«¡Escribe a Roma!» Cuando las invitaciones del rey empezaron a llegar, el Senado parecía una colmena de abejas. Los senadores eran en su mayoría hombres de edad avanzada que no emprendían casi nunca un viaje tan largo; ¡y, por si fuera poco, a Ravena! Todos tenían miedo de los vapores emanados por los pantanos; los habitantes de la ciudad de las lagunas estaban acostumbrados a ellos, pero los romanos los soportaban con dificultad. Además, el viaje de un senador, con su correspondiente séquito y servidumbre, resultaba costoso, y no todos eran tan ricos como Albino. Estaban muy lejos los tiempos en que un senador poseyera una fortuna de un millón de sestercios para adquirir un sitial sub palmam auream. Así pues, muchos de los patres vivían de su adhesión como secuaces de Albino o de algunos de sus acaudalados amigos. Pero Albino dijo ahora: «¡No tenemos otro remedio! Si Teodorico nos invita a visitarle, sería una locura oponerse a su deseo», y todos tuvieron que prepararse para el viaje.
La curiosa comitiva partió hacia el norte a principios de octubre, cuando el paisaje se teñía ya de tonos rojizos y dorados y los campesinos de los alrededores de la Roma feliz ya habían recogido la cosecha de la aceituna, pero el mosto aún no fermentaba en las bodegas. ¿Quién podía recordar alguna ocasión en que el Senado romano abandonase la ciudad en época de paz, cuando no la amenazaba ningún peligro, y se pusiera en camino a caballo o a lomos de un mulo, cada uno según sus posibilidades, y los ancianos en literas o en carros?
Por dondequiera que pasaban, se abrían ante ellos las puertas de las ciudades. Todo el mundo lo sabía: los patres et conscripti —así se les llamaba antiguamente—, estos ancianos barbudos y frágiles con su heterogénea servidumbre, representaban a la antigua Roma. «¡La paz sea con vosotros!», les saludaban con reverencia los viejos. Ellos daban un paseo por la ciudad y aceptaban los obsequios. Los centinelas godos permanecían fuera de las murallas de la ciudad. A nadie se le ocurría pensar que los observadores secretos de Teodorico lo escuchaban todo, cada palabra, cada frase de salutación, cada respuesta e incluso cada murmullo recogido por los siervos durante los ágapes, en los cuales era necesario servir mucho vino para soltar la lengua de los ancianos senadores.
Hacía mucho tiempo que la mayoría de ellos no había estado en Ravena, si es que alguna vez pusieron los pies en la fortificada ciudad. Pernoctaron en Ariminum, y en el mar se reflejaba ya la mañana cuando reemprendieron el viaje para llegar temprano a la demarcación de Ravena. Los bosques de pinos les acompañaban, y cada árbol era como el guerrero verde de un mundo desconocido. Miles de árboles de largo tronco y exóticas copas se mecían al viento suave como un océano verde junto al mar azul.
La comitiva romana se detuvo ante el cinturón de fortificaciones. Los jinetes del batallón de caballería dejaban aquí a los senadores: a partir de ahora serían acompañados por una guardia goda. Los romanos vieron por primera vez en muchos años unidades hunas. El rey Teodorico había puesto a su servicio a los grupos de Atila. Arqueros de tez amarillenta y ojos oblicuos cabalgaban describiendo círculos en la llanura sobre sus rechonchos y pequeños caballos, veloces como si tuvieran alas.
En Ravena, Boecio asumió la dirección. Acogió gustosamente en su espaciosa casa a Símaco y sus más íntimos amigos, entre los cuales se contaba, naturalmente, el prefecto Albino. Todos trataron de encontrar alojamiento fuera del palacio, aunque Teodorico les había invitado efusivamente. Pero el ceremonial de palacio coartaría su libertad de movimientos, aparte de que nadie quería adquirir la reputación de ser excesivamente fiel al rey. Nadie podía adivinar el giro de los acontecimientos… y no quería ser tachado de amigo de los godos, si es que algún día resultaba peligroso.
