XXXIII

Audafleda oía música por primera vez. Mientras cantaba el coro tuvo la sensación de estar deslizándose sobre las olas del mar; se sintió transportada por las voces. Todo adquirió vida propia y llenó la basílica, los rostros de piedra de los mosaicos parecieron suavizarse, y los enormes ojos de Cristo se perdieron en el infinito. En su casa, en Durocortórum o en Augusta Suessionum, los sacerdotes cantaban a veces en el templo. Durante un banquete, los guerreros entonaron cantares de gesta, pero sus voces eran broncas, y su canto, unido a las carcajadas provocadas por el vino, semejaba un coro de aullidos.

En cuanto hubo pisado suelo itálico, la música se desdobló como una alfombra a los pies de la hija del rey. Oyó notas de órgano y mil sonidos diferentes, e incluso la llamada del cuerno se le antojó más melodiosa que en su país. Audafleda se propuso pedir a Teodorico que enviase músicos a su patria, a fin de que también en la corte franca conociesen lo que aquí le procuraba a ella tanto placer.

Los novios se vieron por primera vez en la demarcación de Verona. Teodorico se mantenía al frente de sus jinetes, rodeado del fausto propio de la ocasión, cuando aparecieron tras una colina los lanceros del séquito real de los francos. Las salutaciones mutuas requirieron media hora, y mientras tanto los carruajes del séquito de la novia llegaron a las murallas de la ciudad.

Teodorico era un hombre fornido y apuesto, de cabellos abundantes, rostro afeitado y ojos azules. Sonreía, mientras bajaba la colina a trote ligero al frente de su guardia. Abajo esperaba, espléndidamente enjaezado, el caballo de la hija del rey franco, que ahora Audafleda se apresuró a montar. Tras ella saltaron también a la silla de sus monturas las damas de su corte, formando un entero ejército de amazonas. El engalanado grupo de lanceros cerraba el séquito nupcial.

Francos y godos no podían comprenderse en sus respectivas lenguas, pero Audafleda, para agradar a su futuro esposo, había aprendido algunas frases godas. Y además, quedaba el latín. El lenguaje de los romanos unía a aquellas dos personas que habían crecido a muchos centenares de millas de distancia y a las cuales separaba la religión, la educación y la diferencia de edad.

Teodorico había decidido esperar la llegada de Audafleda y visitar después en su compañía la Ciudad Eterna. ¿Cómo sería la doncella con la cual compartiría en lo sucesivo su hogar, sus problemas y sus alegrías? Esperaba que ella prestase un renovado esplendor a la corte de Ravena, pues Erelieva tenía ya muchos años. Habitaba una villa situada en el bosque de pinos, y su hijo la visitaba diariamente durante su cabalgata matutina. El palacio de Ravena era un campamento de hombres, que sólo imitaba el palacio bizantino en el lujo de sus fachadas exteriores.

Audafleda era esbelta y montaba bien. Poseía dignidad, aunque era evidente que su túnica no había sido confeccionada en Italia. Su cadena de oro pesaba demasiado; aquí se preferían las joyas de orfebrería más fina. Las primeras frases fueron las más fáciles, pues la doncella las había preparado durante el largo viaje: palabras de salutación, mensajes amistosos, agradecimiento por la esplendidez de los obsequios.

Teodorico se esforzó en salvar la distancia existente entre él y su futura esposa.

—¿Qué es lo que más te ha gustado hasta ahora, Audafleda?

—He escuchado música… mucha música, señor.

La frase era insólita en labios de una doncella. La pronunció con sinceridad y calor, aunque no le resultara fácil expresarse en latín. Pero despidió al intérprete con un movimiento de la mano; no lo necesitaba. Sí, la música… la música que la había acompañado por doquier desde que pisara suelo itálico.

En el séquito del rey godo no se encontraba ningún músico, sólo tres cornetas que daban los toques de mando. ¿Sabrían tocar otras cosas, algo más bello? Teodorico hizo una seña, y en la ladera de la colina sonaron los cuernos. Audafleda los escuchó con agrado. Ahora Teodorico ya sabía cómo contentar de algún modo a la doncella desconocida.

Cuando llegaron a Verona, la ciudad predilecta de Teodorico se había vestido de fiesta. Flores… flores itálicas. Una alfombra de flores bajo las herraduras de los caballos, flores en las ventanas y en las puertas de las casas, como si todos quisieran participar en la felicidad de Teodorico.

La acción de gracias sonó muy ceremoniosa, y muy solemne la plática de labios del obispo. Al tercer día comunicó Teodorico a Audafleda que deseaba viajar con ella a Roma. Un viaje por el país en la primavera más esplendorosa que disfrutaba Italia desde hacía años. Audafleda, cuando se hallaba junto a las ventanas del palacio, se volvía a menudo hacia el noroeste. Enviaba mensajes con las nubes a Durocortórum. Casiodoro le leía en voz alta a los poetas latinos, para que aprendiese la más bella de todas las lenguas, la lengua de Roma. Audafleda se enteró de que en la Urbe vivía un joven erudito llamado Boecio, que entendía de música más que nadie.

Una sonrisa iluminaba el rostro de la doncella cuando pensaba en Roma.

En el Senado se reanimaron los antiguos debates. Desde que fuera depuesto el último rey, Tarquinio el Soberbio, hacía más de mil años, en Roma se odiaba el título de rey. Desde entonces nadie había vuelto a ostentar la dignidad de rey de Roma.

¿Cómo debían agasajar a un rey que no era César ni Augusto? Para los godos era un rey, ante los ojos de los romanos, sólo un patricio. Sin embargo, el Senado tenía que decidir con qué honores recibiría al bárbaro cuyo caballo pisaría con sus herraduras el empedrado de la Urbe.

Los que atendían con rigidez a las viejas tradiciones, declaraban que aquel rey bárbaro no era digno de presentarse ante el Senado. «No honramos a ningún rey», decían los exaltados, que durante los decenios de paz ya habían olvidado los sufrimientos de Roma a manos de ejércitos saqueadores.

