XL

Albino estaba muerto. Muchos languidecían en prisión. Eran días llenos de violencia. Tras los largos años de paz había descargado de pronto una tormenta. El palacio de Ravena estaba acordonado, y nadie a excepción de los guerreros godos podía entrar en el barrio de la catedral arriana y el mausoleo de la emperatriz Gala Placidia. Símaco había sido autorizado para volver a Roma, aunque debía estar preparado por si se le necesitaba durante la investigación del caso. En la cárcel, un anciano contrae rápidamente una enfermedad mortal; nadie desea precipitar la muerte de un hombre tan entrado en años… a condición de que mantuviese la boca cerrada.

Así pues, Símaco regresó al día siguiente a Roma, en unos momentos en que todo el mundo sospechaba de su prójimo y los patres de la Urbe temblaban de miedo. Algunos senadores no habían sobrevivido al viaje, por lo que se había reducido el número de personas sospechosas. Porque, ¿cómo saber quién optaba por convertirse en delator y recordaba repentinamente una palabra pronunciada al azar, una frase desdeñosa o una observación insignificante? ¿Quién podía estar seguro de que algún simpatizante de los godos, que siempre tenían la espada a punto, no les fuera con el cuento?

El papa que hacía poco ocupaba la silla de san Pedro, se llamaba Juan y era etrusco. Había llegado a la ciudad en la época del cisma, y servido con fidelidad al papa Símaco. Cuando fue elegido el Santo Padre y entronizado en la Basílica, todo transcurrió pacíficamente. Los bizantinos se dedicaban por aquel entonces a ajustar las cuentas a los monofisitas. Ahora sólo se predicaba contra una única herejía peligrosa: el arrianismo. La lucha contra los partidarios de Arrio había empezado en tres continentes, y como eran los godos los principales seguidores de su doctrina, esta persistente campaña fue dirigida primordialmente contra ellos. Aquello no constaba en ninguna bula, pero los cancilleres interpretaron los textos a su modo.

El papa Juan recibió una carta del rey diciendo que debía visitar a Theodoricus Rex para sostener un coloquio sobre los asuntos itálicos. La carta, redactada en el impecable estilo de las cancillerías, llevaba además del Legi del rey el sello autógrafo de Cipriano.

El papa Juan tuvo que ponerse en camino como en un tiempo su antecesor León, que fue al campamento de Atila en la Campagna montado sobre un mulo. Se organizó el séquito, y el Santo Padre tomó sus medidas para el caso en que le esperara el mismo destino de Boecio. Si el rey godo disponía su muerte, sería elegido un nuevo papa según el reciente canon.

En Ravena, el papa Juan no pudo visitar a Boecio, pues el ex magister officiorum había sido trasladado a Ticino unos días antes, bajo una fuerte guardia. Al parecer, exclusivamente para que el papa no pudiese verle.

El papa Juan era más joven que el rey, pero ya había sobrepasado sus mejores años. En el ceremonial de los papas no se encontraba ninguna indicación sobre la forma de una entrevista entre el Santo Padre y un gobernante hereje. ¿Cómo debía dirigirse el Santo Padre a un soberano que no acudía a la silla de san Pedro, sino que le invitaba sencillamente a visitarle? Casiodoro ofreció su ayuda. El encuentro, así como la salutación inicial y las palabras para responder a ellas, fueron discutidos punto por punto. Pero cuando el papa quiso aclarar las cosas y preguntó la causa de que fuese convocado a un lugar tan remoto contra viento y marea, el ministro bajó la cabeza.

—De esto no me está permitido hablar —dijo con una sonrisa cansada y compasiva.

Casiodoro no deseaba acelerar el final de su vida. Su nombre no había sido pronunciado ni por la comisión investigadora ni en la cámara de los tormentos. Incluso Cipriano imploró su ayuda.

—Sin ti —le dijo— no puedo seguir desempeñando el cargo de magister officiorum; no me niegues tu colaboración.

Casiodoro era ahora la pluma del rey, más escriba que ministro.

Cipriano no tenía la menor intención de luchar contra él. Sólo quería conservar su cargo de magister officiorum.

Llegó una tarde en que Cipriano se sinceró ante una jarra de vino.

—Amigo mío, en toda Italia se murmura; me llenan de improperios en todas partes. Me acusan de haber causado la perdición de Albino y de haber falsificado las cartas. Me califican de bárbaro, hereje e incluso judío, porque no permití la destrucción de la sinagoga de Ravena, cuando lo cierto es que obré por indicación expresa del rey. Ante tantas acusaciones no puedo permanecer callado. Te ruego, amigo mío, que utilices tu experimentada pluma en mi defensa.

—¿Cómo crees que he de hacerlo, Cipriano?

—Escribe palabras halagadoras a mi respecto, mientras las creas justas y merecidas. Podrías enviar una carta al rey, expresando tu alegría por mi nombramiento. Adorna esta carta con tu magnífico arte, de modo que para todos resulte un placer tener ocasión de leerla. Como magister officiorum puedo serte de gran utilidad. Créeme, amigo mío, te compensaré ampliamente si me tomas bajo tu protección al principio de mi mandato.

—¿Qué será de Boecio?

—La vida humana es transitoria, amigo. Las hojas de los árboles caen todos los años.

—¿Así que está consumado?

—¿Por qué usas palabras de la Biblia? Boecio participó en la conspiración contra el rey. Se le ha concedido una gracia especial: puede escribir su última obra. No se acostumbra dar a un condenado más que el tiempo para redactar su última voluntad.

Casiodoro sabía que si no obedecía, le esperaba una muerte prematura. Inclinó la cabeza.

