Todo es pasajero, sólo Roma es eterna. Casiodoro creía ser el único que luchaba en nombre de un rey bárbaro contra el carácter efímero de una ciudad. Durante las horas de la noche, su punzón recorría incansablemente el papel. Cada una de sus palabras era un suspiro de nostalgia por la antigua gloria. Canales, conducciones de agua, circos, templos, palacios, todos eran deseos predilectos de su imaginación. Si el Senado no prestaba ayuda, recurriría con sus cartas al Papa: el rey no debía ver ruinas cuando visitara Roma.
Hacía años que duraba la lucha entre Ravena y Roma: Teodorico construía una nueva ciudad cristiana. En la ciudad protegida por pantanos no había circo, ni basílicas, ni foros. Ahora se levantaban templos de estilo bizantino, pero que eran más ligeros y claros que los de Constantinopla. La vida de Ravena, que giraba en torno a la corte del rey, era una cosa, y otra era la vida en Roma, donde las palabras del rey llegaban como una orden lejana. Aquí el Senado decidía en todos los asuntos mundanos, pero también pesaba la palabra del Papa. Y en última instancia era el nombre del emperador Anastasio el que sancionaba todas las leyes. El Senado mandaba al palacio imperial los documentos importantes con las naves que se hacían a la mar en primavera; y en Bizancio —según era tradición— dichos documentos eran registrados y archivados. ¿Vendría a Roma Teodorico? Hacía años que se respondía a los capataces y albañiles: «El patricio vendrá; recibiréis vuestra recompensa».
«Teodorico viene.» La noticia se difundió por la ciudad. Había llegado una carta de Casiodoro para su amigo Símaco, el senador, y Boecio, su joven alma gemela. Los senadores se reunieron aquel mismo día. La noticia no llegaba realmente en el momento más propicio. La tesorería de la ciudad volvía a estar vacía, porque habían tenido que ser reparados nuevos tramos de las conducciones de agua, y las inundaciones de primavera habían causado grandes daños en los campos. ¡Seguramente el rey no vendría con las manos vacías, y Roma podría ser embellecida gracias a su generosidad! Pero antes era preciso prepararle una recepción. Tendría que aumentarse el número de hombres armados, para ofrecer un séquito de honor digno de tan alto personaje. Había miles de cosas que hacer, y nadie sabía de dónde sacar el dinero.
—El pueblo tiene que sufragar los gastos de embellecimiento de la ciudad —dijo Símaco, que era el senador de más prestigio—, pero nosotros los patricios también hemos de contribuir. Al fin y al cabo es con nosotros con quien el rey pasará gran parte de su tiempo.
Hacía más de diez años que Roma no recibía ninguna visita principesca. ¡Cuánto tiempo había pasado desde la entrada triunfal de Odoacro, cuando hizo ejecutar al pie del Capitolio, entre los gritos de júbilo del pueblo, al rey rugieno Fava, que se había rebelado contra Roma!
¡Cuántas cosas habían ocurrido desde entonces!… Símaco recordó el aspecto de la Urbe en aquella época. Era un nido de peste y suciedad, y los desperdicios cubrían el Foro romano. El Tíber se desbordaba todos los años, arrastrando consigo a las ruinosas barracas. En la marcha triunfal habían desfilado los guerreros de las tropas bárbaras de Odoacro… y todos los habitantes de Roma rezaban para que no se desmandasen aquellas bestias ocultas bajo una envoltura humana. Dos años más tarde, este mismo Odoacro llamó en vano a las puertas de Roma. Los arqueros del Senado se apostaron en los torreones, y los soldados tensaron las cuerdas de las ballestas. Desde entonces, Roma no gozaba de buena reputación entre los príncipes. Los cónsules cambiaban todos los años, y el pueblo sólo se acordaba de los que habían organizado los juegos más costosos.
La casa de Símaco, en la ladera del Palatino, albergaba a varias familias; a nadie molestaba el hecho de que el ruinoso tejado no impidiese la entrada de la lluvia en el sotabanco. El propio jardín presentaba la salvaje belleza de una espesura de laureles. La gran mansión, una de las propiedades de la familia de Anicio, tenía ya varios centenares de años. Los jóvenes, que sólo conocían de oídas las épocas calamitosas, hubiesen emprendido de buena gana el trabajo de reparar la deteriorada techumbre.
El aposento de Boecio se hallaba junto al jardín. La hija de Símaco, Rusticiana, era la esposa del joven erudito, cuya fama había traspasado las fronteras de Roma. Su mente investigaba las profundidades de la filosofía, amaba la música, pero también estudiaba el curso de las estrellas y la geometría. En su taller se construían misteriosos aparatos, auténticas maravillas de la mecánica. No ignoraba ninguno de los descubrimientos de los antiguos, ya fueran griegos o latinos. En su aposento se amontonaban los rollos de pergamino, cuya copia le había costado grandes sumas de dinero. Era el único derroche del que se podía acusar a Boecio. Los libros eran caros, y hacía tiempo que había pasado la época en que los talleres de los copistas abundaban como setas en los foros. Actualmente, sólo los sacerdotes y los monjes se dedicaban a la copia de libros. Era un trabajo fatigoso, que requería mucho tiempo. Los amantes de los libros recordaban con un suspiro los tiempos en que podían encargar manuscritos en el gran taller de los hermanos Sosius o de otro que tenía su taberna en las proximidades del templo de Vertumnus, y obtenerlos al cabo de pocos días. Cuando Boecio leía a los poetas antiguos, pensaba con nostalgia en los viejos tiempos de la Urbe. Hoy todo era mezquino y pobre, y los hombres se habían convertido en enanos. Los patricios vendían a la mayor parte de sus esclavos: ¡cómo mantenerlos en una época de tanta penuria!
