XXXVII

Por fin murió en Bizancio el emperador Anastasio, que había sobrevivido a casi todos. Como Silenciario trabajó activamente para el imperio, pero desde que recibiera corona y púrpura por voluntad de Ariadna, estuvo preocupado casi exclusivamente por las cuestiones dogmáticas, dejando los asuntos del imperio en manos del destino.

Su sucesor, Justino, el tosco hombre de las montañas, era soldado en cuerpo y alma. Fue ascendiendo paso a paso en la guardia de corps, y como no sabía leer ni escribir, el laberinto de la teología le importaba igual que a cualquier bizantino de la calle. Mientras Anastasio se indisponía con la religión oficial, Justino y su esposa, la piadosa Eufemia, besaron con respeto la túnica del Patriarca de Bizancio. Ahora ya nadie decía que en el palacio imperial se apoyaba a los monofisitas.

Justino había aspirado a ser emperador. Tenía a la guardia en un puño y a su lado, a su sobrino Justiniano, que desde hacía tiempo se esforzaba por allanar el camino de su tío. Con la muerte de Anastasio se cerró por fin la larga época durante la cual predominó el espíritu de Verina. La época de León, Zenón y Anastasio había pasado definitivamente, así como la de las damas de la corte, las favoritas y los intrigantes eunucos. Los habitantes de las montañas pasaron a primer plano. Con Justino, y después con Justiniano, por el palacio circuló un aire más sano.

Justino ya no era joven cuando se sentó en el trono. Conocía el ceremonial, y tampoco podían negársele ciertas facultades intelectuales. Entendía de cuestiones militares, pero no podía leer los escritos de los grandes estrategas, lo cual no le hubiese impedido ser un excelente general en el campo de batalla, pero que en el palacio imperial, y a los ojos del Estado Mayor General, le convertía en un hombre ignorante.

El único hombre de quien el emperador no desdeñaba recibir lecciones era su sobrino Justiniano. Éste se había entregado a los libros, y estudiaba con ardor todo cuanto no aprendiera en su juventud.

Justiniano se encontraba en palacio a cualquier hora del día. Se hizo colocar un lecho en su cuarto de trabajo, y ordenó que todos acudieran a él en cualquier momento y con cualquier motivo, incluso aunque durmiera o estuviera en plena comida. Jamás hacía la siesta, costumbre que para todos los bizantinos se había convertido casi en deber.

Justiniano conocía las limitaciones intelectuales de su tío, encumbrado de soldado a emperador, pero también conocía sus cualidades. Justino no era sanguinario, y aunque había elegido la carrera de las armas, nadie podía decir de él que fuese un hombre violento. Como él mismo no era bizantino de nacimiento, no vacilaba en confiar a extranjeros el desempeño de cargos elevados. Uno de sus mejores capitanes era Mundo, un nieto de Atila, que después de abrirse camino en su patria llegó a Bizancio y se convirtió en comandante de las tropas auxiliares hunas, las unidades más fieles de la guardia de corps. Los bizantinos no simpatizaban con los hunos de piel amarillenta y ojos oblicuos, pero Mundo mantenía una rígida disciplina entre los hijos de la estepa, y los hunos, que ahora recibían puntualmente su soldada, estaban dispuestos a luchar por su emperador contra cualquier enemigo.

Se decía de Justiniano que no vivía, que sólo trabajaba. Su espíritu libre se aficionó a la jurisprudencia. En los archivos romanos y bizantinos se conservaban las leyes promulgadas durante mil años: la probada sabiduría de muchas generaciones. Decisiones del Senado, leyes que tenían su aplicación práctica en los fallos de los pretores, jueces supremos de las provincias romanas. «Habría que recopilar todo esto —pensaba Justiniano—, y en ambas capitales a la vez, para que fueran uniformes en todo el imperio el derecho y la ley.» ¿No estaba el imperio en decadencia? ¿No se habían independizado las provincias? ¿No habían fundado nuevos reinos los soberanos bárbaros? ¿No pronunciaban los obispos sentencias en procesos seglares, cuando los magistrados de Roma habían dispuesto otra cosa? Los habitantes del antiguo imperio sólo se inclinarían ante la temida fuerza del derecho y la ley.

El emperador y su sobrino decidieron dar un nuevo rumbo a la política. Los consejeros del reino no ignoraban que el cisma romano costaba ingentes sumas a Bizancio. Un torrente de oro fluía sin interrupción para mantener el papado de Laurencio y dividir a la Iglesia romana. Justiniano decidió no gastar más dinero para el cisma.

