Como mansos corderos se congregaron los senadores en el Capitolio. ¿Habían pasado mil años desde que se atrevieran a soñar con una Roma libre, con la desaparición de la soberanía goda, quizá incluso con la restauración de la república? Cipriano presidía, en lugar del decapitado Albino. Ya no era el prefecto de la ciudad quien dirigía la asamblea de los patres, sino el canciller de Teodorico.
En el orden del día figuraba como único tema la presentación de pruebas contra Boecio y Símaco. Puesto que ambos eran senadores, la ley prohibía que los patres pronunciaran la sentencia.
Cipriano era un fiscal experimentado. Su voz no denotaba pasión alguna. Como arquitecto de la virtud, construyó con pequeñas piedras el palacio de la culpa. Mencionó pormenores de la política bizantina que sólo podían conocer los que año tras año archivaban el material secreto de las cancillerías.
Hacía dos horas que hablaba o leía apuntes, ya en latín ya en griego. Los senadores eran viejos y estaban cansados. «¿Por cuánto tiempo —pensaban—, por cuánto tiempo seguirás abusando de nuestra paciencia, Cipriano?»
Las palabras caían como martillazos. Ninguno de ellos había pensado que los jóvenes se convertirían en hombres de edad madura. Los senadores que durante los últimos años se habían ocupado de algún asunto de Ravena, recordaban al joven canciller Cipriano, siempre tan obsequioso con ellos. «Vuelve a intentarlo, hijo mío», le habían dicho, y cuando Cipriano conseguía despachar la «causa», le recompensaban con una modesta suma. Así vivió, a la sombra de Boecio. Nadie osaba importunar al filósofo de los pequeños problemas cotidianos.
Si el fiscal del rey les hubiera interrogado uno por uno, seguramente algunos de entre ellos se habrían pronunciado contra la pena de muerte. Muchos se hubieran acariciado la barba canosa, cerrado los ojos y murmurado: «No puedo». Pero juntos, eran sumisos. Ninguno de ellos pronunció el «non possumus». Ninguno de los patres dijo, siguiendo el ejemplo de Boecio: «Si él es culpable, entonces todos los que estamos aquí somos culpables». Ni uno solo se atrevió a oponerse a Teodorico, cuya edad de oro habían disfrutado durante un cuarto de siglo. «Hace rato que ha pasado el mediodía y tú aún no has terminado con tu discurso. ¿Por qué tienes que agotarnos? De todos modos hemos de votar por la pena de muerte de Boecio.»
¿Quién se hubiese atrevido a pedir, según la antigua costumbre, bolas negras y bolas blancas para fallar el caso por una votación secreta? Los que deseaban tener el valor de votar por la inocencia del acusado, sentían sobre sí la mirada fría de Cipriano. De hecho, este hombre servía fielmente a Teodorico. No poseía un jardín en Roma, no tenía intención de vivir en la Urbe, nadie sabía de qué ciudad de Liguria había salido para encaminarse hacia Ravena como un útil y siempre obediente escriba. Era trabajo vano citarle a Catón, Cicerón o Graco. Para él, el rey de los godos era el padre de la patria, aunque este título le fuese negado a Teodorico cuando, por única vez en su vida, estuviera en Roma.
«Culpable», fue la decisión del Senado. Como un día, cuando en la Campania se juntaron los ejércitos de rebeldes y renegados, cuando en la lucha se decidía el destino de continentes, y tal vez Antonio hubiese disgregado la parte oriental del imperio si Octaviano no hubiera sido el general más fuerte. Temblando de frío en un desapacible día de noviembre, doscientos ancianos condenaron a Boecio a una muerte «misericordiosa».
El arquitecto godo había terminado el dibujo de la cúpula del mausoleo. Era una empresa extremadamente difícil transportar desde Istria el gigantesco bloque de piedra que coronaría el monumento y serviría de techo al sarcófago de pórfido de Teodorico, en el cual descansaría después de su muerte el más grande de los reyes.
