XXXV

Su nombre completo era Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio; y cada una de las partes de su nombre tenía raíces profundas en la historia de la Urbe y del imperio, y entre ellas Severino era ya una expresión de la romana tradición de mansedumbre cristiana.

Boecio contaba poco más de veinte primaveras, pero ya le conocía todo el mundo, no solamente en la Urbe, sino también en Ravena e incluso en Bizancio. Al principio se ocupó de que así fuera su padre adoptivo Símaco; los senadores más ponderados encontraban excesivo el celo con que Símaco casi divinizaba, pese a su juventud, al marido de su hija, y el hecho de que le hiciese incluir en la lista de los aspirantes al consulado. Todos sus esfuerzos iban encaminados al único fin de dar a conocer el extraordinario intelecto de Boecio.

Su cabeza, que recordaba las de sus antepasados romanos, se asentaba sobre un cuerpo de perfectas proporciones. Boecio tenía los cabellos de un castaño claro, delicadas facciones, labios estrechos y nariz recta. Sus ojos de destellos verdes llamaron en seguida la atención del rey a su llegada a Roma, cuando fue saludado en casa de Símaco por los discípulos de las musas.

Boecio nació en la Roma cuya tradición cristiana se remontaba ya a cuatrocientos años. Muy pocos se acordaban todavía de las catacumbas. Sus entradas habían sido tapiadas en muchos lugares, para que no sirvieran de refugio a fugitivos y vagabundos. ¿Por qué los cristianos tenían que ocultarse bajo tierra cuando existían en la Urbe docenas de templos? En asuntos religiosos, el obispo de Roma tenía la última palabra; este obispo era el primero entre todos los obispos del mundo, y su ciudad, que odiaba toda herejía, era el guardián de la verdadera fe. Aquí, la religión arriana de los germanos era considerada tan impura como la herejía procedente de Bizancio de los monofisitas, que, según se rumoreaba, ganaba cada vez más adeptos en la corte imperial.

Boecio creía en la religión de Roma, pero ya no en el contexto de las palabras virgilianas. Era el portavoz de una nueva generación, que fundía el nuevo credo con las ideas universales. Soñaba con un poderoso imperio que, partiendo de las ideas de Platón, lograría hacer realidad con la fuerza de la fe los antiguos conceptos del imperio. Del mismo modo que la música, las matemáticas y la geometría se fundaban en reglas eternas, así los países, los pueblos y los poderosos debían regirse por leyes que sólo los filósofos comprendían. Por consiguiente, la tarea de los filósofos sería enseñar a los príncipes.

Teodorico conoció a través de Casiodoro la existencia del «niño prodigio» romano, como llamaban a Boecio en la cancillería.

El primer día que le vio sólo intercambiaron algunas palabras; a Teodorico le llamó la atención el griego de Boecio, que prestaba nueva vida a la lengua de los filósofos antiguos. Los transeúntes de Ágora o los clientes de las termas de Bizancio apenas si podrían comprenderlo, y era seguro que sirviéndose de él no conseguirían alquilar una litera ni averiguar la situación del Hipódromo. Pero en cuanto surgían temas referentes al espíritu o a la moral, el rostro del joven se iluminaba. Teodorico había aprendido a observar los semblantes y a leer en ellos los más recónditos pensamientos. Ahora, durante los pocos minutos que pasó con Boecio, a quien aventajaba en años un cuarto de siglo, tuvo la impresión de que su compañía era un regalo inusitado.

Se conocieron en casa de Símaco. El hechizo del jardín, la tranquila intimidad del patio de laureles, la biblioteca, con sus rollos de pergamino, le revelaron que se hallaba en el seno del mundo modesto, pero eximio, de la sabiduría.

