XXXVI

En Roma se produjo un cisma. Una parte eligió Papa a Símaco, la otra, a Laurencio. La dividida población de la Urbe se vio envuelta en este húmedo día de noviembre en sangrientas riñas, actos de salvajismo e incendios.

Al igual que la población de la ciudad, el Senado se dividió en dos facciones. A los pocos días, Roma volvía a ser irreconocible: se levantaron barricadas, los partidarios de Símaco se hicieron fuertes en el Palatino, y el bando de Laurencio se preparó para atacar. Entonces el cielo abrió repentinamente sus esclusas, y el chaparrón enfrió incluso a los romanos más fogosos. Los muertos fueron enterrados, la lluvia apagó los incendios. Empezaron a ir y venir los mediadores, especialmente entre los dos bandos del Senado. Finalmente se adoptó la decisión de pedir a Teodorico que interviniera; el arriano sería árbitro entre dos Papas romanos.

La corte de Ravena se encontró de nuevo ante una difícil tarea. Teodorico no podía negarse a intervenir, porque a diario llegaban de la Urbe las más terribles noticias: el populus romanus, que hasta ahora sólo pedía pan y festejos, era de pronto víctima del demonio de la lucha fratricida. Los partidarios de Símaco y de Laurencio querían poner a prueba sus aptitudes para la lucha.

También los dos Papas enviaron sendos legados. En las deliberaciones fueron admitidos hombres entendidos en cuestiones religiosas. Teodorico tuvo ocasión de conocer la estructura de la Iglesia en todos sus pormenores. También escuchó a los senadores. Primero Boecio tendría que desplazarse a Roma para asesorarse sobre el terreno, y después iría Casiodoro. Finalmente concibió Teodorico su notable decisión. Como Símaco había conseguido más votos que Laurencio, el rey godo declaró que el primero era el Papa legítimo, y ordenó a Laurencio que se sometiese a la voluntad de Símaco. Al mismo tiempo hizo prometer a éste que trataría a su rival, a quien una parte del pueblo romano consideraba el Papa legítimo, como correspondía a la dignidad de su cargo.

Teodorico, pese a sus múltiples preocupaciones, se veía obligado a intervenir continuamente en el cisma de la Iglesia romana. Él, el arriano, tenía que encontrar la solución milagrosa que salvara a la Iglesia ortodoxa. Vaciló durante largo tiempo. La disensión entre los dos Papas favorecía a los pueblos arrianos. En las provincias y nuevas tierras se dividían los católicos, a pesar de que Símaco tenía fuera de Italia una abrumadora mayoría. Sin embargo… el cisma era un buen motivo para que el emperador desistiera de una intervención directa. Era de dominio público que Bizancio apoyaba a Laurencio, pero Anastasio no podía ponerse abiertamente a su favor. Teodorico, por su parte, defendía la libertad de los romanos al apoyar a Símaco, que era el candidato de la mayoría.

Diariamente llegaban noticias contradictorias, informes y quejas, y una legación seguía a la anterior. La Urbe, cuyas heridas ya habían empezado a cicatrizarse, se convirtió de nuevo en lugar de reunión de los lobos. Muertos por las calles, iglesias destruidas, destrozos en el empedrado, barricadas. Los hombres que ganaban su pan con el trabajo, abandonaban Roma en cantidades alarmantes. Nadie podía estar tranquilo. La juventud era causa principal de los disturbios, pero en el circo incluso los viejos llegaban a las manos.

Los nombres de los aspirantes al consulado se hallaban sobre la mesa de Teodorico. El Senado los había enviado, pero los dos bandos presentaron su propia lista. El papel de los cónsules en una ciudad que tanta gente había abandonado y en la cual se imponía cada vez más el poder del Papa, dependía de qué clase de hombres eran los que prestaban juramento en la forma tradicional y, acompañados por los lictores, se dirigían al Capitolio el día de la fundación de Roma. En general se trataba de un título hueco, de un homenaje a la fidelidad de familias patricias. Pero a pesar de todo, el año seguía recibiendo el nombre de los cónsules en ejercicio. El cónsul era un símbolo para los romanos, tradición, recuerdo y el hechizo de épocas pasadas.