El arquitecto había mencionado cantidades mágicas para su obra: la cúpula mediría treinta y tres pies de diámetro y trece de altura. Toda una tropa de picapedreros trabajaba para pulir, redondear y dar forma al bloque destinado a coronar el mausoleo.
Pero ¿cómo levantarían la cúpula? ¿Qué mecanismo podían utilizar para conseguirlo? ¿No era lógico que aquí surgiera el nombre de Boecio? El antiguo magister officiorum era ciertamente conocido por su sabiduría, pero muchos le consideraban a causa de su taller «un servidor del diablo». Del taller de Boecio habían salido muchas obras de arte del estilo de los relojes de agua, pero acerca de sus tablillas repletas de incomprensibles fórmulas corrían múltiples rumores. Si Boecio no hubiera estado encerrado en la prisión de Ticino, hubiese ideado sin duda alguna el mecanismo apropiado para levantar la cúpula sobre el mausoleo. No obstante, era imposible pedir ayuda a un prisionero cuyo destino —como sabía todo el mundo— ya estaba sellado.
Hacía poco tiempo que había llegado a la corte un sacerdote visigodo. Tenía fama de ser muy entendido en la ciencia de la materia. Recabaron su ayuda, y se inició la construcción del mecanismo elevador. Con troncos y tablones se levantó un potente andamiaje hasta la altura de los muros, y los búfalos más fuertes fueron utilizados para poner en movimiento el mecanismo que levantaría con mucha lentitud la cúpula ya tallada.
Era ya inminente la colocación del último segmento, y Teodorico dijo al amanecer: «Mañana visitaré el lugar». Prometía ser un gran día, pues el rey salía con muy poca frecuencia de palacio; cabalgar le cansaba, y no era de su agrado sentarse en una litera. Su caballo había envejecido con él, y le aceptó con evidente alegría sobre sus lomos cuando se formó la comitiva bajo el sol ya templado de la incipiente mañana. Se abrió la Porta Serrata, y lanceros godos bloquearon el camino para que la población de la ciudad no saliera en tropel detrás del rey. En su séquito sólo había godos, ni un solo romano podía acompañarle. La inauguración del mausoleo sería una solemnidad germánica, un ceremonial arriano en el que los latinos no debían participar.
El redondo borde superior de la gigantesca cúpula de piedra apareció por encima del andamiaje, los búfalos movían con impresionante esfuerzo el engranaje que elevaba sobre ruedas dentadas el coloso de piedra. Todos los ojos miraron hacia arriba. Los cimientos del mausoleo se asentaban profundamente en la tierra pantanosa; un canal subterráneo había sido construido para desviar el agua de las inundaciones primaverales. El sarcófago de pórfido esperaba al rey en la planta superior. La única entrada se hallaba arriba, en la galería circular, a la que sólo podía ascenderse por una escalera adosada al muro exterior. Cuando esta escalera —tal como estaba previsto— fuese derruida tras la muerte del rey, nadie podría llegar a la cámara mortuoria, que era cruciforme y ocupaba el espacio bajo la cúpula.
El caballo del rey se detuvo sobre un promontorio artificial levantado con la tierra excavada. A medio tiro de flecha de distancia, unos hombres guiaban a los animales con latigazos y maldiciones ahogadas que silbaban en el aire. Todo esto tenía lugar ante los ojos del rey. Cuando el bloque de piedra asomó por encima del gigantesco andamiaje, se oyó repentinamente un estruendo ensordecedor. Desde el promontorio se veían hombres diminutos corriendo en todas direcciones. Cuerdas rotas saltaron por el aire, los animales rugieron; todo se derrumbó con el fragor del trueno, arrastrando tras de sí andamios, cuerdas y piedras. La cúpula, consistente en un solo bloque, se precipitó hacia el fondo como una taza invertida.
