¿Puede haber mayor felicidad para un padre que ver a sus dos hijos vistiendo togas de color púrpura y dirigiéndose al Capitolio entre los lictores en calidad de cónsules? ¿Puede haber mayor felicidad para un abuelo que ver a sus nietos convertidos en cónsules del nuevo año romano?
Símaco y Boecio, el abuelo y el padre, se hallaban entre los miembros del Senado. Los dos hijos de la hija de Símaco y de Boecio —adolescentes todavía— caminaban de lado, adornados con la corona de laurel y con una expresión de perfecta felicidad en el rostro. Símaco y Boecio eran los verdaderos héroes del día. Teodorico les colmaba de favores, pues fue suya la decisión de nombrar cónsules del año, tras el término del consulado de Casiodoro, a los hijos de su más fiel consejero.
Así pues, el año tuvo en Roma un feliz comienzo, pero no ocurrió lo mismo en Ravena. Eutarico, el noble y virtuoso príncipe godo, marido de Amalasunta, había muerto repentinamente. Su hijo Atalarico quedó huérfano en el umbral de la niñez. Ahora la familia de Teodorico se reducía a una joven viuda y a un niño de pecho. Setenta años habían teñido de plata la cabeza del rey, en sus miembros acechaba el reuma, las heridas de lejanas batallas le dolían de forma intermitente: los lugares donde se clavara una flecha o la punta de un arma afortunadamente desviada por el yelmo, y la fractura de la pierna. Las sagas creadas en su torno y que los escaldos cantaban en verso, decían también que una flecha se le había clavado en la frente. Desde entonces Teodorico vivía con la punta de la flecha sobre sus ojos; moriría instantáneamente si se la arrancaba. Así pues, su vida sería eterna. Lejanos poetas le cantaban como a un semidiós nórdico, y sin embargo, el hombre decrépito que habitaba su palacio entre los pantanos de Ravena sentía el peso de sus setenta años. Conocía las sagas, veía cómo la primera mirada de los enviados de las tierras nórdicas se dirigía hacia su frente. En realidad, en la frente de Teodorico sólo había una cicatriz. De no ser por ella, los años transcurridos apenas habrían dejado huella en su frente despejada y protuberante. Pero los enviados buscaban la flecha truncada. Parecían dudar de que fuera realmente el héroe de las leyendas nórdicas aquel hombre que les recibía en medio de sus cortesanos romanos y godos.
Durante el tiempo que Boecio pasó en Roma para asistir a la jura del cargo de los dos jóvenes cónsules, en el palacio de Ravena desempeñaba las tareas propias del magister officiorum su representante Cipriano. Las llaves de todos los armarios estaban en sus manos, y Cipriano, que durante muchos años había trabajado en la cancillería al lado de Casiodoro y después de Boecio, conocía todos los asuntos de estado que le habían sido confiados.
Todo el mundo sabía que las cuestiones religiosas de Roma y Bizancio habían pasado por momentos de gran tensión mientras el emperador Anastasio estuvo en el poder. Anastasio se inclinó ante la herejía de los monofisitas, y la Iglesia romana vio en él a un hereje que siempre vivió en pugna con el patriarca bizantino. Esta circunstancia hizo imposible un entendimiento entre Bizancio y Roma en asuntos de religión. Pero cuando Justino ascendió al trono, la situación cambió. Al emperador soldado no le interesaban los artículos de fe sobre la consubstancialidad. ¿Cómo podía su inteligencia, que no era capaz de comprender los secretos de la escritura, penetrar en la profundidad de las apasionadas disputas sobre los dogmas? Aceptaba todas las enseñanzas de la Iglesia, y por esta causa en Bizancio —al menos en lo referente al emperador y a palacio— volvió a reinar la paz en las cuestiones de la fe. El Patriarca ya podía comenzar la gran campaña contra los partidarios del arrianismo. ¡Ellos eran los verdaderos enemigos que perseguían y atormentaban a los cristianos ortodoxos! ¡La culpa de todo la tenían los reyes vándalos! La Biblia de Ulfilas, a los ojos de la Iglesia romana, era más perjudicial que un libro del demonio o las profecías de las sibilas de Cumas. Por consiguiente, el imperio de Bizancio inició una campaña contra los campamentos dirigidos por los godos, y se llevaron a cabo, con el pretexto de la fe, amplias acciones para coartar las prerrogativas de los bárbaros. El día en que lograsen procesar a una comunidad religiosa arriana, o expulsar a un obispo hereje, el día en que una tribu goda aislada de las demás renegase de su fe arriana, se habría conseguido un éxito político y dado un paso más hacia la disminución del poder de Teodorico.
