El papa Juan esperaba una audiencia. Habían pasado cinco semanas y aún no había visto al divino emperador. En cuanto a homenajes, no se podía quejar. Los festejos, carreras, conmemoraciones, aniversarios, se sucedían sin interrupción, dando a la corte un pretexto para aplazar las conversaciones. Hasta ahora, todo había sido una toma de contacto. Pero no se congregó ninguna reunión en la cual el papa Juan pudiera exponer lo deseable que sería la paz entre Teodorico y el basileo.
De pronto el papa recibió la noticia de que Teodora deseaba visitar al Santo Padre después de la siesta. Vendría con su séquito más inmediato, y pedía al papa que por su parte tampoco permitiera la asistencia a más de tres personas. Deseaba ofrecerle sus respetos, aunque también podrían hablar de los asuntos del imperio.
El poder de Belisario iba en aumento. Esto desagradaba a Juan de Capadocia, que sostenía la opinión de que la misión de los guerreros era luchar y no dar consejos sobre política. Teodora era enemiga del canciller y amiga de Antonina, la mujer de Belisario. Su amistad databa del tiempo en que ambas cosechaban éxitos en los escenarios de Bizancio. El hecho de que la corregente quisiera visitar al papa Juan indicaba que tenía motivos más trascendentes que rendir su homenaje al jefe de la cristiandad.
Teodora habló de Severo, el piadoso obispo de Alejandría. Era la introducción. Entonces siguió la primera pregunta.
—¿Te envía Roma?
—Me envía el rey de los godos.
—¿Qué clase de hombre es Teodorico? Sólo le he visto una vez, cuando aún era una niña; reinaba el emperador León, y yo me encontraba en el Hipódromo. Recuerdo que tenía los cabellos rojizos. Ceñía su frente un aro de oro. No comprendí su significado: hijo adoptivo del emperador. Mi padre aún vivía. Entonces estábamos al servicio de los Verdes. Alguien dijo que nuestros nombres eran muy semejantes: Teodorico y Teodora. Me lo dijo un guarda, frente a la jaula de los osos. ¿Qué clase de hombre es el rey?
—Cuando yo era un joven clérigo, Augusta, la Urbe era una arena de lobos. Yo había venido de Etruria y quería regresar a las ciudades milenarias sin pasar por Roma, donde el estruendo de la guerra no se interrumpía nunca. Hoy, señora, puedes cruzar solo la Campania, cargado de tesoros, y nadie te asaltará por el camino. Si pagas lo que reclaman los recaudadores de impuestos, puedes cultivar tus campos. Nadie te molesta, nadie te arrebata lo que es tuyo. Los mercaderes pueden viajar a salvo por el país; ningún godo armado puede acercarse a sus carros. Puedes alabar al Señor según la verdadera fe, si consigues olvidar que en otros templos se predica impunemente la herejía de Arrio.
—¿La paz de Teodorico?
—Tú, Augusta, has revelado el camino de tu conversión. Todos lo conocen. Sin embargo, ¿qué camino ha sido más difícil? ¿El tuyo? Tú has nacido en Bizancio y tal vez tus antepasados ya profesaban la fe de Cristo hace quinientos años. Has vivido en la ciudad, has sabido siempre que al orden celestial debe seguir un orden terreno. En cambio, ¿sabes de dónde procede Teodorico? Sus antepasados crecieron entre los animales salvajes del bosque. Para ellos significaba más el murmullo de los robles que la palabra de Dios. Su ley eran dos espadas cruzadas. ¿Dónde estaba su tierra…? Los godos errantes sólo tenían sus carros. Y de este pueblo errante procede el hijo de Amal, como se llama a sí mismo. Y sin embargo, Augusta, sólo él ha conseguido lo que una sabia palabra antigua denomina el equilibrio. Los romanos están en un platillo de la balanza, los godos, en el otro. Y godos y romanos viven en paz y no derraman sangre. Este hombre ha logrado que nuestros ciudadanos nazcan, vivan y mueran en paz. Roma felix… cuan a menudo lo he oído. Toda alocución oficial comienza con esta frase cuando se quiere ensalzar la gloria de Teodorico. ¿Roma felix? ¿Puede ser feliz la ciudad que en un tiempo fue el centro del mundo? ¿Puede ser feliz cuando el número de los que no frecuentan nuestros templos es tan grande como el de mis fieles?
»Augusta, es posible que nunca haya existido un enviado más especial que yo. Mi adversario me hizo llamar y me dijo: “Ve a Bizancio, Juan, y di al único emperador del mundo que ante él, como emperador, inclino la cabeza. Pero yo soy rey de un pueblo, y si quiero, doscientos mil hombres saltan a su caballo en un solo día. Y estos hombres ya no son bárbaros, no son las hordas que un día asolaron el imperio. Ya no son hombres hambrientos a los que sólo impulsa el ansia del saqueo. Tú mismo lo ves, papa Juan, cómo godos y romanos viven en paz unos con otros. Pero si alguna vez surge entre ellos alguna disputa, yo soy su juez. Y yo juzgo de acuerdo con la justicia, y no de acuerdo con mi sangre. No, papa Juan, esta armonía no será perturbada aquí, en suelo itálico. Es Bizancio la que provoca… de allí vienen las consignas y las armas, las órdenes y el oro. ¿Por qué no nos dejan vivir en paz? ¿Por qué se inmiscuye en nuestros asuntos el palacio imperial? ¿Por qué nos envían agentes provocadores? ¿Por qué corrompen a mis mejores ministros? ¿Cómo es que tras tantos años de paz ha surgido de pronto una conspiración? ¿Contra quién? ¿Contra quién, papa Juan? ¿Qué sería de vosotros si doscientas mil lanzas godas y una muralla de aliados al otro lado de los Alpes y a todo lo largo del mar de los vándalos no protegieran a Italia? ¿Cuántos nuevos Odoacros irrumpirían desde las montañas? ¿Existiría aún Italia, de no ser por nosotros? Ve, papa Juan, y di al basileo que no rompa nuestra alianza hasta que él también esté en situación de proteger a Italia. ¿Es justo enviar dinero y esperar a que el pueblo se rebele, a que la antigua provincia del imperio se transforme en un campo de batalla una vez más?” Como ves, Augusta, Teodorico no desea nada imposible. Yo, el indigno sucesor de Pedro, digo que no desea nada imposible…
—Pero tú mismo debes comprender, Santo Padre, que cumplir el deseo de Teodorico equivaldría a renunciar a nuestra misión de luchar contra la herejía y propagar la verdadera fe.