—¡Ya no os acordáis de los godos! Ataban a una docena de caballos y a latigazos se servían de ellos para arrancar las columnas, cuya caída provocaba el hundimiento de tejados, fachadas, casas y basílicas.

—Honrad al hombre que os ha devuelto la Pax romana… La estirpe de Anicio recibe a Teodorico con respeto y no le rechaza por el simple hecho de que ostente el título de rey.

—Es un bárbaro. Sus manos están manchadas de sangre. Apenas sabe leer. Los legados se lamentan de que es casi imposible comprender su deficiente latín.

—¡Se impone adoptar una decisión!

¿Sabía Teodorico que los senadores romanos le habían sometido a votación, como hicieran en los años de la república? ¿Quién era este Teodorico, qué clase de festejos podían organizarse en su honor? ¿Cuánto costaría todo aquello a la Urbe? ¿Qué recibiría a cambio? Se decía que Teodorico lo pagaría todo. Prohibiría el saqueo a sus tropas, y castigaría severamente a quienquiera que importunase a los habitantes de la ciudad.

Cuanto más se aproximaba el día de la visita real, tanto mayor era el trabajo que pesaba sobre el ministro de Teodorico. Todo un equipo laboraba bajo su dirección en casa de Símaco. Todas las mañanas esperaban mensajeros a caballo para transmitir las órdenes. La familia de Anicio, que se había colocado de parte del rey, ayudaba monetariamente a la Urbe. Los artesanos trabajaban tanto de día como de noche. Los pintores, picapedreros y peritos en mosaicos no se habían visto nunca tan solicitados como en aquellas semanas. ¿Quién se acordaba aún de Odoacro? ¿Deseaban los ciudadanos revivir los días de los antiguos Césares? ¿Vendría el rey por el puente de Milvio? En tal caso sería preciso reparar el ruinoso puente, para que no se hundiera bajo las herraduras de miles de caballos y el peso de los carros. En las tierras que inundaba el Tíber había millones de mosquitos. Casiodoro sabía que Teodorico había hecho secar los pantanos que circundaban Ravena. El rey detestaba aquellos pequeños y molestos insectos. Cuando le perseguían los mosquitos daba rienda suelta a su mal humor. Pero ¿había en Roma el ejército suficiente para secar en tan breve plazo todos los terrenos pantanosos?

La noticia más reciente era que Audafleda acompañaría en la visita a su marido. Con esto no habían contado los romanos. Teodorico podía ostentar con pleno derecho el título de patricio; los partidos del Senado se habían puesto finalmente de acuerdo sobre la manera de recibirle. Pero su esposa tenía que ser saludada como correspondía a una reina, y ningún senador romano quería pronunciar la palabra regina. Estudiaron los libros antiguos. Alguien cayó en la cuenta de que en las cortes de Vespasiano y de Tito había vivido una tal Berenice. Se produjeron toda clase de protestas por su causa, hasta que su antiguo amante, el emperador Tito, la obligó a abandonar Roma.

Pero no hallaron ninguna indicación de que el Senado romano hubiese recibido alguna vez a una mujer que ostentase el título de reina.

Cada noticia traía consigo nuevas preocupaciones. ¿Cuántos condes habría en el séquito del rey? ¿Vendría también un enviado de la corte bizantina? Tal vez en Ravena se sumaría un Silenciario al cortejo de Teodorico. Se rumoreaba que Teodorico había enviado mensajeros a las cortes bárbaras, a fin de que figurasen legaciones de todas ellas en el cortejo que le acompañaría a la Ciudad Eterna. Habría que hospedar a todas estas legaciones, y la Urbe se convertiría en lugar de reunión de los hambrientos bárbaros. Se haría caso omiso de la tradición, y los guerreros saquearían donde pudieran. Era el momento de aclarar todo aquello. ¡Casiodoro! ¡Casiodoro!

El rey salió de Ravena después de la luna llena. Cada una de las ciudades por las que pasaría la comitiva real sabía ya cuándo llegaría y cuánto tiempo se detendría en ella. Se trataba de un arte de los romanos: pensar en números y millas, anotarlo todo y comunicar por escrito las órdenes correspondientes. Los escribas de la cancillería de Ravena trabajaban desde el alba hasta el anochecer: por fin se ocupaban de una tarea digna de una cancillería importante.

En Ravena se confeccionaron listas de todos los miembros del séquito; junto a cada nombre figuraba el rango y el número de servidores. Hasta que se dio fin a esta tarea, Casiodoro tuvo que hacer llenar las lámparas de aceite. Al amanecer se concluyó el trabajo. Los patricios romanos tendrían que dar cabida en sus villas a los nobles godos. La renovada ala de Nerón, en el Palatino, ya estaba dispuesta para alojar a la pareja real.

Pacífica Italia. Los niños no conocían el miedo, los gritos de terror de las ciudades atacadas. Tampoco las granjas y aldeas conocían el fragor salvaje de los jinetes vagabundos, que incendiaban los campos cultivados y todo se transformaba en un mar de llamas que ahogaba los estertores de muerte. La juventud acudía como antes a la escuela y aprendía un oficio. Los campos de los godos estaban por doquier claramente delimitados de las aldeas romanas. Ambos mundos se hallaban separados uno de otro por amplias franjas de césped. Era necesario evitar cualquier feudo fronterizo, cualquier muerte debida a que alguien hubiera traspasado el linde de la propiedad ajena.

El viaje por la campiña no era simplemente un paseo principesco. Dos pueblos vivían el uno junto al otro, y no tenían entre sí nada en común. La orden de Teodorico era severa: debían convivir, sin el menor roce, dos lenguas, dos religiones, dos clases de legislación. Estaban prohibidos los matrimonios mixtos entre godos y romanos. Cuando se trataba de un pleito, entre los godos fallaba la sentencia el conde, entre los romanos, el magistrado —cada uno según sus propias leyes—. Si los contrincantes eran un godo y un romano, el caso debía ser sometido a la corte de Ravena, y era el propio Teodorico quien decidía. Muchas veces eran citadas ambas partes, lo cual solía implicar un largo viaje. De este modo procuraban evitar meterse en pleitos con excesiva frecuencia.