Los incidentes se multiplicaron, y el anciano de Ravena no tuvo más remedio que enterarse de cuanto ocurría en el mundo, y en especial, en Italia. Mientras todo estuvo en manos de Boecio, éste redactaba los informes de manera que no provocasen en el rey uno de sus cada vez más frecuentes ataques de ira.
Cipriano, que desempeñaba por primera vez un cargo tan elevado, creía su deber alterar esta benévola costumbre. Boecio estaría ausente durante meses. El engranaje de la cancillería funcionaba sin interrupciones en manos de Cipriano. No había informes ni noticias ominosas relegadas al archivo.
Cipriano pasaba día y noche en la cancillería. Era un hombre diligente a quien no atraían las vanidades del mundo.
No hacía mal su trabajo, y no descansaba por las noches para servir mejor a su rey. Teodorico advirtió con sorpresa que las comunicaciones, informes y cartas de los emisarios acumulados sobre su mesa eran más detallados y rigurosos que las informaciones que Boecio —a menudo un poco indiferente— le facilitaba sobre los cambios diarios de la política mundial.
Podía ser que Boecio, por convicción propia, no considerase del mismo rango a aquellos por cuyas venas no fluía sangre romana, ya fuesen condes godos o príncipes bárbaros. Por el contrario, Cipriano hablaba con admiración de los gobernantes germánicos y francos, y no tenía muy buena opinión del inculto soldado ilirio a quien ahora llamaban el excelso Justino.
Una tarde, Cipriano terminó su trabajo más temprano que de costumbre. Tuvo tiempo de pasear entre los documentos de la desierta cancillería. ¿Qué podían contener los escritos que Boecio mantenía en secreto? ¿Cómo lograría él penetrar en el cerrado círculo que años enteros de trabajo en común habían formado en torno al rey y su ministro?
Los rollos de pergamino se amontonaban unos sobre otros. La cancillería de Ravena era sólo una modesta réplica de su equivalente bizantino en el palacio imperial, pero funcionaba sobre la misma base. Archivar todo lo escrito, añadir un breve resumen a todo documento importante, anotar los nombres de las personas relacionadas con el hecho, y dejar constancia de las opiniones hechas a su respecto por el amo supremo del imperio. Orden en los documentos equivalía a orden en los asuntos de estado: tal era la regla de oro por la que se regían los escribas bizantinos de generación en generación.
Cipriano se quedo pensativo ante la montaña de documentos. Aquí estaban los escritos relativos a los asuntos burgundios después de la muerte de Gundobad. Su sucesor, Sigismundo, había roto con los arrianos y abrazado la fe católica. Las luchas por el trono burgundio tocaron a su fin, y todos estos documentos ya no interesaban a nadie. Sería necesario hacer sitio en las arcas para otros pergaminos. Cipriano apartó a un lado los rollos y su mano, que durante el trabajo de decenios había adquirido un tacto especial, notó que tras los rollos se ocultaba algo. Sus dedos largos y estrechos tantearon el fondo del montón y extrajeron un rollo cuyo papel era más fino que el utilizado en Ravena.
Encendió unas velas y trató de deshacer los nudos del cordel de modo que pudiera atarlos de nuevo sin dejar huellas de su acto.
«Salve al honorable senador Albino, el mejor de la Urbe.»
Se acercó más a la luz: un instante después reconoció las expresiones y la caligrafía del palacio imperial. La carta procedía de la cancillería «romana» de Bizancio: se advertía en la ampulosa redacción del texto latino que su autor pensaba en griego. Veamos, ¿qué hacían las cartas del senador Albino en Bizancio, y por qué el palacio imperial le contestaba por indicación del basileo? ¿Quién era este Albino? En Roma sabían todos los niños que era uno de los hombres más ricos de la Urbe, y de familia antigua y noble. Portavoz del Senado. Actualmente era prefecto de la ciudad. Fueron construidos palacios para su uso particular, y había heredado terrenos en las cercanías del Capitolio. «¡Ahora voy a atraparte, Albino!» Cipriano no temía en absoluto al senador. No vivía en la Urbe, donde los esbirros de Albino podían constituir un peligro. Tampoco le interesaba el oro de Albino. Su único interés era servir a Teodorico. Cipriano residía siempre en Ravena.
