Su padre no fue su padre, y su madre no fue su madre, tan fuera de orden fue la cuna de Moisés. Cierto día, Ramessu, la segunda hija del faraón, se entretenía junto a sus doncellas en los jardines reales a orillas del Nilo, bajo custodia armada. Advirtió entonces a un joven hebreo que sacaba agua del Nilo, y lo deseó. Tenía la mirada triste, un leve bozo en la barbilla, y fuertes músculos en los brazos revelaban sus movimientos al extraer el agua. Trabajaba afanosamente y muchos eran sus pesares; mas a la hija del faraón le pareció la encarnación de la belleza y del deseo, de modo que ordenó se le condujera a su pabellón. Allí le acarició los cabellos empapados en sudor con sus exquisitas manos inmaculadas, besó sus músculos, y provocó su masculinidad hasta que la poseyó —él, el esclavo extranjero, haciendo suya a la hija del faraón. En seguida lo dejó ir, pero no llegó lejos. No había dado treinta pasos cuando lo mataron. Y al instante lo enterraron, para que ningún vestigio quedara del momento de placer de la hija del sol.
—¡Pobre! —comentó ella al saberlo—. Ponéis demasiado celo en todo… Él hubiera callado porque me amaba.
Quedó encinta, y en nueve meses dio a luz un varón, sin que nadie se enterara. Sus doncellas lo colocaron en una cesta de mimbre recubierta de brea, y lo ocultaron luego entre los juncos de la ribera. A poco, simularon hallarlo, con grandes exclamaciones de sorpresa: «Oh, un milagro, un niñito entre los juncos, como en los viejos cuentos de hadas, cuando Akki, el aguatero, encuentra a Sargon y lo cría con la bondad de su corazón. ¡Cómo se repiten las cosas! Pero ¿qué haremos con nuestro hallazgo? Lo mejor será entregarlo a alguna madre humilde que tenga más leche de la necesaria para criar a su hijo y a este otro, que lo haga crecer como un hijo más».
Dieron el niño a una mujer hebrea, que lo condujo a Gesén, en casa de Jochebed, mujer de Amram, hombre de la tribu de Levi, emigrados a esa zona, quien daba por entonces de mamar a su propio hijo, Aarón, y tenía leche en abundancia. De ese modo, recibiendo a veces presentes de fuente desconocida, educó en su casa al niño de enigmático origen, con bondad y ternura. Y así fueron Amram y Jochebed sus padres ante los hombres, y Aarón, su hermano. Amram poseía bueyes y tierras, y Jochebed era hija de un picapedrero. No sabían cómo llamar al niño y finalmente decidieron ponerle un nombre medio egipcio, o mejor sería decir la mitad de un nombre egipcio. Con frecuencia, los niños egipcios llevaban nombres como Ptahmoisés Amón-moisés, o Ra-moisés, que significaban hijo de cada uno de esos dioses. Amram y Jochebed prefirieron dejar a un lado el nombre de la deidad y llamar al niño simplemente Moisés es decir, «hijo», a secas. La cuestión era saber ¿hijo de quién?