Dos mundos vivían el uno junto al otro. Los godos no necesitaban el alfabeto, los romanos no necesitaban corceles ni armas. Los campos de los godos eran cultivados por mozos de labranza. Los hombres del norte podían contratar trabajadores, pero nadie en Italia debía mantener esclavos. Los guerreros eran todos libres; les gobernaban los condes, que ellos mismos elegían y a quienes el rey ratificaba en su cargo. La tradición exigía que el primogénito fuese heredero del padre. Así se formaban las familias condales godas, de cuyo círculo procedían los consejeros más íntimos de Teodorico. Cuando se preparaban para una empresa importante, cuando moría el rey o se producían disturbios entre los godos, se convocaba el Thing, la asamblea de los guerreros, que decidía sobre los asuntos vitales de los godos. Lo cierto es que desde hacía mucho tiempo, este pueblo ávido y apasionado, el lobo entre los numerosos pueblos, no conocía una vida tan pacífica y satisfactoria como la actual. Campesinos romanos cuidaban sus campos, sus árboles rebosaban de toda clase de frutas, y en las laderas se extendían los viñedos. Los godos contemplaban con satisfacción este mundo de la abundancia, y procuraban imitar en todo a la población itálica. El destino común acercaba a ambos pueblos, y de no ser por la severa prohibición de Teodorico, se hubieran mezclado entre sí.

Por dondequiera que pasaban, Teodorico hacía llamar a los guerreros. El rey tenía ojos de halcón, lo veía todo. Desde su juventud, desde los años del gran lago, conocía a los guerreros, recordaba los nombres de muchos ancianos; ahora los viejos guerreros le presentaban a sus hijos mayores, y él los saludaba amistosamente. En el día determinado de antemano se congregaron todos los godos de la comarca, y celebraron un torneo, al que fueron invitados los habitantes de las vecinas ciudades y aldeas romanas. Les gustaría ver el arma temible que empuñaba la mano del rey. En el plazo de un solo día hubiera podido formarse todo un ejército godo con el número siempre creciente de terratenientes godos… una sola palabra de Teodorico hubiese bastado para sofocar cualquier intento de rebelión.

La comitiva real se acercaba a Roma. Los montes etruscos, con sus ciudades en las laderas, habitadas por hombres de rubios cabellos y de ojos azules, fueron quedándose atrás.

Audafleda seguía atentamente el curso de las deliberaciones. Admiraba a su marido, para quien no representaba ninguna dificultad hablar en tres lenguas a la vez: la goda, la griega y la latina. Siempre que era posible, optaba por la griega: dominaba como si fuera su lengua materna aquel florido lenguaje de corte que distinguía entre todos los demás a los poderosos del palacio.

Las ciudades etruscas quedaron atrás. La última etapa del viaje real era la Campagna. Aquí descansaron durante tres días. Cada hora llegaban mensajeros a caballo, que no tardaban en ponerse de nuevo en camino con más instrucciones. Aparecieron los primeros emisarios de la Urbe, que anunciaron la llegada de la delegación del Senado. ¡Los que se llamaban amigos de los godos se inclinaron profundamente ante el patricio-rey, que ya se hallaba en la demarcación de Roma!

Los senadores más ancianos aún recordaban el recibimiento que dispensaran a Odoacro. Éste subió, con sus burdas pero brillantes galas de guerrero, las gradas del Capitolio, donde se encontraba la delegación. ¿Quién podía recordar ya el nombre del que pronunció las palabras de salutación? ¿Acaso fue Liberio? Al pie de las gradas que conducían al Capitolio se elevaba el cadalso, que también había sido cubierto con un manto de púrpura. Fava, el indómito rey de los rugienos, se había derrumbado durante su cautiverio. Conservaba la mirada fija en el vacío, sin preocuparse de los gritos de los curiosos. No comprendía una sola palabra del lenguaje de los romanos.

Hacía semanas que se trabajaba en el embellecimiento de la sala donde tendría lugar el recibimiento de Teodorico. Una fracción del Senado propuso dar al rey godo, de acuerdo con antiguos y gloriosos antecedentes, el título de pater patriae, padre de la patria. Pero el recuerdo de Cicerón les infundió temor, y la mayoría no se atrevió a apoyar esta halagadora proposición. El busto de Cicerón se hallaba a la entrada de la galería. Su rostro afeitado, que respiraba una misteriosa serenidad, recordaba desde hacía quinientos años a los senadores que las palabras aquí pronunciadas tenían un peso inusitado.

Así pues, Teodorico no fue padre de la patria, sólo el bondadoso benefactor, el magnánimo patricio, la mano derecha del Augusto. Podía serlo todo… todo menos rey de Roma.

A la derecha de Casiodoro se hallaba Símaco, a su izquierda, Boecio. La delegación del Senado formaba un semicírculo; con ellos entraría el patricio en la asamblea de los ancianos. Casiodoro lo había calculado todo, sin dejar nada a la casualidad, únicamente un estrecho aro de oro recordaba su dignidad real; aparte de esto, Teodorico llevaba una toga orlada de púrpura, sus cabellos rubios veteados de plata estaban peinados a la moda romana, y las sandalias de púrpura, adornadas de piedras preciosas, indicaban que era hijo del emperador. Se había hecho levantar una tribuna para el séquito godo. Audafleda ocupaba un asiento en la primera fila. Una mujer no tenía ningún derecho en la asamblea de los patres.

Doscientos cincuenta senadores llenaban la sala. Sólo a los ojos de los iniciados eran visibles los lugares desconchados o recién pintados ocultos tras los adornos, los bustos y las coronas de laurel. Los patres no eran ningún ejército. Cuando Teodorico entró, se levantaron en silencio de sus asientos, y no en la actitud de quien va a presenciar un desfile militar. Aquí estaban en su casa. Una tradición milenaria velaba por ellos en este instante; tal vez llegaron incluso a olvidar que gobernaban una ciudad pobre, por no decir mísera.

De nuevo podían soñar los ancianos con continentes y una corona de provincias.