Fue un gran día en casa de Símaco y Boecio aquél en que llegó Casiodoro para preparar el recibimiento del rey Teodorico. El magister officiorum pensaba alojarse en casa de sus amigos, y era preciso decidir dónde viviría Teodorico como huésped de la capital.
Rusticiana era una mujer singular. El trabajo de la cocina y de la casa no la absorbía. Vivía con su marido en el mundo de la antigüedad, leía libros griegos y le gustaba copiar sus textos preferidos. Muchas veces visitaban la casa jóvenes filósofos, y Rusticiana tomaba parte en sus debates. Algunos de estos jóvenes estaban al servicio del Senado o del prefecto de Roma, otros estudiaban en la Academia, que había podido abrir de nuevo sus puertas gracias a la inspiración de Símaco y a la generosidad de Teodorico.
Casiodoro llegó hacia el atardecer. Se apeó de un ligero carruaje, y sus rollos de manuscritos fueron llevados a su aposento. Estaban destinados a servir de lectura, pero al mismo tiempo como regalos: en Ravena eran más baratos los manuscritos griegos. Rusticiana susurró a su marido:
—Nuestro huésped ha traído consigo los regalos más valiosos.
Casiodoro se sacudió el polvo de las ropas, recorrió la casa y comprobó con alegría que por doquier, en el jardín, en el atrio, en el baño, manaba la costosa agua romana. Pensó en su infancia, cuando en la ciudad fueron cavados los pozos. Casiodoro no pidió una copa, sino que probó el agua recogida en su mano. ¡Qué fresca, qué sabrosa, qué romana! Recordó que había sido tres años antes, durante una conversación con Teodorico, cuando le animó a emitir un decreto sobre la reparación de las conducciones romanas. El rey renunció a los impuestos durante todo un año, para que los romanos pudiesen emplear el dinero en poner de nuevo en funcionamiento el acueducto y la Cloaca máxima.
Cuando Casiodoro redactó entonces la orden real, pensó: «Todo esto es sólo una hermosa ilusión». Vio la urbe sucia y abandonada de su niñez, recordó los ardientes veranos, el agua pantanosa del Tíber… y cerca, en la Campagna, al pie de los montes Sabinos, los acueductos en ruinas, cuyas aguas se derramaban inútilmente al cabo de unas millas.
¡Y qué delicioso se antojaba ahora en el jardín de Boecio el chorro de agua que brotaba de las fauces de un león con todos los colores del arco iris! Los arbustos medio agotados habían reverdecido, renaciendo el arte de la jardinería, elogiado por Horacio. Las malas hierbas habían desaparecido, y al borde del césped florecían los parterres. En los árboles anidaban los pájaros, y dos pequeños corzos correteaban por el jardín de Símaco. Se acercaron al huésped desconocido, y se detuvieron a unos pasos de distancia, como si quisieran pedirle algo… o solamente inspirarle sorpresa.
Su lecho no era duro; esto fue una novedad agradable. Según la regla de oro de la hospitalidad tradicional, un amigo que llegaba de un largo viaje no podía ser importunado hasta que hubiera descansado la primera noche y se hubiese habituado a su nueva vivienda. El dueño de la casa no sostendría con él una larga conversación hasta la hora del desayuno. Casiodoro ordenó sus manuscritos cuando apenas amanecía. Ser huésped en Roma le causaba una grata impresión. Bajó al jardín. La noche anterior había visto los surtidores. Ahora se detuvo ante ellos como ante el milagro de la resurrección. En el lado izquierdo de la casa vio escaleras y herramientas, y no le parecieron muy usadas. Así pues, en casa de Símaco el trabajo debía de haber comenzado hacía poco tiempo.
Las ventanas estaban abiertas. Alguien dictaba. Conocía a Boecio desde niño, pero hacía muchos años que sólo sabía de él a través de informes o cartas. Ahora, el latín clásico le convenció de que quien dictaba sólo podía ser su joven anfitrión.
Cuando Casiodoro tomó asiento en un pequeño banco, junto al cual manaba un chorro de agua de una cabeza de Cupido, oyó la voz que dictaba citando a Platón: «¡Feliz la ciudad cuyos gobernantes son filósofos, o que, por lo menos, estudian filosofía!»