Cambió algunas palabras con Boecio; Teodorico intuyó el tacto que adornaba al joven y que estaba tan de acuerdo con la tradición romana. La tarde pasada en casa de Símaco no fue una recepción habitual. El senador había invitado solamente a los más destacados intelectuales. La mayoría eran parientes suyos, pero también se contaban entre los huéspedes algunos filósofos, sacerdotes, arquitectos, escultores y pintores. El anfitrión saludó al rey godo como a un igual para el que eran desconocidos los tesoros de la inteligencia humana, concentrados para siempre en la Ciudad Eterna.

Símaco sabía que con este simposio vincularía más a Roma al bárbaro afincado en Italia que con cualquier fiesta organizada en su honor, como las que solían celebrarse en los palacios de los príncipes orientales. Teodorico se encontraría a gusto entre filósofos y artistas, que armonizaban pacíficamente el espíritu de Platón con el de san Pablo.

—¿Has pensado alguna vez, Boecio, si te gustaría trasladarte a Ravena, y qué tareas desempeñarías con mayor placer si estuvieras a nuestro servicio?

—Debéis tener en cuenta mi juventud, patricio.

—Visítame en el Palatino a una hora tranquila. Almuerza en mi compañía.

Rusticiana cumplía con sus deberes de ama de casa. Las romanas tomaban parte en las conversaciones, citaban a filósofos, santos y poetas… como los hombres. Casiodoro era feliz: el éxito de la velada le daba la razón. Teodorico era bárbaro sólo a medias. Tal vez fuera posible en el ambiente de la Urbe conquistar por completo al hombre más poderoso de Italia, cautivarle, como hicieran en su día los poetas que rodeaban al Augusto.

Rusticiana fue la primera en mencionar el nombre de Augusto mientras esperaban al rey godo. Símaco estaba lleno de dudas. ¿Cómo olvidar las comarcas asoladas de Ática, la cruel muerte de Odoacro, los millares de prisioneros de guerra pasados a cuchillo? ¿La religión arriana, el salvajismo de los condes godos, que se habían apropiado por la fuerza de los campos itálicos? Todo esto se le antojaba un obstáculo: la arbitrariedad de los guerreros colonizadores, las noticias de Ravena, según las cuales las intrigas imperaban como en Bizancio e incluso en la corte del rey se practicaba el favoritismo. Sin embargo, aquí Teodorico no ocupaba un trono, sino una sencilla y cómoda silla. Rusticiana colocó rosas sobre su mesa y una jarra de vino, cuyo color dorado centelleaba a través del delicado cristal. Hacía siglos que nadie daba forma al cristal. Una jarra como ésta era un tesoro más valioso que una jarra de plata. También ella se convirtió en un signo: ¡Puedes servirte vino de una jarra de los tiempos de Augusto!

Teodorico podía contemplar desde aquí la urbe medio derruida, las columnas destrozadas, las derribadas estatuas de bronce, las basílicas que servían de cantera. Las murallas, que una vez resultaran demasiado estrechas, formaban hoy un círculo demasiado ancho: a media milla de las murallas no había más que casuchas o ruinas. Y sin embargo, aunque invisible a los ojos de los bárbaros, parecía que la imagen de la antigua Urbe flotaba sobre la ciudad. Cada palabra que conducía al pasado recordaba a los propios antecesores.

Teodorico cortó el pan según el rito bizantino, pero trazó sobre él la cruz de Arrio. Mientras sonaban las melodías de músicos romanos, se sirvió hidromiel antes de la cena. Teodorico habló del último emperador, a quien visitara en la villa de Lúculo.

—Si fuera un filósofo, señor, no podría imaginarse una vida más hermosa. Pasar trece años alejado de cualquier tentación de las glorias terrenas… y poder continuar así.

—¿Te atraería esa clase de vida, Boecio?

—¡Yo creo, señor, que tal vez es mejor luchar contra el destino! Ya lo dijo Horacio: «La obra debe encumbrarse…» El tiempo no deja rastro en el cabo Miseno. Rómulo Augústulo es un árbol prematuramente envejecido, un fantasma de sí mismo.