Teodorico se encerró en sus aposentos y no recibió a nadie. Se decía que estaba haciendo acopio de fuerzas para no dar muestras de cansancio cuando llegase el día de la recepción. Todos los senadores romanos pensaban que deseaba despedirse de ellos, agradecerles sus esfuerzos y confiar a su tutela a Amalasunta y al pequeño Atalarico.
Esperaban una recepción solemne, mucha ostentación, el desfile de los dignatarios de la corte y una pomposa reverencia del reino godo ante los patres de Roma. Pero la ceremonia fue sencilla en extremo. Funcionarios de la corte acompañaron a los senadores a la gran sala del consejo del rey, en cuyos mosaicos Cristo y los santos ostentaban símbolos arrianos. Esto desagradó a los ancianos. En Roma presidía las sesiones el praefectus urbis. Aquí se levantaba un trono, y a ambos lados había una silla más pequeña y una mesa. La habitación se parecía a una sala de audiencia. Faltaban las palmeras y los arbustos de laurel que en Roma —bajo la palma dorada— comunicaban un ambiente solemne, pero íntimo. También faltaban los lictores con las fasces, presentes siempre en las sesiones del Senado. Los condes godos, con sus brazaletes, armas y pobladas barbas, contrastaban fuertemente con los romanos, de inferior estatura y rostros afeitados.
¿Por qué no se sentaba Boecio al lado del rey, como correspondía a su cargo? ¿Por qué se apresuró a reemplazarle Cipriano a quien sólo conocían de nombre? ¿Por qué desdoblaba los rollos de pergamino? ¿Dónde estaba Casiodoro? ¿Por qué se mantenía junto al patricio, en lugar de acudir a saludar a sus compañeros del Senado? ¿Por qué sonaron con tanta fuerza las trompetas al anunciar que el rey había abandonado sus aposentos y se acercaba por los pasillos a la sala del consejo? ¿Era oportuno poner de relieve su condición real allí donde no era rey, sino solamente patricio? ¿Por qué no era acompañado Albino, el prefecto de la ciudad, hasta la silla dorada, como correspondía al presidente del Senado? ¿Por qué fue el propio Teodorico quien avanzó para ocupar el podio?
¿Era realmente un viejo decrépito que caminaba hacia la tumba? Las arrugas de su rostro afeitado no se ocultaban tras una barba, pero su cuerpo seguía manteniéndose erguido. No le faltaba ningún diente, el rostro era redondo, el pecho, abultado y la espalda, apenas curvada. Su mano descansaba sobre la empuñadura de la legendaria espada de la estirpe de Amal. Su túnica se antojaba más goda que romana, un aro de oro ceñía su frente como símbolo de su dignidad real; en su visita a la Urbe —todos lo recordaban—, llevaba una corona de laurel.
En el semblante del rey no apareció ninguna sonrisa; agradeció con una ligera inclinación los aplausos dispensados, pero no apartó la mano del arma ni levantó el brazo en señal de saludo. Las dos sillas que había junto al trono permanecieron vacías. El rey se sentó. En Roma se mantuvo en pie cuando se encontró en presencia del Senado… hacía ya un cuarto de siglo. Entonces la Urbe se hallaba todavía medio en ruinas; la miseria, la inquietud y el hambre reinaban por doquier. Ahora vivían ciudadanos satisfechos dentro de las murallas.
Teodorico no se preocupó de que las palabras latinas fluyeran de sus labios con tanta soltura como otras veces. Habló como un príncipe que debe conocer la lengua de cada uno de sus pueblos. Para él los romanos eran igualmente súbditos suyos como los godos, gépidos, hunos o hérulos.
—Senadores de Roma: os he convocado hoy aquí para aclarar con vosotros diversos asuntos del reino. Mi corazón está lleno de amargura: no habéis correspondido al bien con el bien. Habéis roto la alianza que concerté con vosotros cuando os hablé en vuestro palacio del Capitolio. Por esta razón os he convocado: para que rindáis cuentas de todo cuanto habéis hecho. Yo os escucharé, pues un juez imparcial no juzga al acusado hasta que ha oído su declaración. Sólo entonces pronunciaré la sentencia, senadores de Roma. Escuchad al noble Cipriano, que expondrá detalladamente todo cuanto oprime mi corazón. Después de oírle podréis hablar en vuestra defensa.