¿Es feliz esta ciudad…? Pensó en Teodorico. El propio Casiodoro no había visto el cuerpo mutilado de Odoacro, pero nadie en Ravena olvidó jamás aquel suceso. ¿Quién podía llamar filósofo al rey de los godos? Su espíritu inquieto no seguía nunca el intrincado orden de ideas de los filósofos antiguos. Ni siquiera el logos, el juego intelectual digno de los filósofos, interesaba al hijo de Amal. Tampoco le interesaba el mundo de las ideas de Platón. Cuando Casiodoro le hubo explicado cómo el filósofo ateniense hubiese organizado el Estado, se limitó a sonreír:
—Este hombre no hubiera sido jamás capaz de gobernar.
Había un abismo de contradicciones entre Teodorico y Boecio.
Rusticiana, a quien Boecio había estado dictando, leyó ahora el texto en voz alta. «¿Dónde está la verdad?», se interrogó Casiodoro mientras se desprendía de las sandalias y dejaba correr el agua fresca sobre sus pies. ¡Qué instante tan hermoso y feliz! Estaba solo… aún disponía de una hora para sí mismo. Los pozos de Roma, las palabras de los filósofos, las sombras de los arbustos; si levantaba la vista, contemplaba el Palatino y el palacio de los Césares iluminados por el resplandor del disco rojo del sol.
Se dispuso la mesa del desayuno en el jardín. Rusticiana era una mujer joven y hermosa. Se movía en la casa del patricio con la misma libertad y desenvoltura de los hombres. Sobre una mesa de tres patas colocó algunos pergaminos que había elegido con su marido. No venían más invitados, la propia mujer ofrecía los manjares y servía un vino seco y claro como el cristal.
La mañana transcurrió entre los goces de la amistad incipiente. Cuando fuese retirada la mesa, podría empezar la conversación. Rusticiana ofreció frutas mojadas en miel y trajo después el agua perfumada para que todos se lavaran las manos. Todo era hermoso e imperecederamente romano.
Casiodoro ya podía empezar su coloquio con los romanos.
Parecía haber transcurrido muchísimo tiempo desde la memorable visita de Odoacro. En el Senado solamente algunos ancianos recordaban cómo debía recibirse a un dignatario que no fuese emperador ni cónsul ni tribuno, sino rey o patricio. Su poder equivalía al número de guerreros que le apoyaban y a la cantidad de oro de su tesorería. Teodorico, en todo caso, poseía el documento del nuevo emperador Anastasio. Según las palabras del basileo, era gobernador de Italia. Un título insuficiente… y una magna tarea.
Casiodoro quería prestar nuevo brillo a las viejas tradiciones. La ruinosa sala del Senado debía estar reconstruida dentro de pocos días; era preciso que desaparecieran las manchas de humedad del techo y el descascarillado de las paredes. Había que dorar de nuevo la rama de palmera que adornaba el sillón del prefecto. Algunas estatuas debían decorar la entrada del Capitolio, y alfombras de púrpura cubrirían los trozos defectuosos de las escalinatas de mármol, de los que a menudo se quejaban los viejos senadores, ya no muy seguros sobre sus pies.
Acompañado de Símaco y Boecio, Casiodoro subió al Palatino. Los viejos muros y las enormes vallas habían desaparecido, y sus piedras habían sido utilizadas en la construcción de casas o establos. Vistos desde el Foro, los gigantescos palacios daban todavía la impresión de estar habitados por los emperadores, pero en su interior todo era ruina y suciedad. ¿Había en toda la Urbe hombres suficientes para transformar dentro de un plazo de dos semanas aquel ruinoso palacio en un hogar para el rey? Faltaban dos marcos en las ventanas, las puertas no encajaban, los tubos de la calefacción estaban rotos y gran parte del plomo había sido destinado a otros menesteres. Pero la orden que traía Casiodoro decía claramente: «Teodorico desea alojarse en el Palatino, en el lugar donde los emperadores romanos vivían y gobernaban». Odoacro no se había atrevido a pernoctar en Roma, volviendo al atardecer a su campamento fuera de las murallas de la ciudad.
En la ciudad escaseaban los constructores, y los pocos que quedaban no eran mucho más que simples albañiles. Pero Boecio poseía mil facetas en su arte: entendía de aritmética, hizo unos bocetos, repartió el trabajo. Casiodoro aflojó el cordón de la bolsa del dinero. Después de tantos años de penuria volvía a ofrecerse a los artesanos paga doble y una espléndida recompensa. Roma se convirtió en un enorme taller; era como si todos los maestros hubiesen decidido hacer su agosto. Carpinteros, albañiles, ebanistas, tejedores y montadores de calefacción tuvieron que improvisar sus materiales, como quien dice, de la nada. Los miembros del Senado se declararon dispuestos a amueblar el palacio del Palatino. No había tiempo para construir muebles nuevos, y de todas maneras, el mobiliario les sería devuelto en cuanto pasaran las semanas de la memorable visita. ¿Cuánto tiempo se quedaría el rey? Con inquietud formularon esta pregunta a Casiodoro, inquietud no exenta de cierto temor. Roma acogía amistosamente al generoso patricio; su suelo seco y sediento ansiaba la lluvia de oro. Pero tener a un rey godo como residente perpetuo en la Urbe… esto no hubiera sido del agrado de nadie.