—¿Cómo te imaginas a Roma, Boecio?

—Una Roma gobernada por una sola idea, una sola moral y una sola fuerza.

—Casiodoro trabaja demasiado. Deberías ayudarle.

—El destino de Italia está en tus manos, señor.

—¿Sabes, Boecio, por qué Bizancio es poderosa pese a sus debilidades? Porque divide la fuerza de sus enemigos. Enfrenta a pueblo contra pueblo, religión contra religión, príncipe contra príncipe. Gobierna con ayuda de este equilibrio.

—Nuestra Roma carece de enemigos. Es demasiado pequeña para tenerlos.

—Es pequeña… pero eterna. En el palacio imperial, los ministros aún dirigen sus miradas hacia la Urbe. Temen que algún día pueda rebelarse.

—Los asuntos de Italia están en tus manos, señor.

—Hablas como debe hablar un romano, Boecio. Pero si Roma supiera gobernarse a sí misma y siguiera las indicaciones de su emperador, ¿para qué necesitaría a un Teodorico? ¿Si no existieran diferencias entre católicos y bizantinos, a quienes vosotros consideráis herejes?

—Ha habido numerosos emperadores por cuyas venas no fluía sangre romana. El imperio ha prosperado bajo su gobierno.

—No debes olvidar, Boecio, que soy el rey de todos los godos que viven en Italia. Debo proteger vuestro reino con guerreros godos.

El silencio duró varios minutos, mientras los servidores traían las bandejas con pasos mesurados. Rusticiana preguntó por la reina, qué le había gustado más de Roma, si deseaba ver algo más y si ella podía serle de alguna utilidad. Se habló de una excursión a la Campania, de villas, viñedos, recuerdos de emperadores y emperatrices.

—¡A partir de mañana trabajarás en mi cancillería, Boecio!

—Podrías ser emperador de todos los germanos, señor —dijo un día Casiodoro después de terminar la séptima carta.

Los príncipes turingios, los burgundios, vándalos, visigodos y alemanes conocían ya las cartas reales de Ravena; el estilo, las advertencias ocultas tras las frases corteses, los sabios consejos y a menudo también, las amenazas, recordaban la tradición del imperio. La pluma de Casiodoro obraba milagros. Enseñaba a los bárbaros el sutil arte de gobernar.

«¡Podrías ser emperador, señor!» Todo parecía divulgar este mensaje —la residencia de Verona, el palacio de Ravena, el Senado de Roma con su homenaje bajo la «palma de oro». En los festejos públicos, los oradores hablaban de una nueva edad de oro.

Las primeras nubes tormentosas no aparecieron sobre el cielo de Italia, sino sobre el mundo de los bárbaros. La gran unidad arriano-germánica, que Teodorico intentaba forjar, se estrelló contra el nuevo reino católico de Clodoveo. El hermano de la reina Audafleda hacía muy poco caso de los vínculos familiares. Era el único que osaba dar consejos a Teodorico. Clodoveo soñaba con una Galia unida, pese a que en las provincias del sur, la antigua Galia romana, estaban asentados los visigodos. La lucha parecía inevitable; pero Teodorico logró unir una vez más a sus dos parientes. En la tierra de nadie, en una pequeña isla del río Liger, se encontraron el visigodo Alarico y el franco Clodoveo. Se abrazaron, se celebraron banquetes reales, magníficos torneos y partidas de caza, pero ambas Majestades evitaron mencionar la raíz de su desacuerdo: dejaron aquel espinoso asunto para los cancilleres, reunidos en el cercano pabellón de caza. Éstos vieron desde el principio que no existían posibilidades de llegar a un convenio. Clodoveo lo quería todo: el rey de los francos sálicos, que había abandonado su pequeño y débil país, exigía para sí todas las Galias, en calidad de conquistador católico. Hacía años que ambos bandos se preparaban. Clodoveo pidió la adhesión de Teodorico a su campaña. Los enviados de Alarico eran cada vez más numerosos en Ravena: los godos esperaban ayuda de sus hermanos godos. A la cancillería del rey y patricio llegaban noticias de todos los países, en especial de Bizancio. Informes fidedignos decían que en torno al emperador Anastasio se había incrementado el odio contra los arrianos.

