XXXIV

En Nápoles, Teodorico ordenó la reparación de las instalaciones defensivas del puerto. Había que construir torreones que intimidasen a los piratas. A mediodía tomó parte en la sesión del magistrado de la ciudad, y respiró con alivio al constatar que la mayoría de los consejeros hablaban griego. En el consejo oyó una serie de quejas. Los cargamentos de cereales de África y Sicilia no llegaban a su debido tiempo. El pueblo estaba descontento; no tenía costumbre de almacenar provisiones. El mar suministraba tantos peces, que siempre alcanzaban para dos días en momentos de escasez. El número de artesanos era demasiado elevado. Teodorico se hizo llevar en litera por las estrechas calles de los alfareros, caldereros, tejedores y zapateros. El pueblo vivía al aire libre en tortuosas callejuelas y pequeñas plazas practicadas en las rocas. Al parecer, aquí siempre hacía calor; los ricos no hacían instalar en sus casas tubos de calefacción. Palmeras. Teodorico pensó: «Soy el primer godo que llega hasta el mar caliente.» Sombras de los antepasados, sagas germánicas. Odín.

El magistrado expuso sus deseos a Teodorico. Reducción de impuestos, obras públicas, pan gratuito. Cosas similares le habían solicitado en Roma. Pero aquí existía la preocupación adicional de asegurarse protección en el mar. El mar no era para los godos un elemento vital, no entendían nada de construcción de barcos. Pero si compraba trirremes a los vándalos, ¿no traicionaría con ello su punto débil?

Teodorico bajó a caballo hasta el muelle. La templada agua del mar salpicaba las herraduras de su montura, que levantó la cabeza como si quisiera preguntar a su amo: «¿Hasta dónde?»

Al día siguiente partió hacia Miseno.

En un tiempo Miseno fue un excelente puerto de guerra, refugio de la mejor flota del imperio romano; hoy estaba vacío y abandonado, a merced de los elementos. La marea baja descubría la blancura de una columnata de piedras, construida para que sirviera de rompeolas. Era una magnífica bahía, en la que podían anclar muchos barcos de guerra, protegidos de las olas y eventuales ataques. Ahora sólo se balanceaban en ella algunos botes de pesca. En la lejanía brillaban al sol las velas amarillas y azules de unas cuantas barcas.

—Ahí está la villa.

El guía señaló hacia delante. Entre el exuberante verde de un jardín abandonado se alzaban unos edificios grises.

Los centinelas estaban enterados de la llegada del ilustre huésped; la carta de Casiodoro había llegado unos días antes. El prisionero pidió a los patres de Nápoles que le enviasen su renta trimestral por anticipado, a fin de poder recibir dignamente a su huésped, el rey de los godos. Rómulo no podía darle el título de patricio, porque no se lo había otorgado él mismo.

La guardia no estaba subordinada al prisionero… éste sólo podía pedirles que permaneciesen en su cuarto, a lo cual ellos accedían por una jarra de vino. Durante los siete meses de su reinado, Rómulo había aprendido bien el ceremonial de la corte.

Su padre Orestes le enseñó también el griego. El emperador latino saludó al rey godo en la lengua de Grecia.

—¡Salve, Teodorico, rey de todos los godos en Italia!

—¡Salve, Romulus semper Augustus!

—Debes estar cansado del viaje. Ya es hora de que reposes. Te ruego que perdones las incomodidades. Estoy solo… con muy pocos esclavos. ¿Para qué quiero más?

Rómulo estaba en plena juventud. Bajo sus ojos había sombras profundas, y la palidez cubría su rostro. El rey contempló al hombre que fuese emperador y que era el único de los antiguos emperadores que aún continuaba con vida.

—He venido para preguntarte cuáles son tus deseos, Rómulo Augusto.

—Verte. Tú mataste al hombre que asesinó a mi padre y al hermano de mi padre. A mí me perdonó la vida. ¿Por qué? ¿No hubiera sido más sencillo…? Sólo le hubiese costado un pequeño ademán…

—Ya no eres un niño. ¿Qué sabías entonces?

—Sólo algunas cosas… No sabía que Orestes estaba muerto, no sabía que Pablo estaba muerto. Ignoraba que habían muerto todos los que…

—¿Te gustaría volver a ser emperador?