Símaco pronunció la alocución de bienvenida. Habló como si honrase a un general que hubiese aniquilado a los enemigos de la república. Sí… un general que entraba victorioso en la Urbe, y cuya cabeza era digna de la corona de laurel… que había puesto fin a los sufrimientos de la guerra civil, aquel azote de Italia desde hacía tantos años. Era portador de la paz. La expresión Roma felix, Roma feliz, era un canto de alabanza para Teodorico. «Bendito tú que nos has traído la paz, las alegrías de la serenidad cotidiana. Gracias te sean dadas porque has mandado reparar los acueductos que encauzan hasta la ciudad el agua de los montes Sabinos; porque has hecho reedificar las murallas y ordenado que sean cocidos anualmente treinta mil ladrillos para la conservación de las murallas de la Urbe. Gracias te sean dadas, Teodorico, que ahora puedes ver con tus propios ojos cómo se cicatrizan lentamente las heridas de Roma.»

Los lictores, llevando las fasces, rodearon al patricio por los cuatro lados mientras se dirigía a la tribuna con pasos mesurados. ¡Cuántas cosas debían pasar por su cabeza en este instante! El primer Thing a orillas del gran lago, en el cual pudo participar tras la campaña de las seis mil lanzas. Sesiones del consejo de la corona de Bizancio, la reunión a la sombra de las armas, cuando Zenón le adoptó como hijo, la solemne entrada en Bizancio como cónsul del imperio. El consejo de guerra en Mesia —rodeado de un océano de juncos y de nubes de mosquitos—, en el que se decidió la marcha hacia Italia. Entonces, ¡Ravena! El homenaje de Liberio, la sumisión de la estirpe de los Anicios. Su lento avance hacia la tribuna entre los cuatro lictores parecía una escena teatral. Había dictado a Casiodoro la salutación que quería dirigir al Senado, pidiéndole que la formulara con palabras sencillas. Las frases ampulosas no convenían a la alocución del señor de Italia.

Y entonces habló el señor de Italia; su latín sonó duro en los oídos de los senadores. Sin embargo, ¡cuántas palabras extrañas habían escuchado ya sus antepasados en esta misma sala! Las palabras de los enviados de pueblos extranjeros: el latín de príncipes sometidos, de aliados, griegos, bárbaros, orientales, británicos, galos, hispanos, númidas, egipcios, sirios, judíos y persas, pronunciado por reyes y por intérpretes, por hombres cuyo destino se decidía aquí… entre la glorificación y el hacha del verdugo.

Su latín no tenía belleza, pero lo hablaba con fluidez y sin titubeos. Empleó frases cortas y claras, en las que se advertía una voluntad férrea que no concedía ningún valor a la ostentación de los giros.

Roma felix, habéis dicho. Las palabras más hermosas con que es posible elogiar a un gobernante son las que afirman que la ciudad es feliz. He recorrido un largo camino, respetables patres. Cuando inclino la cabeza ante vosotros, lo hago ante todos los habitantes de Roma. Cuando digo que quiero edificar de nuevo la Urbe, significa que deseo asegurar a cada hombre, ya sea patricio o plebeyo, un futuro feliz. Ayudadme, para que yo os ayude. Vuestros poetas hablan de la edad de oro del Augusto, con la cual acaso vosotros comparáis la época presente.

Esta Roma felix no podrá competir nunca con la Roma del primer emperador. Pero tal vez sus habitantes puedan vivir hoy con más paz y tranquilidad. Entre vosotros, itálicos, vive un gran pueblo. Este pueblo vela con el arma en la mano, a fin de que nadie ataque a Italia, a fin de que no os amenacen los ejércitos de los hunos ni de los vándalos. ¡Que el Señor que todos honramos por igual nos conceda fuerza y ayuda!

Jamás un bárbaro habló desde esta tribuna de manera tan digna. En el profundo silencio resonaron las palabras que sólo eran poco refinadas en su entonación; los senadores se pusieron en pie, y únicamente los más ancianos permanecieron sentados. Ahora Teodorico cambió de lenguaje. Y su griego, que comprendía la mayor parte de los senadores, elevó al patricio hasta las altas regiones de la «ley».

—Romanos, os hablo en la lengua de Grecia para transmitiros las palabras de vuestro emperador Anastasio. Me ha autorizado para que os salude en calidad de gobernador y os asegure que su mirada paternal reposa en la venerable Roma. Su corazón rebosa de alegría cuando recibe buenas nuevas, cuando lee en vuestros informes palabras de paz. En nombre del sagrado Augusto declaro abierta, patres et conscripti, nuestra reunión de hoy.

Fue una fiesta para Roma. Los ancianos de canosas barbas se secaban los ojos con la orla de sus blancas togas. Símaco rodeó con su brazo el hombro de Casiodoro. ¡Cuántos días y noches, cuántos miles de palabras, preocupaciones y esfuerzos había costado hacer realidad este día! Roma felix: la frase fue convertida en ley: tal fue el único punto tratado en esta sesión del Senado romano. Fue un senatus consultum en la forma tradicional. Los senadores pudieron hacerse la ilusión de ser nuevamente los legisladores del ancho mundo, que gobernaban a púnicos, persas, númidas, británicos, celtas y galos.

En la mano de los lictores, vestidos de gala, temblaban las fasces a las que el hacha prestaba un peso adicional. Una tormenta repentina descargó sobre la Urbe. El aire había sido agobiante como si hubiera vuelto el cálido verano. Ahora cayó de improviso un fuerte aguacero sobre calles y plazas. El césped reverdeció, y miles de amapolas abrieron sus rojos capullos bajo los arcos del Foro romano. La lluvia barrió el polvo y la suciedad, y mientras el Senado reconocía legalmente los méritos de Teodorico, la población de la ciudad comía con mayor rapidez de la acostumbrada. Hoy todo el mundo renunció a la siesta. Todos se dirigieron apresuradamente al circo Máximo o al anfiteatro de Tito, pues en ambos lugares se celebrarían festejos, y a los dos acudiría el hombre que tal vez ostentaba más títulos que cualquier otro mortal, pero que en Roma —sólo en Roma— no podía llamarse rey.

