IV

AAl cabo de dos años transcurridos entre los necios de la escuela tebana, no pudo soportarlo por más tiempo. Una noche escaló el muro y huyó hacia Gesén junto al pueblo al que perteneciera su padre. Deambuló meditabundo por entre las tribus hasta que cierto día, hallándose junto al canal, próximo a las nuevas construcciones de Ramsés, vio a un capataz egipcio azotar a un obrero que quizá se hubiera mostrado perezoso o recalcitrante. Moisés palideció y con ojos que le llameaban de furia interpeló al egipcio, quien por toda respuesta le asestó un golpe en la nariz, quebrándole el hueso, que quedó así de por vida. Moisés replicó arrancándole el látigo de la mano y, golpeándole el cráneo con la empuñadura, le dio muerte instantánea. No miró en torno suyo para cerciorarse que no lo vieran, pero tratándose de un sitio aislado, solitario en las proximidades, procedió a enterrar a la víctima, pues su defendido se había echado a la fuga; y luego de matarlo y enterrarlo, tuvo la sensación de que toda su vida había ansiado hacer precisamente eso.

Su acto de violencia permaneció ignorado, al menos por los egipcios, que no lograron averiguar qué había sido del capataz. Pasó algún tiempo, y Moisés no dejaba de deambular por el pueblo de sus antepasados paternos, de importunar a su gente, mezclándose en sus asuntos. Cierto día, por ejemplo, vio reñir a dos obreros al punto de irse a las manos, e intervino, diciéndoles:

—Pero ¿qué os ocurre, que discuten de ese modo, queriendo pelear? ¿No sois, acaso, lo bastante desdichados ya como para unirse unos a otros, en lugar de mostrarse los dientes? Este hombre no tiene razón, lo he visto. Cede pues y resígnate, en cuanto a ti, no te envanezcas por ello.

Pero como suele ocurrir, ambos contendientes se unieron contra el tercero:

—¿Por qué te mezclas en nuestros asuntos? —le dijeron.

Aquél a quien Moisés hallara en falta, se mostró más agresivo todavía y le gritó a voz en cuello:

—¡Pero si es el colmo! ¿Quién eres tú para meter tu nariz de cabra en cosas que no te importan? ¡Ajá! Tú eres Moisés, hijo de Amram, pero con eso no dices mucho, porque nadie sabe a ciencia cierta quién eres, ni tú mismo lo sabes. Nos intriga saber quién te ha nombrado nuestro juez y árbitro. ¿O es que quieres matarme como hiciste con el egipcio?

—¡Calla! —prorrumpió Moisés, alarmado, al tiempo que se preguntaba para sus adentros cómo lo sabía ese individuo. Así fue como llegó a la certeza de lo que debía hacer. Al día siguiente atravesó la frontera por el sitio menos vigilado, junto a los lagos Amargos, por entre los juncos y los pantanos. Cruzó los desiertos del Sinaí, hasta llegar finalmente a Madián, habitado por los madianitas y su rey y sumo sacerdote, Ragüel.