Ariadna, con ropas blancas de luto, presidía el consejo de la corona. Ministros y tesoreros escuchaban el panegírico que hacía del difunto el poeta de la corte. Todos los rostros expresaban el dolor que la corte exigía a cuantos residían en ella. Un Silenciario espiaba el semblante marmóreo del otro. En este panegírico, Zenón flotaba en la niebla dorada de los dioses del Olimpo. Se glorificaba a aquel hombre receloso y vulgar a quien la gracia imprevisible de Dios había permitido ocupar el trono de los emperadores por más tiempo del acostumbrado en Bizancio.
Ariadna, la bella emperatriz, escuchaba el panegírico como una estatua viviente del dolor. Sólo el fino óvalo de su rostro se distinguía entre los velos. Se había cubierto de velos como si fuera la viuda desconsolada, que únicamente permanecía en este valle de lágrimas porque el interés del imperio así lo exigía.
Los ojos de Ariadna sondeaban a los consejeros. Eran los callados ministros del imperio, los depositarios de los secretos de Estado. Su lenguaje era calculado, sus declaraciones, transparentes como el cristal. Durante noches enteras se inclinaban sobre un rollo de pergamino hasta que la ley, el decreto, las instrucciones al enviado o la orden a los jueces estaba impecablemente formulada.
Zenón se había apoyado considerablemente en su esposa durante los últimos días de su vida, aunque sabía que ella no le amaba. Zenón lo dejó todo a Ariadna: el sello imperial, el cetro y el círculo de consejeros.
Mientras no fuese coronado un nuevo emperador, los intereses del imperio estaban en manos de Ariadna.
Durante el panegírico, que duró tres horas, la emperatriz estuvo comparando a sus consejeros. La avidez de poder, contenida durante tanto tiempo, hizo ahora presa en ella. Había vivido en palacio desde su nacimiento, como hija del emperador y como esposa del emperador. Su existencia y el imperio, su vida y el palacio, y la fe en la inmortalidad de Bizancio estaban en Ariadna indisolublemente unidos. Pero al mismo tiempo sabía que una mujer no podía gobernar sola. El ceremonial exigía un hombre, como también los guerreros y los gobernadores de las provincias.
Ahora se hallaba libre de las ataduras que durante tantos años la encadenaran a Zenón. Ahora podía elegir. Un marido y un emperador. Lo que esperaba ante todo de su imperial esposo era que la eximiese de las pequeñas preocupaciones del gobierno, que asumiera la vigilancia de las tropas, y que le autorizase a participar siempre que quisiera en los asuntos de religión y de tierras e imperios lejanos.
No debía ser de procedencia modesta; ningún isaurio, ilirio o tracio, que hasta el fin de su vida no supiese hablar correctamente el griego. Tenía que ser bizantino, cuya estirpe se remontase a Roma o a los reyes griegos, y por supuesto, obediente y que dejase a la emperatriz plena libertad de acción.
El rostro de mármol era impasible, sólo su mirada iba de un consejero a otro. Se trataba en su mayor parte de padres de familia, pero también había eunucos entre ellos. Todos procuraban superar en inteligencia a los demás. Al final se fijó en el Silenciario, Anastasio. Seguían sonando las palabras de alabanza, que ya nadie escuchaba. Ariadna sorprendió la expresión cansada de los ojos, que no conocen el disimulo; todos estaban hartos de Zenón y de su gloria.
Sí, Anastasio era preferible a los demás. Tenía cuarenta años y era viudo. Esto facilitaba mucho las cosas. Procedía de una familia distinguida, y desde su juventud, lo que más le entusiasmaba era la lectura. Ocupaba un elevado puesto en la cancillería, aunque no podía decirse que fuese más listo o más tonto que los otros, no se había mezclado nunca en heréticas discusiones sobre religión. Era un hombre de estatura mediana y calva incipiente. Tenía los dientes blancos, y cuando sonreía, su rostro no resultaba desagradable. No llevaba barba, y su perfil no recordaba el de un bárbaro. ¿Anastasio? ¡Qué poco sabía Ariadna de los miembros del consejo!
Tal como exigía el ceremonial, tras el panegírico pidió Anastasio una audiencia a la Augusta. Después de rozar con sus labios los escarpines de púrpura y la orla de su manto, ya podía levantarse, y como no se trataba de asuntos personales, sino de cosas relativas al imperio, el Silenciario ya maduro tenía permiso para tomar asiento. Se trataba de un gran favor, que hacía más fácil la conversación.
