Las mazmorras eran malas en Ravena. Quienes habían atraído hacia sí la ira del rey, eran encerrados en un húmedo agujero en los sótanos de palacio. No estaba destinado a prisioneros sometidos a un largo proceso, sino a albergar por una noche a los condenados a muerte. Las mazmorras de un palacio no eran casi nunca seguras. Había demasiados servidores infieles que por unas monedas de oro emborrachaban al carcelero, le arrebataban las llaves, conseguían caballos y hacían posible la fuga. En Ticino era diferente. Aquí se encerraba en un enorme campamento militar a los condenados o a aquellos que esperaban su sentencia. En el centro se encontraba una larga hilera de celdas, y a través de las mirillas de las puertas los centinelas siempre podían vigilar a los prisioneros.
El centinela veía al prisionero sentarse a la mesa en cuanto amanecía; mesa, tinta y papel eran una muestra de clemencia. En el campamento militar no abundaban los guerreros de esta clase. En su mayoría eran guerreros que habían cometido faltas de disciplina, desertado o practicado el pillaje; se les encerraba aquí hasta que se decidía su suerte. La guardia consistía en veteranos de lenguaje rudo, que ni siquiera demostraban mucha compasión hacia los condenados que acompañaban al lugar de la ejecución. Era el destino de los guerreros; ¿por qué no habían sabido comportarse mejor? El veterano recibía un trozo de tierra, el rebelde, una soga.
Pero este prisionero era de otra categoría. Empleaba un lenguaje que el centinela sólo comprendía tras grandes esfuerzos: palabras del complicado latín que se hablaba en palacio. Nadie había oído nunca que un prisionero tuviese autorización para pasarse todo el día escribiendo, y además, por indicación expresa del comandante del fuerte. Siempre debía tener a punto una lámpara de aceite, tinta, plumas y pergamino. Por otra parte, el tal Boecio, que había sido un hombre de prestigio, se comportaba con mucho decoro. Nunca expresaba ningún deseo. Con frecuencia se levantaba, daba unos pasos arriba y abajo de la celda, o se estiraba sobre el catre. No recibía ninguna visita ni había que llevarle ante el juez. El rey ya había pronunciado la sentencia; se murmuraba que su ejecución tendría lugar en Roma. A un hombre tan amable difícilmente podía condenársele a muerte por segunda vez. Una sería suficiente para él cuando llegase el momento. Pero ¿cuándo?
Boecio saludaba a la mañana en cuanto sus débiles rayos penetraban en su celda; le gustaba el agua que le refrescaba cuando el aire del mediodía se tornaba sofocante. Ya de buena mañana se alegraba de poder sentarse a la mesa, una vez más libre del laberinto de las pesadillas nocturnas, y continuar su trabajo sobre la Consolación de la filosofía.
Al principio todos los prisioneros dicen que han sido objeto de una injusticia, que sus enemigos han engañado a los jueces. Todo el mundo tiene derecho a proclamar su inocencia ante el foro de su propia conciencia, y Boecio también hizo uso de este derecho hasta que fue reclamado por esferas más elevadas. Las palabras del hombre ofendido eran más fuertes que las del filósofo.
»…¡Cuán a menudo me interpuse en el camino de Konigast, para impedir sus abusos contra la propiedad de los débiles! ¡Cuán a menudo evité que Trigualla, el mayordomo real, diera el último paso cuando quería atentar contra la justicia! ¡Cuán a menudo hice uso de mi autoridad para salvar a los pobres de los innumerables excesos, nunca frenados por el castigo, de la codicia bárbara! Jamás confundí de ninguna manera lo justo con lo injusto. La expropiación de la propiedad de las gentes, tanto si se trataba de un robo personal como de la extorsión de impuestos por parte del Estado, no me ha conmovido menos que las víctimas de esta injusticia… Mis esfuerzos por evitar que el cónsul Albino fuese castigado por una acusación preparada de antemano, me valieron el odio del sicofante Cipriano…
Pero tú querrás saber, filosofía, de qué crimen he sido acusado. Dicen que he querido proteger al Senado. Me preguntas por qué tendría que hacerlo. Se me acusa de haber ocultado un material clandestino por cuya causa el Senado hubiese incurrido en un crimen de lesa majestad. ¿Qué piensas ahora, maestra mía? ¿Debía yo inhibirme de este crimen para no acarrearme ningún perjuicio? Lo cierto es que he querido cometer este “crimen” —si puede llamarse tal— y volvería a cometerlo mil veces…
»¿De qué sirve malgastar más palabras sobre las cartas falsificadas, en las cuales, según la acusación, yo expreso el deseo de que Roma pueda alcanzar su libertad? La mentira resultaría evidente si yo tuviera la posibilidad de argumentar sobre el testimonio del fiscal, lo cual es de la mayor importancia en todas las confrontaciones legales. ¿Dónde puede haber una sola chispa de esperanza de esta libertad? ¡Ojalá hubiese alguna! En tal caso yo hubiera citado a Canio, que, acusado por Cayo César, el hijo de Germánico, de complicidad en una conspiración, dijo: “Si yo lo hubiese sabido, tú no lo habrías sabido”.