Asimismo tenía que plantearse de nuevo la cuestión de Teodorico. El rey godo, el honorable patricio en el lenguaje de las cancillerías, se había apropiado de una parte considerable del antiguo imperio. Lo más doloroso era que los godos habían echado raíces en Italia y lo infestaban todo con su herejía arriana. Anastasio y su gobierno habían intentado repetidas veces provocar al rey bárbaro. Pero no ocurrió nada que debilitara realmente el poder de Teodorico.

Ante todo era importante asegurarse de que el orden en Italia no se viera perturbado tras la muerte del rey godo, pues su restablecimiento costaría mucho dinero. El emperador Justino no veía más allá del campanario de la Basílica, y no se preocupaba de modo especial por los acontecimientos de Italia. Pero su sobrino no pensaba igual. Quería seguir una política itálica que devolviera a Roma y a las provincias itálicas al seno del imperio en cuanto Teodorico cerrase los ojos.

—¿Qué hemos de hacer —preguntó Justiniano al consejo— para que el gobierno de Teodorico llegue a su término pacíficamente? Lo primero que debemos intentar es acercarnos a sus consejeros, en particular a sus ministros de procedencia itálica. Aunque resulte costoso atraernos a los consejeros de Ravena, siempre será más barato que estos roces continuos. Es preciso averiguar la auténtica mentalidad de los consejeros romanos de Teodorico, y despertar en ellos la fe en su condición de romanos. Tenemos que obrar de manera que tras la muerte del patricio, todas las provincias regresen sin lucha y sin dificultades al seno del imperio.

Así se decidió la campaña que, a través de los secretos canales de las cancillerías, no se olvidó de un solo consejero romano de Teodorico.

¿Sabía Teodorico algo al respecto? ¿Intuía que se trataba de algo más que de las últimas chispas de una antigua tradición, arraigada todavía en todas las almas romanas? ¿Adivinaba que Bizancio estaba resuelta a utilizar todas las ocasiones propicias para atraerse a los romanos, a unos con halagos, y a otros con promesas, dinero o esperanzas para el futuro? El principal argumento era que Teodorico había ya sobrepasado el punto culminante de su vida, y lo apropiado era preocuparse por su sucesión. Cuando cerrase los ojos para siempre, su reino caería en manos de una doncella. ¿Quién lo protegería?

«¿Es viejo ya Teodorico?», se preguntaba a los enviados que regresaban de Ravena. El rostro afeitado y los cabellos rojizos veteados de plata no le daban el aspecto de un anciano. Su mirada abarcaba todo el horizonte, su cuerpo conservaba la antigua fuerza. Era cierto que en el palacio de Ravena se oía a menudo la queja de que su soberano se volvía caprichoso y muchas veces daba rienda suelta a su mal humor. En tales ocasiones no respetaba ni a sus más íntimos colaboradores, como si se considerase un dios.

Las cartas de los enviados y los informes de los emisarios que visitaban Ravena se amontonaban en la cancillería de Justiniano, que a la vista de estos documentos trataba de imaginarse a su adversario y de adivinar la táctica que más le convenía utilizar en sus relaciones con él.

Justiniano entendía poco de cuestiones bélicas, y para asesorarse tuvo que consultar con los generales. La defensa del imperio absorbía la mayor parte de las rentas públicas. Mientras durase la guerra contra los persas, era preciso evitar toda disensión en Occidente. No se podía ni pensar en repetir la antigua tentativa de Basilisco para conquistar el reino de los vándalos.

También parecía imposible reconquistar Panonia; y sobre todo, Italia, donde cualquier intromisión significaría una guerra encarnizada contra los godos. En la campaña persa había descollado un joven capitán llamado Belisario por sus dotes y heroísmo. En los informes secretos se elogiaba su prudencia, su valentía y sus recursos. Justiniano, al leer estos informes, llegó a la convicción de que éste era el hombre en quien debía confiar para todas sus empresas militares.

Belisario sufría a menudo de dolores de cabeza que le atormentaban desde el amanecer. Eran los únicos enemigos verdaderos a los cuales no podía vencer. Hacía días que no podía salir a respirar el aire puro. Vivía junto al mar, en una pequeña casa con jardín que pertenecía a Antonina. En Bizancio se hablaba mucho de esta mujer. Había sido bailarina y actriz de teatro. A Belisario le fue muy difícil obtener la autorización imperial para casarse con ella. La ley, de quinientos años de antigüedad, la lex Julia, prohibía a un hombre con el rango de un senador casarse con una actriz o una doncella de profesión similar.

