XLI

Justino sentía desde su juventud una preferencia por los Verdes. Su partido le había apoyado cuando era oficial de la guardia, y siempre se sentaba en sus bancos durante los juegos del circo. A Justiniano, por el contrario, no le atraían los festejos del Hipódromo. En palacio se decía que ni siquiera le entusiasmaban las carreras de carros. Teodora odiaba a los Verdes desde el fondo de su corazón. A medida que se debilitaba la fuerza del anciano emperador y su influencia sobre los asuntos de Estado, los Verdes perdían prestigio. La sabiduría y avidez de poder de Justiniano se preocuparon de que en Bizancio no fuese de esperar una revolución palaciega ni una lucha sangrienta por el trono cuando muriera el «primer emperador» y el corregente tomara el cetro en su mano. Ni este último ni Teodora tenían que ser coronados de nuevo. Pero ¿qué sería de los Verdes si esta joven criada en el circo, esta peregrina a Egipto de dudosa reputación, influenciaba a su marido, que no entendía nada de juegos? ¡Ay de los Verdes, en tal caso!

En Bizancio —por lo menos en los círculos más prominentes— se había logrado acabar con las disensiones acerca de la consubstancialidad. Pero simultáneamente se inició entre el pueblo y los gobernantes un debate sobre cómo mantener tras la muerte de Justino el equilibrio entre Azules y Verdes. Porque de él dependía el orden de la ciudad y del imperio; la lucha de ambos partidos hacía que las pasiones se desfogaran en el Hipódromo. Aquí los exaltados se llenaban de improperios, y el lunes por la mañana volvía a reinar la paz en los barrios artesanos y barqueros, donde solían tener su origen todos los disturbios. Por mucho que Teodora odiase a los Verdes, ninguno de los dos partidos debía ser aniquilado del todo en interés del orden de Bizancio.

En medio de esta palpitante situación llegó a Bizancio la noticia de que el papa Juan había desembarcado en Dirraquio y se encontraba camino de la capital.

Al principio nadie quería prestar crédito a la noticia. Desde que el emperador Constantino diese su nombre a la ciudad de Bizancio, no se había producido ningún caso en que el obispo de Roma visitase la Roma de Oriente. El jefe de la Iglesia bizantina se sentía tan digno de ser llamado príncipe como aquel que ostentaba el título de servus servorum Dei. ¿Y ahora decían que el papa romano había abandonado la Urbe y viajado a bordo de un navío para visitar Bizancio? ¿Con qué objeto? ¿Qué fin perseguía con su visita? Precisamente ahora, cuando Justino había acabado con los monofisitas y comenzado la campaña contra los arrianos. ¿Por qué venía el papa Juan?

En los primeros momentos todos consideraron imposible la noticia. Pero entonces llegó de la costa dálmata un emisario del imperio, y el informe del gobernador era el siguiente: «El barco del Santo Padre ha entrado en el puerto, empujado por vientos favorables. En el trirreme ondea el pabellón del papa. Viene con un numeroso séquito que incluye a cinco obispos y una docena de sacerdotes. El papa Juan se dirige a la capital.»

Justino, que no sabía mucho del mundo, al menos de aquellos países cuyas fronteras no lindaban con las del imperio, recibió la noticia con mucho recelo. Le hubiera gustado rechazar la idea de que un día el obispo romano pondría los pies en el palacio imperial. Semejante entrevista sólo podía acarrear trastornos y perturbación.

Justiniano veía más allá. «El papa —dijo en el consejo de Estado— será una personalidad importante e influyente en el momento en que empeore la salud del rey godo. Quedarán una mujer y un niño; según es costumbre entre los bárbaros, la sucesión del trono dará lugar a sangrientas disputas. Si Bizancio y Roma tienden un puente con la unidad de su fe, resultará fácil a las legiones pasar de una orilla del mar a otra.» Propuso que el emperador recibiera al Santo Padre como sucesor de san Pedro. Era preciso olvidar las viejas rencillas y el cisma entre Símaco y Laurencio. El patriarca debía comportarse como si fuera un devoto hijo de la Iglesia romana. Una alianza entre Roma y Bizancio era de inapreciable valor. El papa, que se veía acosado por los partidos del Senado, tenía que recibir la impresión en la ciudad de Constantino de que había regresado al hogar.

Sumido en la desesperación, el papa Juan embarcó en Classis y rezó durante la travesía para que el Señor hiciese breve la humillación de la Iglesia, que parecía inevitable con esta misión del papa. Y ahora tenía la sensación de haber llegado a un mundo maravilloso. Desde que desembarcara en tierra bizantina, advirtió la diferencia con Roma. No podía adivinar que el palacio imperial había enviado a docenas de funcionarios para que rindieran homenaje al Santo Padre en cada una de las etapas. El pueblo recibió la orden de acudir a recibirle y agasajarle con esplendidez. Los obispos debían cuidar de que no se produjera ningún incidente religioso que pudiese molestar al papa. El etrusco debía recorrer el camino de Bizancio en olor de multitudes, y creer que Roma y Bizancio eran hermanas en el Señor; el pontifex maximus pisaba el suelo de su propia tierra y era recibido por todos con amor filial y el respeto debido a la cabeza de familia.

