XLVII

¿Cómo golpea un prisionero en la pared cuando quiere hablar con sus compañeros de cárcel? ¿Utiliza el alfabeto griego o el latino?

Los muros de la torre propagaban el sonido de los golpes, y cuando el centinela hacía la ronda acostumbrada, el prisionero intentaba comunicar con un ser humano que compartiese con él las horas de soledad y ahuyentase el temor.

—Soy Boecio, antiguo magister officiorum.

—Soy Juan, el papa actual.

El prisionero se asustó al reconstruir las letras latinas. ¿Un loco? ¿Un compañero caído en la demencia? ¿Quién podía ser el que se llamaba a sí mismo papa en su desvarío?

—¡Dame una prueba!

—Estaba en casa de tu padre cuando el papa Símaco visitó al senador Símaco.

Boecio recordó aquella tarde. ¿Quién había venido con el Santo Padre…? ¿Sería aquel diácono rubio que hablaba el latín con el acento de un extranjero del norte? Surgieron los recuerdos… «¿De dónde procedes, amigo?», le había preguntado entonces. «De Tarquinia…»

—¿De dónde procedes, amigo?

Más golpes. El nuevo prisionero tenía que ejercitarse. ¿Qué número del alfabeto latino correspondía a la T y a la Q?

—De Tarquinia.

Su vecino era el papa, no un demente. ¿Qué podía haber sucedido en el mundo…? ¿El obispo de Roma prisionero en Ticino?

—El godo me envió a Bizancio. Paz con los arrianos. Ningún ejército a Italia. Fracasé. Soy prisionero del rey. Estoy enfermo.

—¿Estás enfermo?

—Me duele el corazón. ¿Qué ocurrirá contigo?

—He de morir dentro de ocho días.

—Pedí al emperador que te ayudase.

—¿Qué será de ti, papa Juan?

—Soy digno del martirio.

—¿Eres feliz, papa Juan?

—El Señor puede llamarme a su seno de un momento a otro.

Boecio disponía aún de ocho largos días para recuperar fuerzas. Todo debía suceder dentro de estos ocho días.

—Yo escribo.

—¿Una solicitud?

—No, un libro.

Golpes:

—No comprendo.

Lo repitió:

—Un libro. Librum.

—¿Qué clase de libro?

—Su título es De consolatione philosophiae. El martes lo habré terminado.

—¿Estás triste, Boecio?

—La filosofía me consuela, Santo Padre.

Por primera vez había deletreado el título de Juan. Silencio.

—Me duele el corazón. Voy a echarme. Envíame al carcelero con papel y pluma…

Elpidio, el médico griego del rey, pidió una audiencia a Amalasunta.

—Señora, el pulso del rey late con lentitud y de repente, con rapidez. ¿Le has visto el blanco de los ojos? Es amarillo. Esto ocurre cuando el hígado y la vesícula biliar no funcionan bien. Hipócrates, en semejantes casos…

—¿Qué recomiendas tú…?

—Confieso, señora, que yo también le tengo miedo al rey. Es como si la mano maligna de la naturaleza le hubiese cambiado repentinamente. De día hace acopio de fuerzas. Recibe audiencias. Cipriano y Casiodoro acuden a diario para conocer sus órdenes. Pero de noche, señora… yo duermo en el umbral de su aposento. Todos los ruidos me despiertan. Sus sueños deben de ser espantosos. Grita con frecuencia… Está enfermo.

—¿Qué debe hacerse?

—Yo soy médico del cuerpo, pero creo que antes sería preciso curar su alma.

—Habla con franqueza, Elpidio.

—Hace once años que sirvo a Teodorico. ¿Has tenido algo que reprocharme durante este tiempo, señora?

—Si hubiera algo que reprochar, ya no le servirías. No servirías a nadie.

—¿Qué es el alma? Debes prestar crédito a Hipócrates cuando dice… no, no, no quiero cansarte con esto. El rey ha cambiado. Confunde el bien con el mal. Parece que se arrepiente de lo que ha hecho. Pedí a Casiodoro que me dijera, a mí, como médico, si las cartas del rey reflejan el cambio operado en su espíritu.

—¿Casiodoro te habla abiertamente?

