Empezó así: Cumpliendo uno de sus deberes, Elpidio, el médico, estaba presente durante la cena del rey. La cena era siempre más solemne que el almuerzo, comida que Teodorico tomaba generalmente solo o con sus consejeros íntimos, y en la que ingería muy pocos alimentos. En cambio, a la cena asistían muchos cortesanos. Se hablaba de los sucesos del día y se tomaban decisiones. El hidromiel del norte y el vino de Italia soltaban las lenguas, aunque todos sabían que se arriesgaban a perder el favor del rey si las bebidas ofuscaban su mente.
El cocinero quiso dar una alegría al rey: aquel día los pescadores habían sacado del mar un enorme pez, y la cocina real pagó por él mejor precio que cualquier otra de Ravena. En los últimos tiempos Teodorico tenía escaso apetito, comía poco y apartaba de sí los más exquisitos manjares. El cocinero sabía que desde niño sentía predilección por el pescado. Decía a menudo, casi con reproche, que aquí en Ravena no había peces plateados, de carne blanca y maravilloso sabor como los que se pescaban en el gran lago. A medida que envejecía, este recuerdo le asaltaba cada vez más a menudo.
«Tal vez… —pensó el cocinero—, tal vez al gran señor le gustará este magnífico pescado.» Lo colocó en una gigantesca bandeja de plata y le dio una forma natural. El enorme pez miraba hacia la nada con sus grandes ojos perlados.
Un banquete festivo, parecido al ceremonial de Bizancio: el cocinero mayor y sus ayudantes aparecieron en el umbral. Allí el mayordomo real se hizo cargo de la bandeja. Los pajes la colocaron en el centro de la mesa, ricamente adornada. Ahora le tocaba el turno al médico, que examinó el manjar, cortó un pequeño trozo con un cuchillo de plata, lo probó, esperó un minuto y pronunció la acostumbrada frase:
—Su Majestad puede comerlo.
Elpidio esperó, el cuchillo tembló en su mano… vio a Teodorico mirando fijamente el pescado, y en seguida, con horror, llevándose las manos al rostro y gritando:
—La cabeza de Símaco… la cabeza de Símaco…
Un pez no se parece a ningún ser humano. Pero, de hecho, algo había en el anciano senador —cuando apareció aquí al final de su fatigoso viaje— que recordaba a un pez… quizá eran los ojos… Pero nadie tuvo tiempo de mirar el pescado. Ya el rey temblaba con todo su cuerpo. El poderoso señor, el cruel guerrero, el gran hombre se hallaba en pie y se cubría los ojos con las manos como si viese fantasmas.
—Lleváoslo… es la venganza de Boecio… ha conjurado aquí a Símaco… Los malditos… ¡los malditos! ¡Se vengan!
Teodorico temblaba, tenía hinchadas las venas del rostro, ya no era dueño de su cuerpo y de su mente. Ahora el médico debía ser más inteligente que los ministros. A una seña suya salió corriendo el ayuda de cámara a preparar el lecho del rey. Amalasunta fue advertida para que acudiera sin pérdida de tiempo al aposento de su padre. Calentaron piedras y las rociaron con agua perfumada, pues la respiración era más fácil en el aire húmedo. El rey respiraba con dificultad, y emitía un silbido. No podía dominar sus movimientos. Nadie sabía si caería en la inconsciencia o se recuperaría. ¿Sería sólo un pasajero ataque cardíaco?
En la cama tuvo escalofríos. Su gran cuerpo tiritaba, la frente se cubrió de un sudor frío que el médico secaba continuamente.
Los dientes castañeteaban, y el amarillento blanco de los ojos parecía resaltar aún más la palidez del semblante.
En tales casos todos piensan en un envenenamiento, y desgraciado del médico si el rey muere. A menudo él es la primera víctima. Teodorico no había comido nada desde el mediodía. Cuando se sentó a la mesa, nadie advirtió en él nada anormal. Naturalmente, retiraron en seguida el pescado. Los hombres eran supersticiosos: nadie se atrevía a tocarlo. «¡Tiradlo a las lagunas!» ¡Qué terrible noche en el dormitorio de Teodorico!
Elpidio vigilaba el pulso del rey. Era fuerte, pero irregular. De pronto se aceleraba, se detenía, volvía con más potencia y se debilitaba de repente, como si fuerzas buenas y malas lucharan por la vida del enfermo. Elpidio había visto morir a muchos hombres. «Hipócrates escribe —pensó— que la muerte va grabando despacio sus signos en el rostro.» En los rasgos de Teodorico, estos signos aparecieron en una sola hora.
El cuerpo luchaba con los recurrentes ataques. Durante una hora se tranquilizó: ¿serían efectivas las decocciones de Elpidio? Entonces, en el nebuloso horizonte de la conciencia aparecieron sombras de tiempos pasados.
