III

Creció como un miembro más de la tribu extranjera, y habló su lengua.

Se había permitido la entrada a Egipto de sus antepasados en tiempo de gran sequía. «Beduinos hambrientos del Edom», fueron llamados por los escribas del faraón. Los guardias fronterizos los habían conducido a la tierra de Gesén, dándoles esas tierras bajas como campos de pastoreo. Si alguien imagina que esos campos les fueron cedidos conoce mal a los hijos de Egipto, los dueños de casa. No sólo debieron pagar con crecido número de cabezas de ganado, gravamen harto pesado, sino que quienquiera tuviese fuerza suficiente debía pagar también con su trabajo, prestando servicios en las inmensas construcciones de toda suerte que se levantaban sin descanso en aquella tierra. Particularmente a partir de Ramsés, el segundo de su nombre, que reinando en Tebas, hizo de las construcciones más extravagantes su placer y deleite. Construyó en todo el país magníficos y costosos templos, y en el delta del Nilo amplió y mejoró el largo canal que, reuniendo el brazo oriental del Nilo con los lagos Amargos, unía al mismo tiempo el Mediterráneo con la extremidad del Mar Rojo, obra ésta empezada tiempo atrás y que no había sido concluida. A orillas de dicho canal mandó alzar dos ciudades-fortaleza, llamadas Pitom y Ramsés. Y fueron los hijos de esos inmigrantes judíos los que, con el sudor de sus cuerpos, cocieron, transportaron y apilaron los ladrillos con que se alzaron dichas construcciones, siempre bajo el látigo egipcio.

Aquel látigo era más simbólico que efectivo, pues no se castigaba a las tribus judías arbitrariamente. Y cuantos trabajaban comían bien: pescado del Nilo en abundancia, pan, carne y cerveza más que suficientes. Pero así y todo, tales faenas no estaban en los hábitos judíos. Tenían sangre de nómadas, libres y andariegos por tradición. Eso de verse obligados a trabajar un determinado número de horas, y sudar a mares para ello, contrariaba la misma naturaleza de ese pueblo. Sin embargo, no podían sobreponerse a esas desdichas por hallarse demasiado desvinculada una tribu de otra y carecer de conciencia de grupo. Y así, generación tras generación, acampaban en una tierra de transición, entre la de sus antepasados y el Egipto propiamente dicho. Sus espíritus eran vacilantes, habían olvidado muchas cosas, otras las habían aprendido a medias, no confiaban en sí mismos, ni tampoco duraba mucho el disgusto que despertaba en ellos el trabajo obligatorio, olvidándolo a la vista del pescado abundante, la cerveza y la carne.

En cuanto a Moisés, que pasaba por hijo de Amram, al salir de la niñez, con toda seguridad hubiera debido acarrear ladrillos para el faraón. Pero no sucedió así. El joven fue enviado al Alto Egipto, a un colegio interno de jerarquía, donde se educaban los hijos de los reyes sirios y vástagos de nobles indígenas. Fue enviado allí por su verdadera madre, la hija del faraón, quien aunque sin dudas voluptuosa y casquivana, no carecía de corazón y, recordando al padre enterrado, al aguatero de los ojos tristes y la barba rala, había pensado también en el hijo. No quería que siguiera junto a la gente del desierto, y dispuso darle la educación propia de un egipcio en vistas de obtener colocación en la corte, cual tácito reconocimiento de que la mitad de la sangre que corría por sus venas era divina.

Así, pues, vestido de blanco lino y tocado con peluca, aprendió Moisés las ciencias astronómicas y geográficas, la literatura y las leyes. Pero no se sentía feliz entre aquellos necios del colegio; distinguido, aislándose de entre todos, henchido de aversión por el refinamiento y el lujo al que, de hecho, debía su origen. La sangre de aquél que había sido muerto en aras de esa misma lujuria, era en él más potente que su mitad egipcia, y su corazón estaba junto a aquellos pobres seres de Gesén, que ni siquiera tenían el coraje de expresar su resentimiento. Se aliaba con ellos, contra la vida licenciosa y el orgullo fatuo que su madre personificaba.

—¿Cómo te llamas? —le preguntarían sus compañeros.

—Moisés —contestaría.

—Ah-Moisés o Ptah-Moisés —insistirían.

—Moisés a secas —replicaría él.

—Eso es pobre, vulgar y feo —le contestaría alguno, con lo que provocaría seguramente a Moisés un acceso de furia en el que le hubiera gustado matarlo a golpes.

Sabía Moisés que todas esas preguntas sólo tenían una intención, la de hacer hincapié en su origen ilegítimo, acerca del cual estaban todos más o menos informados. ¿Cómo podía ignorar que debía su origen al indiscreto fruto del placer egipcio? ¿Cómo ignorar que era un bastardo, fruto de la lujuria, cuando los retozos de la hija del faraón tenían tanto de secreto para ésta como para el mismo Moisés; cuando todos los que de una u otra manera estaban relacionados con el palacio sabían que Ramsés, el constructor, era su abuelo de concupiscencia, de resultas de un instante de placer desenfrenado y fatal?

Sí, Moisés sabía, y sabía que el faraón también lo sabía. Y cada vez que pensaba en ello, dirigía una torva mirada hacia el trono del faraón.