En la sala reinó un asombrado silencio. Cada uno trató de leer en la expresión de los otros si sabían algo del asunto, si —tal vez a costa de sus compañeros— se proponían disculparse, o si quizás estaban envueltos en alguna oscura maquinación. Cada uno pensó ante todo en su propio destino: en los corredores, en el palacio, en todas las ciudades de Italia, en todo el reino había godos armados hasta los dientes. ¿Quién habría osado soñar con la república, cuando a una sola señal de Teodorico podían saltar a la silla doscientos mil jinetes? Si el patricio así lo deseaba, podía ahogar en sangre a Roma y todas las ciudades itálicas. Los senadores romanos adquirieron conciencia en un instante de su tremendo poder.
Cipriano habló como un canciller fiel que estaba cumpliendo su deber. En la orla de su túnica blanca faltaban las franjas de color púrpura de los senadores, aunque Teodorico le había nombrado miembro de tan noble corporación. ¿Quería Cipriano dar a entender con ello que en esta hora en que todos los senadores eran acusados, se separaba de ellos?
Cipriano había dedicado varias semanas a preparar cuidadosamente las acusaciones. Durante estos días leyó a menudo y concienzudamente a Cicerón, y averiguó cómo el padre de la patria había tejido la red para atrapar con ella a su enemigo… No sentía hacia él una enemistad personal, en realidad era casi su amigo el hombre a quien su triste deber le obligaba a acusar. Ante el bien común, la salus rei publicae, debía olvidar cualquier interés personal, cualquier sentimiento amistoso. «Debes olvidar, Cipriano, que llegaste al palacio de Ravena como un escriba sin experiencia y que has sido objeto de la benevolencia de todos, y que Boecio te acogió bien y te inició en los asuntos más secretos.» Cipriano nombró a sus protectores, expresó su agradecimiento y seguidamente les clavó el puñal en el pecho.
Todavía no mencionó ningún nombre. El tiempo le apremiaba. Teodorico, silencioso como una estatua, tenía los ojos entrecerrados para seguir mejor los numerosos giros ciceronianos de la alocución. Los senadores, que conocían la retórica del celebérrimo antiguo abogado, escuchaban con nerviosa atención y temblaban por anticipado: ¿Quién sería el blanco del golpe mortal?
Albino. La mano alisaba los rollos de pergamino. ¿Temblaba el praefectus urbis, se advertía ya el rigor mortis, la rigidez de la muerte, en su semblante? ¿Sabía el más rico de los consejeros que la decisión había sido tomada? Estaba en una trampa, y él, el calculador y precavido Albino, se hallaba entre las fauces del león, en lugar de haber huido a Egipto o a Bizancio, donde ya tenía a buen recaudo un tercio de su fortuna.
Algunos dirigieron sus miradas a Boecio: ¿No estarla secretamente aliado con el rey y Cipriano? ¿No habría sido enviado a Roma sólo para averiguar cuál de ellos era el culpable? Pero una intensa palidez cubría el rostro de Boecio, palidez que después se convirtió en violento rubor. Involuntariamente levantó el brazo; fue el único que lanzó a Cipriano un gesto de repulsa. Pero tal vez el propio Boecio era un enemigo, pues este desgraciado acusador se jactaba de haber encontrado en las arcas de Boecio, cuidadosamente oculto, el rollo de cartas. Ahora Cipriano dirigió una mirada amenazadora a Boecio y repitió con voz lenta y mesurada la acusación contra los culpables de haber concertado una alianza con Bizancio para preparar un levantamiento contra los godos en Italia. El Senado romano había pronunciado durante su milenaria historia muchas acusaciones y sentencias. Todos los que hoy estaban congregados, no bajo la palma de oro, sino en la sala del consejo del palacio arriano de Ravena, se dieron cuenta de que en este día tocaba a su fin la edad de oro de Teodorico.