—Siempre tiene miedo. Lo anota todo, lo archiva todo, pero tiene miedo. Me contestó con mucha cautela. Sólo me dijo que no se trata del espíritu. ¿Es el hígado y la vesícula biliar? Me miró como si yo supiera dónde se ocultan las raíces del mal. Me enseñó algunas órdenes. Son diametralmente opuestas a todo cuanto el rey ha hecho hasta ahora. A medida que va perdiendo fuerzas, más ansioso está de mostrarse fuerte. ¡Toda una lista de sentencias de muerte! Ayer preguntó: «¿Cuántos días le quedan a Boecio?» Y, señora… esto es un gran secreto… pero también debes saberlo…

—¿Qué debo saber?

—Se está redactando un decreto real… Sabes bien que comparto vuestra fe. Respeto la doctrina de Arrio. ¿Cómo, sino, me hubiese otorgado tu padre su confianza? Pero tengo miedo… Casiodoro salió pálido como la muerte de su aposento. Incluso Opilio estaba pálido. Un edicto del rey abolirá la religión católica en Italia. En un día determinado, todos los templos deberán ser entregados a los arrianos, y donde no haya una comunidad arriana, los templos serán demolidos. Nadie que no sea arriano podrá conservar su empleo, su cargo, su sueldo y tal vez incluso su casa.

—¿El plazo?

—Tres meses. Hasta entonces se harán los preparativos.

—¿Ha sido ya anunciado?

—Todavía no. Nadie se atreve a contradecir al rey. Todos tienen miedo. Casiodoro no quiere ir a parar a la torre de Ticino. Tengo la impresión de que ni siquiera Opilio lo aprueba… Todos tienen miedo. Señora, no puedo decir cuántos se han dirigido a mí con la pretensión de ser los primeros en saber cuándo estarán contados los días de vida del rey.

—¿Contados?

—Calculan mal. Tú conoces a tu padre. Es un gigante entre los seres mortales de este mundo. Hoy se queja, su corazón late demasiado de prisa… y mañana funciona con normalidad. Cuando es sobrio, come poca carne y bebe agua y no hidromiel, desaparece el velo amarillento de sus ojos. ¿Cuántos años tiene Teodorico? Una vez se lo pregunté, y me dijo que nació un año después de la muerte de Atila. Pero esto no es seguro… hace poco me confió que había cumplido setenta y dos primaveras. Una edad tan avanzada es un raro regalo de la madre naturaleza. Aún puede vivir… pero ya no es el mismo Teodorico.

—¿Por cuánto tiempo puede vivir?

—Esto nunca debes preguntárselo al médico. Y sin embargo, he de contestarte para que estés preparada, Amalasunta. Otro verano, otro otoño… otro invierno. Pero no es fácil que vea otra primavera. Los que esperan una muerte inminente, sufrirán un desengaño. Su naturaleza es fuerte. Ha vivido con sobriedad, y los órganos aún son resistentes para sus años. Incluso monta todavía a caballo, aunque pronto le fatiga. Le he pedido que vaya en carruaje a pasar revista a las tropas. Puede vivir un año… pero no más.

—Ésta, Elpidio, es la maldición de la corona. Si yo fuese una mujer sencilla, miraría a mi padre como he hecho siempre, como si tuviera que vivir eternamente. Incluso rechazaría toda idea de la muerte. Pero he de pensar en mi hijo, en que no se produzca ningún cambio cuando Teodorico cierre los ojos. ¿Dices que el edicto será promulgado dentro de tres meses? ¿Que en Italia todo el mundo deberá abrazar nuestra religión? Esto es una declaración de guerra contra el emperador. Significa la guerra en Italia y el éxodo masivo de los romanos. Sicilia, Egipto… el rey de los vándalos ya es católico, y los burgundios también han reconocido la religión romana. ¿Por qué hace esto mi padre…?

—Es la respuesta al mensaje de Justino.

—El papa ha sido hecho prisionero… ¿Qué puedo hacer yo?

—Tal vez nada… o así lo parece. Si tú me honrases con tu confianza… y comprende que para el médico del rey no es fácil vivir con la confianza que me otorgues… Mi corazón se siente oprimido cuando pienso que la memoria de un hombre tan grande… será ultrajada dentro de pocos meses… Frena, señora, el curso de los acontecimientos. Deja caer una palabra de vez en cuando… ayuda a aplazar el decreto…

—No puedo salvar a Boecio.

—Todos pensamos en él.

—Mi padre quiere su muerte. Parece como si con ello deseara castigarse a sí mismo. Le ha amado, tal vez le ame todavía. Una vez me dijo: «No me ha traicionado, pero se ha enfrentado a mí». Entre el rey y un súbdito suyo no es posible el duelo. Si menciono a Boecio, no hago sino empeorar su estado. Su rostro arrugado se vuelve amarillo. La vesícula…

—Señora, quizá aún no lo sabes todo…

—¿Es que hay más?