—Casiodoro, he decidido que sea ocupada la silla de cónsul, vacía desde hace tres años.

—El Senado lo está deseando. Dime los nombres de los elegidos.

Estaban solos en la sala de trabajo, cuyo silencio rompía el estruendo de los caballos al galope.

—He de renunciar a tu ayuda, Casiodoro, hasta que esté restablecido el orden en la Urbe. Si te enviara como magister officiorum, Roma se indignaría… conozco la inquietud de su gente. Te dirían a la cara que sólo eres el esclavo del rey. En cambio, si eres el cónsul legítimo, nadie podrá decir una sola palabra. Todo el mundo sabe que disfrutas de mi confianza. Gobernarás en Roma durante un año, tal como hacían los antiguos cónsules. Tienes un año a tu disposición, Casiodoro. En la primavera del año próximo debe haber cesado el estruendo de la Urbe.

—¿Quién será el segundo cónsul?

—El senador Símaco. Vivimos en unos tiempos en que la elección es más difícil que nunca. Ya verás, Casiodoro: tu persona calmará la tempestad. Recuerda las gloriosas épocas pasadas cuando tomes posesión de tu cargo.

—¿Quién vendrá a Ravena para ocupar mi puesto?

—Incluso desde Roma podrás asistirme con tus consejos. En la Urbe se saben muchas más cosas que aquí, entre los pantanos de Ravena. Durante un año dejarás de ser magister officiorum; he decidido que te reemplace Boecio. Su pluma será mi pluma hasta que tú hayas cumplido tu misión.

El nuevo cónsul se hallaba en el aposento del Papa. Símaco aún no era viejo, pero las disputas de los últimos años habían dejado su huella en el rostro del antiguo diácono. Se había visto obligado a presenciar cómo la Urbe se convertía en un campo de batalla a causa de su elección.

El Senado ratificó el nombramiento de Casiodoro y le recibió como correspondía a un ministro de Teodorico. Casiodoro podía dar órdenes a las tropas godas acampadas en la Campania y servirse de los impuestos debidos al rey. Podía solicitar consejo y ayuda a Teodorico… siempre que así lo deseara. Pero en su calidad de cónsul representaba el poder de Roma, y podía escribir al Senado de Bizancio y dirigirse a los reyes de todo el mundo. La dignidad de cónsul no había perdido del todo su esplendor durante los siglos de decadencia.

—¿Qué recomiendas, Aurelio Casiodoro, para restablecer el orden? Lo ves todo con los ojos de Teodorico, y tus palabras son muchas veces las suyas. Conseguir la unidad de la fe, eliminar la herejía en Oriente y Occidente es asunto mío. Pero ¿qué puedo hacer con esta Roma dividida? ¿Puedes tú ayudarme de algún modo?

Casiodoro procedía del sur de Italia, donde su padre había sido funcionario de la provincia. Desde su infancia observó las tradiciones del imperio. Cuando se convirtió en escriba del poderoso Teodorico, procuró dominar sus pasiones y ocultar sus amenazas en misivas corteses. Era un hombre de media edad, y estaba en el mejor momento de sus facultades intelectuales. Ahora se encontraba solo como cónsul, al igual que desde hacía siete siglos, los elegidos que ocuparan su mismo cargo. «Los cónsules tienen el deber de evitar que ocurra algo malo al imperio.» El adaptable, pero en modo alguno valiente Casiodoro, el ministro real de dorada pluma, se hallaba ahora en una cumbre que jamás soñara. Ocupaba una situación más elevada que el rey empujado hasta Italia por el viento que azotaba las tierras bárbaras, incluso más elevada que la del propio emperador bizantino. El Senado le había colocado en la silla de los cónsules: era el único representante legítimo del poder mundano. Podía iniciar su tarea; tenía en sus manos el derecho de fallar sentencia.