Justiniano decidió ir a visitar a Belisario en su casa. De este modo podría ver al mismo tiempo a la mujer por la cual el general del imperio había luchado tanto.

Belisario escribió una carta dando las gracias por la proyectada visita y añadiendo que en su casa se alojaba por una temporada Teodora, recién llegada de Alejandría, que anteriormente también había practicado el arte de Antonina. Ambas trabajaban en el mismo teatro. En caso de que el eximio visitante tuviese algo que oponer a la presencia de Teodora, le rogaba que se lo hiciese saber.

Teodora era conocida por todos los bizantinos, e incluso un hombre tan ocupado como Justiniano había oído hablar de ella. Todos elogiaban su belleza y su inteligencia. Los teatros rebosaban de público cuando Teodora protagonizaba la representación. De improviso, la actriz había desaparecido de la capital y partido hacia Egipto en compañía del gobernador. Desde entonces no se había oído nada más de ella. Y ahora la famosa actriz se hallaba de nuevo en Bizancio. Sería indudablemente interesante escuchar sus relatos sobre la única provincia africana que seguía perteneciendo al imperio. Aunque aquella mujer fuese una persona insignificante a los ojos de las cancillerías, tal vez habría observado las cosas con mayor atención que los comisarios enviados por el imperio para controlar la situación.

El mensajero volvió: el excelentísimo señor no tenía nada que oponer a la presencia de Teodora.

Cada una de estas misivas llevaba el sello del secreto, y en el palacio imperial todo el mundo ignoraba la orden recibida por los cuatro portadores de litera cuando abandonaron el palacio por la pequeña puerta que daba al mar. ¿Adónde iba Justiniano? ¿Qué buscaba en las proximidades del Cuerno de Oro? Se trataba de un enigma, y al día siguiente ya se murmuraba en las termas bizantinas acerca de la inusitada excursión.

Belisario esperaba a Su Excelencia a la puerta de su casa. Justiniano sólo era senador y patricio, por lo que no llevaba escarpines de púrpura, reservados para los Césares. Justino había ofrecido este título a su sobrino, pero éste, que contaba ya cuarenta años, rehusó con ejemplar modestia el segundo título del imperio.

Entró en la casa, cuya fresca penumbra resultaba muy agradable tras el calor reinante en el Cuerno de Oro, ocupó un asiento y sorbió el vino frío al que el ama de casa añadiera perfumadas especias para hacerlo más apetecible.

—¿Cuándo, en tu opinión, terminará la guerra persa, noble Belisario?

Los dos hombres hablaron confidencialmente. Discutieron sobre todos los secretos del palacio imperial, el insatisfactorio curso de la guerra, la constante escasez de dinero, la deficiente formación de las tropas, las intrigas de los generales, las luchas de los partidos, todo lo cual se reflejaba en el mando del ejército. Belisario hablaba en pie, vistiendo una sencilla túnica, con la jarra en la mano. Todo el mundo sabía que su talento de estratega decidía sobre la situación militar, que las fortificaciones a lo largo de la línea fronteriza habían sido construidas según sus instrucciones, y que sus dotes diplomáticas superaban a las de los consejeros más experimentados. Belisario no quiso tomar asiento; se lo prohibía el decoro que le fuera inculcado ya en su adolescencia, cuando ingresó en el ejército. Justiniano, si no en título, era el segundo en poder después de su Majestad Imperial.

—Teodorico está envejeciendo. Hemos de procurar que no se altere el orden cuando le sobrevenga la muerte. Es su palabra lo único que impide a los bárbaros saquear Italia. Los godos son valientes, y Teodorico sabe dominarlos. Una orden suya bastaría para que se pusieran en marcha ciento cincuenta o doscientos mil hombres. Pero la vida humana tiene un límite.

Tú tienes que pensar, Belisario, lo que hará el ejército cuando la guerra persa haya terminado.

Antonina abrió la puerta y anunció que la cena estaba dispuesta.

—Excelencia, ninguna esclava debe estorbar vuestra conversación. Todo se subordina a tu voluntad. Teodora y yo te serviremos la comida.

