XLVI

Quienquiera que supiese leer en los rostros de los hombres advertía a la primera mirada que las ojeras del rey estaban hinchadas y amarillentas, y el blanco de los ojos, empañado. Las arrugas de la frente eran más profundas, y el surco que descendía de las sienes al mentón era casi tan hondo como una fosa.

Juan y Teodorico estaban sentados frente a frente. La mirada del papa se posaba en el semblante del rey. Mientras el Santo Padre se hallaba en Bizancio, el dueño de Italia había envejecido.

La expresión de un enviado revela siempre la clase de respuesta de que es portador. En las tragedias antiguas, el mensaje doloroso era simbolizado por túnicas oscuras y destrozadas, gestos de desesperación y un bastón en alto. Entonces todos los espectadores sabían lo que debía esperarse. Ominosos presagios y malas noticias iban siempre de la mano. Cuando éstas eran anunciadas, seguían las largas lamentaciones de los héroes.

Ahora el enviado era el papa. No podía traicionar con las primeras palabras que su misión había sido infructuosa. Pero tampoco podía engañar al rey como hacían los enviados hipócritas, disfrazando la amarga realidad con palabras aduladoras. Mientras no terminase el ceremonial, mientras durase la recepción, la misa y el oficio de acción de gracias, podían ocurrir muchas cosas. Pero cuando la puerta se hubo cerrado a sus espaldas, Juan comprendió que su destino estaba sellado.

«Tengo que pasar por esto lo más rápidamente posible, ya que no hay otro remedio.»

—Señor, seguramente ya estás arrepentido de haberme enviado a mí, el obispo de Roma, como mediador en los asuntos de los poderosos. Tú me obligaste a ello, y yo acepté porque esperaba que en ambas riberas del mar hubiese un entendimiento fraterno. Acepté…

—¿No has obtenido ningún éxito?

—Traigo una carta. Que te la lea otro, señor; yo no quiero hacerlo. Tú conoces mejor a los bizantinos, y sabes que les gusta mezclar la miel con la hiel. Yo nunca he trabajado en una cancillería de asuntos temporales, y me es imposible leer entre líneas y distinguir lo auténtico de lo engañoso. Sus intenciones, en el caso de que las haya comprendido bien, no son malas. El emperador quiere trabajar para mayor gloria del Señor. Sin embargo, la fe ofrece amplias posibilidades de contribuir a esta gloria de diversas maneras.

—¡Exprésate con más claridad!

—En lo que concierne a la verdadera fe, los bizantinos han dicho la última palabra. Justiniano, que es quien realmente ostenta el poder, declaró que siente admiración por el rey Teodorico porque ha logrado pacificar a la turbulenta Italia. Alabó la sabiduría del gobierno bizantino al enviarte aquí para mejorar la situación itálica. El corazón del basileo se alegra de recibir buenas noticias de la vieja provincia.

—¿Suspenderán la persecución de los arrianos?

—Sólo reconocen una fe verdadera, señor.

—¿No habrá ninguna persecución en el reino de los francos ni contra los vándalos que han apostatado de la fe arriana? ¿No está dispuesto el emperador a prohibir las crueldades contra mis hermanos que viven en el imperio?

—Les he conjurado a que empleen las suaves palabras de la persuasión y no la espada. Pero las palabras, cuando no se les presta atención, son tan ineficaces como si se escribieran sobre el agua.

—Abrevia.

—No dan ninguna seguridad. Son bizantinos, y prefieren sacrificar cien mil monedas de oro o diez mil guerreros a comprometerse a algo por escrito. Lo escrito permanece. En esto son inflexibles. ¿Con palabras? Justiniano ha prometido mantenerse alejado de Italia hasta que los asuntos persas estén definitivamente solucionados. ¡No se inmiscuirán en los asuntos de tu gobierno!

—¿Es eso todo? ¿Que no se inmiscuirán?

—Están sentados en su palacio; ningún peligro les amenaza. No hay nadie que les advierta: «No está bien lo que hacéis. No conocéis la situación en Italia».