Cipriano hacía uso de las mismas expresiones y conocía a los mismos autores antiguos que ellos. Pero conocía también a la perfección los designios del rey, y esto le permitía encauzar los argumentos y urdir la red a su capricho.
A una sola señal podían alzarse las espadas de los godos, y habría llegado el fin del Senado romano.
¿Qué se proponía Cipriano? ¿Cuántas cabezas caerían? ¿Quién sería condenado? ¿Qué clase de castigo les esperaba? ¿Pretendía acaso encarcelar a los senadores como rehenes mientras los godos volvían a arrasar Roma? ¿Se ocultaba ya la sentencia en las palabras de Cipriano? ¿Quién podía ayudarles, negociar? ¿Quién disfrutaba aún del favor de Teodorico? ¿A quién haría caso? Casiodoro no se encontraba en la sala. Boecio estaba pálido, y a todo respondía: «No.»
Toda alocución, por larga que sea, tiene un final. Cipriano era un orador hábil: no pronunció los cargos con palabras exaltadas, sino que terminó con las pruebas escuetas y añadió que ahora había descargado su conciencia y que el derecho de juzgar estaba solamente en manos del rey.
Todos se estremecieron en el momento en que el acusador terminó sus inexorables frases. Se hizo el silencio, ninguna voz lo rompió, ninguna mano dispensó un aplauso.
Boecio se dirigió al podio como si fuera su derecho natural hablar al lado de Teodorico. Un hombre en plena juventud. Vestido con la túnica orlada de púrpura, atravesó la sala, con la mirada fija en el rey. No llevaba ningún pergamino en la mano ni consultó ningún apunte como hiciera Cipriano. Boecio debía improvisar su defensa en este mismo momento contra una acusación en la que su nombre no había sido pronunciado, pero que dio a todos la impresión de que iba dirigida a él.
—Una mano ha escrito las cartas. Pero ¿quién puede decir qué mano ha sido? La historia, ¡oh, rey y honorables padres!, conoce innumerables casos de cartas depositadas sobre la mesa del rey con intención aviesa, firmadas con nombres de personas que jamás las escribieron. Yo afirmo que el senador Albino no ha escrito estas cartas. Son falsificaciones hechas por alguien a quien interesa sembrar la discordia. E incluso aunque estos documentos descubiertos por Cipriano fuesen auténticos, lo cual lo impugno, no habría nada condenable en ello. Porque, ¿qué expresan estas cartas? Fidelidad hacia el emperador, nuestro soberano natural de todos los tiempos, y ni una palabra más. Afirmo que no hay en ellas ningún acuerdo de rebelión. Vosotros mismos debéis decidir, padres, si alguien puede ser acusado de algo que no ha cometido. ¿Dónde están los testigos? ¿Quién ha traído estas cartas? ¿Ha confesado un esclavo o un escriba haberlas recibido de manos de Albino o que un senador se las ha dictado? Yo pregunto: ¿dónde están los testigos? ¿Existe una sola prueba de que el noble senador haya atentado de algún modo contra la persona del rey? ¿Dónde está el orden lógico de la presentación de pruebas, Cipriano, exigido por el derecho y la tradición?
Todos callaron. En este momento se decidía sobre la vida y la muerte, y el rostro de Teodorico parecía de piedra. ¿No era inútil cuanto Boecio pudiera decir? Pero era un poeta y un maestro de la retórica, y siguió hablando:
—Ahora me dirijo a ti, señor, a quien sirvo fielmente y a quien respeto porque has regalado a nuestra infortunada Italia la rama de olivo de la paz. Pese a tu sangre extranjera, tú has sido quien ha conservado el espíritu de Roma. Eres un hombre, señor, y sabes que todo hombre no sólo se siente ligado a su familia, sus parientes más próximos, sino también a una comunidad más amplia, ya se llame tribu, reino o imperio. Nosotros la llamamos simplemente Roma, y cuando hablamos de la Urbe, en la que hemos nacido, pensamos en ella como en nuestra madre.