Fausto Níger, el prefecto romano, esperaba desde hacía semanas en el palacio imperial. Traía un mensaje de Teodorico, aunque también venía oficialmente como legado del Senado romano. El dinero del viaje se le había terminado, pues no podía calcular que debería esperar tanto tiempo. La enfermedad del emperador, el empeoramiento de su estado y su fallecimiento fueron las causas de la demora. Por este motivo Fausto le había visitado el día anterior para comunicarle que si no era recibido en el plazo de algunos días, tendría que regresar a Roma.
—Teodorico es el hijo adoptivo del bienaventurado emperador. El nuevo Augusto no estará atado por este vínculo familiar. De todos modos, el legado romano llegó cuando el emperador aún no había ido a descansar en brazos del Señor.
—Lo esencial, Anastasio.
—Teodorico se ha librado del usurpador. La mayor parte del ejército romano se ha pasado a los godos. Italia está en sus manos. El Senado se inclina ante él.
—¿Cuál es la situación legal?
—El edicto que aún hoy sigue regulando su gobierno de Italia fue, con permiso de Vuestra Majestad, formulado por mí. Lo redacté de manera que pudiese interpretarse según las conveniencias. También puede ser rescindido en cualquier momento. Nos permite, además, estrechar o ensanchar la esfera de su influencia. Podemos nombrarle rey o hacer que siga siendo gobernador por un tiempo indeterminado.
—¿Qué propondrías tú, Anastasio?
—Teodorico es demasiado fuerte para que sea aconsejable llevarle la contraria. Augusta, seguramente continúa fresco en tu memoria el gozo que sentimos el día en que el ejército bárbaro abandonó los límites de Bizancio. Odoacro no era un servidor obediente. Teodorico, en cambio, ha vivido aquí, y sabe lo que hace grande a Bizancio. Si me permitís un consejo, yo recomendaría a Vuestra Majestad que recibáis a Fausto Níger. Como príncipe del Senado romano, tiene además la categoría de patricio. Mientras tanto, yo, si las sabias palabras de Vuestra Majestad quieren iluminar mi intelecto, comenzaré a redactar el segundo edicto. Éste podría dar al godo más atribuciones… tal vez nombrarle, si Teodorico tiene derecho a ello, rey de todos los godos en Italia.
Las expresiones de Anastasio denotaban inteligencia. Su porte era agradable, pese a haber superado ya la mitad de su vida.
—¿Tienes un hijo, Anastasio?
La pregunta era inesperada, pues en los aposentos imperiales no solían mencionarse estas cosas entre gobernante y súbdito. Anastasio no podía formular ninguna pregunta a la Augusta. Inclinó la cabeza.
—Mi hijo cayó en la guerra contra Persia.
—¿Desde cuándo eres viudo, Anastasio?
—Hace ya tres años, Augusta, que murió mi esposa.
—No se deben mencionar asuntos personales cuando el emperador habla con un súbdito. Sabes muy bien que conozco el lenguaje de palacio y que nunca he infringido sus reglas. Ahora tampoco las infrinjo al hacerte estas preguntas, Anastasio.
—Majestad, la penumbra nubla mi mente. Si no confiase en la salud de mis sentidos, creería que soy víctima de un sueño imposible.
—Anastasio, su Majestad es diferente. Bizancio está en mis manos. Pero una mujer sólo puede ser basilisa.
—Todos esperamos la sabia decisión de Vuestra Majestad. Bizancio se inclinará ante aquel a quien elija la Augusta.
—¿Has pensado alguna vez, Anastasio, en cómo gobernarías si fueses emperador?
—Muchos consejeros, en sus horas febriles, pueden haber tenido pensamientos tan herejes. Os ruego, Majestad, que me creáis si os digo que jamás caí en esta tentación.
—¿Te gustaría convertirte en emperador, Anastasio?
El hombre se puso en pie. Hacía demasiado tiempo que vivía en Bizancio y residía en palacio. Con la diestra dibujó repentinamente una cruz sobre su pecho, que en presencia de la muerte era un signo de total y profundo arrepentimiento. Alguien debía haberle acusado, alguien pretendía quitarle la vida. Seguramente había hombres armados tras la puerta, y su destino ya estaba decidido cuando entró en esta habitación.
—Augusta, no he faltado en mi fidelidad. No he abrigado codicia alguna. Soy vuestro esclavo, haced conmigo lo que os parezca, si ello es en interés del imperio.