—Esta lucha significa la guerra, Augusta. El pueblo está cansado, ansia la paz. Es muy pobre.
—¿Esto dices tú, el sucesor de Pedro, que has prestado juramento sobre el Credo de Nicea?
—Yo residía ya en la Urbe cuando en tres años tres emperadores empobrecieron y asolaron la ciudad. Ya vivía en la Urbe cuando dos reyes bárbaros entablaron entre sí una guerra sin cuartel. Ya vivía en la Urbe cuando los partidarios de Símaco y Laurencio disparaban unos contra otros tras las barricadas. Tú no has vivido en la Urbe, Augusta. No puedes imaginarte lo que sucede en Roma cuando hay una guerra. Incendios, destrucción, hambre y pestilencia. Todo el mundo se convierte en un lobo. En el Capitolio luchan entre sí perros que han vuelto a su estado primitivo, en el Foro romano se amontonan los esqueletos, y el polvo traído por el viento es su sepultura, y trozos de mármol roto, su mortaja.
—Eres elocuente, Santo Padre. Dime, ¿qué es lo mínimo que puedes llevar a casa como respuesta?
—El legado —si puedo darme a mí mismo este nombre— transmite el mensaje. Su misión no es juzgar si regresa con palabras de paz o de disensión.
—Boecio está en la cárcel y espera su sentencia. Símaco está en la cárcel y espera su sentencia. Albino está muerto. En las mazmorras languidecen por lo menos cien prisioneros. ¿No es así, Santo Padre? Y el Senado es una asamblea de viejos cobardes.
—Boecio está en la cárcel y espera su sentencia.
—Lo que tú calificas de posible es imposible. Anicio Manlio Boecio era el primer consejero del rey. ¿Y qué le ha sucedido? Romanos y bárbaros ya no pueden seguir viviendo en paz. Tú mismo debes comprenderlo.
—En mi viaje desde Roma a Ravena vi la paz por doquier. Mi corazón y mi mente se rebelan ante la idea de que otro ejército pueda volver a arrasarlo todo. ¿Comprendes, Augusta? Ha transcurrido un cuarto de siglo desde que los bárbaros y las legiones cometieron sus crímenes por última vez. Las heridas se han cicatrizado. Llevamos una vida digna de un ser humano. Vivimos en paz, tenemos leyes.
—¿No ha sido la ley la que ha juzgado a Boecio?
—He oído decir, Augusta, que Justiniano ha hecho un compendio de las leyes del imperio. Al principio de su libro hay una frase sobre la cual discuten en Italia los jurisconsultos: «La voluntad del príncipe tiene la fuerza de la ley». El palacio imperial también oculta mazmorras. ¿Con quién estoy tratando, Augusta, cuando hablo contigo?
—Yo soy una servidora del imperio.
—Me has preguntado qué es lo mínimo que puedo llevar a Italia como respuesta. Prometed que no usaréis las armas contra los arrianos, que no se derramará sangre allí donde haya triunfado la verdadera fe y los reyes bárbaros hayan inclinado la cabeza ante el servus servorum Dei. Y que los templos de los arrianos no serán conquistados ni destruidos.
—Esto significaría atarnos con nuestra promesa. Italia, Santo Padre, es una provincia del imperio, igual que las Galias, Hispania, Panonia o Cartago.
—Han transcurrido cientos de años desde que las legiones abandonaron estos países.
—¡Pero pueden volver cualquier día!
—¿Es ésta tu última palabra, Augusta? ¿La última palabra de Bizancio?
Teodora le dirigió una mirada peculiar.
—El emperador te recibirá pasado mañana. Será una audiencia solemne, pues ya ha pasado la Cuaresma. El primer aleluya de Pascua deberá venir de tus labios. Pero la privilegiada inteligencia de Justino apenas cambiará la respuesta a tu mensaje.
—De modo que habré de volver a Italia con las manos vacías.
—La cancillería formulará la respuesta de manera que Ravena pueda buscar el sentido oculto de las palabras.
—¿Qué pensáis hacer, Augusta?
—De momento… nada. También nosotros somos débiles. Las guerras persas han costado al imperio todo el contenido de la Tesorería e innumerables hombres. Pero la guerra ha servido para probar la habilidad de nuestros generales. Desde que el emperador Constantino fundó aquí su capital, Bizancio no había dispuesto de un ejército semejante. Cuando hayamos reunido el oro suficiente, cuando en la costa y en los puertos estén preparados los barcos necesarios para transportar a un ejército, atacaremos. Entonces Belisario llamará a las puertas de la Urbe como un cristiano ortodoxo y no como un hereje arriano. Ésta es mi última palabra, Santo Padre Juan.