—Cipriano, somos romanos los dos. Tenemos que ayudarnos mutuamente. Reflexionaré sobre las palabras de la carta.

—¿Cuándo estará escrita?

—Procuraré, noble amigo, terminarla cuanto antes… Te enviaré noticias.

Si hacía preparar un carruaje ligero, llegaría al mar en pocas horas. Tenía fácil acceso al sello del rey, la placa dorada con la inscripción Legi. Antes de que Cipriano se diese cuenta, él podía estar a bordo de un rápido velero, con rumbo a Dirraquio y a la orilla opuesta, que ya era tierra segura: Bizancio. Le quedaba una hora para decidir. Indudablemente le observarían, le seguirían como una sombra. Pero también tenía buenos amigos en la corte. Aún podía huir… pero ello significaba dejar atrás su casa, sus libros, todos los amigos conocidos durante su trabajo como ministro. Además, ya no era joven. ¿Empezar de nuevo, y en Bizancio… emprender un viaje tan largo ahora, y con el mar embravecido?

Se dirigió a su aposento. Atardecía. A esta hora, el texto que fluía de su pluma solía ser más rico en imágenes que a cualquier hora del día. ¿Cómo debía empezar las alabanzas para combinarlas con una retórica convincente? ¿De qué autor romano de la antigüedad debía tomar ejemplo para su panegírico? ¿Qué era mejor: escribir ahora, durante la noche, o meter algunas monedas de oro en la mochila, al amparo de los bosques de pinos, emprender viaje hacia Ariminum? Los ojos de Casiodoro se llenaron de lágrimas. Pensó en Boecio. «Pobre amigo mío, ya no puedo ayudarte.»

El rey hereje y el papa romano estaban sentados frente a frente, ante el mirador, desde el cual se dominaba un amplio panorama hacia el Oriente.

—Santo Padre, hasta ahora nadie ha podido decir una sola palabra sobre el motivo de que te haya llamado a Ravena. Sabes muy bien los peligros que acechan a la paz de Italia. Uno de los focos de inquietud es el Senado. Seguramente sabes que preparaba una insurrección. ¿Hubiese podido realizarse sin el apoyo de Bizancio? Yo conozco el palacio imperial mejor que cualquier otro. El emperador puede haber renunciado a todas las demás provincias, pero su mirada no se aparta nunca de Italia. Santo Padre, tú eres el único a quien puedo mandar como legado a presencia de Justino.

—¿Como legado… al papa?

—Sé que esta misión es indigna de tu cargo. Y sin embargo, papa Juan, deberías aceptarla. Cuando el príncipe se ha convertido al catolicismo, persigue y acusa a los arrianos con ensañamiento. Tú sabes muy bien que de mi residencia no ha salido ninguna orden dirigida contra vosotros. Yo sólo he declarado que los romanos deben vivir según su religión, y los godos, de acuerdo con nuestra doctrina. Nadie puede acusar a la otra Iglesia ni mezclarse en las elecciones de obispos ni molestar a los partidarios de la otra religión. Tú lo sabes mejor que nadie, Santo Padre. Por esta razón te envío como legado al emperador bizantino. Yo no puedo ir, y por eso quiero enviar al hombre más santo de entre nosotros. Te lo ruego, papa Juan; ve y actúa de mediador entre dos reinos, dos religiones y dos actitudes. Recibirás plenos poderes. Del mismo modo que dispones y sentencias en nombre de Pedro, así debes disponer y sentenciar en nombre de Teodorico, si quieres cumplir la misión que te confío.

—No puedo hacerlo.

—Piénsalo, padre. No se trata de cuestiones de fe. No tienes que renunciar a ningún principio. Cristo, al que ambos veneramos, es el príncipe de la paz. Tú eres su servidor cuando levantas en alto su rama de olivo, cuando exclamas: ¡La paz sea con vosotros! No tienes que hacer concesiones en asuntos de religión, solamente actuar de mediador… entre dos príncipes de este mundo.

—¿Qué deseas del emperador?

—Que deje en paz a los arrianos. Que les permita, allí donde el príncipe sea católico, practicar su religión, tal como yo lo permito a los ortodoxos. Y cuando el emperador deje de perseguir a mis hermanos de religión, tal vez no se produzcan en lo sucesivo ataques contra mi persona. El hilo de la vida humana está en manos de Dios; nadie sabe cuántos años le tocará vivir en este mundo. Yo quiero cerrar para siempre los ojos en la seguridad de que a mis descendientes no les amenaza ningún peligro. ¿A quién sino a ti, papa Juan, puedo enviar a Bizancio?

—¿Y si yo me negara?

—Te lo pido en interés de todos: acepta las dificultades de este viaje. Viajarás con la mejor tripulación en el más cómodo de mis navíos, tendrás mi sello y todos tus deseos serán atendidos. Te lo ruego una vez más: acepta mi encargo.

—¿Y si me niego?

—Sabes entonces, papa Juan, que la puerta de este aposento conduce al puerto o a la cárcel. Toda la Urbe comparte la culpa por la que Albino fue decapitado y por la que se procesa a Boecio. Tú también te consideras romano. ¿Me has comprendido bien, papa Juan?

El papa sabía leer en los rostros. ¿Convertirse en mártir? Tal vez el rey bárbaro tenía razón, y el primer papa que visitaba Bizancio podía volver con la rama de olivo en la mano como el hombre que consiguiese la paz entre los dos poderosos del mundo. Quizá aún tenía dos alternativas. Sin embargo, ninguna de las dos le conducía de regreso a la Urbe. El papa sintió un intenso dolor en el corazón, y se llevó involuntariamente la mano al pecho. Sus ojos eran grises y azules como el mar. Su mirada resbaló por las olas sin principio ni fin.