—Teodorico, el discípulo de Esculapio dice que la fiebre que mina mis fuerzas procede de los pantanos circundantes. Cuando me miro al espejo, veo que mi rostro está pálido. ¿Gobernar? ¿Para qué? Mi padre Orestes detestaba la sangre. Es mejor destronar a un emperador… a dos emperadores… que matarlos. Glicerio, el obispo de Dalmacia, ha muerto. Yo soy el único emperador romano de Occidente. ¿Para qué habría de desear un imperio? Hoy vuelve a acosarme la fiebre. Te ruego que no lo tomes a mal si tiemblo a menudo. Te he estado esperando. Quería verte, pero no creía que vinieras. Dime, ¿por qué no quieres ser tú mismo emperador? A mí me quedan aún algunas cosas… ¡oh, no!, ninguna joya… sólo ropas, una corona de laurel… una espada. Es la única arma que Odoacro olvidó arrebatarme. Uno de los flavios la ha hecho templar… Te la regalo.

—Mi espada es la espada de Odín. Era un dios germánico. Ya no creemos en él como dios… pero su espada, Rómulo Augusto, sigue siendo la espada de Odín.

—¿Amas Italia? ¿Y el mar?

—Nací junto a un lago de Panonia. Es tan grande como un mar, y sin embargo, no es un mar. Desde entonces amo el agua. El agua de aquí es la más caliente que he tocado desde que abandoné el país de mi lago. Verás, a medida que pasan los años, pienso cada vez más a menudo en el lacus Pelso. También allí, donde por primera vez vi la luz del día…, donde mi padre era rey, habían vivido los romanos. Del mismo modo que tú vives en la villa de Mario, de los Sila, de Lúculo… del mismo modo que temes tú la sombra de Tiberio… así vivimos nosotros. Entre arcadas y columnas romanas, en el atrio. En invierno encendíamos hogueras. ¿Cómo podría serte de utilidad? Eres libre. Puedes ir a donde gustes, Rómulo Augusto. Puedes ir a Nápoles, si lo deseas, y también a la Urbe.

—No deseo nada. Estoy enfermo.

—El aliento de los pantanos es venenoso. Pero vencerás a la enfermedad; no es mortal. Tal vez en otra parte, donde el aire sea más sano… No soy tu enemigo, Rómulo Augusto.

—Cuando los legionarios me levantaron sobre el escudo y me proclamaron emperador, me llamaban Augústulo. Todavía me siguen llamando así… No he alcanzado la madurez.

—Dicen que amas los libros.

—Consumen gran parte de las seis mil monedas de oro que debo a tu generosidad. Leo mucho. Si supiera escribir mejor, rey Teodorico, tal vez relataría… como epílogo de la excelente y amena obra de Suetonio, la historia de los doce últimos emperadores. Sombras, Teodorico. ¿Por qué habría de desear ser otra vez emperador? Bajo su reinado, la Urbe era desgraciada. Ahora, según he oído, se acuña dinero con tu nombre y se proclama, con letras fundidas en bronce, que has hecho feliz a Roma. ¿Puedo darte las gracias por ello?

—Vive feliz, semper Augustus. Verás, fui educado en Bizancio, y allí aprendí que aquel cuya cabeza ha ceñido la diadema sagrada, sigue siendo emperador mientras vive. Es posible que el Senado sea más poderoso que tú… es posible que Odoacro te humillara cuando eras niño. Pero para mí eres el emperador, y te deseo una vida feliz. Mientras vivas, y mientras yo viva, no te faltará tu asignación anual. Nadie podrá hacerte daño. Si tienes algún deseo, siempre lo satisfaré. ¿Roma felix… o Romulus felix? ¿Qué es más acertado… emperador Augusto?

Estaban sentados el uno frente al otro. Rómulo llamó a su criado. Entró un viejo mayordomo que ya había servido a Orestes y permaneció junto al muchacho con autorización de Odoacro. Alrededor de la mesa había bancos de delicada forma.

¿Habría comido realmente Tiberio, sentado sobre uno de ellos?

Vinos generosos. Rómulo comió poco. Se limitó a cortar los manjares con el cuchillo, como si quisiera ver qué se ocultaba en el interior del pavo relleno. La cena se parecía a un ágape romano; un rey y un emperador se hallaban solos a la mesa. Entre una mesa vecina tomaron asiento los miembros del séquito, un viejo mayordomo, un magistrado napolitano, Casiodoro y los condes godos. En la ruinosa villa se observó aquella noche por última vez la etiqueta del imperio de Occidente.

¿Y si muriera en aquella villa como Tiberio, que llegó en barco desde su palacio de Capri y después partió precipitadamente hacia Roma…? ¿Por qué tenía Tiberio tanta prisa? ¿Adónde iba? Él mismo, Teodorico, se había puesto en marcha desde el gran lago. Era señor de los godos y príncipe de los príncipes germánicos. El lecho de huéspedes del cabo Miseno era duro. Se levantó con el alba. Había empezado a llover. A través del deteriorado tejado de la villa imperial, las gotas de lluvia caían interminablemente sobre el suelo de mosaico.