¿Ordenó realmente Nerón el incendio de Roma o solamente se divirtió viendo cómo las llamas se propagaban por la Urbe? Los emperadores que le sucedieron difamaron su memoria, y cuando Trajano mando edificar de nuevo el circo Máximo, los oradores y poetas recibieron instrucciones de mencionar a Nerón como culpable de la destrucción de la ciudad. Constantino hizo levantar a la entrada del circo un grandioso obelisco egipcio que medía cuarenta palmos más de altura que las columnas de Augusto. El gigantesco óvalo tenía cabida para doscientos mil espectadores. Tal fue el número de hombres que en la Roma de los emperadores presenciaban el espectáculo de las fieras devorando a los cristianos.

Durante semanas enteras, Casiodoro dirigió a los maestros albañiles en los trabajos de reconstrucción del circo, en la reparación de los mármoles del palco imperial y la eliminación de los cascotes y la suciedad; también intentó mejorar el aspecto de los numerosos tenderetes que rodeaban el anfiteatro.

¿Doscientos mil espectadores…? El circo daba la impresión de un gigantesco manto sobre los hombros de un enano, pues la Roma actual apenas contaba con cien mil habitantes. La imagen más lastimosa la ofrecían las hileras de estatuas. Estas estatuas, levantadas por orden del emperador Septimio Severo, que adornaban los pequeños nichos de la fachada, habían sido robadas o destruidas por los vándalos, con el fin de que no recordasen la gloria de la antigüedad. Pero todavía existían las doce puertas, seguían en pie los dos enormes obeliscos, aún estaban intactas las siete piedras miliares, y el estrecho foso que circundaba la arena podía ser limpiado. Los artesanos de Boecio dejaron terminados para el gran día todos los trabajos emprendidos. El circo Máximo, pese a sus desperfectos, se hallaba dispuesto para servir de escenario de los tan ansiados juegos organizados por Teodorico.

Se decidió calmar la excitación del público con comedias, escenas bufas e interludios durante las primeras horas de la tarde. Mientras se desarrollaban los acostumbrados juegos de palabras, todo el mundo iría ocupando sus puestos. El ardor del sol se mitigaría poco a poco, y los bancos de los Azules y los Verdes disfrutarían por igual de la bienhechora sombra: En los intervalos se oirían los aullidos de las fieras, lo cual excitaba la curiosidad y mantenía distraída a la muchedumbre.

Los habitantes de Roma eran como niños ansiosos de juegos. De Egipto y Numidia habían llegado fieras para esta ocasión, y desde el invierno eran alimentados los lobos en la Campania, que habían sido apresados con cepos. El rey de los vándalos también contribuyó a que esta fiesta del circo fuese más brillante que todas las anteriores, enviando al puerto de Ostia un barco lleno de animales salvajes de África.

Los luchadores de la arena, que luchaban contra las fieras salvajes, se colocaron como hacían en otros tiempos los gladiadores ante los Césares. Sólo faltaba el coro de los condenados a muerte: una concesión a las autoridades cristianas. Las armas, que brillaban al sol, las enormes lanzas, los escudos y los cuchillos parecían convertir en invencibles a los hombres que venían a jugarse la vida en el espectáculo, y que estaban acostumbrados a luchar con toros bravos, y en el peor de los casos, lobos. Esta vez tendrían que luchar con panteras, leones y rinocerontes.

Teodorico detestaba este inútil derramamiento de sangre, y sentía aversión por la lucha salvaje que tanto extasiaba a los romanos. Al principio no quería asistir más que a las carreras de carros, que conocía bien, después de tantos años en Bizancio. Los veloces carros de variados colores, el excitado galope de los caballos de raza inflamaban su fantasía. Pero la lucha de un hombre con una fiera en la arena del circo no era de su gusto. Fue preciso que Casiodoro le convenciese de que era deseo del pueblo romano su asistencia a los combates de los luchadores.

Primero lucharon fiera contra fiera en parejas que parecían decididas por el azar. Una empalizada de tablones partía la arena en dos, y una barrera impedía que algún animal pudiera lanzarse sobre los espectadores. Un toro luchó contra un lobo, y un dogo contra un uro. Entonces soltaron un oso contra el toro que resultó vencedor en su lucha con el lobo; el oso iba envuelto en un trapo de color rojo vivo, para excitar aún más al ensangrentado y potente animal.

Los hombres aún no hacían su aparición; sólo los guardas, con sus largos y afilados palos, vigilaban un posible intento de evasión de los animales. Cuando el toro resultó muerto, y el cuerpo marrón del oso se abalanzó con furia sobre el cadáver, los cuernos resonaron, y exactamente según la antigua tradición apareció en su palco el casi «divino» Teodorico.

Solitaria y al acecho, la pantera se deslizó junto a la pared de la arena, confundiéndose con ella su cuerpo manchado mientras buscaba protección del olor de su adversario humano.

Lentamente, con los músculos en tensión, fue acercándose al gran charco de sangre. Miró con cautela a derecha e izquierda, husmeó la arena húmeda y tocó el suelo con el hocico. El animal tenía un aspecto magnífico mientras buscaba botín y protección al mismo tiempo… rodeado de tantos seres extraños que intentaban excitarlo con sus estentóreos gritos. Primero fueron soltados dos antílopes, y después, tres cebras, procedentes del barco enviado por los vándalos. Desde que vivían enjauladas en Roma, parecían haber olvidado el largo viaje. La pantera no se alejó del charco de sangre, contemplando sólo de vez en cuando sus presas con ojos centelleantes. Pero no pudo resistirse a su intento. Hacía dos días que no comía nada, y estaba hambrienta. En la arena romana se inició repentinamente la lucha a muerte. Los antílopes comprendieron con rapidez que debían correr en círculo para escapar de los saltos de la pantera: la fiera intentaba saltar de lado sobre su víctima. Las cebras no son tan veloces, y el tercer salto logró hacerlas caer. Los espectadores lanzaron gritos de júbilo. ¡Sangre, sangre! Esto era distinto, más hermoso y más sangriento que la lucha del oso con el toro; ¡esto era África, el continente desconocido! En lugar del pesado y torpe animal, los graciosos movimientos de la víctima, la ley de la selva en el óvalo de la arena. Ahora salía ya de la jaula el vencedor de la lucha anterior, el oso, seguido de su pareja. Ambas fieras titubearon al sentirse cegadas por la blancura de la arena. La pantera dejó de preocuparse por la cebra o por los antílopes. En África no había visto nunca un oso; allí no podía medir sus fuerzas con semejante adversario. El viento llevó hasta el hocico del oso el olor de la pantera. Ésta tenía ante sí a un enemigo grande y a otro de menor tamaño: si elegía a este último, el oso macho le atacaría durante el combate.