—¡Santo Padre, haz que se construya!

—Los símbolos, las palabras de la Sagrada Escritura son más familiares. Explícame, Casiodoro, lo que tú entiendes por esta frase.

—Contempla la Roma que te rodea… Me ha sido difícil reconocerla. No había estado aquí desde la visita de Teodorico. Al amanecer se congrega al pie del Capitolio un vociferante gentío. Desde que desempeño mi cargo he tenido que aumentar el número de lictores, para alejar a los intrusos que pretendían invadir mi alojamiento. Pero ¿de qué sirve esto, Santo Padre? Tienen hambre. No piden los juegos que yo les debo como cónsul, sino pan. ¿Cómo vas a dárselo? He aprendido de Teodorico que no se debe dar limosna a los hombres que trabajan o manejan las armas. Haz que se construya, he dicho. Te lo ruego, pasea por la Urbe, contempla tus iglesias. Comprueba en qué estado se encuentra la catedral de san Pedro. La puerta está entornada, y en su torno se amontonan los escombros, y en el umbral se acumulan los desperdicios; la pequeña puerta lateral está tapiada por los restos de dos pilastras. Y cuando entres en la basílica, Santo Padre, verás manchas de sangre por doquier. Es el principal templo de Roma. ¿Cómo crees que están los demás? ¡O contempla tu propia casa! ¿Es acaso adecuado que el primer obispo del mundo resida en una casa de cuyo tejado se caen los ladrillos?

—El servidor de los servidores de Dios es pobre.

—Si ya no necesitas a tus hombres armados, les puedes decir: «En lugar de soldada recibiréis un salario». En Ravena hemos aprendido que no hay nada imposible. Allí… y también en Verona, se construyen innumerables templos y muchos palacios, casas, villas, jardines… Los albañiles romanos pueden ponerse a trabajar mañana mismo.

Boecio, el nuevo magister officiorum, aún no se encontraba cómodo en Ravena. Classis, el puerto de los barcos de guerra, era la parte más antigua de Ravena, y la ciudad había sido construida a sus espaldas. Los primeros arquitectos sólo pensaron en hacer inexpugnable aquella tierra rodeada de pantanos. Cuando la ciudad se convirtió en residencia imperial, se construyeron palacios a toda prisa, pero sólo en la modesta medida que convenía al decadente mundo romano.

Lo primero que hizo Boecio fue pagar un tributo de veneración a la capilla del panteón de Gala Placidia. Todo el mausoleo brillaba en esta resplandeciente mañana con el azul del mosaico; corderos dorados pastaban en las eternas praderas. La emperatriz, que tuvo una vida singular, debió haber creído que el imperio era eterno. Ahora reposaba en un enorme sarcófago, entre los féretros de dos emperadores. Un mundo lleno de reflejos azules y dorados. Boecio se reclinó contra uno de los sarcófagos. La paz le invadió. Lejos de palacio había descubierto un rincón del antiguo mundo romano.

Los bárbaros no captaban la belleza de la música. Boecio, por el contrario, la consideraba el mejor regalo de las musas.

—Envía músicos a Lutecia Parisiórum —le había dicho Teodorico unos días atrás, con el mismo tono como si deseara regalar a su cuñado caballos de raza o valiosas túnicas de seda—. Así aprenderá Clodoveo en qué consiste lo que nosotros llamamos la vida de corte.

¿Hacer comprender a Clodoveo la divina armonía, al hombre que decapitara a los dos príncipes maniatados, sus parientes, con su propia espada? ¿Enseñar la música a los duques francos? ¿En Cesarodúnum, en Durocortórum, en Augusta Suessiónum? ¿Dónde encontraría músicos dispuestos a viajar a la corte de Clodoveo, a oír tranquilamente los gritos de los bárbaros, y a soportar que durante la cena les lanzasen huesos roídos?