Una noche era demasiado corta para captar el sentido secreto de la correspondencia. ¿Qué significaría aquello que acababa de descubrir por casualidad? ¿Una conspiración contra Teodorico? ¿Una rebelión? ¿Una campaña para aniquilar a los godos? ¿Querrían acaso poner a Italia en manos de los bizantinos? ¿Se trataría de restaurar la fe romana en todo el imperio? Nada de todo esto se decía explícitamente, con palabras concretas. Eran insinuaciones, alusiones veladas, de modo que una persona no iniciada apenas podía comprender el contenido esencial. Pero Cipriano descifraría el verdadero significado de las alusiones. ¡Aquí se trataba nada menos que de fijar un día determinado en el cual todos los itálicos empuñarían las armas, que hasta este momento mantenían ocultas o que se pretendía enviar desde Bizancio por un camino secreto! Debía trazarse un círculo alrededor de los campamentos militares de los godos. Durante los veinticinco años de paz de Teodorico, el número de habitantes romanos se había multiplicado. Los ciudadanos disfrutaban de prosperidad, y millones de campesinos trabajaban sin ser molestados. Buenas carreteras, un eficiente servicio de correos, numerosas obras públicas, agua y comercio caracterizaban la vida en Italia. Civis sum romanus: de nuevo volvía a ser un orgullo poder llamarse ciudadano romano.
Albino no se había preocupado mucho hasta ahora de la antigua grandeza de la Urbe. Sin embargo, ahora se refería a ella en sus cartas. Su modo de dirigirse al emperador daba la impresión de que odiaba a muerte a los godos. Y el plural que usaba Albino en sus cartas ponía claramente de manifiesto que el emperador no pactaba con un hombre o con un grupo aislado, sino con la mayoría de los senadores, tal vez con todo el Senado. En las cartas de Albino, o dicho con más exactitud, en las copias de sus cartas, ya que los originales habían sido enviados a Bizancio, se hablaba de dinero, de armas, de intereses, de religión, de barcos, cereales y festejos populares. ¿Quién había expedido estas cartas y cuándo…? Las fechas no dejaban lugar a dudas: la correspondencia duraba ya más de tres años. El emperador recomendaba cautela. No convenía apresurarse, era preciso calcularlo todo cuidadosamente… para mayor gloria del emperador y del imperio. Los emperadores habían heredado el imperio; ya era hora de hacerlo para recuperar esta herencia perdida.
Muchas frases estaban redactadas con gran circunspección. Cipriano no podía descifrarlas todas. ¿Qué acciones insinúa esta o aquella locución? ¿Quién apoyaba en Roma a los bizantinos? ¿Con qué fuerzas podía contar el palacio imperial? ¿Era posible que en Italia se produjese un levantamiento contra los godos si en cualquier punto de la costa anclaban los trirremes bizantinos y la caballería pesada bizantina desembarcaba, reforzada por tropas de infantería, adiestradas ante todo para el asedio de fortalezas?
¿Cómo habían llegado hasta aquí estos rollos de pergamino? ¿Por qué? ¿Quién podía haberlos leído? ¿Quién apoyaba aquí, en Ravena, los planes bizantinos? Consternado, Cipriano fue hacia la puerta. En los pasillos había lanceros godos, en los bastiones, centinelas godos. Nada hacía suponer que algún peligro amenazaba la edad de oro de Teodorico, que había durado casi treinta años. ¿Quién podía estar detrás de todo aquello aquí en Ravena?
Cipriano pensó en Boecio. ¿Qué sabría de ello el «filósofo?» Era probable que fuese él quien ocultara las cartas. Albino estaba emparentado con Símaco y Boecio. Por consiguiente, no cabía duda de que el magister officiorum era el miembro más importante del gran plan, que con ayuda del «levantamiento de Roma» expulsarían a las hordas salvajes, como se decía en una de las cartas bizantinas.