Los dos osos se aproximaron, muy juntos. Un palo de afilada punta fue proyectado hacia la arena y pinchó al oso en el flanco. La bestia dio un alarido y echó a correr; su pareja la imitó. Los gritos de entusiasmo de la multitud enmudecieron. Todo el mundo presentía que ahora se iniciaba la tragedia. La pantera retrocedió. Era evidente su tremenda fuerza y potencia. ¿Saltaría sobre la masa marrón, cuyas armas desconocía? El oso alargó sus terribles zarpas y atacó, hundiendo las uñas en el cuerpo manchado de la pantera, que se retorció de dolor y se abalanzó sobre el oso hembra, al que mordió con ferocidad en el muslo. Pero en seguida husmeó la amenazadora proximidad del macho.

Sólo aquellos que se encontraban enfrente de la pareja de fieras pudieron ver con exactitud lo que ocurrió seguidamente. En realidad se trataba de una lucha entre tres, pues el oso hembra, del cual ya se alejaba la pantera, acudió en ayuda de su pareja y cayó sobre el enemigo por la espalda. La pantera africana no había luchado hasta ahora más que con sus iguales. Obedeciendo a la ley de la selva, león y pantera se rehuían mutuamente, tanto en los bosques como en la estepa. Ahora las tres fieras formaban un ovillo, y su lucha era una lucha a muerte. Lo mejor de todo sería, pensaban los espectadores, que los adversarios se devorasen unos a otros, pero que el combate durase mucho rato… y fuese implacable y sangriento… lo más sangriento posible.

Teodorico estaba sentado de modo que veía el combate de lado. No se podía decir a las fieras cómo debían luchar. Miles de espectadores vieron a la pantera, ensangrentada y vencida, deslizarse hasta la parte sombreada de la arena, donde había un foso lleno de agua fresca. Introdujo en ella sus heridas garras y resopló; la sangre fluía de las narices y el hocico. Los dos osos se colocaron en actitud de defensa, con el lomo apoyado contra la valla. El oso macho lamía las heridas de su pareja, sin preocuparse de que la mitad de su propia cabeza era una terrible y sanguinolenta masa.

El combate quedó sin decidir. Alguien debía intervenir: ¡el hombre! A una señal de flecha se abrió una reja lateral de hierro y salieron tres luchadores, con brazos y piernas desnudos. Llevaban una coraza en el pecho, un yelmo y un escudo de cuero, una lanza, y un cuchillo al cinto.

Los guardas decidieron que los osos volvieran a su jaula y recobrasen fuerzas para una segunda lucha. Dos de los luchadores los empujaron con las lanzas; los animales gruñeron, irritados, pero acabaron obedeciendo. El tercer luchador, un hombre alto y ya no muy joven, caminó hacia la pantera.

Los espectadores exigían que ante la muerte se moviera con la gracia y ligereza de un bailarín, con los brazos abiertos, como si se sintiera feliz de ofrecer su vida por el placer del populus romanus.

Mientras se aproximaba a la pantera, la crueldad de los directores del espectáculo se hizo patente: soltaron a otra pantera. Ahora el luchador tendría que enfrentarse a dos fieras… sólo unos momentos… por lo menos hasta que sus compañeros acudieran en su ayuda… aunque también ellos moviéndose con gracia y haciendo reverencias.

La pantera saltó en el aire como una pelota moteada y se lanzó contra el borde del escudo del luchador, evitando así la punta de su lanza, dirigida hacia ella en previsión del ataque. Al principio pareció que la otra pantera no tenía intención de participar en la lucha. Sin embargo, ¿por qué iba a despreciar una presa? Imitó el salto de la otra pantera y se abalanzó sobre el luchador por el lado en que éste carecía de protección.

La sombra de dos lanzas se perfiló como una franja doble sobre la arena amarillenta. Hubo espectadores que sólo vieron esto, porque les cegaba el sol cada vez más ardiente. ¿Alcanzarían las dos franjas el charco de sangre?… Mientras… mientras el hombre se mantuviera en pie y se prolongara el salto de la fiera… pero el luchador cayó al suelo, y la otra pantera se estrelló con potente golpe contra el escudo. En el mismo instante, el luchador caído clavó el cuchillo en el flanco del animal, y ambas panteras fueron heridas por sendas lanzas. Tres hombres contra dos fieras salvajes. Pero ¿vivía aún el primer luchador? Gimiendo y jadeando, intentaba liberarse de las zarpas que no querían abandonar su presa. Todo se tiñó de sangre. El pecho del hombre no podía soportar tanto peso, y sus compañeros, al darse cuenta de ello, trataron de llamar hacia sí la atención del animal, mientras luchaban simultáneamente con la otra pantera, valiéndose del escudo, de la lanza y de profusas maldiciones. Rugidos de fieras, rugidos humanos, sangre humana, sangre de animal. ¿Podía haber algo más hermoso?