Casi todo el rato, el enfermo se imaginaba en Bizancio. Se dirigía al gran circo; el pueblo esperaba con impaciencia los juegos desde el amanecer. Había llegado hacía poco el informe de un legado: Justiniano ofrecía al pueblo veinte leones y veinte panteras, sólo para asegurarse el trono a la muerte del anciano Justino.
Justino era viejo, viejo como él, Teodorico. En el umbral del palacio imperial bajaba la guardia sus lanzas doradas. Teodorico, el hijo del emperador, tenía entrada libre… un pez de terribles ojos saltones, el rostro de Símaco le estaba observando… El enfermo volvió a inquietarse. Un sudor de muerte cubría todo su cuerpo.
Más tarde se calmó. Llegó el tercer día. Los continuos ataques habían debilitado su cuerpo. Nadie se acercaba a su lecho con documentos o edictos. Junto a la cama seguía estando la placa de oro, pero su mano era ya demasiado débil para trazar el Legi.
De improviso revivió su infancia. Pasó mucho rato a la orilla del gran lago. Debía tener veinticuatro años cuando vio por última vez el lacus Pelso. Fue un día a principios de verano… El sol apareció como un disco rojo. En pocos minutos, una luz rojiza lo iluminó todo. El pueblo, los habitantes primitivos, se iban a los campos. Ellos sembraban y recolectaban, mientras los godos criaban ganado y construían carros. El cielo parecía dentado cuando las brumas matutinas se dispersaban y los bancos de niebla flotaban sobre el lago. El interminable cañaveral comenzaba su murmullo; juncos verdes y amarillentos se columpiaban con la brisa. De modo paulatino fue conquistando el antiguo terrateniente romano el pequeño promontorio de la ladera. Arriba estaba la villa… abajo, la caseta de baño, tubos de canalización, columnas, surtidores, mosaicos multicolores. Una villa romana en medio del campo, y cada tormenta derribaba un trozo de muro…
Veinte leones y veinte panteras. Cuando él mandó organizar juegos en Roma, los senadores desfilaron ante él. ¿Quién de ellos viviría aún? Roma felix. En cada columna, en cada palacio se leían estas dos palabras. ¿Se parecía realmente la cabeza del pez gigante a la cabeza cortada de Símaco? ¿Por qué tenía que morir Boecio? ¿Porque Justiniano quería establecer la unidad de la fe y Bizancio, después de tantos años de separación, rezaba ahora del mismo modo que Roma según los puntos del Concilio de Nicea? Con el fin de preparar, unidas, la caída de los arrianos. Mientras las dos ciudades estuvieron en pugna, Teodorico había podido gobernar en paz.
«Elpidio, ya es bastante. ¿No ves cómo tiemblo? Tengo cosas que hacer. He de ir a la cancillería, todas las mañanas, todas las tardes; de lo contrario, los rollos de pergamino me sepultarán. ¡Legi, legi, legi, legi! ¡órdenes, sentencias, decretos… leyes… cartas! ¡Legi, legi!» Su diestra agarrotada se movía como si escribiera, pero ya no hubiese podido sostener el punzón.
¿Sería posible que el rey de los francos tuviera razón? Fundió a los francos y los galos, y junto con su pueblo recibió el bautismo de manos de los sacerdotes latinos. La Galia se había convertido en reino. Era lo único que surgió de la nada, de la gran nada a la que se precipitaron los reyes de los visigodos, burgundios, alemanes y los príncipes turingios. Sólo este bárbaro, el hijo del rey franco, había logrado hacer un reino de la Galia.
En Italia, godos y romanos eran más que nunca como fuego y agua. Los sacerdotes latinos hablaban llenos de odio de la prohibición de celebrarse matrimonios entre godos y romanos. No debían convertirse en un solo pueblo, por sus venas no podía correr la misma sangre. «Desgraciado el godo…» ¿Roma felix? Un godo no podía amar a una romana. Un romano no podía desposar a una goda. Nébula. De la nada surgió un rostro, impreciso. El hijo del rey godo no podía amar a una doncella romana de Iliria. Mujeres. Así, en la penumbra, ninguna poseía un rostro. La mano de Nébula se despedía desde una distancia de medio siglo. ¿Y si entonces no hubiese dejado marchar a Nébula? Ahora volvían aquellos terribles escalofríos. ¿Lograría el sufrimiento apartar las tentaciones del alma?
El Senado, respetables padres, dos cónsules cada año, provincias, aceite gratis, juegos, Anicio Manlio Boecio. ¿Por qué había hecho estrangular al último romano?
Cuando muriera, el palacio de la Roma felix se derrumbaría. Lo había sostenido durante cinco… diez… veinte… treinta años. Doscientos mil godos armados cuidaban de que los latinos no despertasen de su cuento de hadas. Debían ser felices, pero no poderosos. Boecio estaba despierto. Por eso tuvo que morir.