Sin embargo, mandar músicos a la Galia era uno de los problemas menores con que el filósofo debía enfrentarse día tras día. Los bárbaros —Boecio lo había aprendido a fondo— eran taimados y suspicaces. Nadie podía dirigirse a ellos como si fueran niños incultos. Tras sus palabras ampulosas e interminables se ocultaban múltiples motivos: avidez de poder, ansia de botín, de tesoros o de tierra. La venganza y el botín dominaban sus pensamientos. Cada príncipe germánico quería ser más poderoso que su vecino. Cuando los sacerdotes intentaban suavizarles con una alianza matrimonial, el padre de la novia no pagaba la dote convenida para su hija, o bien el recién casado obtenía dicha dote con ayuda de hombres armados.

En la puerta apareció una niña. El panteón se hallaba en el centro del jardín que lindaba con el palacio. Aquí estaban los aposentos de Teodorico, y también una parte de las cancillerías. Las otras habían sido distribuidas por la ciudad, que nadie llamaba Urbe. La niña permaneció en el umbral.

—Pasaba por aquí, Boecio. Me gusta hablar contigo.

—¿A hora tan temprana, Amalasunta?

—Los hombres partieron al alba. Los otros… duermen hasta tarde cuando la víspera se ha celebrado un banquete. También mi padre se retiró tarde a descansar. Entonces, como tú ya sabes, no puede conciliar el sueño. Por la noche oigo los pasos de sus sandalias. Mi padre está inquieto. Dime, ¿por qué los poderosos del mundo no encuentran la paz? Verás, hace poco que vino una legación de Bizancio. Uno de sus miembros, que anotaba todo cuanto veía, habló conmigo. No sabía quién era yo, y se alegró de oírme hablar el griego. Me contó que el anciano emperador no se atreve a probar nunca las comidas que le ofrecen. Él mismo se hierve unos huevos, y después se los come. Dime, ¿por qué tienen miedo los poderosos de este mundo?

—No hace mucho tiempo que murió Rómulo Augústulo. Aún no era viejo. Cuando ciñeron su frente con la corona de los emperadores romanos, no debía de ser mucho mayor que tú. No pasó siquiera un año antes de que perdieran la vida todos los que le rodeaban. Sin embargo, él salvó la suya. Era el único entre todos los poderosos de la tierra que ya no ansiaba nada. Lo había tenido todo, ya de niño. Pero Rómulo no era un filósofo. Vivía en el cabo Miseno, en la villa de Lúculo. Lanzaba guijarros al mar. Leía… vivía. Pero no tenía miedo… esto lo sé por los que estaban con él. No cocinaba sus propias comidas. Dicen que todo cuanto se le ofrecía le parecía poco. Todo le parecía poco. Siempre estaba descontento. Era el único, podía ser el único entre los que fueran poderosos un día, que no necesitaba tener miedo.

—¿Es mi padre un hombre bueno, Boecio?

—Entre los poderosos… es bueno. Pero ¿qué significa ser bueno? Todos lo interpretan de manera distinta, Amalasunta. Cuando seas mayor… cuando…

—¿Cuando gobierne? ¿Cuando lleve una corona sobre la cabeza?

—No tienes ningún hermano, ni mayor ni menor que tú. Pero según vuestras leyes, el trono no puede ser heredado por una doncella.

—La palabra de mi padre es ley. Él me ha dicho que seré reina. Si hasta entonces…

—¿Por qué callas de pronto, Amalasunta?

—Me dijo que en caso de que él muriera antes de que yo me case y tenga un hijo. Si tengo un hijo, reinará él. Pero, dime… ¿verdad que mi padre será rey durante mucho tiempo?

—Al amanecer ha salido a pasar revista a las tropas, y ayer estuvo hasta bien entrada la noche con los legados turingios. Un hombre así está muy lejos de la muerte. Tu padre puede llegar a cumplir ochenta años, como el emperador Anastasio. —Guardó silencio, y prosiguió a los pocos momentos—: ¿Sabes tú, Amalasunta, cuántos son ochenta años?… Hace ochenta años vivía aún la emperatriz Gala Placidia… y sostenía el imperio en sus manos.