En cambio, los hilos que unían al católico Clodoveo con el imperio de Oriente aumentaban cada día.

El emperador ortodoxo y Clodoveo, que recientemente había abrazado la fe católica, concertaron una alianza secreta contra Teodorico. Era cierto que el rey de los godos contaba con doscientas mil lanzas, pero ni siquiera él estaba a salvo de sorpresa en suelo itálico. Por más que Teodorico se esforzara en mantener la «neutralidad» entre itálicos y godos, los roces eran inevitables, sobre todo en el campo, donde las quejas por la violación de fronteras entre las tierras estaban siempre en la orden del día. La ley no permitía el matrimonio entre godos e itálicos; los «romanos» no podían llevar ninguna clase de armas, pero la palabra escrita era su privilegio. Las herraduras de los caballos godos no sonaban de modo agradable en los oídos de los itálicos, y los latinos que vivían según el rito romano detestaban las misas dichas en lengua goda.

Clodoveo ensanchó su círculo: dio a conocer su alianza secreta con Gundobad, el jefe de los burgundios, que en un tiempo apoyara a Odoacro. El burgundio protegía su retaguardia, y el ejército franco pudo ponerse en marcha hacia Genábum. En Cesarodúnum, los sacerdotes acogieron con gritos de aleluya a los conquistadores católicos. Se produjeron milagros: un salmo profético, un cometa de cola roja en el cielo, la aparición de un ciervo blanco: todos ellos señales de que el cielo favorecía a los príncipes supersticiosos. El ciervo blanco les mostró el lugar donde resultaba más fácil cruzar el Vigena. El ejército se encontraba en las cercanías de Limónum, y al anochecer, por orden del rey franco, empezó a vadear el río. Cuando amaneció vieron al ejército visigodo acampado tranquilamente detrás de las colinas.

La sorpresa fue la mejor arma de Clodoveo. La caballería franca cayó sobre los godos, que aún estaban adormilados; además, las tiendas y los numerosos carros dificultaron sus movimientos.

La estrategia bárbara desconocía el arte militar romano de los ordenados movimientos de tropas. Unidades de caballería chocaron entre sí, soldados de infantería se enfrentaron en una lucha cuerpo a cuerpo en la que nadie podía intervenir. Estos duelos tenían lugar en toda la línea de batalla. De improviso, Clodoveo y Alarico se encontraron frente a frente. Alrededor de los dos reyes, que luchaban a pie, pues ambos habían saltado de la silla para decidir la batalla con su duelo, se formó un círculo. ¿Pensarían aún en su abrazo amistoso en la isla de Liger mientras ambos tiraban a un lado sus lanzas y empuñaban las espadas reales, celebradas por sendas leyendas? Con la mano izquierda sostenían el escudo, la coraza protegía su pecho y espalda, el yelmo, la cabeza, pero la garganta, los brazos y el rostro estaban al descubierto, y las espadas podían alcanzarlos.

El duelo se prolongó durante mucho rato: Clodoveo era más joven y más fuerte, pero Alarico había aprendido a manejar la espada en la corte de Teodorico, dirigido por los maestros de esgrima griegos. Clodoveo trataba de cansar a su adversario, empujándole paso a paso hacia el borde de la pantanosa orilla. Aquí se detuvieron, y las armas volvieron a chocar entre sí. A su alrededor proseguía la lucha, de modo que solamente los guerreros más próximos y los escuderos podían observar el curso del duelo. De pronto, Alarico fue herido en la rodilla, se tambaleó, y el peso de la espada se le hizo insoportable. Levantó el brazo, y en aquel instante le penetró en la axila la punta de la espada de Clodoveo. La sangre brotó a borbotones, y el golpe de gracia le abrió la garganta. Los francos habían ganado la batalla de Vouillé.