La mujer que entró con una bandeja de plata no era muy alta, pero había armonía en sus movimientos. Fueron los ojos que atrajeron la atención de Justiniano. Bajo las enarcadas cejas centelleaban de modo casi cegador unos ojos de reflejos azules y verdes. Teodora llevaba una túnica azul, y azules eran también su sortija y la joya que le pendía del cuello.

—Según veo, estás de parte de los Azules.

Teodora prolongó su reverencia hasta que el egregio invitado se dirigió directamente a ella. A Justiniano le agradó aquella armoniosa muestra de sumisión.

—¿Cómo puedo osar aburrirte contándote por qué tu humilde sierva lleva el color de los Azules?

—¡Habla!

—Yo contaba doce años cuando murió mi padre. En el Hipódromo teníamos dos osos en el bando de los Verdes. Mi padre, Acacio, era en aquel tiempo el más famoso domador de osos. Cuando murió, los Verdes expulsaron a mi madre, a mi hermana y a mí y nos quitaron los osos. Los animales me querían, porque yo tocaba la flauta mientras bailaban. Todo ocurrió durante los juegos… los hombres ya estaban reunidos. Entonces yo, una joven doncella, empecé a hablar. Relaté lo que nos había sucedido. Mi madre, inmóvil entre las filas de los Azules, levantó sus manos temblorosas. ¿Pueden los labios de una doncella ignorante conmover los corazones de tanta gente? Lo ignoro, gran señor. De pronto se alzaron muchas manos hacia mí, la multitud se puso a gritar, excitada. «Traed a los osos de Acacio…» Dos guardas trajeron a los osos encadenados. Alguien me echó la flauta a los pies. Yo hablé a los osos como solía hacerlo cuando vivía mi padre. Los osos conocían el sonido de mi flauta; aquella tarde me salvaron. Empezaron a bailar, yo tocaba la flauta, y al final me puse a bailar con ellos. Seguí tocando hasta que se cansaron. Fue como si aquel día quisieran bailar sólo para mí. Por esta razón, gran señor, llevo una túnica azul y joyas azules.

Teodora volvió a representar el gran papel de su vida. De nuevo se hallaba en el centro del gran circo, nadie miraba ya a su madre, nadie se preocupaba por los osos… los animales estaban cansados, y sólo la doncella bailaba, vestida con su breve quitón… bailaba incansablemente, hasta que sonaron los cuernos desde el palco imperial.

Justiniano se levantó. Vio los ojos verdeazules anegados en lágrimas. Justiniano, el hombre de cuarenta años, creyó en aquel instante haber encontrado el sentido de su vida.

Eufemia, educada en el campo, se había convertido en emperatriz. Al igual que Justino, no sabía leer ni escribir. Pero en su casa, en su mundo, tenía fama de ser una mujer inteligente, y disfrutaba del cariño de todos. En el palacio imperial tampoco la criticaba nadie. No podía esperarse más de la esposa de un oficial de la guardia. El marido servía al emperador, y la mujer se ocupaba de que su túnica y sus armas estuvieran siempre impecables; además, era muy piadosa. Marido y mujer vivían en el ala del palacio imperial según prescribía la ley tácita que en ella imperaba. Así fueron envejeciendo Eufemia y Justino, que no tenían hijos. Habían educado al sobrino de Justino como si lo fuera; la palabra del emperador coincidía cada vez más con la de su consejero. Sin Justiniano, el emperador no hubiese sabido qué hacer.

Y ahora se produjo de modo imprevisto una disensión entre Justino y Eufemia. Justiniano, orgullo del palacio y Silenciario ejemplar, igualmente rígido consigo mismo que con los demás, declaró repentinamente a su tío y emperador que deseaba contraer matrimonio. Quería tomar como esposa a Teodora, de cuyas aventuras hablaba todo Bizancio. Aún no se habían olvidado las fiestas que organizara hacía años. Procopio, el cronista para quien nada pasaba desapercibido, informó al emperador de todo su historial, y este último repitió algunos pormenores a su esposa. Y hoy todos los residentes en el palacio imperial sabían que Justiniano, la primera autoridad después del emperador, quería casarse con esta mujer.

Eufemia conocía la antigua ley que se remontaba a los tiempos del primer emperador, según la cual le quedaba vedado a un patricio contraer matrimonio con una mujer que tuviese una profesión indigna de su rango. Esta ley no podía ser derogada. Por su causa se habían derramado muchas lágrimas y mucha sangre, y numerosos hombres sufrieron la muerte o el destierro. Desde hacía quinientos años, la lex Julia, de maritandis ordinibus, mandaba sobre el amor. Eufemia era una mujer temerosa de Dios y respetada por todos a causa de su impecable moralidad. Cuando Justino mencionó los deseos de su sobrino, Eufemia dijo dura y tajantemente: «¡No!» Ni siquiera el emperador podía eximir a su sobrino del cumplimiento de la antigua ley.