Pronto amanecería. Se acercaba el momento de vestir su túnica de corte, perfumarse los cabellos, y recibir los escritos de manos de dos siervos, para que seguidamente dos escribas copiaran las decisiones adoptadas por el rey.
¿Qué debía hacer Cipriano, que había crecido aquí y a quien animaba un único e inextinguible anhelo: el del poder? Cipriano admiraba al rey. Desde la época de Augusto hasta la actual no había existido otra edad de oro que pudiera ser cantada por los poetas como en un tiempo lo hiciese Horacio. Pero no los poetas como Boecio, que jugaban con la idea de una conspiración. ¿Cómo, si no, podían haber llegado hasta aquí estos documentos, quién podía haberlos ocultado en el arca cuya llave sólo poseía Boecio?
Sobre la colina, el anciano frenó el paso de su cabalgadura. El caballo escarbó en la tierra, inquieto. En el aire flotaba el olor de los pantanos. Una estrecha calzada conducía a las murallas de la fortaleza. Si aquí se construía un fortín, Ravena tampoco podría ser atacada por este lado. Era uno de los puntos desde los que se comprendía por qué la capital del rey era inexpugnable.
Teodorico esperaba una señal. Unos pájaros describían círculos en el aire: las águilas chivatas perseguían a las palomas. Era una de las formas tradicionales de interpretación del futuro, según la creencia romana. A los godos les gustaba estar rodeados de bosques; en el susurro del follaje creían oír palabras que ellos consideraban proféticas. Los sacerdotes romanos miraban el cielo. Teodorico buscaba el lugar de la tierra donde debían descansar sus restos mortales.
No quería confiar su sepelio a Amalasunta. Tampoco deseaba ser enterrado en una basílica romana. Su panteón no debía parecerse al de Gala Placidia. No quería que un artista romano convirtiese su sepultura en un prado de mosaico con ovejas doradas.
Entre los godos, las palabras de Teodorico traducidas al latín estaban tan difundidas como entre los romanos: «Desgraciado el godo que imita a los romanos, y desgraciado el romano que imita a los godos». Este «romanus miser imitatur gothum» era una frase célebre en la península. Y pese a ello, los godos jóvenes aprendían gustosamente de los maestros municipales; les gustaban las instalaciones de calefacción, las termas, las conducciones de agua, los carruajes ligeros, los exquisitos manjares, el arte de poner piedra sobre piedra y construir un palacio de la nada. La mano del rey señaló una colina en el centro de la pantanosa depresión. Con palabras godas, exclamó:
—¡Constrúyelo aquí!
Detrás del lugar se levantaban las murallas de la ciudad y la cadena de fortificaciones, pero se hallaba a suficiente distancia del ruido ciudadano. Ningún carro pasaba por aquí, la calzada estaba a un tiro de flecha, y en la lejanía se divisaba el borde de los bosques de pinos. Un silencio matutino reinaba sobre la campiña.
El arquitecto godo que había aprendido de los romanos, quería construir el panteón de modo que durase eternamente. No sería de ladrillos, que tras algunas generaciones se desmoronaban, ni de mármol, que —como demostraba el ejemplo de Roma— manos criminales arrancaban para llevárselo como botín. Tenía que ser un panteón construido con una sola piedra. Un único bloque de piedra contendría la cámara mortuoria donde descansarían los restos mortales de Teodorico. Era preciso que una vez cerrados los muros, el sarcófago de pórfido no pudiera ser movido de aquel lugar. El rey deseaba que el panteón tuviese dos plantas, y que el sarcófago se colocase en la planta superior.
El rey detuvo su caballo en la cumbre de la colina. Junto a él esperaba el joven arquitecto godo que había aceptado el encargo. Una ligera niebla pendía en el aire, los colores eran otoñales, e incluso el bosque de pinos parecía gris y sombrío. Otoño opaco, niebla matinal. Lagunas, el bosque y el puerto protegían a Ravena, pero ninguna montaña…
El paseo matinal a caballo refrescó al rey, reconciliándole con la fugacidad de la vida terrena. Diría a Amalasunta que había adoptado una decisión. Dondequiera que le sorprendiese el fin, debían enterrar su cuerpo aquí, en la demarcación de Ravena.