Hacia el mediodía, ningún obstáculo se oponía a Clodoveo. Los restos del vencido ejército godo atravesaron los Pirineos; el enemigo abandonó su persecución al pie de las altas montañas. Clodoveo pensaba ahora en la Galia. La provincia de Aquitania ya era suya, y entró en Burdigala. Con la Galia en poder de los francos, los visigodos tendrían que contentarse con la antigua Hispania.

Una legación partió hacia Bizancio para comunicar a Anastasio la noticia de la victoria de Clodoveo, y otra se dirigió a la corte de la reina viuda con la noticia de la temprana muerte de Alarico y el fin de la soberanía goda en la Galia. Teodorico fue el primero en enterarse del fatídico duelo: Clodoveo, su cuñado, había dado muerte a Alarico, su yerno. El país de los francos católicos se convirtió en reino, mientras que el país de los godos se hallaba ahora en las débiles manos de una mujer. Lo único que podía hacer el palacio imperial de Bizancio era preparar una lección a Teodorico, a quien evidentemente se le había subido la gloria a la cabeza.

Tras esta batalla, la corte bizantina vio su más poderoso baluarte en los francos. Así pues, Clodoveo recibió el título de cónsul. Esto fue una inesperada jugada de ajedrez de la cancillería bizantina, pues un cónsul era más que un patricio. Por consiguiente, si alguien podía contar con el apoyo de la católica población de la península latina, éste era sin lugar a dudas el católico y piadoso rey de los francos. La noticia de la concesión del título de cónsul se difundió por toda Italia, donde las viejas tradiciones se perpetuaban de padres a hijos. En la catedral de Cesarodúnum, la legación bizantina entregó a Clodoveo la toga de cónsul y los símbolos del poder. Le acompañaron también lictores con las fasces, y los coros entonaron los salmos latinos de Ambrosio. Clodoveo, cristiano desde hacia pocos años, pudo aparecer ante su pueblo vistiendo el manto de púrpura y ciñendo la diadema romana, y llevando en la mano el cetro de cónsul del reino romano de Occidente.

Teodorico recibió la noticia de que la flota bizantina había zarpado del puerto del Cuerno de Oro. Su objetivo secreto era seguro: desembarcar en Italia y saquear las comarcas del litoral, especialmente aquellas donde se encontraban las propiedades de los godos.

Durante estos meses, casi cada día brindaba su amargo fruto. Casiodoro y Boecio eran los más íntimos colaboradores del rey; Símaco, en Roma, le mantenía en contacto con el Senado. Los ministros no sabían a qué atenerse: ¿sería el rey demasiado viejo o estaría cansado? ¿Por qué se mantenía inactivo después de conocer la victoria de los francos, la sumisión de las Galias, y cuando, a excepción de la provincia narbonesa y de la costa meridional, todo el suelo galo cayó en manos de los francos y sólo la ciudad de Arélate se resistía al ejército franco, que contaba con treinta mil hombres?

¿Por qué no se vengaba de Bizancio? ¡Tenía doscientas mil lanzas a su disposición! El ejército godo, el ejército de Teodorico, seguía siendo el más fuerte del imperio.

Teodorico salió a caballo al amanecer, como era su costumbre. Se dirigió hacia el bosque de pinos, acompañado por dos caudillos, Ibba y Tuluin. Nadie sabía qué intenciones abrigaban; el viento se llevaba las palabras godas.

En todas las cancillerías se sostenía la opinión de que Teodorico no quería poner en juego a ningún precio su soberanía en Italia; mientras la considerase segura, no le preocuparía que se disolviera la alianza de los germanos-arrianos. Los tres jinetes volvieron a la cancillería; en el mismo momento fueron enviadas órdenes a Ticino, Verona y Mediolánum: ¡Godos, empuñad las armas!