Una lanzada derribó a la pantera herida, y otros dos golpes acabaron con ella. Mientras uno de los luchadores se esforzaba por atraer hacia sí la atención de la segunda fiera, el otro alargó el asta de su arma al compañero que se retorcía en el polvo. Pero el hombre estaba sangrando y ya no era capaz de levantarse. Levantó el brazo, como si con este gesto tradicional quisiera pedir que le fuese perdonada la vida. Los luchadores, en estos momentos, eran compañeros, amigos, aliados, y sin embargo, no podían inclinarse para prestarle ayuda ni llevarle al borde de la arena, pues ahora tenían que luchar por su propia vida. Mientras fueran dos contra un animal, todo sería más fácil. Las lanzas seguían intactas, la pantera no había logrado romper la resistente asta de madera. Dos escudos formaban casi una muralla, tras la cual asomaban las lanzas, pero no podía proteger contra un atacante que saltara desde arriba. Entonces los escudos no servían de mucho. Una lanza hirió a la pantera en el cuello, pero sin clavarse. Brotó un chorro de sangre, pese a lo cual la pantera tuvo la fuerza suficiente para introducir la zarpa por el borde del escudo y clavar las garras en el brazo del luchador.

En este instante el asta de la lanza se quebró bajo el peso. Ahora sólo le quedaba el cuchillo, y —si conseguía alcanzarla— el arma del luchador caído. Pero para lograrlo tenía que agacharse, y entonces quedarían al descubierto tanto él como su compañero.

Momentos emocionantes en este sangriento espectáculo. Era una lucha que debía terminar con la muerte. La multitud vociferaba. ¿Dos contra uno? ¿Quería significar que bastaba un luchador para llevar a cabo este juego de vida o de muerte? Un minuto después, el director del circo gritó algo a la arena. El luchador que se encontraba más cerca de su compañero herido, saltó hacia él y trató de levantarle. La pantera derribada seguía debatiéndose en la agonía, pero ¿quién podía darle el golpe de gracia? Mordía la tierra, su zarpa cavaba un surco en la arena. ¿Qué debía hacer el luchador? ¿Levantar al herido… o abandonarle en el suelo? ¿Qué esperaba… qué pedía la multitud?

El segundo luchador combatía con la lanza intacta contra la fiera herida en el cuello. Era una lucha terrible en la cual parecía que las fuerzas de ambas partes iban declinando. El hombre jadeaba ostensiblemente, y la pantera no parecía dispuesta a repetir el peligroso salto. Retrocedió, dando muestras de fatiga. Pero la muchedumbre estaba sedienta de sangre. Animaba al hombre que combatía con la lanza, exigiéndole un último ataque. El luchador miró, indeciso, en torno suyo, y bajó el arma. El director le hizo una seña desde el otro lado de la valla. ¡No había tiempo de tomar aliento, adelante! El hombre levantó la lanza; la pantera comprendió que no podía evitar la lucha. Sangre… sangre… prepararse para el salto, pero no con seguridad, porque la víctima le esperaba. Todo dependía de que las piernas del hombre se mantuvieran firmes, de que la lanza no se rompiese, de que el escudo le protegiera. ¿No sería mejor tirar la lanza, empuñar el cuchillo y medir así sus fuerzas con la pantera? La muchedumbre gritó con entusiasmo cuando el luchador se decidió a ello. Así tenía más movilidad, podía mover mejor el escudo, que ahora era su mejor arma.

La lanza ya no intervenía en la lucha, hombre y fiera rodaron como un único ovillo ensangrentado. El que se levantara sería el vencedor. Ninguno de los dos se levantó. El cuchillo había atravesado el corazón del animal, pero antes la pantera dio un zarpazo a la arteria del cuello del luchador, y la sangre manó a borbotones sobre la arena. Fue un zarpazo débil, pero mortal, y el hombre, que hasta entonces había salido casi indemne, se desangró en poco rato.

Un muerto y un moribundo. Un vencedor. Dos panteras muertas. ¿Podía desear el pueblo algo más emocionante? Una lucha entre fuerzas iguales, una auténtica competición. Teodorico, el señor de la Roma felix, no había decepcionado a los romanos.

Después tuvieron lugar las carreras de carros. Hacía tiempo que aquí no eran tan emocionantes como en Bizancio, donde significaban un día de fiesta o de duelo para la ciudad según vencieran los Azules o los Verdes, y donde tras el anuncio del vencedor solía desencadenarse una carnicería. Un día en el Hipódromo que los espectadores no podrían olvidar: doce muertos, veinte muertos, cincuenta muertos. ¡Era algo digno de verse!

Y así fue la primera carrera de carros presidida por Teodorico en Roma: Agitó el pañuelo, dando así la señal de comenzar. Primero demostraron sus habilidades los artistas ecuestres. Esto no era corriente en el Hipódromo de Bizancio, pues tan pacífico arte resultaba una pobre distracción para los ánimos enardecidos. Pero aquí en Roma contaba con muchos aficionados. Cuando los jinetes hubieron terminado su actuación y agradecido los aplausos con la diestra levantada, los árbitros indicaron sus lugares respectivos a los carros, que ya se encontraban dispuestos. Esta vez fue el princeps quien dio a los conductores la señal de comenzar. Bizancio y Roma. ¿Por qué la población de la Urbe daba la impresión de transformarse cuando le recordaban las viejas tradiciones? Todo era solemne, incluso la muerte en la arena. Ave, César… el grito de los ceremoniosos romanos sonaba diferente del de los inquietos griegos de cabellos negros.

Junto al rey se sentaba Casiodoro. No advirtió que Teodorico le observaba, porque mantenía muy erguida la cabeza ceñida por la corona de laurel, y en su rostro afeitado no se reflejaba ninguna emoción, pese a que lo teñía el rubor del entusiasmo. En Bizancio se enardecían incluso los espectadores del palacio imperial. Tal vez era el único cuarto de hora en que la persona del santificado emperador significaba menos que los carros de los Azules y los Verdes. El ministro del rey no podía demostrar preferencias por ninguno de los partidos. ¿Qué sentimientos se ocultarían en realidad tras la máscara romana de Casiodoro?

Cuando fue proclamado el vencedor, Teodorico se puso en pie. Todos los espectadores siguieron su ejemplo. Se volvieron hacia él para el saludo tradicional. Del mismo modo en que antiguamente se saludaba a los cónsules, así se levantaron muchos miles de manos en dirección al rey de los godos.