»Debo decirte, rey, que en todo momento has sido un señor comprensivo, que Albino no ha cometido ningún crimen. Albino, uno de nosotros, a quien, como cónsul, precedieron los lictores con las fasces, ha aliviado con sus sabias disposiciones como prefecto de la Urbe la penuria que en ella imperaba. Yo digo para terminar: Si Albino es culpable, también es culpable cada uno de los miembros del Senado. ¡En tal caso, condéname a mí junto con ellos, señor!
Teodorico se levantó cuando Boecio guardó silencio, e indicó con un ademán que había dicho todo cuanto quería decir. El caso estaba fallado. «Si Albino es culpable, también es culpable cada uno de los miembros del Senado.» La palidez cubría el semblante de los ancianos, sudorosos por el terror. Muchos se cubrieron la cabeza con la orla de su toga como hiciera una vez César al ver centellear los puñales.
Teodorico no dijo una sola palabra. Como si caminase entre esclavos o cadáveres, se alejó con la cabeza erguida y el rostro de mármol. Cipriano no se atrevió a quedarse solo entre los demás, sin la presencia de Teodorico, y se deslizó detrás del rey. Nadie puso fin a la asamblea.
El rey salió por la primera puerta. Por la otra puerta entró la guardia. Su capitán era itálico, por lo que empleó la lengua de Roma cuando se acercó a Boecio y le dijo:
—¡En nombre del rey, sígueme!
Entonces fue hacia Albino: «¡En nombre del rey, sígueme!» Dudó un instante, mientras miraba a su alrededor. «¿Quién de vosotros es Símaco? ¿Ese anciano?» El senador de barba canosa seguía sentado en el banco. Los años habían teñido de blanco sus cabellos. Rusticiana esperaría en su casa al marido y al padre. Ninguno de los dos volvería. El capitán dijo:
—El rey quiere hablarte.
No le puso una mano en el hombro, como hiciera con los otros dos. Se trataba de la fórmula tradicional: si el hombre armado tocaba a un hombre, éste ya no era libre, sino un prisionero. En Ravena se había iniciado algo con lo que nadie contaba. Algo nuevo y terrible después de un cuarto de siglo de paz romana, de la edad de oro de Teodorico.
El reloj cuyo delicado mecanismo era movido por agua y que fuera montado por Boecio en su taller durante las largas horas de la noche, seguía indicando la hora cuando Símaco fue recibido por Teodorico tras una prolongada espera. El anciano senador había llegado a edad muy avanzada. Era realmente un milagro que alguien hubiese podido sobrevivir en Roma a tantos cambios y tribulaciones. Había visto los actos de numerosos y fugaces emperadores, los ejércitos ante las murallas de la Urbe, la invasión de los bárbaros y sus caballos en la plaza del Capitolio. Había creído que llegaría a entregarse al descanso eterno en una Italia pacífica. Los hijos de Rusticiana llevaban ya en su extrema juventud las insignias de cónsul, el árbol de la estirpe de Anicio tenía ramas nuevas. ¿Qué le quedaba ya por hacer a un patricio, sino ordenar sus asuntos con el Señor y con la ciudad, y retirarse al seno de su familia? Símaco estaba sentado en la antesala. Esperó mucho rato, pues no podía marcharse: el rey le había llamado. ¿Por qué tenía que apresurarse Teodorico, por qué tenía que contemplar el mecanismo del reloj, que mostraba ya una serpiente, ya una diosa de los ríos, ya un verdugo, ya una paloma, alternando los símbolos buenos y los malos? Ninguno podía adelantarse al otro, ninguno podía retrasar el tiempo implacable. Símaco esperó durante horas enteras, sin comida ni bebida. No había nadie con quien hablar. ¿Dónde estarían los otros senadores? ¿Los que, perplejos, levantaban las manos hacia el cielo, y los que, tras las solemnes palabras de Boecio, se ocultaron el rostro? «Si Albino es culpable, todos los miembros del Senado son culpables.» ¿Podía Boecio acusar a todos los demás para defender a su amigo?