Así continuaron las cosas durante semanas enteras. El sobrino imperial vagaba por el palacio con expresión acongojada. Procopio, el cronista de la corte, informó de que la pluma de Justiniano se había secado en el tintero, y sus hojas de papel estaban en blanco. Pasaba todas las tardes en casa de Antonina, donde entregaba a Teodora regalos nupciales. Desolado, le decía:

—Eufemia no cede.

Justiniano no podía trabajar. Por orden suya se revisaron las sentencias de los antiguos pretores, en busca de un caso en que no se hubiera aplicado la lex Julia. Pero como nadie pudo encontrarlo, se encerró en un obstinado silencio. Un día comunicó a su tío que si no recibía autorización para celebrar la boda, renunciaría a todos los títulos y cargos y se marcharía a Atenas, donde estudiaría como anónimo erudito los libros de Aristóteles. No existía ninguna ley que prohibiese el matrimonio de un escriba anónimo con una tocadora de flauta.

Justino le escuchó lleno de temor. ¿Qué ocurriría si Justiniano se marchaba? ¿Qué le importaba a un anciano que no sabía leer ni escribir el hecho de que un emperador muerto hacía tantos años hubiese promulgado una ley para proteger a la moral o tal vez a su propia familia? ¡Pero la emperatriz no quería ceder!

Hacía semanas que duraba la disputa. Justiniano evitaba a Eufemia. Un día murmuraron las esclavas de palacio que la Augusta se había llevado una mano al pecho mientras se vestía y había caído desmayada de la silla. La llevaron a la cama, muy pálida y cubierta de sudor. Los médicos y sacerdotes la visitaron continuamente.

Transcurrió otra semana. Eufemia estaba moribunda. El pueblo de Bizancio se mostraba taciturno. Empezó a difundirse un rumor que tuvo su origen en las termas. Se propagó especialmente por los lugares frecuentados por los Verdes, que odiaban a Teodora y tampoco sentían simpatía por Justiniano. Los bizantinos preguntaban: «¿Por qué ha de morir nuestra bondadosa madre Eufemia, esta mujer sencilla y virtuosa? ¿A causa de una antigua tocadora de flauta? ¿Han envenenado a Eufemia o es víctima de una maldición? ¿Van a matarla por medio de la magia negra?» Se aseguraba que habían hecho una imagen de cera de la emperatriz y clavado en ella muchas agujas, mientras un grupo de hechiceras pronunciaban hechizos mágicos. Por la noche, en el barrio de los Azules fueron muertas a palos una docena de curanderas, y otras tantas, arrojadas al calabozo. La ciudad estaba conmocionada. ¿Qué le ocurría a Eufemia? El pueblo se mantenía ante el palacio imperial en espera de noticias hasta bien entrada la noche.

Eufemia no salió de su inconsciencia. En la puerta del palacio ondeó el crespón de luto. El millón de habitantes de Bizancio lloró por Eufemia, que hasta el fin de su vida no logró aprender correctamente el griego.

Una hora antes de la coronación tuvo lugar la celebración del matrimonio, porque Justino —teniendo en cuenta su precaria salud— había decidido nombrar corregente a Justiniano y coronar al mismo tiempo a su esposa, la honorable Teodora.

Los que tuvieron la suerte de poder entrar en la Basílica presenciaron todo el esplendor y el ceremonial que Bizancio ofrecía en tales ocasiones. ¿Quién pensaba todavía en la bondadosa madre Eufemia, que hasta la muerte se había opuesto al encumbramiento de Teodora?

En realidad sólo se trataba de Teodora. Hacía años que Justiniano se hallaba a la misma altura que el trono, y todo el mundo sabía que el hombre nacido entre los montes de Iliria y que en su juventud ostentaba el nombre de Uprauda, representaba el máximo poder del imperio en Bizancio, una ciudad que ya estaba acostumbrada a ver acceder al trono de los «antiguos emperadores» a bárbaros isaurios o ilirios. Ahora se trataba de Teodora. La población la había visto bailar en el Hipódromo, y había abarrotado los teatros donde Teodora representaba sus papeles mudos. Y ahora esta misma Teodora se elevaba a una altura divina en el trono de oro, acompañada de un coro de serafines, bendecida por los sacerdotes y honrada por el Senado, los consejeros y los altos dignatarios. También el pueblo tenía que unirse al coro en la coronación de Teodora: «¡Salve, Teodora, nuestra bondadosa y sagrada madre!»