—¿Cómo seré yo cuando me siente en el trono? ¿Una doncella…? Ya no puedo preguntar a Gala Placidia cómo debe gobernar una mujer.

—Leía a menudo a los filósofos antiguos. También tu mente se ha desarrollado, pese a tus escasos años. Debes aspirar a la felicidad.

—¿Puedo, entonces, llamar feliz a la tierra de mi padre? ¿Hay algo que le sea más desconocido que la filosofía? ¿Más desconocido que un filósofo, tal como tú te lo imaginas, Boecio, y tal como habla de él mi maestro? Viejo, con una larga barba, a quien el mundo ya no puede preocuparle. Mi padre ha dicho a menudo que Italia debe ser feliz. Cree lo que dice. ¿Tú también?

—Esta pregunta es peligrosa. Ya sabes que los pensamientos de un romano y de un godo no pueden ser los mismos. Considero a Teodorico el más grande de los reyes que hoy viven. Y sin embargo, no es el más grande de todos los hombres vivos. También él puede equivocarse.

—¿Qué hubiera ocurrido si los godos no hubiesen venido a Italia?

—¿Qué hubiera ocurrido si los persas no hubiesen sido derrotados en Salamina? ¿Si Antonio y no Octaviano hubiese vencido? Si tu padre no hubiese venido a Italia, tal vez el destino hubiera sido tan duro para nosotros los romanos… que nos habría obligado a seguir siendo hombres. Llevaríamos armas, como en los tiempos de la república. Tal vez no sabríamos escribir… y habríamos olvidado el logos. Pero lucharíamos.

—¿Y entonces Italia… sólo os pertenecería a vosotros?

—Esta es una pregunta peligrosa.

—Yo no quiero a mis parientes godos. Os quiero a vosotros, porque sois diferentes. Y, ¿sabes?, mi padre no podrá darme nunca a un romano como esposa. Su propia ley lo prohíbe. No quiero a los godos… os quiero a vosotros, Boecio.

—Tu padre encontrará también para ti el camino que has de recorrer.

—Ahora has hablado como canciller, ¿verdad? Si yo fuera reina, querría gobernar con un hombre sabio como tú. Te ocuparías de los asuntos de palacio, y por la tarde vendrían los filósofos. Yo no haría nada más que leer. ¿Es posible que llegues a ser mi ministro?

—La fuerza de tu padre está intacta. Reza para que el rey Teodorico siga estando sano y viva mucho tiempo.

—¿Tú le amas?

—Le respeto. Ha ayudado mucho a Italia. Antes me has preguntado qué hubiese ocurrido si los godos no hubieran venido a Italia. Seguramente se habría derramado mucha sangre, los ejércitos habrían recorrido el país, e Italia no habría sido más feliz. Pero tal vez los itálicos hubieran podido conservarla.

—¿No crees que romanos y godos… puedan ser algún día un solo pueblo?

—Cuando seas reina, tú harás las leyes. Con tu propia mano. Podrías derogar la ley que separa a godos y romanos…

—¿Qué diferencias hay entre ellos?

—La religión y la lengua… y acaso mucho más. Donde es necesaria la palabra de un intérprete para que dos hombres se comprendan, la mitad de las buenas intenciones se pierden. Todos los godos deberían hablar nuestra lengua como tú la hablas, Amalasunta. No deberían hacer daño a los campesinos romanos. Cuando vuestros señores se irritan, matan a cuantos no consideran nobles. Después intentan, de acuerdo con su propia ley, desagraviar a la viuda con una cabeza de ganado. Nosotros decimos: Ningún hombre tiene derecho a matar a otro hombre.

—Rusticiana ha prometido invitarme cuando tú tocas el laúd y ella te acompaña cantando. Tendré deseos de llorar cuando os oiga… ¿Me invitas tú también, Boecio?

—¿Cómo puede el súbdito alzar la vista hacia la hija del rey…? Tus ojos están anegados en lágrimas… no llores. Pediré a tu padre que mañana por la tarde te permita venir a visitarnos.