—Ha llegado la tercera carta dirigida al rey del senador romano Símaco. Muy a menudo la vejez despoja a los hombres de su sabiduría. La carta de Símaco ha enfurecido al rey, quien se ha empeñado en leerla él mismo, sin contentarse con el resumen que se le había preparado. Y realmente, señora, parece que se ha esfumado la proverbial sabiduría del anciano senador. Con palabras duras, abiertamente, acusa al rey. Le da el título de patricio, y enumera los que fueron castigados por transgredir una ley… ¡Y de qué leyes habla! Antiguas decisiones del Senado, Catón, Cicerón, los Gracos. Es una locura sacar a relucir en nuestros tiempos la ley de las Doce Tablas. El viejo ya no sabe lo que hace… Está solo en Roma, en una casa vigilada por centinelas. El pergamino es muy paciente.

—¿Qué ha hecho mi padre?

—Conozco su rostro. En ocasiones semejantes, inspira terror. Solamente ha dicho: «¡Traedme a Símaco a Ravena!»

—¿Cumplirán la orden?

—¡Qué remedio! Opilio no contradice al rey. ¿Y quién siente piedad por el viejo?

Séptimo día.

«Y puesto que es así, sólo les queda a los hombres el invulnerable libre albedrío, y es justo y equitativo que las leyes fijen recompensas y castigos, ya que los impulsos de la voluntad no están ligados a ninguna coacción… Así pues, cuando abdica el pecado, surge la virtud… Si dais a la verdad el honor que le corresponde, os obligará la importante necesidad de ser buenos, pues al fin y al cabo vuestra vida transcurre bajo la mirada de un Juez para quien nada pasa desapercibido.»

Séptimo día. El finis ya estaba escrito al término del quinto libro. Si el plazo no sufría ningún cambio, aún le quedaban tres días para revisar su obra. Pero ¿cómo debía el prisionero interpretar el fin de este plazo? Diez días. ¿Qué ocurriría al décimo día? ¿Le mantenían tal vez en la incertidumbre sólo para observar cómo se estremecía al menor ruido, cómo esperaba… a quién o qué? Boecio se permitió media hora de descanso. Si después la guardia pasaba para espiarle, aún le vería inclinado sobre su trabajo. Diría al comandante, como si se tratara de magia negra: «El prisionero aún está escribiendo». A los ojos de los centinelas, escribir era algo maldito. Un secreto que un hombre sencillo no podía compartir significaba ya la perdición.

El prisionero golpeó el muro:

—Estoy dispuesto, papa Juan.

—¿Qué deseas ahora?

—La absolución. Vendrán a buscarme en cualquier momento. He terminado la Consolatio.

Silencio. A los pocos minutos se reanudaron los golpes:

Ego te absolvo. Silencio.

—Gracias. ¿Has podido dormir esta noche, papa Juan?

—Mi corazón está débil. He dejado la mitad del pan.

—Cuando me sustituya otro prisionero, enséñale este medio de comunicación.

—Te lo agradezco, Boecio. Quién sabe cuánto viviremos.

—¿Estás triste?

—Agradezco que me hayas hecho compañía. Gracias.

El diálogo a través del muro era fatigoso. Hacía calor, y a esta hora había poco peligro de que alguien les oyera. El centinela dormitaba. «Te absuelvo», había dicho el papa. «Le duele el corazón y no ha comido su ración de pan.» Aquí, en la cárcel de Ticino, esto tenía la máxima importancia. A Boecio no le quedaba tiempo para estar ocioso. Aún disponía de tres días. Tenía que resumir muchos párrafos, liberar los substantivos de un exceso de atributos, pulir un poco los versos… cambiar alguna palabra. Hojeó el tercer libro.

El centinela, taciturno, con la mirada baja, puso un trozo de pan blanco sobre su mesa. ¿Qué significaba ahora aquel pan? Boecio lo partió, y en su interior apareció una tira de papel, cubierto con la caligrafía de Rusticiana: «Ningún peligro amenaza a nuestros hijos. Ten esperanza».

Golpeó la pared.

—Papa Juan, he recibido una carta. A mis hijos no les amenaza ningún peligro.

—¿Ya ti?

—Mi corazón siente alivio.

—Estaré contigo cuando te llegue la hora.