Momentos espantosos hasta que enmudecieron los bramidos de los animales sepultados. Atados al mecanismo, no habían podido huir como los hombres, de los cuales sólo unos pocos quedaron atrapados bajo la masa de piedra. Ningún romano había participado en la construcción, ningún latino había transmitido voces de mando. Era una obra de germanos, erigida por el pueblo godo en honor de un Odín terrestre, para su eterna memoria. Y ahora todo era un ingente montón de escombros, alrededor del cual reinaba un ominoso silencio.
El rostro de Teodorico estaba mortalmente pálido, pero no profirió ninguna reclamación ni se entregó a uno de sus frecuentes ataques de ira. Acarició la cabeza del caballo, y el animal fue hacia donde lo dirigían las rodillas de su jinete. Cuando Teodorico bajó del promontorio, los hombres ya habían acudido al lugar del hundimiento, y apartaban los tablones, vigas, peldaños y maderos. ¿Qué había ocurrido con el bloque de piedra? ¿Cómo había quedado la cúpula? ¿Estaría rota bajo la parte del muro que arrastrara en su caída? Una cúpula partida en dos sería un mal presagio. El tenebroso aliento de la superstición flotaba sobre el semiderruido mausoleo.
Teodorico fue el primero que vio el gran bloque de piedra. Una gran grieta lo cruzaba desde el borde hasta casi el centro; la cúpula seguía entera. La grieta no significaba una maldición, era sólo una advertencia: «¡Estad sobre aviso!»
En Bizancio, la erección de un templo era algo que concernía a todos; también allí habían empezado a coronar con cúpulas las nuevas basílicas. Teodorico lo recordó: tampoco en Bizancio resultaba fácil, y muchas veces tenían que realizarse vanos intentos, aunque se decía que los arquitectos griegos eran los mejores artistas en la construcción con piedras y mármol. No, la cámara mortuoria de Teodorico no debía derrumbarse por segunda vez.
La cúpula mostraba una enorme grieta, pero no estaba rota. «No tiene importancia», dijo Teodorico. Tocó la grieta como si fuese un médico que pudiera curar con dos dedos la herida de la piedra. «No tiene importancia», dijo. Estaba acostumbrado a que todos dependieran de su palabra.
El sacerdote visigodo levantó la cruz. Improvisó una plegaria como introducción a un inesperado oficio divino; todos se arrodillaron en el lugar donde se encontraban, y sólo los animales, espantados, mugían instintivamente. «No tiene importancia», se oía por doquier, y todas las miradas se posaban con alivio en Teodorico. En toda construcción ocurren grandes o pequeños incidentes. ¿Acaso el plan era demasiado atrevido? ¿0 tal vez el andamiaje demasiado débil y el número de búfalos, escasos? Todo tendría que ser reforzado. La cúpula tendría que resistir las tormentas, y era evidente que había resistido bien el primer embate. «¡Bravo por los picapedreros!» A trote lento regresó Teodorico a la ciudad.
La comitiva entró en el patio del palacio. No hubo gritos de júbilo, pero tampoco ninguna señal de duelo. Los latinos, que ya estaban enterados del incidente de la cúpula, buscaron en vano signos de desánimo en los semblantes de los godos.
El rey recibió solamente a su ministro; no concedió ninguna audiencia.
—Entra, Cipriano —dijo el centinela.
El magister officiorum, cargado de rollos de pergamino, entró en la sala de audiencias tras la cual se hallaban los aposentos de Teodorico. Cuando Cipriano cruzaba el umbral, el conde godo Triguilla le detuvo.
—¿Ha fracasado la colocación de la cúpula?
La mirada de Cipriano se elevó hacia el techo, y extendió los brazos como si quisiera expresar una queja contra la crueldad de los cielos.
Entonces el «sicofante» se halló ante la sombría presencia del rey. Hoy Teodorico no le ofreció ningún asiento. El magister alisó una hoja de papel y le dijo con voz velada:
—El primer informe, señor, sobre la llegada del papa Juan. El emisario a caballo, que ha venido en un velero rápido, le dejó en las puertas de Bizancio. Este hombre ha desembarcado en Classis al amanecer. Todo va bien. El papa Juan ha sido recibido como vuestro legado.