Teodorico permaneció en Italia, pero sus generales se pusieron en marcha con sus ejércitos hacia la Galia meridional. Italia se estremeció ante la noticia, como si se anunciaran grandes cambios. ¿Por qué no había ayudado el hijo de Amal a su hermano godo cuando Alarico envió una legación tras otra en demanda de tropas auxiliares? ¿Por qué había permitido que fuese conquistada la Galia gobernada por los visigodos, y presenciado la humillación de los godos y arrianos? Ahora, un poderoso ejército de jinetes godos cruzó la frontera de Italia y penetró en Provenza, mientras el ejército de Clodoveo se encontraba al pie de los Pirineos y se introducía en el norte de Hispania. Inesperadamente, los planes del victorioso rey franco eran desbaratados por la llegada desde Italia del ejército godo.

La ciudad de Arélate sufría el asedio desde hacía meses. El ejército franco había perdido muchos miles de hombres, y la excelente maquinaria bélica de la ciudad y sus animosos ciudadanos habían conseguido mantener a raya a sus atacantes ante las murallas. Pero los víveres disminuían; los defensores comprendían que las semanas de resistencia estaban contadas.

Ahora el rey de los burgundios abandonó la lucha y disolvió su alianza con los francos, eliminando así el único obstáculo que impedía a los godos liberar a Arélate. Se inició una batalla encarnizada. Por primera vez medían los ostrogodos sus fuerzas con los francos, que no habían contado con esta batalla. Clodoveo apenas podía creer las palabras de los francos que huían. ¿Se trataba en realidad de los ejércitos de Teodorico o era un ejército fantasma el que había liberado Arélate?

¿Era Teodorico demasiado viejo? ¿Estaba cansado? Inusitadamente apareció en la Galia meridional una nueva potencia: los generales de la caballería goda conquistaron la provincia para el reino de los ostrogodos. Parecía que Teodorico había esperado al final de la gran campaña para ajustarle las cuentas al vencedor.

La victoria de los godos en Arélate fue inesperada para Bizancio y causó una gran consternación. Hacía poco que el palacio imperial había decidido apoyar totalmente al rey franco, pues veía en él al aliado del mañana y ya no contaba con Teodorico, envejecido y absorbido por los asuntos itálicos.

El emperador Anastasio atravesaba una crisis como hombre y como emperador. Estaba dominado por los sacerdotes y monofisitas y se inclinaba hacia la herejía que amenazaba a la iglesia oriental. El sermón de Pascua del Patriarca bizantino le asustó hasta el punto de hacerle olvidar sus cavilaciones en torno a las cuestiones religiosas. El Patriarca acusó al sagrado emperador de haber abandonado la fe verdadera y abrazado la herejía. Anastasio tendría que definirse si quería evitar la división de la Iglesia, lo cual sólo haría que favorecer a Roma.

El emperador había envejecido, y su único interés se limitaba al dogma. Por este motivo, en el palacio imperial adquiría cada vez más influencia en los asuntos del imperio el comandante de la guardia, Justino. Con un emperador de edad tan avanzada era lógico pensar que en cualquier momento «podía ocurrirle algo», y las miradas se dirigían involuntariamente hacia su sucesor. Pero esto debía hacerse con mucha cautela, porque Anastasio aún tomaba parte en las sesiones del consejo, y para el antiguo Silenciario la escritura no era un secreto como para Justino, que ni siquiera sabía escribir su nombre.

—¡Reconciliaos con Teodorico, hijos míos!

La frase resonó en la sala del consejo. Todos experimentaron un gran alivio. Una orden dispuso el regreso de la flota que había sido enviada a saquear Italia. Se redactó una carta para Teodorico, cuyo comienzo contenía palabras de reproche, pero al final equivalía a un apretón de manos.