Cipriano no estaba en el aposento del rey cuando le llevaron a su presencia, pero reconoció a Gaudencio, el delator conocido por todos, que, incluso sobre su pupitre, dirigía su mirada hacia el rey. ¿Quién era este hombre al que sólo mencionaban entre ellos con la antigua designación griega de sicofante, o traidor a sueldo? ¿Por qué se encontraba aquí? ¿Contra quién tramaría nuevas acusaciones? Detrás de Teodorico, inmóviles como estatuas, estaba la guardia, dos godos con lanza y yelmo.
—Todos estáis condenados a muerte. Así pues, ¿quién preparó el levantamiento? ¿Quién se ha aliado con los bizantinos? ¿Quién quería aniquilar a los godos? ¿Quién quería pagarme con ello los numerosos favores que os he prodigado?
Teodorico habló en griego. Ahora no estaban frente a frente como bárbaro y no bárbaro. Símaco tendría que luchar por su vida en una lengua que no era la suya.
—Tu casa fue el foco de la rebelión. El palacio de Albino fue el segundo. Si hubiesen llegado los barcos bizantinos, hubieran atacado inmediatamente los campamentos godos. ¿No es cierto?
—Señor, mi hijo Boecio ya lo ha dicho: las cartas firmadas por Albino son falsas. Pueden ser obra de un criminal que teje sus intrigas a tu alrededor. No es cierta ni una sola palabra de las acusaciones de Cipriano. El mundo entero elogia tu sabiduría. ¿Cómo es posible que después de tantos años no confíes en nosotros, señor? Yo fui quien te recibió como huésped de la Urbe, hace ya veinticinco años. ¿Por qué tendríamos que rebelarnos? ¿Por qué empleas la palabra rebelión, señor? ¿No comprendes que ofende a los romanos? Tú eres nuestro patricio…
—Por desgracia de un emperador difunto a quien vosotros considerabais un hereje. También a nosotros preferíais vernos en la hoguera; por lo menos es esto lo que recomendasteis que hiciera Clodoveo en el reino de los francos.
—Señor, me has mandado llamar para que ayude a aclarar las inculpaciones de Cipriano. Retráctate, señor, de lo que ordenaste en un momento de ira. Deja en libertad a Albino y Boecio. Si me permites un ruego, castígame a mí, que ya soy anciano. Todos estamos igualmente indefensos contra la acusación. Sólo podemos repetir: ni una sola palabra es cierta.
—¿Ni una sola palabra, Símaco?
—Eres sabio; durante tu vida lo has demostrado en innumerables ocasiones. Tú lo sabes mejor que nadie: el espíritu es flexible. No existe un sí absoluto ni un no absoluto. La mente humana trata de encontrar el equilibrio entre los polos. Cuando los padres se reúnen en el Senado y sopesan las noticias del mundo que llegan a Roma, también piensan en lo que ocurrirá mañana. ¿Qué ocurrirá cuando tú no estés, señor? ¿Quién no ha oído decir que después de un rey sabio las riendas caen en manos de un regente débil? ¿Era un crimen, señor, que hablásemos de estas cosas? ¿No es el deber de todos cuantos rigen la Urbe preocuparse de los hechos futuros? Nuestros ojos deben investigar el porvenir. Nosotros no creemos que se puedan hacer profecías contemplando los intestinos de una gallina, aunque todavía se practique el ceremonial. El hombre sabio se rige por los signos del tiempo, no por las estrellas. Buscamos, según las reglas de la aritmética, lo desconocido con ayuda de lo conocido…
—¡Habladurías! Para que lo sepas, Albino verá cumplido su destino dentro de pocas horas. En estos momentos está dictando su testamento; ha apelado al jus testandi. Yo he accedido a que deje a su familia la mitad de su fortuna. El pueblo de Ravena verá cómo se castiga a un traidor.
—¿Y Boecio… mi hijo…?
—¡Él mismo ha pronunciado su sentencia de muerte!
