XXXI

¿Sería posible restablecer todo el imperio occidental por medio de alianzas con los reyes bárbaros?

En África septentrional, en la región de la antigua Cartago, se extendía el reino de los vándalos. En Hispania y el sur de las Galias reinaban los visigodos. El reino de los francos se extendía al norte de las Galias y limitaba con el país de los burgundios.

Al Este se hallaba la región de las tribus errantes, que no delimitaba ninguna frontera.

Mientras en el palacio imperial de Bizancio se hacía año tras año una rendición de cuentas sobre provincias que en realidad no existían desde hacía tiempo —el imperio no podía renunciar a una sola de sus provincias—, el rey godo preparaba en su corte de Ravena una alianza germánica que se apoyaría en la ascendencia común y en la fe arriana. Con estas dos cosas como base creía poder fundar un imperio occidental más fuerte que el anterior.

Hacía años que su hermana Amalafreda vivía con el rey de los vándalos. Una de sus hijas era esposa del rey burgundio, la otra, del rey visigodo. Su sobrina Amalaberga concedería su mano al rey de los turingios.

Como una sombra inquietante se alzaba el rey de los francos, Clodoveo, considerablemente más joven que Teodorico, que había heredado de su padre una estrecha franja de tierra y un montón de guerreros hambrientos y sin hogar. Clodoveo contaba quince años cuando los guerreros le levantaron sobre el escudo, según la antigua tradición, pues aún adoraban a los dioses paganos Odín y Baldur, y ciñeron con una corona la frente del muchacho. Este joven rey convocó a sus guerreros al segundo día de su reinado. «Somos pobres, no tenemos oro, ni trigo, ni vino. Nosotros tendremos que conquistarlo con nuestro esfuerzo. ¿Quién sigue a mi lado?» El reino de Clodoveo crecía de año en año. Venció al gobernador de la última provincia romana, y en sus manos cayó Durocortórum y un gigantesco botín. Sometió a príncipes de su familia, y también los reyes merovingios reconocieron su superioridad. Este príncipe pagano resolvió después apoderarse de todas las Galias; no se sentía ligado por ningún vínculo con los arrianos germánicos. Se decía que el obispo católico de Durocortórum era un huésped frecuente en el palacio del joven rey.

Teodorico veía en el rey de los francos, que ahora tendría unos treinta años, a su único enemigo verdadero. Hasta la fecha había conseguido siempre evitar refriegas en las zonas fronterizas, con las que incluso intercambiaba anualmente mensajes de amistad. Pero a la cancillería de Ravena llegaban con alarmante frecuencia noticias de las Galias; todos los años caían en poder de Clodoveo nuevas provincias, nuevos ríos y nuevas tierras de regadío. Y también nuevas ciudades…

En estos siglos, la ciudad significaba sabiduría, casas y oro.

Clodoveo y su hermana Audafleda habían perdido a sus padres siendo muy niños. Crecieron entre el ruido de una guerra perpetua, en el umbral entre la vida y la muerte. La niña compartía la existencia de su hermano, cabalgaba a su lado durante las primeras campañas, y estuvo presente en el mercado de Augusta Suessionum, cuando los francos se repartieron el botín. Un guerrero eligió para sí una copa de vino que el joven rey había pensado regalar al obispo Remigio. Pero al guerrero franco le tenía sin cuidado el deseo de su rey, y se negó a entregar el cáliz. Entonces Clodoveo desenvainó la espada, y el guerrero se enteró al precio de su vida de que no era aconsejable para un «igual» oponerse al rey. Se trataba de la famosa copa de Augusta Suessionum, que hizo nacer entre los guerreros el respeto y el temor hacia su joven rey. Audafleda presenció la escena, y cuando se hallaba junto a su hermano ya no temía los gritos salvajes de los caudillos francos.

Clodoveo, a quien el paganismo no convencía, estaba ante una encrucijada. ¿Seguiría la fe arriana o la católica? Todos los países germánicos habían adoptado la doctrina de Arrio, y todos los romanos se habían acogido a la iglesia ortodoxa. En las tierras del rey vándalo, los católicos eran víctimas de persecuciones sanguinarias que superaban incluso a las de los antiguos emperadores romanos.

