En Roma, un ejército de obreros bajó después de muchos años al mundo de los canales subterráneos, para limpiar aquella notable obra de los tiempos antiguos, la Cloaca máxima, que en un tiempo conservase limpia la ciudad y evitase que la basura diaria del millón de habitantes infectase el aire de Roma. Los viejos todavía recordaban que las aberturas se limpiaban con regularidad, y la guardia castigaba severamente a cualquiera que tirase desperdicios por las calles. Los viejos lo recordaban, pero los jóvenes sólo conocían una Roma sucia y maloliente, cuyas calles estrechas despedían un hedor casi insoportable. Todas las noches salían miles de perros y gatos a escarbar en los montones de basura.
«Por orden de Teodorico», dijo el jefe de los pelotones de trabajo, mientras se introducían botes por las aberturas de los canales, que ahora volverían a recorrer el sistema subterráneo de la cloaca.
Mientras los hombres vestidos de cuero descendían al reino de las oscuras aguas, que durante los últimos decenios sólo sirvieran de ruta de huida para los más peligrosos ladrones, en los alrededores de Roma se iniciaron otros trabajos de distinta índole. Gran parte de las conducciones de agua romanas aún subsistía, pero donde el rayo había destrozado un solo arco del acueducto, o las plantas habían practicado finas hendiduras en la piedra, se desperdiciaba el agua que los antepasados condujeran hasta Roma desde los montes Sabinos. Charcos y pantanos hicieron su aparición en las cercanías de la ciudad. La población de la Urbe se veía obligada a cavar pozos y beber el agua impura de su fondo. Ahora el prefecto recibió la orden de enviar albañiles que reparasen las conducciones de agua. El rey escribía que haría frente a todos los gastos, por elevados que fuesen.
El secretario del Senado reconoció el estilo de Casiodoro. Este joven escriba era actualmente uno de los hombres más influyentes del palacio de Ravena. Su sabiduría casi igualaba la de los antiguos pretores romanos, y su elocuencia recordaba la época más gloriosa de la república. Los decretos aparecían en forma de cartas reales y llevaban el sello de Teodorico: legi —lo he leído—. Todo el mundo sabía que el rey tenía una placa de oro en la que estaban grabadas estas cuatro letras. Teodorico sabía leer, pero no escribir, se decía en las cancillerías. Con un punzón imitaba las letras grabadas. De este modo aparecía el sello de Teodorico en las tablillas o los pergaminos. El secretario romano sabía que Casiodoro había formulado en latín la voluntad de Teodorico. Los senadores se inclinaron sobre el documento; les pareció que volvían a oír el rumor de los pozos de Roma.
El rey ordenaba también al prefecto que hiciese reparar los antiguos almacenes municipales donde en tiempos de la república y durante la época de los emperadores se almacenaban las reservas de cereales. Cuando venían tiempos de escasez o no llegaban puntualmente de África los barcos cargados de trigo, siempre se podía contar con aquellas reservas, gracias a las cuales, la alimentación de los habitantes estaba asegurada.
La orden de Teodorico mencionaba que el pueblo no debía olvidar nunca que podían presentarse tiempos de escasez, especialmente si los campos no estaban bien cuidados. El rey sabía que la población de la Urbe contaba con las reservas de cereales. Sin embargo, ahora sólo serían repartidos entre aquellos que hubiesen participado durante la época de abundancia en los trabajos de la ciudad. En primer lugar serían recompensados los voluntarios que estuviesen dispuestos a reparar los daños causados por los incendios y la devastación. A ellos les corresponderían raciones dobles y triples, y serían los primeros en recibirlas. ¿Qué quedaría para los demás? El rey era de la opinión de que el Senado no tenía obligación de alimentar a los inútiles y ociosos.
Llegaron las lluvias otoñales. Las gentes del prefecto limpiaron los arroyos de las calles, y el agua de la lluvia no encontró obstáculos en su camino hacia los canales subterráneos. Los obreros municipales se llevaron en carros la suciedad amontonada junto a las aberturas de los canales, y las calles volvieron a estar limpias. Tres días antes de Navidad empezaron a manar los manantiales y los caños de las termas, secos desde hacía medio siglo. El pueblo corrió a los pozos públicos, que estaban rodeados de malas hierbas. El agua volvía a manar en potentes chorros… tan fresca y limpia como nacía en los montes Sabinos.