La mujer vio caer la diestra después de hacer la señal de la cruz. «Cuan fácilmente los hombres renuncian a la vida», pensó la emperatriz. El alma de este hombre era un libro abierto. Podía leer sus emociones en su rostro.
—No temas, Anastasio; nadie te hará ningún daño. He estudiado a los Silenciarios, y los he desechado a todos menos a ti. Si no te ata ningún voto a la viudedad, te ofrezco mi mano y el trono de Bizancio. Mis palabras son inesperadas para ti. Vuelve durante las horas de la siesta. La recepción de Fausto Níger es lo bastante importante como para justificar una segunda visita tuya. Te espero cuando los granos de arena del reloj hayan caído dos veces.
Anastasio era bizantino. Cuando estaba preocupado, cuando algo le salía mal, cuando no encontraba la palabra justa mientras reflexionaba o escribía… se dirigía a las termas. El agua tibia, el vapor, la penumbra, la conversación en voz baja, las sombras sin rostro eran un alivio para el cuerpo y a menudo, aclaraba las ideas. En las grandes termas todos eran iguales, como los muertos o los aún por nacer. Todos hablaban con todos, si ello les procuraba distracción. Nadie sabía quién era el hombre a quien confiaba sus secretos. Entre los vapores del agua caliente, los recuerdos se mezclaban. «En las termas se dice» era una expresión corriente de los bizantinos, y significaba que nadie podía decir de dónde procedía el rumor.
El hombre que yacía a su lado era alto y corpulento. Podía ser un comerciante del mercado; o tal vez zapatero o un funcionario insignificante. Quienquiera que pagase las tres monedas de cobre podía entrar aquí.
—¿Tendremos un nuevo emperador, amigo? —preguntó la voz que se hallaba junto a Anastasio.
—¿Quién crees que será?
—Si la Augusta no adopta pronto una decisión, en la ciudad habrá disturbios, te lo digo yo. Pasado mañana se celebran los juegos. Esto alegra a todo el mundo, y más ahora que fueron aplazados a causa del duelo. Se dice que los Azules y los Verdes quieren presentar su candidato a emperador. Yo, puedes creerlo, soy Verde. No tengo nada en común con los señores de las filas Azules, que sólo quieren aumentar sus posesiones. Nosotros, los Verdes, llevamos por si acaso un cuchillo en el cinto. Podemos necesitarlo. Verás, vecino, no puedo dejar de imaginarme la cantidad de hombres que hoy comen o charlan en Bizancio y que pasado mañana caerán muertos sobre la arena, mirando al vacío. Yo no soy aficionado a las peleas. Pero, amigo, lo que tendrá lugar en el circo será parecido a una guerra. El caso es que en tiempos como éstos, no se debe confiar el imperio a una mujer. Ni siquiera la guardia está segura bajo su mando. Cuentan que las cohortes hunas se han rebelado, y que los jinetes alanos exigen doble paga. Afirman que tienen derecho a pedirla cuando un emperador cierra los ojos para siempre.
Anastasio se estremeció.
—¿Te has enfriado? ¿Tienes fiebre? Esto no me gusta; quién sabe la enfermedad que te aqueja. Podrías contagiármela ¿Estás enfermo?
—Estoy vivo. Tengo que adoptar una decisión.
—Para elegir una nueva profesión, eres demasiado viejo. Tal vez lo seas también para elegir nueva esposa. ¿Adoptar una decisión? Quizá te haya cansado la vida mundana y quieras ir al desierto en calidad de monje… o a un monasterio. ¿Acierto? ¡No lo hagas, amigo! Mi cuñado, el pobre… ha vuelto a escaparse. ¡Rompió el ayuno con una cebolla, y su superior le castigó con cien latigazos! ¿Qué tienes que decidir?
—Un nuevo destino.
—Tal vez seas un hombre distinguido; hablas muy bien. Pero tus palabras no tienen sentido. ¿Eres realmente un hombre de alcurnia?
—Podría llegar a serlo.
—Tonterías. A tu edad, el que no lo es, difícilmente puede encumbrarse. Y si estás maquinando algo malo… cosa que dudo, pues pareces un hombre decente, te aconsejo que no lo hagas: a tus años no puede uno convertirse en asesino, ni siquiera por una pequeña herencia. Piensa en tu familia… Que Dios te proteja, amigo. Me voy a mi taller.