Clodoveo permaneció indeciso mucho tiempo. ¿Dónde conseguirían mayores ventajas? ¿Cuál sería la recompensa de una conversión? ¿Qué podía ofrecer el cristianismo romano, y qué, los arrianos? Si se dejaba bautizar por el obispo católico, todos los reinos germánicos estarían contra él, pero en cambio contaría con la alianza del lejano emperador y con el apoyo de todos los obispos que vivían en las distintas provincias; estaría seguro en cualquier parte donde se profesara la fe romana.

Audafleda aún no había sido bautizada cuando llegó la legación de Teodorico. Los condes godos no venían de manera inesperada. El noviazgo fue precedido de prolongadas negociaciones en las que se discutió la dote, el regalo de provincias y de enormes sumas de dinero, y también el tema de la fe. Cuando ante la frontera de las Galias apareció el primer mensajero con destino a la corte de los francos, el rey Clodoveo supo que tendría que separarse de su hermana.

Ambos eran fruto de una unión por amor. Su padre, el rey Childerico, había huido en calidad de desterrado a la corte turingia, donde nació un amor incontenible entre él y Basina, la esposa del rey. Childerico raptó a la esposa de su anfitrión, y con ello se granjeó no sólo el odio de Turingia, sino el de todo el mundo germánico. Los dos amantes lucharon contra el destino y contra sus enemigos, pero esta lucha desigual les privó de todos sus bienes y finalmente, de la vida. Quedaron sus dos hermosos hijos. Al cabo de dos decenios nadie hablaba ya del memorable rapto.

Audafleda creció entre cambios constantes. Batallas, asedios de ciudades, tranquilos inviernos en una fortaleza romana conquistada, campañas, continuas deliberaciones de los hombres. Audafleda, huérfana desde niña, no era cristiana, pero tampoco era pagana. Los nombres de Odín y Baldur ya no significaban nada para ella; a los sacrificios del bosque acudían cada vez menos guerreros. La hija del rey había aprendido el alfabeto de los cristianos. Cuando la visitaba el obispo Remigio de Durocotórum, sabía cómo debía recibirse a un sacerdote de su categoría, y qué honores debían rendírsele.

Audafleda vio entrar a los enviados godos en Augusta Suessionum. Se tomaron unos días de descanso para estar frescos y reposados el día de la audiencia. Se advertía que los señores godos se habían refinado desde que vivían en Italia. Llevaban capas de pieles bien curtidas y yelmos adornados con cuernos; pero su coraza, sus armas, sus sandalias y los arneses de sus caballos ya eran romanos. Los rostros afeitados de los secretarios, su nariz recta y su cabello oscuro traicionaban su sangre itálica. Los caballos tiraban de carros cuyas ruedas eran ligeras. Cuando los legados se cansaban, podían reposar en los carros. Les seguían los carromatos con los regalos y el equipaje. Un grupo de jinetes godos cerraba la comitiva.

¿Cuántos meses faltaban para el final del verano, para que Audafleda viajase a Ravena desde Durocortórum? ¿Cuántas semanas pasarían antes de que estuviese reunida la dote de la novia, y se hubiese obtenido de los campesinos la última joya, la última moneda de plata, la dote real sin la que Audafleda no podía pisar terreno itálico?

Por fin llegó el momento en que la hija del rey franco pudo emprender el viaje a Italia, al reino de los godos. «¿Hablas latín?», preguntó Casiodoro, el último en llegar a Durocortórum para la petición de mano. Este «scisne latine» sonó como una exigencia a la cual ella apenas respondió. Su futuro marido no se parecía a los burgundios ni a los turingios, esos príncipes barbudos y habladores que en la mesa se tiraban los huesos unos a otros cuando el vino de Durocortórum se les subía a la cabeza. «¿Hablas latín?», preguntó el enviado. Y este enviado hablaba en voz baja, era un hombre distinguido, pero no un sacerdote. Sin embargo, no llevaba armas, y ceñía su frente una corona de laurel. Su título era: magister officiorum. A él confiaba su Majestad los asuntos de palacio y de la casa real. ¿Qué edad tenía Teodorico? Había quien todavía recordaba la campaña de las seis mil lanzas… y contaba los años a partir de entonces. Podía doblarle la edad a Audafleda, que contaba veintidós primaveras.

—¿Ha tenido el rey una esposa legítima?