Desde que desembarcara en Dirraquio tuvo la impresión de que el mundo se había transformado. Nadie le preguntó: «¿Por qué has venido? ¿Quién te envía? ¿Vienes como legado? ¿Traes un mensaje? ¿Quién eres en realidad, papa Juan?» Todos se inclinaban ante él y le aclamaban; por doquier sonaba el kirieleisón. Se le acercaban obispos para rendirle homenaje: «Tu fiel servidor en Cristo se alegra de tu visita con lágrimas en los ojos». Tres altos dignatarios del palacio imperial le salieron al encuentro y se postraron a sus pies. No se movieron hasta que él les ayudó a levantarse, les abrazó y les dio el ósculo de la paz.

¿Qué había pasado en Bizancio? Cuando años atrás viajara a Tierra Santa con Símaco, ambos constataron que el palacio imperial no concedía ninguna importancia al obispo de Roma. ¿Por qué le rendían homenaje ahora? ¿Qué podía traerles que les causara alegría?

Así llegó el papa Juan a las puertas de Bizancio. Descansó durante un día en un cómodo alojamiento fuera de las murallas. Era conveniente que hiciese su entrada en la ciudad en domingo, con toda pompa y solemnidad, como correspondía al pontifex maximus. El domingo, la población de la ciudad paseaba por las calles, y para esta ocasión fueron abiertos incluso los jardines de palacio.

Gentes ataviadas con sus mejores ropas acudieron a recibir al papa en grupos tan numerosos, que el etrusco apenas podía creer lo que veía. Todos agitaban palmas, y en cada esquina había coros entonando cánticos. El Santo Padre fue colocado a lomos de un mulo blanco como la nieve, cuyos arreos estaban adornados con oro. Entró en la ciudad como un auténtico príncipe, bajo un palio de púrpura. Nadie preguntó ni siquiera con una palabra: «¿Qué te trae aquí, papa Juan?»

Ante la basílica de la Sagrada Sabiduría esperaba el patriarca, una figura canosa envuelta en una amplia dalmática entretejida de oro y tocada con un gorro puntiagudo; sostenía en las manos el milagroso evangelio de tapas de marfil, que ambos rozaron con los labios antes de intercambiar el ósculo de paz. La clerecía esperaba a Juan a la entrada de la iglesia, y el patriarca le acompañó hasta la sacristía. El coro empezó a cantar mientras los obispos vestían al papa, el cual se dirigió al altar vistiendo la más valiosa casulla de la Iglesia oriental. Comenzó un grande y único espectáculo en la historia de Bizancio: el papa romano celebró la misa… en latín. Las antífonas se cantaron en griego, y las respuestas también fueron entonadas en lengua griega. Pero la voz del papa resonó entre el incienso y proclamó victoriosamente la romana unidad de la fe cristiana.

En la sala principal de palacio había cuatro tronos. Dignatarios revestidos de oro ayudaban a Juan, sosteniéndole por ambos brazos, a subir los diez escalones, para que pudiera contemplar desde arriba la asamblea de los afortunados de este mundo. Los coros cantaban desde nichos ocultos en la pared. El papa miró a su alrededor y vio al emperador Justino, el viejo guerrero; los cirios iluminaban los rojas cicatrices de su rostro, que databan de sus tiempos de mercenario ilirio. Justiniano estaba delgado, y su piel era transparente. Le brillaban los ojos, y su rostro expresaba una atención concentrada. Su mujer, Teodora, era la que más habladurías proporcionaba a Roma. Se advertía que su trono había sido elevado para que estuviese a la misma altura que el emperador y su marido. La corona que ceñía su cabeza sostenía un velo tras el cual se ocultaba a medias su correcto perfil, las espesas cejas y el resplandor de sus ojos de cambiantes destellos. La figura cubierta por el pesado manto de oro no se movía, sólo estaba al descubierto una mano, como una magnífica flor oriental. Dedos finos, joyas bizantinas: medios de expresión de la actriz y símbolo majestuoso de la emperatriz.

Mientras el papa Juan se hallaba sentado en las alturas celestiales y la corte desfilaba ante él para rendirle su homenaje, pensaba en Letrán y en los días llenos de preocupaciones y las silenciosas fiestas. Una hora más… y el ceremonial tocó a su fin. Ahora comenzarían las deliberaciones, que dirigiría el primer ministro de Su Majestad. Durante algunas horas, Juan se despojaría de la dignidad del pontifex maximus y no tendría más remedio que transmitir el mensaje del rey de los godos.