Los vapores fatigan el corazón, pero agudizan el espíritu. Cuando Anastasio regresó a palacio y vistió una túnica más lujosa, sobre la cual se puso el manto de los humildes, vio los escalones, los eunucos y los guardas con otros ojos.
Ariadna despidió al escriba y a sus dos damas antes de recibir al Silenciario. Esta conducta sólo estaba justificada por decisiones de gran trascendencia, pero todo el mundo sabía que se preparaba la respuesta para Fausto Níger, y que dicha respuesta era un secreto de estado.
—¿Aceptas mi ofrecimiento, Anastasio?
—Lo acepto, Augusta. ¿Cuáles son tus condiciones?
De no haberse decidido, no hubiera podido hacer ninguna pregunta. Así pues, era ya casi el novio.
—Gobernaremos como Augusto y Augusta. Tú te ocuparás de mí y me cuidarás cuando esté enferma. Yo te cuidaré cuando estés enfermo. Nos guardaremos fidelidad mutua. No fingirás que me amas, y yo tampoco diré que te amo, Anastasio. Tendrás que vigilar a los guerreros, pues no obedecerían a una mujer.
—En mi juventud serví entre los catafractas; sé montar a caballo y conozco las voces de mando.
—¿Tienes deudas?
—Poseo una casa en Bizancio y viñedos fuera de las murallas. También tengo una villa en la isla de los príncipes. Y algunas monedas de oro…
—¿Has planeado algo, Anastasio?
—Vuestra Majestad convocará para esta tarde el consejo de Estado. Hasta entonces, yo redactaré un borrador del decreto que suele promulgar el emperador cuando elige a su prometida. En nuestro caso, el decreto estará firmado por la Augusta. Vuestra Majestad invitará al Patriarca; su bendición nos asegurará la aprobación de los poderes celestiales. Al mismo tiempo, Vuestra Majestad invitará al oficial más digno de confianza de la guardia… yo os recomendaría a Justino, el capitán ilirio. Habla mal nuestra lengua y no sabe leer. Pero tengo entendido que es fiel hasta la última gota de su sangre. Sus guerreros deben colocarse a la entrada de la sala del consejo, después de que la sesión haya comenzado. Sería conveniente ordenar al prefecto que doble los puestos de guardia de la ciudad, ya que durante la noche se difundirá la noticia en Bizancio. Pasado mañana comienzan los juegos. Vuestra Majestad hablará al pueblo desde su palco, y le anunciará su decisión. En las puertas habrá que colocar arqueros hunos. Es probable que para entonces, los Azules ya hayan sobornado a la guardia; quieren elegir como emperador a un sobrino del antiguo emperador León.
—¿Has pensado en todo, Anastasio?
—En todo cuanto me ha inspirado el Todopoderoso.
—Que su gracia sea contigo. Abriré la sesión del consejo en las últimas horas de la tarde. Todos supondrán que hablaremos de Teodorico. Entonces anunciaré mi decisión. Por si acaso, ponte una coraza bajo la túnica. Si no tienes ninguna, pídesela a Justino. Cuando seas emperador… lo sé por experiencia, se convertirá en una prenda indispensable de tu vestuario. Retírate, Anastasio, y no olvides que ya eres el basileo… mi marido.
Hizo sonar la campanilla. Entraron las damas de corte y el escriba. Anastasio besó los escarpines de púrpura y la orla de su manto. Se inclinó profundamente y caminó de espaldas hasta la puerta que utilizaban los dignatarios de poca importancia.
Fausto Níger se postró ante el nuevo emperador. Anastasio había dirigido las negociaciones con el enviado de Teodorico y del Senado. Las pruebas de una exactitud minuciosa, los debates, parecidos a discusiones filosóficas, las comparaciones con la época de mayor gloria, todo tenía el único propósito de averiguar el punto de vista del interlocutor. Anastasio, como ministro de Zenón, había procedido conforme a las reglas de las cancillerías bizantinas. Pero ahora, el antiguo Silenciario se había convertido en emperador. La tradición exigía que todas las conversaciones y todos los detalles de las negociaciones fuesen repetidos desde el principio.
¿Qué pensaba la cabeza visible del Senado romano mientras rozaba con los labios los nuevos escarpines de púrpura y ejecutaba la triple genuflexión impuesta por el ceremonial? El rostro de Anastasio era tan impasible como el del emperador representado en los mosaicos de oro. Su voz sonaba reposada y solemne; aquí, lo único que había cambiado era el deficiente griego de Zenón y sus peculiares frases latinas, que en Anastasio se convertían en las matizadas expresiones de un hombre que domina ambas lenguas a la perfección.