Boecio pensó: «En prisión, nadie es un hombre corriente. Se es más y se es menos. Uno puede elevarse hasta el cielo y hundirse en la más abyecta suciedad. Se es capaz de todo, aunque incapaz muchas veces de abandonar el catre de madera sobre el que se ha desplomado. Tres pasos a lo ancho, tres pasos a lo largo». Jamás el logos había sido tan claro en él como ahora. ¡Cantar, cantar! Había leído muchas veces a los poetas antiguos. En su juventud, cuando le enviaron a Atenas, aprendió de memoria gran parte de los monólogos de las tragedias griegas. Cantaba en el coro… Desde que empezara a dedicarse a la filosofía, su canto no había perdido la armonía. Pocos días antes, dos centinelas se habían parado a escucharle ante la celda.

¿Querían disfrutar de los melodiosos versos, o temían qué el prisionero hubiese perdido el juicio? Ocurría con relativa frecuencia, y entonces era preciso informar de ello al comandante. Los prisioneros hacían a menudo cosas extrañas. ¿Cómo podía distinguir un viejo y sencillo centinela la frontera entre la demencia y el sano juicio? Con el curso de los años, el centinela se había acostumbrado paulatinamente a la vida de cautiverio. Como hombre no era bueno ni malo, sino casi él mismo un prisionero. Los domingos no se sentía a gusto en compañía de su familia. No era bueno ni malo. Ni prisionero ni verdugo, sólo un centinela.

Por este motivo había entregado el pan. No de balde, naturalmente, sino por dinero. Calculó lo que podría conseguir por las ropas. El prisionero cambiaba su túnica cada dos días. No estaba prohibido, tenía autorización para ello. Dos túnicas… empezó a contar. Cuando todo hubiese terminado… ¿cuánto podía pedir por una toga de Boecio? Contaba en sólidos de oro: ¡uno tenía que vivir!

El rey había cenado una vez en la casa romana de Símaco. Si, conforme a la costumbre romana, se daba al año el nombre del cónsul, ¿quién era cónsul entonces? Según la nueva cronología, era el año quinientos. Pero ni siquiera en esto estaban de acuerdo los sacerdotes romanos y arrianos.

—Han traído a Símaco —anunció Opilio.

Su tercera carta era un crimen patente de lesa majestad. Una vez más Teodorico le daría oportunidad de retractarse. Y se trataba de un favor especial que el propio rey quisiera actuar de juez. Aquella tarde había ido a casa de Símaco, y Boecio cantó y tocó el órgano. Fue una hermosa velada la noche vivida hacía ya un cuarto de siglo.

Cuando se tienen setenta años, un viaje tan largo requiere un gran esfuerzo. La barba de Símaco era canosa, sus manos, huesudas, su espalda, encorvada. Solamente los ojos… brillaban todavía cuando se posaron en el rey. Símaco vestía una humilde túnica; no exhibía ante el rey las franjas púrpuras de senador. Pero no se arrodilló.

—¡Puedes hablar, Símaco!

—Soy romano, señor. Me expreso sucintamente. Exijo que pongas en libertad a Boecio. No tienes ningún derecho a retenerle en prisión, ni según la ley terrena ni según la divina. Si le haces ejecutar, mancharás tu nombre para siempre. Dixi.

—¡Morirás, pues, como romano! Y como eres senador, serás decapitado. Está decidido.

—Gracias por tan hermosa muerte, señor.

¿Qué es lo que convierte en héroe a un anciano decrépito? Ya no podía ni empuñar un cuchillo. Las ideas se confundían en su cabeza durante las noches de insomnio. Y ahora se encontraba aquí, vistiendo una túnica blanca y con las manos libres. Aún disponía de una frase que demostraría su superioridad.

Opilio le puso una mano en el hombro.

—Soy romano, amigo; ya podemos irnos.

Dio media vuelta y salió, como si no acabara de ser juzgado por un rey sentado en su trono. El propio Opilio estaba desconcertado. Esperaría veinticuatro horas. Había tiempo para la ejecución hasta mañana a mediodía.

El centinela informó: «Desde hace dos días, el prisionero ya no escribe». El comandante de la guardia mandó llamar al escriba. El famoso Boecio era un prisionero distinguido, y todo debía hacerse según el reglamento.

—Si ha terminado su libro, será ejecutado en la celda.

Era realmente un acto de clemencia no arrastrar al prisionero hasta el mercado de la ciudad cuando no se le preparaba una muerte en el potro del tormento. Se le ejecutaba privadamente en su celda. Siempre había muchachos en el campamento militar que se ofrecían como ayudantes del verdugo.

