XXVIII

El hambre conquista hasta la fortaleza mejor defendida: sin ningún ataque, sin ninguna pérdida, va minando las posiciones enemigas. Ravena se aprovisionaba por mar desde hacía mucho tiempo. Teodorico recibió de los vándalos naves y maestros carpinteros. Ahora el bloqueo se hacía notar cada vez más: desde Rímini, todo el Adriático estaba en manos del rey de los godos.

Teodorico dirigía el asedio sólo ocasionalmente. Pasaba la mayor parte del tiempo en Verona, la ciudad de su primera victoria en Italia. Había elegido como residencia el ruinoso palacio imperial. Para su reconstrucción encontró una efectiva ayuda en Epífanes, el obispo de la ciudad. Ininterrumpidamente se traía mármol de las montañas, y poco a poco se fue reconstruyendo lo que había sido devastado por la guerra. Ahora Teodorico ya podía recibir a los legados de las tierras bárbaras en un auténtico palacio romano.

La familia vivía de nuevo bajo el mismo techo. Erelieva seguía siendo la figura central del círculo familiar. Era ya una matrona de cabellos blancos, pero en su porte majestuoso no se advertía el paso de los años. La anciana madre del rey godo se hallaba cada vez más bajo el influjo de Epífanes. Mientras Teodorico preparaba su campaña y realizaba una red de contactos con sus aliados, la madre y su hija, Amalafreda, vivían encerradas en el ambiente romano de Verona.

Amalafreda era uno de los eslabones de la extensa confederación germánica, cuya responsabilidad recaía en el rey. Su pretendiente de futuro más prometedor era el primogénito del rey vándalo, el cartaginés Trasamundo. Enviados de los bárbaros contaban al regresar a su país que en la corte real de Verona vivían además otras dos jóvenes doncellas. Su madre era una goda cuya unión con Teodorico no fue nunca legítima, y que yacía enterrada bajo una tumba anónima en los pantanos de Mesia. Sobrevivieron dos hijas, Teodigota y Ostrogota, que fueron criadas por su abuela. Para la mayor, el consejo de familia pensaba en el joven rey visigodo Alarico, el fiel aliado en la lucha contra Odoacro. Ostrogota, cuando alcanzase la madurez, se casaría con un príncipe burgundio o turingio.

En Ravena, las emanaciones del pantano provocaron la fiebre amarilla. En Verona lucía el sol y se hacía vida de corte; en la cancillería reinaba la actividad y los ciudadanos romanos vivían libremente. Pero Teodorico no se permitía ningún descanso. Desde los torreones de las ciudades itálicas se continuaba vigilando tanto a Bizancio como a Ravena.

El legado del Senado romano, Fausto Níger, se preparaba para su viaje a Bizancio. Estaba dispuesto a ser el intercesor de Teodorico. En la cancillería de Verona, donde se forjaban muchos planes a largo plazo, el trabajo aumentaba de día en día. Sólo Ravena seguía resistiéndose, y en ella el hombre que destronase al último emperador de Occidente, convirtiese al Senado en un manso cordero y gobernase sin rivales durante quince años.

El obispo de Ravena se llamaba Juan. Sabía que los defensores estaban sacrificando los últimos caballos y que la población pasaba hambre desde hacía meses. Pronto llegaría el invierno. Ravena no podría resistir otro invierno y otra primavera. Esto lo sabía también Odoacro, que ahora ya no recibiría más ayudas. Los burgundios habían sido unos aliados muy poco dignos de confianza. Los hérulos y los rugienos se transformaron en lobos hambrientos: en la ciudad organizaban crueles batidas para apoderarse de los últimos víveres.

Ravena estaba protegida por el mar, los pantanos y los bosques de pinos. Una única y estrecha calzada la comunicaba con la tierra firme propiamente dicha, que en la época de la crecida era el único camino transitable. Odoacro tenía aún los guerreros suficientes para defender este camino en cualquier momento. Desde cualquier otro sitio, Ravena era inexpugnable. En Classis, el puerto militar, estaban anclados los barcos suficientes para impedir un desembarco. Dos gigantes que se amenazaban mutuamente, eran víctimas del hambre. El asedio había entrado en su tercer año, y de haber contado Odoacro con víveres abundantes, el fin aún no hubiera podido preverse.

El obispo Juan vistió sus galas sacerdotales. Iba acompañado de los sacerdotes de su obispado. A instancias de Odoacro, Liberio se unió también a la legación. Desde la muerte del conde Piero, Liberio era el mejor ministro romano del patricio.

El obispo actuó como si no fuese el enviado de Odoacro, sino de un invisible «tercer» poder. Con las palabras de Cristo en los labios, habló de Roma, del antiguo Imperio, de Italia, del amor que los cristianos debían a su prójimo.

—Contad las tumbas —dijo—, si ello es posible.

Su mirada se detuvo en los caudillos godos. Estaban cubiertos de cicatrices, pero eran robustos gigantes de cabellos rubios o rojizos y ojos azules.

