y enconada siguió entonces entre Moisés y el rey, que si bien nunca llevó a éste a dar su consentimiento, terminó, sin embargo, en que un buen día se expulsó a la gente de Gesén del país, regocijándose en el fondo de verse libre de ellos. Mucho se ha dicho y escrito acerca de esa contienda y de la presión que se ejerciera sobre el obstinado rey, y no dejan de ser hechos plausibles, si bien se advierte que todo ha sido embellecido y adornado considerablemente. Se habla de las diez plagas, que Dios envió una tras otra sobre Egipto para ablandar el corazón del faraón, al tiempo que deliberadamente lo hacía más obstinado, a fin de poder demostrarle su poder con plagas mayores: transformación de agua en sangre, ranas, moscas y mosquitos, fieras, tiña, epidemias, granizo, langostas, tinieblas y muerte del primogénito. Así se llamaron estas diez plagas, y no hay nada de imposible en ninguna de ellas; pero debemos preguntarnos en rigor si cabe atribuir a ellas el resultado final, excepción hecha de la última cuyo origen es impenetrable y que nunca ha sido develado exactamente. El Nilo, bajo ciertas condiciones, toma un color rojo, las aguas se tornan hediondas y mueren los peces. Puede suceder también que las ranas de los pantanos se reproduzcan exageradamente o que los piojos y las moscas se multipliquen en forma desmedida hasta asumir proporciones de plaga. Había todavía muchos leones en el linde del desierto y la jungla, próximos a los brazos muertos del río, y de cundir el ataque de hombres y bestias, bien podría llamarse a eso una plaga. ¡Y qué frecuentes son en Egipto la sarna y la tiña, y con cuánta facilidad se propagan las enfermedades de la piel en la población debido a la falta de higiene! En esa región el cielo es siempre de un intenso azul, de modo que una tempestad violenta debía causar una profunda impresión en el pueblo, y mucho más si ésta venía acompañada de relámpagos y granizo que azotara los sembrados y destrozara los árboles, sin que mediara designio sobrenatural alguno. En cuanto a la langosta, es huésped harto conocido en la zona, y contra tan voraces visitantes los hombres han ido hallando varias medidas de defensa que entonces no se conocían; con toda seguridad vastas extensiones de cultivos eran devoradas literalmente, dejando los campos yermos. Y finalmente, quienquiera haya presenciado la atmósfera siniestra y sombría que acompaña siempre al eclipse de sol, comprenderá fácilmente que para un pueblo habituado a un sol radiante, esa oscuridad bien podía antojársele una plaga divina.

Y con esto queda concluida la interpretación de las plagas, ya que la décima, la muerte del primogénito, no pertenece a la misma categoría por ser un incidente estrechamente relacionado con el éxodo en sí, desconcertante sin lugar a dudas, y que quizá sea mejor no entrar a escudriñar. En cuanto a las demás, cualquiera de ellas pudo tener lugar separadamente, o bien, en un lapso más o menos prolongado pudieron suceder «todas juntas». Uno debe juzgarlas en cierto modo como la forma de expresarse de Moisés ante Ramsés, aunque es casi seguro que la única forma de presionar a Ramsés era la de develar el secreto de que él era su abuelo carnal. Más de una vez estuvo el faraón a punto de ceder a esta presión, o al menos hizo grandes concesiones. Consintió, por ejemplo, en que marchasen los hombres a la celebración del sacrificio, dejando en sus hogares a las mujeres y los niños, como asimismo el ganado. Moisés no podía aceptarlo, y explicó que jóvenes y viejos, hijos e hijas, ovinos y vacunos, debían participar de la celebración y de los sacrificios al Señor. Accedió entonces el faraón a que los acompañaran las mujeres y los niños, mas puso como condición que permaneciera el ganado, a modo de rehén. Moisés opuso a esto que no les era posible, pues necesitaban al ganado para efectuar los sacrificios, y puso aquí claramente de manifiesto la intención verdadera que escondía su pedido, es decir, la de abandonar el país definitivamente y no por unos días solamente, como afirmaba.

Este asunto del ganado acabó en una escena tormentosa entre la majestad egipcia y el siervo de Jehová. Moisés había desplegado una enorme paciencia a lo largo de toda la entrevista, aunque la furia reprimida le hacía temblar los puños. Fue el faraón el primero en reaccionar con violencia y literalmente lo echó de la sala de audiencia, gritándole: «¡Fuera! ¡Y cuídate de volver a presentarte jamás ante mí! ¡Si lo haces, morirás!».

Moisés, que hacía un instante se hallaba preso de viva agitación, sintiéndose repentinamente sereno, le respondió: «¡Tú lo has dicho! Me voy y no volveré a presentarme ante ti».

Y mientras abandonaba el palacio, por debajo de esa calma espantable bullían pensamientos que nada tenían de placenteros, ni siquiera para el mismo Moisés, pero que, en cambio, eran muy del agrado de los jóvenes Josué y Caleb.