¿Cómo podrían convertir de nuevo al patricio en un cordero obediente? Seguramente le molestaba la dignidad de cónsul conferida por el emperador a su rival Clodoveo. ¿Cómo podrían reconciliarse con el resentido Teodorico?

Ni Teodorico ni Clodoveo tenían la intención de lanzarse a una guerra homicida en la que sólo podían perder los dos bandos. Teodorico no necesitaba las Galias, pero habían costado a los romanos mucho oro, lágrimas y sangre. Lo único lamentable era que el reino de los visigodos en la península de los Pirineos estaba en manos de un niño y de su madre viuda y que en él reinaba la intranquilidad. Pretendientes al trono levantaban la cabeza, y entre los condes godos estalló una guerra civil, en un momento en que los ejércitos del rey franco podían atravesar los Pirineos. Por ello la viuda de Alarico envió a Ravena una legación: con el derecho de un pueblo hermano, el más poderoso de todos los godos, Teodorico, debía tomar también las riendas del pueblo visigodo.

La oscilación del péndulo fue muy potente. Abarcó desde Persia hasta la Cartago dominada por los vándalos, y desde las tribus germánicas del norte hasta la Hispania del sur. En los innumerables documentos de las cancillerías se hablaba de emperadores, reyes, príncipes, apóstatas, gobernadores, generales y altos dignatarios de la Iglesia. Pero ¿cómo vivía el pueblo? ¿Cómo vivían los habitantes de las ciudades, preocupados por su destino incierto, y los campesinos desprovistos de protección? La decisión de los poderosos se compraba a menudo con promesas o con oro, la espada de un general pesaba más que el juramento de un rey. Los príncipes eran supersticiosos: cuando aparecía una señal en el cielo, cuando se hacía una profecía, se inclinaban. Los poderosos se aniquilaban entre sí. Odoacro había encontrado la muerte a manos de Teodorico. La espada de Clodoveo había puesto fin a la vida de Alarico, y el rey franco decapitó con sus propias manos a dos príncipes que se imponían en su camino.

¿Cómo vivían los campesinos en Italia, en las turbulentas Galias o en Hispania, donde la tormenta de la guerra había diezmado a pueblos y desolado provincias enteras? Los poetas cantaban la edad de oro de Teodorico, sacerdotes y cancilleres proclamaban que su gobierno era un Edén y que a los años de inseguridad habían seguido numerosos años de bienestar. En cada ciudad velaban los godos por la paz y el orden; en las calzadas, una vez más en buen estado de conservación, centinelas a caballo garantizaban la seguridad a viajeros y comerciantes. Las conducciones de agua llevaban en sus venas de hierro el líquido vital a todas las ciudades. En Roma, el Senado había abierto escuelas, pálidos ejemplos de la Academia platónica, en las cuales se educaba a la juventud según los principios de los filósofos griegos. Aurea actos, se decía: ha llegado la nueva edad de oro.

El hombre nacido a orillas del gran lago, en la ya inexistente Panonia, aprendía cosas nuevas cada día. Tenía que saberlo todo acerca de las tierras vecinas y sus gobernantes, incluso acerca de los reinos y provincias remotos situados al otro lado del mar. Cuando el emperador de Oriente estaba en guerra contra los persas, la cancillería bizantina era más condescendiente con Teodorico. Éste debía conocer todas las disensiones existentes entre las familias reales. Sobre todo, tenía que mantener el orden entre los visigodos. El pequeño rey Amalarico era nieto suyo, hijo de Teudigota. Una parte de los señores godos protestaba porque los gobernaba una mujer, y quería sentar en el trono al bastardo del rey difunto.

Los negros nubarrones de la lucha de partidos se cernían sobre la tierra de los Pirineos. Teodorico recibió una petición de ayuda en nombre de Amalarico. Debía ser tutor del muchacho hasta que éste alcanzara la mayoría de edad. Esto significaba —en el lenguaje del poder— que Teodorico podía anexionar el reino de los visigodos a sus casi inconmensurables posesiones. Desde el Danubio hasta el océano, desde Sicilia hasta las columnas de Hércules, todo le pertenecía.