Casiodoro había oído hablar de una doncella de Iliria, hija de un magistrado de la ciudad. Se rumoreaba que Teodorico no la había olvidado jamás, y que estaba arrepentido de haberla dejado marchar. Cuando cruzaban Mesia, vivió con la hija de un noble godo de la misma manera que Erelieva cohabitara con el rey Teodomiro. Esta mujer, que estaba enterrada a orillas del lejano Ister, había dado dos hijas a Teodorico. Una de ellas era ahora reina de los burgundios, la otra, de los visigodos. Casiodoro ignoraba incluso el nombre de esta mujer goda.

—¡Teodorico no ha tenido nunca una esposa con la cual estuviera unido en nombre de Cristo!

—¿Qué… qué clase de hombre es?

Casiodoro era uno de los miembros más poderosos de la cancillería de Ravena, un cortesano culto y reflexivo que hablaba con su futura soberana. En la pregunta se ocultaba la congoja, la curiosidad, y tal vez una chispa de recelo.

—Posee dos almas, Audafleda. Una romana y una goda, una buena y una cruel. Es sabio, pero irascible. Posee la sabiduría del mundo, pero no tiene una gran opinión de los filósofos.

—¿Qué son los filósofos?

—Hombres que edifican un mundo imaginario con la fuerza de sus ideas. Y sin embargo, este mundo es más fuerte que todo lo demás… pero no puede ser comprendido por nadie que no conozca la fuerza de la razón.

—¡Háblame de Ravena, señor!

—Yo soy romano. Nada puede compararse con la Urbe, que fue erigida sobre siete maravillosas colinas. Pero Roma ha sido reducida a cenizas muchas veces. En la actualidad, los pantanos emanan venenosos vapores, que flotan sobre la ciudad. En cambio Ravena disfruta ahora de su período álgido. Es la ciudad de Teodorico. ¿Sabes qué es un mosaico? Con miles y miles de diminutas piedras de colores se forman murales resplandecientes que representan el rostro de Jesucristo, a sus ángeles, y muchas otras cosas. Todo brilla en las iglesias. Todo resplandece en el palacio del rey. Cien mensajeros a caballo están dispuestos a difundir sus órdenes.

—¿Cómo es el rey?

—Lo preguntas por segunda vez, y esto es inteligente por tu parte. A esta pregunta siempre obtendrás de mí una respuesta diferente, y sin embargo, todas serán ciertas. Ya no es muy joven, de las batallas regresó con heridas, y las cicatrices se advierten en su rostro. Le falta un dedo en la mano izquierda. Cuando se aproxima el invierno, le duele la pierna, que en Soncino fue atravesada por una flecha. En el hombro debe tener una gran cicatriz, pues un hacha de combate le hirió, y tuvo mucha suerte de que la hoja no penetrase más adentro. En la frente tiene una cicatriz, pero el rostro es liso y agraciado. Cuando se inclina sobre un pergamino para leerlo, podría ser tomado por un sacerdote. Sus cabellos rubios ya tienen hebras de plata. Cuando se pone en pie, es un hombre alto y corpulento. Monta a caballo todas las mañanas, antes de iniciar el trabajo con los asuntos de estado. Sobre la silla tiene la prestancia y la seguridad de sus veinte años. Cuando el día toca a su fin y habla para resumir los acontecimientos, su voz es tranquila. Yo escribo en un libro lo más importante. Cuando tú vivas a su lado… también sabrás todas estas cosas.

—Háblame de la dama Erelieva…

—Le dio la vida. Le vestía para las batallas. Le ha seguido a través de muchos países. A caballo, en carro, a pie. Compartió con él las penalidades que sufrieron al cruzar los Alpes. Cuando su hijo se preparaba para la decisiva batalla a orillas del Soncino, le cubrió con el manto de púrpura. Sólo en una cosa ha desobedecido a su hijo: Erelieva ha adoptado nuestra fe. Se ha convertido al catolicismo. El obispo de Verona la admitió en el rebaño de sus fieles mientras Teodorico ponía sitio a Ravena.

—A mí me bautizará el obispo Remigio antes de que emprenda el viaje. Ya ves, señor, lo peculiar que es todo esto. Dos mujeres de fe romana vivirán juntas, como si fueran madre e hija. Erelieva y yo. Y los dos hombres de mi vida, mi hermano, que derrama las primeras gotas de vino de su cuerno en honor de Odín, y Teodorico, que profesa la fe de Arrio. Ya ves cuan difícil es… cuan difícil es comprender todo esto.