El último romano. ¿Y los otros, que poblaban el horizonte? Mezquinos vividores, desalmados natos. Roma se había convertido de repente en un nido de escorpiones. Hijos de Barrabás. ¿Con qué habéis pagado por la Roma felix? ¿Era Boecio realmente el último entre los grandes? Escribía los decretos, redactaba las cartas junto con Casiodoro, asistía a las recepciones, actuaba de legado, pronunciaba discursos de salutación cuando los legados eran recibidos en audiencia. Sí, Boecio construyó un reloj de agua y escribió himnos para la onomástica del rey. Sólo una vez dijo: «No». Si Boecio hubiese enviado un solo mensaje desde Ticino: «He reflexionado…», sólo esto, nada más. Si se hubiera dirigido a él… se le habrían abierto las puertas. En Ravena todos se hubieran inclinado ante el hijo pródigo. ¿Por qué escribía Boecio día y noche su libro, una obra sin rima, en lugar de dirigirse a él? ¿Qué esperaba? El rostro de Opilio parecía tallado en piedra. ¿Odiaba a Boecio el nuevo ministro, un imitador de las artes romanas, o solamente le tenía miedo? Y ahora quedaban únicamente Opilio, Basilio y los godos; Amalasunta tendría que elegir entre ellos. Casiodoro era un hombre blando, que vivía hechizado por la escritura. ¿Qué le importaba a él el contenido de las cosas, mientras el exterior fuera hermoso y elegante? Amalasunta ya no podría pedir consejo a Boecio, el sabio Boecio.
Si ahora concediese una audiencia, tendría que llamar a los muertos. Odoacro y Orestes y el último emperador. Si Rómulo aún viviera, le harían venir desde la villa de Lúculo. «Ven a Ravena, toma parte en el consejo como el último romano, Rómulo Augústulo.» Pero él lanzaba guijarros al mar desde el cabo Miseno.
Erelieva, la madre, apareció entre los muertos. Había vivido muchos años y demostrado ternura y sabiduría. Jamás le abandonó ni un minuto. Y sin embargo, el obispo de Verona la convirtió al catolicismo. ¡Arrio, Arrio! Donde vivían germanos, la única Biblia era la de Ulfilas. Y ahora todo se derrumbaba, se derretía como el hielo bajo el sol. Vándalos, visigodos, burgundios… Roma felix. Doscientos mil godos sobre el suelo de Italia. ¿Serían ellos los últimos verdaderos cristianos?
¿Dónde está Opilio? Este rostro tallado en madera oculta a un débil cortesano. ¿Por qué tiemblas, Opilio? Mi hija te conservará… necesita partidarios. Opilio, ¿qué le ha ocurrido a Juan, a quién en mi ira condené a prisión? No le humilló nadie; nadie levantó una mano contra el Pontífice. Sólo está purgando la vergüenza y la ofensa… Yo no he puesto al papa frente a animales salvajes, como hicieron… ¿quién lo hizo? Nerón… Tito… Domiciano. No he enviado al papa a la jaula de los leones. Pero él entró en la cárcel y murió en ella. ¿No fue así, Opilio? ¿Muere, pues, un hombre cuando lo desea? ¿No peca cuando dice: «basta»? ¿Por qué no pude pronunciar esta palabra cuando mi palacio quedó terminado? Una única bóveda de piedra corona los espesos muros. Cuando quedó terminada, yo, el anciano Teodorico, el catorceavo nieto de Amal, el retoño de Odín, hubiera debido exclamar: «¡Basta!» Entonces aún vivían Boecio, Símaco, Juan. Vivían muchos que después han sido estrangulados o decapitados en Roma, en Verona, en Ticino y también aquí. ¡Basta! Que venga Amalasunta. Escribe, Opilio: Juan, Símaco, Boecio deben ser puestos en libertad. ¿Que ya no viven? ¿No viven? ¿Qué significa esto si yo, Teodorico el Grande, les he perdonado? Os podéis marchar, podéis ser papas, senadores, emperadores.
Roma felix. Elpidio sostenía su brazo y le contaba las pulsaciones; había apartado a un lado el reloj de agua de Boecio y se guiaba por el viejo reloj de arena. Cuando el pulso amenazaba con detenerse, el médico soplaba en la boca del enfermo. Sólo era un acto piadoso antes del último aliento. La respiración era ya fuerte, ya muy tenue. Ahora ya podía venir el sucesor, y asistir a la muerte arrodillado sobre un pequeño almohadón. En Bizancio, el hijo del Augusto no heredaba automáticamente el trono.
Atalarico entró, y fue a arrodillarse junto al lecho de su abuelo, cuyo rostro estaba arrugado y manchado de sudor. Ya no se podía contemplar el semblante del rey sin sentir horror. La mano se abrió. «Qué torcidos y horribles son los dedos», pensó el niño. El coro de sacerdotes arrianos empezó a cantar. Sonaron los golpes contra grandes placas de cobre. El cuerpo se estremeció por última vez. Opilio y Elpidio alargaron la mano al mismo tiempo. Los párpados se cerraron sobre los empañados ojos azules.