Opilio había hablado de diez días, y de acuerdo con aquella fecha se realizaron los preparativos. El comandante de la fortaleza mandó borrar el nombre del prisionero de la lista de víveres. Pero ¿y si el mensajero a caballo que aún podían enviar con el indulto desde Ravena o Verona, se veía obligado a detenerse en su camino a causa de las fuertes lluvias propias de la estación? No faltaban casos en que el comandante de la guardia había sido castigado, en lugar de recompensado, por un exceso de celo. Ergo, los diez días de Opilio debían ser respetados.

El comandante se hizo leer el informe tres veces. Así pues, el prisionero ya sabía que en el día de hoy expiraba su plazo. «Prepárate, Boecio», le comunicó pese a ello a través del centinela. A los guerreros que montaban guardia a la entrada del campamento, les dio la siguiente orden: «Si llega una noticia, cualquiera que sea su procedencia y la hora, incluso en plena noche, comunicádmela inmediatamente». Indicó al puesto de mando que a la mañana siguiente enviaran a un verdugo y dos hombres corpulentos. Todo estaba dispuesto, pero el comandante sentía cierta inquietud. El prisionero era un hombre importante. Esto era distinto de cuando hacían girar sobre el cuerpo de un desertor la rueda erizada de clavos.

Entraron. Mejor dicho, se quedaron en el umbral, porque la celda era demasiado reducida para que cupieran en ella el comandante, el verdugo y sus dos ayudantes. Todo dependía de que el condenado estuviera tranquilo, pues entonces todo era más fácil. En último término se hallaba un sacerdote arriano. De acuerdo con la antigua tradición, habían traído también un reloj de arena. Le dieron la vuelta y lo colocaron sobre la mesa de la celda. La puerta quedó abierta. El comandante no había visto nunca a un prisionero que continuase sentado a la mesa, con la pluma en la mano, y completamente sereno. Todo semejaba una alegoría: el centurión, el verdugo, el reloj de arena, la frase inacabada del testamento.

—Termino la frase, amigos. ¿Puedo hacerlo? Pero no la terminó. Sólo estampó su firma.

—Puedes firmar —dijo, dirigiéndose al sacerdote—; ¿y quién más de vosotros? ¿Tu nombre…?

El comandante de la guardia sólo escribió una cruz en el documento. El sacerdote arriano observó que esta hoja era el testamento de Anicio Torcuato Severino Boecio. Inexorablemente caían los granos de arena en el recipiente inferior del reloj; en el superior sólo había medio dedo de arena.

El verdugo del campamento militar de Ticino estaba acostumbrado a hombres más salvajes. Midió al prisionero con una mirada, mientras preparaba el lazo, casi subrepticiamente.

—No te dolerá —murmuró en tono compasivo. Este hombre no poseía nada que pudiera regalarle. Quedaba la túnica… Tal vez podría partírsela con el centinela.

El centinela no entró.

—Boecio me era simpático —dijo al día siguiente a su compañero, antes de llevar la sopa a los demás presos.

¿Cuántos días había vivido aquí Boecio? Éste, el último, llegó rumoroso y veloz, hasta el momento en que el lazo se cerró y las venas de su frente se hincharon. Unas visiones bailaron ante sus ojos, y entonces —esto ya no lo sintió— dos guerreros del campamento de Ticino le destrozaron el cráneo con barras de hierro para acortar su sufrimiento.

Quedaban las túnicas. La de hoy y la de ayer. El verdugo miró a sus ayudantes. ¿Por qué aquellos golpes? Cuando él cerraba hábilmente el lazo sobre el cuello de una víctima, todo lo demás era innecesario. El gesto de estos toscos guerreros era una burla de su arte.

El sacerdote arriano cogió las páginas del libro, el testamento y las hojas en blanco. Se llevaron el cadáver. Media hora después sería enterrado y una cruz colocada sobre la tumba. Había sido un científico… un antiguo canciller del rey.

Mientras el sacerdote ordenaba las hojas, le pareció oír ruidos procedentes de la pared. Eran golpes… unos golpes muy singulares, seguidos, rítmicos… cada vez más fuertes… ¡ojalá conociera su significado! El centinela, al entrar para recoger lo que Boecio pudiera haber dejado en la celda, dijo en un murmullo:

—Siempre hablaban entre sí de este modo.

Mientras estuvieron allí los dos, los golpes siguieron resonando en el muro, desesperada e insistentemente.