—Hoy es mi día de ayuno —dijo el obispo cuando quisieron agasajarle.

Al conocer la noticia de que había llegado un parlamentario de Ravena, Teodorico y Alarico salieron precipitadamente de Verona. Había que sopesar todas las posibilidades. ¿Qué ocurriría si Teodorico acababa optando por un asalto? Tendría que sacrificar por lo menos a un tercio de sus guerreros, y aún así no sería seguro un éxito inmediato. ¿Qué ocurriría si apretaba aún más el cerco? Era posible que entonces los sitiados abrieran las puertas de la ciudad, pero él entraría en una ciudad muerta, que a causa de la peste sería inhabitable durante mucho tiempo. Odoacro poseía aún suficientes barcos y tesoros para organizar su huida. ¿Y si entonces se hacia fuerte en otra ciudad de Italia… para comenzar de nuevo la lucha?

En su primer encuentro, el obispo católico y el rey arriano conversaron en el lenguaje de las cancillerías. Juan era un adversario de modales suaves; según dijo, en todas las cosas terrenas podía estar de acuerdo con el rey, pero el caso era que no venía solamente como embajador de un señor temporal, sino también del Señor de los cielos. Cuando no se le ocurriera la respuesta adecuada, oraría para ser iluminado.

El invierno se aproximaba. Espesas nubes y densas nieblas se cernían sobre las lagunas de Ravena. ¿Quién podría resistir otro largo invierno? La fórmula de la paz era obra del obispo Juan, y ahora procedió a exponerla a Teodorico.

—Señor, en un tiempo esta tierra fue feliz, cuando Roma era gobernada no por uno, sino por dos cónsules. ¿Has oído decir alguna vez que los cónsules se declarasen la guerra el uno al otro? Compartieron el poder, se ayudaron mutuamente, y Roma fue más poderosa y feliz que en cualquier otra época. Tanto si preparaban una guerra, como si disfrutaban de la bendición de la paz, siempre estaban de acuerdo, y los ciudadanos de la república llamaron a los años con sus nombres. ¿Por qué no podéis también vosotros gobernar juntos… dos patricios, dos reyes? Ambos habéis recibido vuestro rango por méritos de vuestro heroísmo y la fuerza de las armas. Ambos sois patricios por la gracia del emperador. ¿Por qué tenéis que aniquilaros mutuamente, para desgracia de todos, preclaro señor?

—¿Cómo podría haber lugar en Italia para dos amos?

—Tú gobernarías las provincias del norte, y Odoacro la mitad sur de la península. Roma no pertenecería a ninguno de los dos… seguiría gobernada por el Senado, que prestaría su apoyo a ambos. Créeme, señor, entonces disfrutaríamos de la verdadera paz romana.

—¿Y qué sería de los guerreros?

—Un tercio del suelo itálico os pertenece, señor. Liberio, que comparte conmigo la gran responsabilidad de esta proposición, es un maestro en el asunto de conceder tierras a los guerreros sin perjudicar con ello los derechos de los humildes campesinos del país.

—¿También mis godos recibirán tierra, Liberio?

—Señor, donde hay aldeas, no. Pero existen innumerables posesiones que se encuentran en manos de arrendatarios, los cuales explotan más a los pobres de lo que podría hacerlo el enemigo. He hecho una lista de estas posesiones. Se trata de repartir la tierra pacíficamente, sin incendiar casas ni asesinar a los habitantes. Hay lugar suficiente, señor, incluso para tus godos… Italia es grande.

Mientras en Ravena los habitantes estaban a punto de morir de inanición, y esperaban el resultado de las negociaciones del obispo, en el campamento de Teodorico iba tomando forma el extraordinario convenio: dos reyes, dos patricios, una Italia repartida. Si la península era atacada por el enemigo, Odoacro y Teodorico empuñarían juntos las armas. En lo sucesivo, sus guerreros ya no debían considerarse enemigos. Como la situación de Teodorico podía calificarse de más ventajosa, él ostentaría la primacía entre los dos reyes. Odoacro no tenía nada que oponer a ello; sólo deseaba que el más fuerte, pero más joven, tuviera en cuenta su avanzada edad y le tratase como correspondía a un hombre anciano.

Teodorico firmó este importante tratado en el invierno en que cumplía cuarenta años. Solamente su madre le unía aún a la época de su niñez; poco a poco iba disminuyendo el número de godos que fueran sus consejeros durante tantos años. A orillas del gran lago, el palacio de Teodomiro estaba tal vez vacío, aunque había tribus errantes que pasaban los inviernos dentro de sus muros desnudos y fríos. El lago se helaba, y se acumulaba el hielo entre el cañaveral doblegado por el viento. Imágenes fugaces del maravilloso lago, de la inolvidable infancia. Amén, amén. El obispo Juan regresó con la firma de Odoacro. Había nacido la paz; mañana se abrirían las puertas de Ravena, y los godos llevarían a la ciudad carros de cereales y una manada de bueyes. Se acondicionarían las cañerías del agua, los habitantes saldrían de nuevo al bosque de pinos para recoger leña. Todo resultaba sencillo cuando las palabras oficiales se traducían al lenguaje popular para aliviar las necesidades de los hombres. Por fin habría comidas calientes, pan recién cocido, tinajas de vino y de aceite. «Deo gratias», dirían el domingo los sacerdotes a sus fieles bien alimentados.

