VI

Entretanto, quien debía llevar a cabo la tarea, junto con sus discípulos más próximos, el elocuente Aarón, Eliseba, Miriam, Josué, y un tal Caleb, joven vigoroso, sencillo y valiente, amigo dilecto de Josué y de su misma edad, no desperdiciaban un solo momento en propagar entre los suyos el mensaje de Jehová, el Invisible, y del honroso vínculo que les ofrecía, al tiempo que fomentaban el resentimiento de las tribus contra sus patrones egipcios y les inculcaban la idea de sacudir el yugo, es decir, el éxodo. Cada uno de ellos lo hacía de la manera más conforme a sus aptitudes: Moisés con palabras entrecortadas y apretando los puños; Aarón con su untuosa elocuencia; Eliseba con su charla convincente, Josué y Caleb con tono autoritario y militante, y Miriam, que pronto habría de ser la «profetisa» en el tono más conceptuoso, mediante el empleo de sus timbales. Tanta prédica no cayó en el vacío. La idea de consagrarse al Dios de Moisés, de dedicarse al Invisible y hacerse libres bajo la protección de ese Dios y de su profeta, comenzó a arraigar entre las tribus y a convertirse en su verdadero ideal tanto más cuando Moisés prometía, o al menos expresaba confianza, en conseguir ante las más altas autoridades egipcias autorización para efectuar el éxodo de Egipto no como una rebelión abierta sino luego de un acuerdo amistoso.

Sabían, aunque vagamente, de su origen medio egipcio y de su hallazgo entre los juncos, como asimismo que había disfrutado en su primera juventud de una educación esmerada, sospechando, por ello mismo, sus posibles relaciones con la corte egipcia. Su sangre impura, el hecho de que corriera por sus venas sangre egipcia, había sido antes una fuente de desconfianza y alejamiento, mientras que en eso, precisamente, estribaba a la sazón la aureola de autoridad de que se veía circundado.

Si algún hombre había que pudiere entrevistarse con el faraón, ese hombre era él. Así fue como confiaron a Moisés la misión de presentarse ante Ramsés, el constructor, designando también a Aarón para que lo acompañara. Éste había sido el propósito de Moisés, en primer lugar porque aquél sabía trucos con los que esperaba causar sensación en la Corte y atribuir los supuestos prodigios al favor que les dispensaba el Dios del que iban a hablarle. Aarón sabía, por ejemplo, apretar el cuello de una serpiente cobra hasta verla rígida como una vara, para arrojarla luego al suelo, donde volvía a enroscarse y a transformarse en serpiente. Ni Moisés ni Aarón contaban con que los magos del faraón conocían también aquella prueba y que no serviría como prueba fehaciente y asombrosa del poder omnipotente de Jehová.

No tuvieron fortuna alguna, de modo que al cabo de una reunión que tuvo el carácter de concilio de guerra, en la que participaron también Josué y Caleb, llegaron a la conclusión de que deberían pedir al faraón autorización para que los hebreos efectuaran en masa un viaje de tres días de duración, al cabo de los cuales habrían de rendir culto al Señor, su Dios, conforme al mandato recibido, para regresar luego a sus tareas habituales. Se trataba de una forma tibiamente disfrazada de solicitar permiso para la partida, cortés y suave, mas era demasiado ingenuo confiar en que se podría engañar al faraón en lo del regreso. Y desde luego, el faraón estuvo lejos de mostrarse bien dispuesto para con semejante petitorio.

Pero al menos consiguieron los hermanos entrar en la Casa Grande y llegar ante el trono del faraón, y no una, sino repetidas veces, en el transcurso de las largas negociaciones. En este sentido, Moisés no había exagerado sus promesas, dando por descontado su parentesco con Ramsés, su abuelo por secreta lascivia; cada uno sabía que el otro sabía, y Moisés tenía de esta forma a su disposición un medio de presionar al faraón. Nunca tuvo este argumento la fuerza suficiente para lograr que el rey consintiera en el éxodo propuesto, pero al menos procuró una seria atención al problema de parte suya, facilitándole una y otra vez el acceso ante el Poderoso merced al temor que Moisés le inspiraba. Empero, el temor de un rey es siempre peligroso, y Moisés jugó durante todo ese tiempo un juego harto riesgoso. Pero tenía coraje… y en qué medida, y dé qué forma habría de demostrarlo a su gente, pronto se verá. Ramsés pudo quitar del medio a Moisés con toda facilidad, y hacer desaparecer así todo rastro del desliz filial, mas la princesa guardaba todavía un dulce recuerdo de aquel instante de placer y se oponía a que le hicieran daño alguno al hijo de los juncos. Continuaba protegiéndolo, pese a que éste le hubiera respondido con ingratitud a su anhelo de darle una educación y una posición más elevadas.

De modo que Aarón y Moisés fueron admitidos ante el faraón, quien se negó rotundamente a permitir esa excursión al desierto para honrar y hacer sacrificios al Dios de los hebreos. En vano Aarón convirtió su vara en serpiente, puesto que los magos del faraón lo imitaron en el acto a la perfección, demostrando así que el Invisible a quien ambos invocaban no disponía de poder sobrenatural alguno y que el faraón no tenía necesidad de escuchar lo que esos hombres habían ido a decirle en su nombre.

—La peste y la espada diezmarán a nuestra gente si no salimos por tres días al desierto para hacer sacrificios a nuestro Dios y Señor —clamaban los hermanos, a lo que el rey respondió:

—No nos conmueve. Ya sois bastante numerosos (más de doce mil cabezas) y no vendría mal una reducción, sea por la espada, la peste o el trabajo forzado. Tú, Moisés, y tú, Aarón, estáis instando a la gente a no trabajar, a faltar a sus obligaciones. No puedo ni debo aceptarlo. Tengo varios templos en construcción, y, es más, proyecto la erección de una tercera factoría, semejante a las de Pitom y Ramsés. Para todo esto necesito los brazos de vuestra gente. Agradezco a ustedes la presente entrevista y a ti, Moisés, te despido con favores especiales, a pesar mío. Pero no se hable más de celebraciones en el desierto.

Allí terminó la audiencia, y no sólo no había resultado de ella nada provechoso, sino que sus consecuencias posteriores fueron francamente malas. El faraón, viendo en peligro sus ambiciosas construcciones, e impedido de hacer degollar a Moisés por temor a la reacción de su hija, ordenó recargar los trabajos impuestos a los habitantes de Gesén y no economizar para ello el empleo del látigo cada vez que se los sorprendiera en algún descuido. Debían trabajar más duro que hasta entonces para quitarse esa idea de sus cerebros, de modo que todo pensamiento acerca de la celebración en el desierto fuera arrancado de cuajo. Y así se hizo. El trabajo se les tornó cada día más duro a partir de la entrevista de Moisés y Aarón con el faraón. Por ejemplo, dejó de proporcionarse al pueblo la paja para los ladrillos que debían cocer; ellos mismos debieron desde entonces recolectar la paja necesaria entre los rastrojos, sin que por ello se les disminuyera la cantidad de ladrillos a entregar, la que debía cumplirse estrictamente para no exponerse a los castigos de que se les hacía objeto. En vano los representantes del pueblo acudían ante las autoridades egipcias para protestar contra esa injusticia. La respuesta era siempre la misma: «Sois holgazanes, holgazanes, y por eso venís a decirnos: “Queremos irnos para celebrar nuestros sacrificios…”. Mantenemos lo dicho: procuraos vosotros mismos la paja y entregad la cantidad de ladrillos convenida».