Fausto estaba impaciente por volver la espalda a Bizancio y regresar a Roma. De la Urbe habían llegado noticias poco tranquilizadoras: los días del Santo Padre estaban contados. Pronto habría elecciones papales. Teodorico también daba muestras de impaciencia. En el último mensaje pedía con palabras tan enérgicas el nuevo edicto, como si nunca hubiese vivido en el palacio imperial.
El emperador tenía que actuar como si no supiera nada, como si la púrpura que le convirtiera en sagrado emperador hubiese borrado su antigua existencia de funcionario.
—¿Cuál es, resumida en pocas palabras, tu pretensión, leal amigo nuestro?
¡Fausto Níger sintió deseos de estallar en carcajadas ante el Augusto! ¡Con cuánta frecuencia habían hablado del asunto, tratando de eliminar las dudas; cuan a menudo habían cenado juntos! Y como era costumbre en Bizancio, también había intentado sobornarle. Algunos hermosos anillos, pesadas cadenas de oro, copas de plata… fueron sólo pequeños regalos para corresponder a las invitaciones de Anastasio. Y cuando el Silenciario hubiese redactado el nuevo edicto a satisfacción de Teodorico, y enviado a Italia las insignias imperiales que Odoacro remitiera a Bizancio tras la deposición de Rómulo Augústulo, el consejero Anastasio hubiese recibido una bonita suma, lo suficiente para comprarse una nueva finca en los alrededores de la capital.
Y ahora, inesperadamente, el consejero a quien Fausto Níger casi creyera tener en el bolsillo, se había convertido en su Sagrada Majestad, que con una palabra podía destruir el resultado de semanas enteras de negociaciones. «¿Cuál es tu pretensión?», preguntó la voz, y Fausto no pudo estallar en carcajadas. Pese a todo, era una suerte que sólo le hubiese dado un anticipo en forma de joyas, aunque Anastasio le insinuara que debería compartir el dinero del soborno con los demás funcionarios. Ahora no existía aún ninguna cancillería con la que Fausto pudiera comenzar el regateo.
Anastasio conocía perfectamente el asunto, cuya tramitación había competido a su cancillería. Su memoria era considerable. «Este canalla —pensó Fausto, el senador romano— se acuerda de todo.» Resumió, con palabras corteses y veladas, todos los deseos de Teodorico. Del texto seco y convencional surgía de vez en cuando un giro sobre el que ya se habían puesto de acuerdo. La mirada del emperador estaba fija en los pájaros dorados de la franja de mosaico.
—Nuestro fiel patricio Teodorico, según nos hemos enterado, ya se ha hecho proclamar rey en la ciudad de Ravena. Ha mencionado en su título la palabra Italia, sin esperar nuestra aprobación. Hemos de reconocer… que esta noticia ha entristecido nuestro corazón paternal. Pero en nuestra respuesta tendremos en cuenta el bien del Imperio. Nosotros, que gobernamos por la gracia de Dios, no podemos dejarnos llevar por nuestros sentimientos. Escucha, pues, nuestras palabras, leal Fausto Níger. Redactaremos el nuevo edicto con mayor exactitud, puesto que el patricio Teodorico considera poco claro el anterior. Las insignias imperiales llegaron a su tiempo en estado defectuoso al palacio imperial. El usurpador… ¿cuál era su nombre…? ¡Ah, sí!, Odoacro… no tuvo cuidado con ellas; el manto sagrado está deshilachado, y en la corona faltan algunas piedras preciosas… Nosotros tenemos la intención de hacer reparar las insignias imperiales. Pero esto, como sabes bien, requiere su tiempo. La perfección del trabajo es lo importante… y no la rapidez. Es posible que podamos enviarlas a tu señor dentro de dos… o tal vez tres años… si para entonces es todavía digno de ellas. No tenemos ninguna objeción a que utilice el título de rey de todos los godos en Italia. Esto no consta en el edicto. Pero en nuestro nuevo documento, que le enviaremos como respuesta, nos dirigiremos a él con este título. Y esperamos que el patricio Teodorico pagará al palacio imperial cincuenta mil monedas de oro como compensación mínima de los quince años durante los cuales las provincias itálicas no han pagado ningún impuesto.