El anciano se tambaleó. Al fin y al cabo, todo el mundo sabía que a Albino le gustaba pescar en río revuelto: todos los medios le parecían justificados para incrementar su poder y su fortuna. ¿Por qué Albino no podía dirigir su codicia a Bizancio? ¿Cómo saber qué había de cierto en las cartas que Boecio calificara de falsificaciones? Pero un mundo separaba al filósofo puro, a su magnífica inteligencia, del senador Albino, el patricio que había amasado una gran riqueza en estos tiempos difíciles. Boecio sólo podía llamar suyo a lo que había heredado. ¿Quién osaba acusar al primer ministro del rey de despilfarro y ansia de poder? Boecio… Boecio… El anciano dirigió hacia Teodorico su húmeda mirada.
—Piedad… ten piedad, señor, mientras no sea demasiado tarde…
—Si levanto un solo dedo, todos los romanos que están pagarán por su traición.
—No puedes hacer eso, señor. Nuestros años han transcurrido a la luz de tu sabiduría y tu inteligencia. No puede ser que el mismo príncipe sea a la vez sabio y cruel. Hemos aprendido la historia de Nerón y Calígula. Sabemos por qué en Bizancio se llamó carnicero a un emperador. El epíteto que une tu nombre con la eternidad es más sencillo. Sólo es: el Grande.
—No te queda tiempo para halagos. No deseo ver a mi infiel ministro. Te he llamado a ti para que vayas a visitarle. El destino de Albino está sellado. Boecio aún tiene que revelar la verdad que me oculta. Tú puedes ayudarle convenciéndole para que haga una confesión. Una muerte rápida es el mayor favor para quien arriesga la cabeza.
Acaso Símaco recordó a Gastón frente a un rey bárbaro, cuando los númidas conquistaron la Urbe.
—Boecio es el intelectual más grande que tenemos. Si ordenas su muerte escribirás tu nombre en la negra columna de los tiranos. Ten cuidado, Teodorico. No te conviertas en déspota en tu vejez. ¡No ensucies tu nombre!
Teodorico hizo un ademán de indiferencia.
—¡Di todo cuanto quieras, como quien habla por última vez!
—Boecio es la mayor inteligencia de nuestro tiempo, que tan próximo está a la decadencia. ¿No lo comprendes? ¡Es el último romano! Un filósofo, tal como consideramos filósofo a Aristóteles, que embellece la filosofía con el rayo del amor. ¿Comprendes lo que te digo en la lengua de Platón, Teodorico? ¿Comprendes qué es el logos y qué es el temor de Dios, y has oído alguna vez la palabra amor? ¿Has amado alguna vez a alguien? ¿Pretendes saberlo todo, Teodorico? Tú mismo lo dijiste: «¡Desgraciado el romano que imita a los godos!» Pero muéstranos a uno solo de estos romanos —al que no hayas pagado como ese sinvergüenza de Gaudencio… o tu indigno esclavo Cipriano— que desee parecerse a vosotros. Han pasado ya mil años desde que la sibila de Cumas escribió sus pensamientos en libros. Lo hizo cuando vosotros aún os llenabais el vientre con la carne cruda de las fieras del bosque.
—Sigue hablando…
—Boecio ha contado que recibió un encargo maravilloso cuando se vio libre de los abrumadores asuntos de Estado; confiesa que le visitó su fiel amiga, la filósofa, tras semanas de intenso trabajo. Sombras tenebrosas oprimían su alma, y necesitaba un consuelo. Este trabajo suyo, que ya ha empezado y cuyas primeras páginas me ha leído en voz alta, sería admirado y apreciado ahora y en todos los tiempos por todos aquellos que aman la lectura. Señor, permite que Boecio termine su trabajo. Te lo pido en nombre de mi hija y de mis nietos.
—Concedido.
La autorización fue dada en latín. Parecía que el severo semblante expresaba cierta emoción, suavizando la absoluta impasibilidad de antes.
—Ve a su celda. Díselo tú mismo, con esas palabras que nosotros, los bárbaros, no comprendemos, y que sólo vosotros conocéis. Háblale del logos… Hasta que haya terminado su libro, que tú llamas el consuelo de la filosofía, respetaré su vida. Pero no esperes el perdón ni un solo minuto. Está decidido. Y tú, viejo, prepárate también para la muerte. Nosotros los cristianos consideramos el peor de los pecados quitarse la propia vida. No puedo, como hizo Nerón, enviarte a un centurión con una carta acusadora: ¡prepárate para morir! Como verás, Símaco, yo, el bárbaro, también conozco la historia de Roma. ¡Vete! Habéis pagado el bien con el mal. Tal vez Alarico tuvo razón… hace cien años, cuando asoló Roma.