»Puede llegar a comprenderse que la criminal jauría sedienta de la sangre de todos los hombres buenos y del Senado entero, quiera acabar también conmigo por mi participación; pero ¿he merecido semejante trato por parte del Senado? Sabes muy bien, porque tú, filosofía, has estado siempre a mi lado y has guiado todas mis palabras y actos, sabes muy bien, digo, que yo intervine en favor de la inocencia de todo el Senado, con gran peligro para mí mismo, cuando el rey… decidido a perderles a todos, quería inculpar a todo el Senado del crimen de lesa majestad imputado a Albino. Tú sabes que ésta es la verdad y que jamás he hecho nada para mi gloria personal… Sin embargo, ahora me amenaza la sentencia de muerte y la proscripción a una distancia de casi quinientas millas, a mí, que no puedo pronunciar una sola palabra en mi defensa, ¡cuando mi único crimen fue intervenir con demasiado celo en favor del Senado!… Los rumores difundidos entre el pueblo con respecto a mí, lo que todos piensan sobre mí de la manera más contradictoria, no me interesa en absoluto y no quiero ocuparme de ello. Sólo diré una cosa: el colmo de la desgracia que puede sobrevenir a un hombre, es que se diga que ha merecido los reproches acumulados contra él. ¡Yo tengo que aceptar el despojo de mis bienes y títulos, el desprestigio y finalmente, la muerte, por haber cometido un acto noble!…
Aún estaba húmeda la tinta de las últimas frases, aún seguía resonando en su cabeza el sentido de las últimas palabras, cuando la mano del carcelero abrió el cerrojo; intranquila, la mirada del prisionero se posó en el hombre armado.
—¡Ven, Boecio!
¿Muerte, perdón, tormento? ¿Habría cambiado de opinión el inflexible rey?
En la habitación del comandante de la guardia le recibieron unos rostros desconocidos. Ligures: el sonido de su lenguaje era tosco. El más viejo miraba unos documentos.
—¿Has adelantado tu trabajo, Boecio? ¿Cuánto has escrito?
—La filosofía no tiene fin, amigo mío. Si me dices lo que quieres saber, te contestaré con mayor exactitud.
—El Senado ha ratificado tu sentencia. El rey ya no puede cambiarla. Te ha permitido terminar tu trabajo, pero su paciencia tiene un límite. Su pregunta es: ¿Hasta dónde ha llegado Boecio?
¿Un nuevo canciller en palacio? No le conocía.
—¿Dónde trabajas, amigo mío? ¿Qué sabes del arte de escribir? ¿Sabes acaso que la inspiración viene y se va?
—Dentro de una hora regresaré a Ravena. Espero tu respuesta… ¿O debo ya dar la orden, pues tengo autorización para ello?
Boecio vio la lucha del joven para dominar su sentimiento de inferioridad, para dar a sus palabras la mayor dureza posible.
—Aún eres joven, amigo mío. Yo no te hubiera confiado una misión tan difícil. Di a tu rey que el poder de las palabras es tan ilimitado como imposible es contar las frases que en un minuto ocupan el pensamiento humano. El libro… está en sus comienzos. Si así lo deseas, ven a mi mazmorra y hojea las páginas. Mientras me permitan escribir, la filosofía me consolará. Cuando me digáis: «¡Basta!», me acompañará hasta el lugar de ejecución… Vete, amigo. Di a tu señor que Boecio está dispuesto. Pero que hasta que llegue la última orden… trabajará.
—Tú mismo has de darla.
—¿Yo mismo he de darla? Créeme, amigo, se lo comunicaré al centinela: esta mañana Boecio ha puesto el último punto. Está consumado. Así es más hermoso… más humano. ¿Puedo esperar tanto de Teodorico el Grande?
—Su Majestad el rey me ha ordenado decirte que ahora no puede hacer nada. El Senado ha pronunciado tu sentencia de muerte.
—Pax tibi. Regresa, amigo. Di que has visto a Boecio. Seguramente serás el último que hable con él como hombre. Di a Rusticiana que me has visto y que estoy bien. Tú sabrás… adornar mi mensaje con palabras corteses, para que lo comprenda Cipriano, y Triguilla y también Casiodoro. Teodorico debe comprenderlo… todos deben comprenderlo, y esto es lo más difícil. Yo diría, si con ello puedo ayudarte: «He hablado con Boecio; la desgracia no ha ofuscado su mente. Según sus palabras, dentro de algunas semanas terminará la Consolatio. No tiene ningún deseo. No desea seguir viviendo. No odia a nadie, ni acusa a quienes le han acusado. No encomienda a nadie a la gracia del rey, sólo a nuestra pobre Italia, que ahora va vestida de luto». Ve… ni siquiera te pregunto tu nombre, noble amigo. ¿Qué importa un nombre a un prisionero? ¿Sólo otro nombre que conservar en su recuerdo? Te espera un largo camino, tardarás varios días en llegar a Ravena. Pax tibi. Siento no disponer de algunas monedas para recompensarte por el viaje.