—¿Se lo has advertido tú?

—La palabra del obispo romano es demasiado débil. Los coros pueden ahogarla.

—Me asiste el derecho. Está el edicto. En Italia todo me pertenece.

—El nuevo código de Bizancio comienza con la frase: La voluntad del príncipe constituye la fuerza de la ley.

—¿Por qué aceptaste la misión, Juan?

—Podría decir, que porque tú me enviaste… Sabes muy bien de qué forma me enviaste, señor. Podría decir que abrigaba la esperanza de que tal vez la palabra de un hombre débil sería capaz de borrar las divergencias del mundo cristiano. Podría decir que quería ver Bizancio con mis propios ojos, hablar con el emperador y apelar a su buena voluntad. ¿Por qué la acepté? Era voluntad del Señor que fuese allí y regresara.

—¿Has visto a Belisario?

—Sólo he oído hablar de él. Durante estos meses viajaba por la frontera persa.

—Se dice por doquier que vendrá a atacar Italia.

—Nadie ha dicho semejante cosa en palacio.

—Pero ¿qué noticias traían los que conocen mejor las intenciones de los poderosos? ¿De qué informaban los emisarios? ¿Se construyen grandes navíos que puedan transportar a cientos de hombres?

—Me mandaste como legado, señor, no como espía.

¿Qué edad debía tener Juan el etrusco, cuyos cabellos rubios estaban veteados de plata y cuyos ojos azules recordaban al mar? Su pálido semblante se confundía con la túnica blanca. Sus manos eran manos de sacerdote. Nunca habían empuñado un arma. Así eran todas las manos en Italia. De acuerdo con la ley de Teodorico, un romano sólo podía llevar un cuchillo corto para trocear sus manjares. Si era una pulgada más largo de lo permitido, se contaba como arma, y llevar un arma era castigado con la muerte. Un latino no podía poseer ningún arma en Italia. ¿Por qué, pues, se atormentaba Teodorico? ¿Por qué temía una insurrección? Con doscientos mil jinetes armados hasta los dientes, podía mantener el orden, llamado por los sacerdotes arrianos la paz de Teodorico. ¿Por qué… por qué estaba pálido su semblante y empañado el blanco de sus ojos? ¿Por qué eran sus movimientos tan bruscos? ¿Estaría enfermo el rey?

Teodorico se puso en pie. Sobre la mesa estaba la carta manuscrita de Bizancio. Le era muy familiar… ¡oh, qué bien conocía los colores! Conocía el significado del púrpura, el de la tinta mezclada con polvo de oro o de plata, el de los sellos más grandes o más pequeños. Incluso las iniciales y los santos que dibujaban en ellas tenían su significado. Y los regalos que enviaban a cada uno, las reliquias… De todo ello podían sacarse conclusiones; en Bizancio, cada detalle insignificante tenía su importancia.

—Toma nota de todo cuanto puedas recordar. Tendrás tiempo suficiente, porque no volverás a Roma.

Juan se levantó. El rey no se inclinó ante él; le miró pasar como si fuera su siervo. Había tomado una decisión. Por la segunda puerta entró Opilio. Su rostro era de mármol. Boecio tenía esposa, padre, hijos. Juan estaba solo. Sólo debía preocuparse de la Iglesia y de la salvación de su propia alma. Tales fueron los pensamientos del papa antes de comprender la mirada del hermético funcionario de la corte, que no le tocó con un solo dedo ni le puso la mano en el hombro como solía hacerse con los prisioneros. Opilio salió primero y el papa le siguió.

—A Ticino…

Éstas fueron las últimas palabras que oyó el obispo de Roma cuando estuvo reunido el séquito y las puertas de Ravena se abrieron ante el carruaje.