Símaco bajaba los peldaños que conducían a los calabozos de Ravena. No veía bien en la semioscuridad, y se apoyaba en el brazo de un hombre armado. Era un joven godo que había nacido en Italia. «¿Scisne latine?», le preguntó Símaco, el eterno pedagogo. En el rostro del joven guerrero apareció una sonrisa. Siguió prestando apoyo al anciano mientras recorrían los pasillos subterráneos donde nunca brillaba el sol.
Unos pocos días habían bastado para transformar al prisionero. En su rostro afeitado crecía una barba incipiente, la toga blanca estaba manchada de polvo y humedad. La alimentación consistía en los restos de palacio. Muchas veces le daban agua, otras, vino, vino aguado. A través de la ventana baja de la mazmorra se filtraba desde arriba un débil resplandor.
El guarda godo se quedó fuera. No había nadie que escuchase la conversación de los dos hombres: un favor especial que a veces conceden los poderosos a los condenados a muerte. Una conversación semejante cuesta iniciarse, porque el prisionero piensa con temor en el momento en que se llevarán de nuevo al inesperado visitante.
—Cuida de Rusticiana. Vigila a los muchachos.
Todos los prisioneros expresan lo que les ha atormentado durante los días y las noches de soledad.
—¿Eres libre?
El anciano estaba en el cuadrilátero iluminado.
—A mi edad, hijo mío, esto no importa.
Ahora sabía Boecio que también Símaco sería un prisionero, si no hoy, mañana.
—¿Qué le ha ocurrido a Albino?
El anciano bajó la cabeza. Un gigante godo había cortado con un hacha la cabeza del más acaudalado romano. La población de la ciudad se congregó en la plaza donde se cumplió la sentencia. Las ejecuciones eran raras en Ravena desde que gobernaba Teodorico. Cuando un hombre de tal alcurnia era decapitado en la plaza, la ocasión casi se convertía en una fiesta ciudadana, un recuerdo para toda la vida.
—Albino —dijo el anciano— murió con dignidad. Tuvo tiempo de prepararse para la muerte. Éste es el mayor obsequio que un juez puede hacer a un condenado. A Albino no le flaquearon las piernas, y no permitió que le vendaran los ojos. Dispuso que las cosas de valor de su equipaje fuesen repartidas entre los pobres de Ravena.
—Verás —dijo Símaco a Boecio—, cada momento hace del hombre un héroe o un cobarde. Es posible que Albino, un día antes, se hubiera postrado a los pies de Teodorico e incluso pedido clemencia al sicofante. Tal vez hubiese prometido cualquier cosa, su fortuna entera, si le perdonaba la vida… Pero en el último momento se portó como un verdadero romano. Ni mejor ni peor. Caminó por su propio pie, con las manos juntas. Hizo una señal de despedida al arrodillarse. Escucha, Boecio —prosiguió el anciano—, todo ha cambiado. Si te llevan a una mazmorra mejor, donde brille el sol y haya una mesa con papel y útiles de escritura… sólo esto significará la felicidad. Es lo que te traigo, hijo mío: el consuelo, la consolatio de la filosofía. Podrás expresar y dar forma a cuanto ya vive en tu interior; podrás plasmar en el papel lo que un antiguo filósofo llamó la primera madre del alma. Sólo puedo traerte esto como regalo, hijo mío. Es la recompensa del rey por tus fieles servicios.
El anciano se apoyó contra la húmeda pared del calabozo, donde diminutos insectos también buscaban el sol. Las facciones del prisionero, pese a la suciedad y el vello, seguían siendo puros. No le habían sometido a tormento ni atentado contra su dignidad de hombre. Estaba encarcelado, en una celda más clara o más oscura, esperando la muerte o la libertad.