Un gobernador ostrogodo se instaló en Toledo, su palabra se convirtió en ley, sancionada por Teudigota en nombre del niño.

El péndulo oscilaba. El emperador Anastasio, a medida que envejecía, se entregaba cada vez con mayor pasión a la lucha de credos. Su propio patriarca, que él mismo colocara en la cima de la ortodoxia, se volvió ahora contra él. El emperador se convirtió en un viejo solitario, pero, como antiguo consejero, conocía todos los posibles cambios en la política. ¿Por qué no apoyarse en Teodorico? Siempre había existido entre los dos el deseo de evitar una lucha abierta. Nadie arrebató al rey godo la dignidad de patricio que le fuera concedida por sus antecesores. ¿Qué dignidad todavía más elevada podía conferirse al godo? ¿Qué más podía darle? Una legación bizantina llevó a Ravena un magnífico diploma. El emperador concedía al patricio del imperio la administración de las provincias de la Galia meridional y de Hispania.

Cuando la legación llegó a la residencia de Teodorico, fue recibida con todos los honores. Nadie sabía aún por qué venían después de tantos años a la corte de Teodorico los altos dignatarios de la delegación. Un jinete había llegado al galope a palacio para informar a la corte de un acontecimiento inesperado: un trirreme, adornado con el estandarte del emperador, acababa de arribar al puerto de Classis. Teodorico llegaba en aquellos momentos de Verona, donde había visitado la guarnición goda y presenciado la marcha de las tropas hacia Hispania.

El Silenciario que presidía la legación se expresaría en el lenguaje de la corte, bien conocido por Teodorico desde su infancia. El rey captaría el verdadero significado oculto tras sus palabras, las advertencias, los halagos, las amenazas o las diversas formas de petición de ayuda que disfrazarían los giros y expresiones corteses. ¿Qué podía querer de él el emperador… después de tantos años?

La recepción de los legados fue pospuesta durante una semana; en el intervalo, Casiodoro tenía que averiguar sus verdaderos propósitos. Sin embargo, la legación se encerró en un silencio impenetrable, y el Silenciario insinuó solamente que «el patricio se alegraría». Esto podía ser un subterfugio para ocultar el auténtico motivo, pero también podía contener algo de verdad. El domingo, tras el servicio religioso, tuvo lugar la solemne recepción, y después el dignatario griego fue huésped de Teodorico.

Según la costumbre griega, en el banquete sólo podían tomar parte los hombres. Pero al término de la audiencia, el Silenciario visitó a Audafleda y le entregó los obsequios de Ariadna, la sagrada emperatriz. La reina goda habló con los legados en imperfecto latín, pero éstos tampoco dominaban la lengua de Roma. Sólo Amalasunta, la hija de Teodorico y Audafleda, dio las gracias en impecable griego por el juguete adornado con piedras preciosas que los legados le trajeran del palacio de Bizancio. Todas las miradas recayeron en la niña. Era alta, esbelta, tenía el cabello castaño oscuro y los ojos vivaces, y su voz era armoniosa y clara al expresarse en la lengua de Platón. Al parecer la educaban en el palacio de Ravena los mejores maestros, y como la visita de los bizantinos había sido inesperada, el enviado encontró doblemente agradable que la hija de Teodorico recibiese una educación digna de Bizancio. Las facciones del Silenciario perdieron su severidad. Sus labios pronunciaron la palabra «princesa», lo cual era más de lo que correspondía a la hija de Teodorico según el ceremonial de la corte bizantina. De este modo la pequeña Amalasunta se convirtió en heroína del día; el rey se enteró por Boecio del éxito de su hija. Un momento hermoso… después de tantas tormentas, muertes y crisis; un momento de quietud en el palacio de Ravena.