Los ocupantes del hospital de san Pedro fueron los primeros en recibir el donativo de víveres. En otros tiempos figuraba entre los altos funcionarios de la Urbe un praefectus annonae, que se ocupaba de la entrega de alimentos a los necesitados. Ahora fue Casiodoro quien se hizo designar por el Senado para este cargo, demostrando con ello el interés del patricio en aliviar las necesidades de la población romana.

Todos sabían que ya se encontraban en Ostia los barcos cargados de víveres, y que Teodorico había enviado al puerto un regimiento de caballería para evitar que los piratas se apoderasen del cargamento o que fuese saqueado por la hambrienta población de los alrededores. El nuevo prefecto se personó en el puerto y supervisó la descarga del trigo. Allí mismo fue molido un poco de grano, y Casiodoro partió la torta recién cocida.

Carne y aceite fueron un regalo inesperado. Hasta ahora los cónsules nunca los habían repartido. Teodorico hizo venir una manada de bueyes de la Campania, y de la rica cosecha de aceite del año anterior, la cantidad suficiente para cubrir, según estimaron Casiodoro y Boecio, las necesidades de la población durante un mes. Ni en los tiempos de los dadivosos emperadores se habían repartido alimentos con más esplendidez, pese a que entonces, desde Siria a Britania, todo el mundo conocido pertenecía a los romanos.

Por un sólido se podían comprar treinta grandes jarras de vino de los alrededores de Roma, o dos fanegas de trigo. Esto correspondía al precio de los tiempos de penuria, y los generosos donativos iban asimismo destinados a aquellos que no tenían derecho a la beneficencia. Los precios del pan, la carne y el aceite bajaron con rapidez. Sólo salieron perdiendo los comerciantes que anualmente compraban gran parte de la cosecha para venderla a precios elevados durante las semanas de la primavera.

Los juegos fueron pronto olvidados. La repartición de víveres halló un eco mucho más prolongado entre la población. En la ladera del Aventino había el mercado de cerdos: inesperadamente llegaron de los alrededores grandes manadas, y cada animal estaba marcado con el sello del rey. El gentío invadió de improviso todas las calles adyacentes a la Vía Lata, preguntándose: ¿De dónde y para qué enviaban aquí a los cerdos…? ¿Qué intenciones tendría Teodorico?

Por doquier había hombres armados, y fueron vistos también los secretarios de Teodorico. Casiodoro recorrió en una litera todo el trayecto desde el Aventino hasta el barrio al otro lado del Tíber, para convencerse de que el suministro se hacía por igual en todos los mercados. Pero la repartición aún no había comenzado. Desde el día de los juegos se deliberaba sobre el modo de distribuir los víveres entre el censo, a quién debía socorrerse y cómo se podrían evitar los posibles disturbios. Casiodoro recomendó que se procediera por orden alfabético. Los ciudadanos tenían que presentarse en compañía de otros dos ciudadanos ante el magistrado del distrito, y declarar de cuántos miembros se componía su familia. Allí les sería entregada una tabla de arcilla en la que constaba el número de personas que tenían derecho a los donativos, y de acuerdo con ello el ciudadano recibía su parte de carne, cereales y aceite. Si se unían varias familias, les resultaba más fácil llevarse los víveres, incluso un cerdo vivo, y podían alquilar un carro que transportase el grano a su casa. Los que vivían cerca del Tíber podían utilizar un bote.

La inesperada repartición alteró la imagen de Roma. Ante las oficinas de los magistrados de los diferentes distritos esperaban pacientemente grupos de personas que se preguntaban cuántos alimentos recibirían gracias a la generosidad de Teodorico. Los víveres llegaban a la Urbe precisamente en la época de mayor escasez, lo cual los hacía doblemente oportunos. El viento llevaba hasta el Palatino las palabras de agradecimiento de la muchedumbre.

Teodorico recibió una carta de la villa de Lúculo. El prisionero se daba a sí mismo el título de semper Augustus, como si no hubiera ocurrido nada en todos aquellos años, como si él mismo no hubiese devuelto en su infancia las insignias al Senado y no fuera un prisionero, sino todavía el emperador.

El propio Rómulo Augusto escribía desde el cabo Miseno. Su nombre había perdido la sílaba del diminutivo durante el último decenio. «Me complacería verte, mi rey —decía la carta, que era cortés, pero no humilde—. Mi casa es suficiente para ofrecerte alojamiento.»

De la niebla del pasado parecían surgir fantasmas. Era un deber visitar al último emperador de Roma.

Roma vivía en la borrachera de la repartición de víveres. Pero Teodorico no deseaba tomar parte en más festejos. Durante los juegos había admirado a la población de la Urbe; ahora la despreciaba. Eran parásitos, seres ávidos de limosnas, que no se preocupaban del mañana. Los godos se habían procurado alimentos con las armas, pero desde que les adjudicara tierras, se alimentaban mediante su trabajo. Según la ley de la tribu, un hombre sano que confiara en el socorro ajeno dejaba de ser considerado un hombre libre. Teodorico no se prestó a los homenajes. No cabalgó hasta la otra orilla del Tíber para visitar a los pobres que vivían en chozas de barro junto a la muralla aureliana. Que fundieran, si querían, la placa de bronce con el texto redactado por Casiodoro: Regn. d. n. Theodorico Félix Roma. Que para toda la eternidad quedase constancia de que la Urbe, durante el reinado de su señor Teodorico, fue feliz. Al día siguiente de la repartición de víveres abandonó la ciudad, y acompañado por su guardia goda, se alejó a caballo por la calzada que conducía a Nápoles.

¡Qué hermoso era el sur de Italia! ¡Qué magnífica era aquella tierra que el destino le había confiado! Los campos, las montañas, las flores, los árboles, el cielo y los ríos. Eran hermosas hasta las ruinas en las cuales se ofrecían antiguamente sacrificios a los dioses griegos, como le contó su acompañante romano. Una espléndida columnata bordeaba el camino real, sobreviviendo al tiempo y a los hombres. Teodorico prosiguió su camino hacia el cabo Miseno.