Rusticiana solicitó una entrevista con Amalasunta. Durante semanas sólo consiguió chocar contra muros, muros duros como el granito; duros como la cúpula del mausoleo que la caída había agrietado pero no partido en dos. Muros tras los cuales se encontraba tal vez el perdón, o al menos una palabra que abriese las puertas de la esperanza. ¡Oh, aquellas noticias, aquellas espantosas noticias de todas las noches! ¿Quién podía saber qué había de verdad en ellas? Nadie tenía autorización para ir a Ticino. Ante su casa estaba apostado un centinela, y en el cuarto de huéspedes se alojaban capitanes godos. Rusticiana no estaba prisionera, sus hijos tampoco, pero no podía sacar de la casa ni un solo rollo de pergamino sin que antes fuera examinado por Basilio o por Opilio.

En un instante desaparecieron las esclavas. Al siguiente se abrió la puerta, y Opilio y Basilio abandonaron a su vez la sala de audiencias. Un sacerdote de rostro impasible se quedó inmóvil en el umbral, junto al reclinatorio: parecía una pantomima o la figura de madera toscamente tallada de un apóstol de los godos.

—No puedo hacer nada, Rusticiana —dijo Amalasunta. Era el tono de siempre. Las dos se miraron, y el ceremonial se desvaneció en una niebla a través de la cual cada una de ellas vio brillar lágrimas en los ojos de la otra. ¿Había esperado algo más Rusticiana? ¿Algo… más humano? ¿Qué esperaba, por qué se humillaba? ¿Por qué había repartido regalos, túnicas, oro, para lograr esta entrevista con Amalasunta?

—Es inocente…

—Yo no soy el rey, Rusticiana. Sólo puedo suplicar. Mi padre dijo: «En el caso de Boecio ya he tomado mi decisión.» Sabes que no puede retractarse. Lo único que estoy en situación de prometerte es que me ocuparé de ti y de tus hijos. No os ocurrirá nada malo.

—Boecio no es sólo un hombre… no es sólo un…

—Cuando lo haya terminado… el libro, será uno de tantos. Rusticiana… créeme, me he negado a recibirte durante todo este tiempo con gran dolor de mi corazón. El motivo es que siempre esperaba que llegase alguna noticia, una buena noticia. Esperaba el regreso del papa Juan. «Tal vez ocurra un milagro», pensaba, y el emperador alargue la mano a través del mar y diga: «Démonos la mano en nombre de Cristo. No nos molestaremos el uno al otro mientras haya pueblos a nuestro alrededor que no conozcan el nombre del Señor». Pero Juan ha vuelto con las manos vacías. Nada aplaca la ira de mi padre. Pero tú no has venido a hablar conmigo de los asuntos entre romanos y godos. Sin embargo, sabes muy bien que los romanos no siempre habéis devuelto bien por bien…

—Siempre Roma… sólo Roma… Roma es una ciudad eterna, pero mi marido sólo vivirá una vez. Hoy vive todavía. Hoy aún puedes ayudarle, aún puede abrirse la puerta de la cárcel. Aún puede salvarse.

—Basilio, que conoce mejor a los latinos, me ha dicho: «Aunque abriéramos la puerta a Boecio… no saldría. Está dispuesto. Una humillación tan grande solamente se borra con la muerte…»

Por primera vez sonó la palabra inevitable: muerte. Amalasunta no la pronunció por casualidad. Era su última palabra. Como una despedida. Ahora se levantó de su trono.

—Acércate, Rusticiana, te lo permito.

Se miraron. Volvieron a la vida viejos recuerdos: el jardín, Hortus conclusus, Boecio leyendo versos de Horacio.

—La paz sea contigo —dijo Amalasunta, dándole un beso en la frente—. No puedo hacer nada por Boecio, pero me ocuparé de vosotros.

Rusticiana pensó: «Si tuviera un cuchillo que midiese una pulgada más de lo permitido por Teodorico a los romanos, yo, la hija de Símaco, la esposa de Boecio, la madre de dos cónsules, lo clavaría sin vacilar en el corazón de este despiadado rey bárbaro».

—La paz sea contigo, la paz sea contigo —murmuró el sacerdote arriano cuando le abrió la puerta de la sala de audiencias.