Cipriano, el representante del magister officiorum, era el canciller más puntual que Teodorico conociera jamás. La orden expresada en pocas palabras era redactada por él en la forma correspondiente en veinticuatro horas. El rey comenzaba todos los días con el informe preparado por Cipriano.
Seguía una misa arriana, durante la cual el sacerdote de Teodorico leía el texto sagrado en lengua goda. Cipriano esperaba el regreso de los dignatarios de la corte después de la ceremonia. Entonces se servían al rey manjares ligeros y un vaso de vino, tras lo cual empezaba el trabajo, que se prolongaba hasta las primeras horas de la tarde. Seguidamente tenía lugar el almuerzo. Frente a la mesa del rey había un pedestal de mármol sobre el que se asentaba un mecanismo de relojería. Era la pieza más hermosa del taller de Boecio: el agua movía el engranaje, y cada hora caía una bola de plata en una concha también de plata, indicando así el paso del tiempo, a la vez que un pequeño corneta tocaba su instrumento. Las figuras se movían, un jinete giraba sobre la silla. El reloj era un regalo del magister officiorum en la onomástica de Teodorico. Había trabajado en él durante meses, guiándose por los descubrimientos ya lejanos de Herón y Vitruvio. A Teodorico le gustó tanto el mecanismo, que desechó el reloj de arena que utilizaba hasta entonces y sólo medía el tiempo con ayuda de la bola de plata.
El rey esperó a que el mecanismo diera la señal y el pequeño trompeta tocara para el relevo de la guardia. Conocía muchos mecanismos similares de Bizancio, en cuyo palacio imperial eran formalmente objeto de un culto. Leones que rugían y movían la cabeza, pavos que daban volteretas, misteriosos chorros de agua y artísticas campanadas debían llenar de asombro a los legados y mostrarles la superioridad de Bizancio. El rey godo también organizaba sus audiencias de modo que los visitantes de países remotos pudiesen ver y oír de qué eran capaces los artistas de Teodorico. Cuando Boecio terminaba su trabajo del día, se encerraba gustosamente en su taller para estudiar las maravillas de la naturaleza y tomar nota de sus experimentos. Mientras sus manos limaban, golpeaban con el martillo o calentaban el metal, en su cabeza surgían nuevas ideas de sorprendente inspiración. El reloj de plata era la pieza más bella creada por la mano del canciller y filósofo.
Cipriano fue admitido cuando cayó en la concha la novena bola. Un silencioso escriba le seguía con los rollos de documentos. Teodorico prescindía ahora de todo protocolo. En Ravena, su palabra era ley; se contentó con una ligera inclinación e indicó a Cipriano que tomara asiento ante la espaciosa mesa.
Las ominosas sombras de la noche tomaron forma de pronto.
—Señor, despide a tu indigno servidor si obro mal provocando a sabiendas tu ira.
—Exprésate con brevedad, Cipriano.
—Lo que ahora voy a revelarte, señor, no puede decirse en unas pocas frases. La ansiedad de mis noches, mis cavilaciones, mi vida, y tal vez la vida de muchos están en tus manos.
El rey contempló a Cipriano. Cuando el magister empezaba con tan largo preámbulo, cuando su mano temblaba sobre el rollo atado con un cordel rojo, debía existir algún motivo especial. El rey sabía leer en los semblantes. Los ojos ardientes y la voz excitada de Cipriano traicionaban una tormenta interior.
—Señor, no sólo se conspira contra tu vida y tu poder, sino que también se pretende entregar a toda Italia a los bizantinos.
—¿Quién?
—Muchos… Todavía ignoro quiénes son, señor. Una cosa es segura: el que escribió las cartas al palacio imperial es Albino. En las cartas no se dice claramente quién está de su parte en el Senado, pero no hablan de un solo hombre. Albino escribe siempre: «nosotros».
—Léemelas.
Cipriano ya estaba preparado para ello. Con el buril de plomo había subrayado las frases más insidiosas, que demostraban la culpa con la máxima claridad, a fin de no tener que aburrir al excitable rey con expresiones insignificantes y ampulosas. El texto subrayado sonaba como si descargaran martillazos sobre el yunque de la paz. Cada palabra acusaba, todo podía tener un doble sentido. Quizá era todo una ilusión, pero igualmente podía tratarse de una conspiración en toda regla. Probablemente el término arriano se refería a los godos: todos los godos serían juzgados cuando la población del país se rebelara y desembarcasen los ejércitos bizantinos.