Después de Navidad, los albañiles y constructores volvieron de los montes. Un comité especial del Senado designó las casas, palacios y basílicas que el curso del tiempo había deteriorado, y en primer lugar aquéllas que los habitantes del barrio habían saqueado, pese a todas las prohibiciones, atraídos por sus excelentes materiales de construcción. ¿A quién importaba, en una ciudad tan gigantesca como Roma, que el pico destruyera estatuas de mármol, frescos y relieves?
Hombres armados acompañaban a los picapedreros, y cuando al atardecer los habitantes de la ciudad salían de paseo, se dirigían al pie del Palatino para ver de nuevo provistos de tejado un antiguo palacio o un edificio público, durante muchos años juguetes de la lluvia y el viento. Cuando se iniciaban en alguna parte trabajos de reconstrucción, el escriba del magistrado anunciaba por tres veces: Por orden del rey y patricio Teodorico.
Casiodoro, el culto ministro del rey, amaba apasionadamente a Roma y deseaba para ella su antigua gloria. Transformaba las secas y concisas palabras del soberano en frases llenas de belleza. Poco a poco fueron conociendo en el Senado, en la corte e incluso en el palacio imperial aquellos documentos tan cuidadosamente redactados. Ya casi había sido olvidado el hecho de que en el transcurso de cinco años se sucedieron nueve emperadores, que los bárbaros conquistaron la ciudad, y que la Urbe y el imperio vivieron horas de auténtica miseria. Casiodoro escribía como si todo aquello no hubiese ocurrido. Roma seguía en su lugar, vivía y resplandecía, como también la tierra de Italia. Las viejas leyes eran observadas, los ancianos del Senado, honrados. Los ladrones recibían su castigo y se perseguía a los criminales. El rey Teodorico atendía a todo, lo vigilaba todo.
El rey vigilaba sin cesar. A menudo, los ojos de sus consejeros se cerraban por el cansancio mientras él discutía una y otra vez sobre un asunto determinado. Este hombre de cuarenta años volvía siempre fresco de su cabalgata matinal; se ponía una ligera túnica romana y ocupaba su lugar en el consejo. Cuando no veía claro algún problema, interrogaba uno por uno a sus consejeros. ¿Era el mismo Teodorico que partiera en dos el cuerpo de Odoacro y ordenase matar a sus adversarios bárbaros al final de aquella cena? ¿Era el mismo Teodorico que viviera como príncipe bárbaro de los godos en el campamento de carros?
Cuando alcanzó la frontera de Italia, hablaba con mucha imperfección la lengua de los romanos. Ahora ya no era necesario que un intérprete godo o griego tradujese sus palabras. Sus frases latinas eran todavía algo toscas, pero todo el mundo comprendía lo que quería el rey. ¿Era éste el mismo Teodorico que una vez devastara Tracia con sus guerreros?
Casiodoro hablaba, durante las tranquilas horas del atardecer, de sus amigos. El noble Símaco y su yerno y pupilo, Boecio, de la estirpe de Anicio, eran el orgullo de la Urbe. Su intelecto resplandecía, eran los favoritos de las musas. A instancias de Símaco se dio nuevo impulso a la Academia, y los jóvenes acudieron en masa a sus aulas. Su mejor alumno, que no tardó en superar al propio maestro, fue Boecio. El muchacho quedó huérfano a muy tierna edad, y fue acogido en casa de su pariente Símaco.
El ministro deseaba atraer a Roma a Teodorico, hacerle abandonar la fortificada Ravena, y obligarle a olvidar Verona, que el hijo de Amal (en recuerdo de su primera gran victoria) había convertido en la ciudad más bella de Italia. La gloria y el esplendor de la Urbe le atraerían; tal vez Roma consiguiera deshacer el vínculo que unía a Teodorico con la fe arriana, pues esto constituía uno de los principales obstáculos para que el rey llegase a ser un auténtico romano.
«Roma te reclama, mi rey.» Este ruego de los enviados sonaba cada vez más insistente; y cada día era más apremiante la pregunta de por qué el rey no iba a la Urbe. ¿Por qué no hacía su entrada en la ciudad, como exigía la tradición? Quien proporciona agua y cereales, instaura el orden y aleja a los enemigos, es príncipe de Roma, sea cual sea el título que le otorgue el pergamino de Bizancio. «¡Ponte en marcha hacia Roma, rey Teodorico!»