La propia hija del domador de osos organizó los festejos populares del gran circo que siguieron a la coronación. Los conductores de carros de la nueva basilisa iban vestidos de azul, y azules eran también los adornos de los carros y los arneses de los caballos. Los más precavidos de entre los Verdes no acudieron al Hipódromo. Los Azules les superaban en número; hubiera sido una lucha con desventaja.

La víspera del día fijado para los juegos, Teodora visitó el circo al atardecer, acompañada por un pequeño séquito. Había descansado hasta el mediodía, y dormitado un poco después del baño, perfumado con fragantes aceites. Hacía calor, así que se vistió con una ligera túnica de seda y ocupó la litera en compañía de sus damas preferidas. La seguían los demás dignatarios de la corte. No tardó en llegar a la entrada del atrio de esculturas. Las estatuas en bronce de los grandes del imperio, emperadores y generales, bordeaban el atrio. De niña había vivido aquí, tocado la flauta, bailado, vendido flores y refrescos.

Teodora se detuvo ante una estatua. Era un guerrero de rostro exótico a lomos de su cabalgadura. No llevaba una corona imperial, sino sólo un estrecho aro que indicaba su condición real. Tenía los ojos algo salientes, y sus cabellos eran más largos que los de los romanos. Su rostro estaba afeitado: tal vez como concesión a los emperadores anteriores. Theodoricus, rezaba la inscripción; debajo, fundida en bronce, se leía la orden del emperador Zenón y la decisión del Senado de levantar un monumento al héroe que había protegido de los invasores búlgaros a la ciudad amparada por los ángeles.

—¿Cuánto tiempo ha de continuar aquí?

Estas palabras salieron quedamente de los labios de la eximia dama, como si sólo lo pensara, como si algo la preocupase o como si no fuera de su gusto la obra del artista. Sus acompañantes advirtieron que se volvía hacia Occidente con gesto casi amenazador. Teodora amenazaba a Teodorico. Si había que dar crédito a la magia negra, ¿no podía atravesarse también el corazón de las grandes estatuas de bronce, además del de las pequeñas figuras de cera? ¿Sería cierto que la basilisa conocía las ciencias ocultas? Al día siguiente, todo Bizancio se preguntaba si al anochecer aparecerían los arquitectos de palacio para llevarse al caballo y a su jinete y arrancar el pedestal.

Teodora bajó las escaleras que conducían al sótano abovedado del Hipódromo. No necesitaba ningún guía; conocía cada rincón de los tortuosos pasillos flanqueados por las jaulas, las celdas, los cuartos de la guardia, las bodegas y las salidas secretas. Notó el olor de los osos… En el gran circo se ultimaban los preparativos para la lucha de osos del día siguiente. En jaulas aisladas estaban los manchados leopardos, los hipopótamos y los tigres. Se detuvo ante una jaula enrejada. Fue como si hubiese creado un círculo mágico entre ella y su séquito, pues de pronto se encontró sola ante los peludos y gruñones osos. Les habló con la voz suave con que solía dirigirse a ellos… con las palabras bizantinas del barrio pobre, con el lenguaje de aquellos cuyo espíritu no conocía a Platón. Era el lenguaje que se usaba en la familia de Acacio… y también en el trato de los osos. Los llamó, y los animales se acercaron a Teodora, miraron con ojos llenos de tedio a la mujer de la túnica de seda, que conjuraba en su recuerdo los días transcurridos en compañía de las fieras. Les habló en voz baja, como si quisiera cantar, y de haber tenido una flauta en la mano, ahora se la hubiese llevado a los labios. Así permaneció, con los brazos extendidos, como si quisiera obligar a los animales a erguirse sobre sus patas traseras, girar sobre sus corpulentos cuerpos y saltar ya sobre una pata ya sobre la otra. Podrían repetir el famoso baile de los osos al que debiera su reputación Acacio, su padre. «¿Los oyes, padre?» Teodora permanecía ante la jaula de los osos. Nadie vio si tenía lágrimas en los ojos o si su rostro estaba seco cuando lo apoyó contra los barrotes de hierro; en la semioscuridad sólo brillaban sus maravillosos ojos verdeazulados.