Pasó una hora. De nuevo cayó en la concha una bola de plata y el mecanismo giró: la nueva figura que apareció era un verdugo cortando la cabeza de su víctima. La mirada de Cipriano se posó fijamente en ella. El sudor le cubrió la frente, y trazó la señal de la cruz sobre su pecho. Teodorico era rey. ¡Nada le importaban las emociones de Cipriano! «Continúa», dijo, y el ministro vio cómo se hinchaban las venas en las sienes del rey. En su frente, sobre la cual contaban las sagas nórdicas que tenía clavada una flecha más fuerte que el hierro, se acentuaron las arrugas.
—¡Continúa!
Cipriano temblaba de miedo, de remordimiento y de una sensación de triunfo. En estos momentos todavía ignoraba adónde iría a parar la piedra. Leyó los informes recibidos de los administradores del distrito: todos hablaban de una inquietud creciente. Los roces entre los godos y romanos iban en aumento. Las declaraciones de los obispos católicos eran más atrevidas: cada vez más a menudo mencionaban en sus sermones la lucha contra los herejes. ¿Quién podía creer ahora que sólo se referían a los artículos de fe? En las costas solitarias anclaban barcos que descargaban en los botes armas bizantinas. Desde que el pueblo de Roma no sufría ninguna penuria, pagaba más impuestos, y el dinero de estos impuestos, que el rey regalaba a la ciudad, era utilizado por el Senado romano para mantener un ejército regular.
—¡Nombres!
—El prefecto Albino, antiguo cónsul, tiene indudablemente las riendas en la mano. Dispone de una enorme fortuna, desconocida desde la época de los emperadores. Justino eligió bien cuando se decidió por Albino.
—¿Se menciona a Boecio? ¡Habla!
—Sólo hablan de él alusiones veladas. Una sola noche no fue suficiente, señor, para desentrañar el sentido de cada palabra. ¿Boecio? Todo el mundo sabe que Albino es uno de sus íntimos amigos. Se intercambian regalos en las fiestas familiares.
—¿Cómo pueden haber llegado hasta aquí las cartas?
—El aposento donde estaban guardadas es el cuarto de trabajo del magister. No he encontrado nada escrito con su caligrafía, y me imagino que Albino le ha puesto al corriente de todo y él archivó cuidadosamente las cartas, tanto las copias de las cartas imperiales como las escritas por Albino. Los documentos han tenido que ser ordenados por alguien que conozca bien los asuntos de la cancillería. ¿Quién sin su conocimiento pudo guardarlos en las arcas del magister? Podríamos interrogar a sus escribas…
—Esto sería un error. La noticia se filtraría, y en tres días viajaría desde Ravena a Roma. Los implicados se asustarían y en cualquier momento encontrarían en Ostia un barco que por buen dinero llevase a los conspiradores a suelo bizantino.
—Espero tus órdenes, señor.
—Escribe a Roma. Espera… escribe que, a causa de los múltiples asuntos de Estado, no puedo viajar a la Urbe como sería mi deseo. Sin embargo, me gustaría hablar de vez en cuando acerca de los asuntos del reino con los senadores. Todo el mundo debe contar con que tarde o temprano su vida se extinguirá, de acuerdo con la voluntad del Señor. Por ello deseo que en un día determinado se presente en mi residencia un buen número de senadores, para que el Senado recoja mi mensaje. ¿Lo comprendes, Cipriano? Nadie ha de concebir sospechas. Si yo menciono mi edad, no se imaginarán que me propongo hablar con ellos como juez. Cuando no sienten el suelo de la Urbe bajo sus pies, los senadores están como desplazados. En Roma yo no estoy a gusto. Cuando ellos se sientan bajo la palma de oro, creen que el mundo entero sigue todavía en las manos de los intrigantes ancianos. Invítales con la acostumbrada solemnidad… A Albino, Símaco y, naturalmente, a Boecio, les escribes cartas personales. Mi deseo es que venga el mayor número posible de senadores. En Ravena hay alojamiento para todos. Escribe a Roma, Cipriano. ¡No te faltará una recompensa!