Se abrieron, efectivamente, las puertas de Ravena. Las máquinas de asedio colocadas en el dique estaban abandonadas; una tropa elegida de Teodorico se puso en marcha con la vanguardia. Se dieron cuenta de lo fuerte que seguía siendo Odoacro: todavía habría podido resistir algunos ataques.

¿Y la ciudad? Se concedió a los habitantes un día y una noche para enterrar a sus muertos, que, reducidos a la piel y los huesos, habían caído a la entrada de sus casas. En la ciudad no se veían señales de asedio, porque las líneas de la defensa se hallaban muy lejos, más allá de las lagunas. No había rastros de incendios ni destrucción. Sólo la línea divisoria entre la vida y la muerte se había borrado hasta hacerse irreconocible. Cadáveres vivientes estaban sentados ante la puerta de sus casas; sus ojos vidriosos eran apenas capaces de pestañear. Niños con cabezas enormes y ojos muy abiertos, como grotescos gnomos, fijaban su mirada en el vacío. La mirada cansada de las mujeres, los talleres abandonados fueron lo primero que llamó la atención de las tropas escogidas que entraron en la ciudad. Las calles, con sus casas y palacios de varios pisos, las iglesias, construidas según el modelo de las basílicas bizantinas, estaban intactas y resplandecían al sol. Ravena no había sido jamás conquistada por un pueblo extraño. Quien llegaba aquí, rendía ante todo homenaje a las águilas del palacio.

Como un dios de la guerra germánico, Teodorico, recién cumplidos los cuarenta años, entró en Ravena; a lomos de su caballo marrón, con el manto de púrpura de Erelieva sobre los hombros, y cubiertos por el yelmo los espesos cabellos rubios, que ya tenían algunas hebras de plata. El día en que las herraduras de los caballos godos resonaron sobre el empedrado de Ravena, fue uno de los más importantes de su vida.

¿Se encontraría con Odoacro frente a frente? Cuando depositara la espada a sus pies, él podría hacerle encadenar, como Odoacro había hecho con Fava, el rey de los rugienos. El hijo de éste, Fridericus, no esperó la entrada de los godos, sino que huyó por mar durante la noche, por miedo a la venganza de Teodorico.

¿Vería el rey godo a Odoacro? Tras la firma del tratado de paz, la mitad de la ciudad pertenecía a Odoacro, la otra, a Teodorico. Entre las dos mitades se extendía una calle neutral, vigilada por los sacerdotes del obispo Juan. Teodorico no se dirigió al palacio imperial, para invitar a Odoacro a visitarle. Mientras no se ultimaran todos los detalles del acuerdo, el anciano rey permanecería en lo que fuera su antigua sede.

Primero sólo estarían en contacto los ministros. En la ciudad reinaba una quietud insólita. El mecanismo aún no se había puesto en movimiento; todos cubrían con bálsamo las viejas heridas, cuidaban a los enfermos y enterraban a los muertos. Los guerreros de Odoacro no podían entrar en la parte de la ciudad que correspondía a Teodorico, y gran parte de los godos seguían en el campamento de las afueras de Ravena. Con la velocidad del viento se propagaban las noticias de un campamento a otro. ¿Cuándo se encontrarían los dos reyes, cuándo estarían el uno frente al otro? ¿Cuándo se iniciarían las negociaciones definitivas, que decidirían sobre el destino de Italia y de todo el imperio? Los iniciados esperaban, los legados llevaban mensajes y volvían corriendo con la respuesta. La situación, que no tenía precedente en los mil años de anales romanos, era aún demasiado nueva.

Al quinto día de su llegada, Teodorico envió a Odoacro un mensaje en el que le proponía que los dos reyes, en interés de sus buenas relaciones como vecinos, se reunieran y en el marco de un banquete celebrasen el tratado de paz, como era costumbre entre generales germánicos. Una hora después llegó la respuesta. El patricio aceptaba la invitación de Teodorico. El rey godo debía fijar la hora y el lugar de la celebración.

Teodorico propuso instalar la mesa en el jardín del palacio. En Ravena hacía mucho calor, y en el jardín disfrutarían de un frescor agradable.

La enorme mesa estaba cubierta de púrpura; un honor que sólo se concedía a los emperadores cuando eran huéspedes de un súbdito suyo u honraban con su presencia a un alto dignatario. Sobre el mantel de púrpura se hallaba dispuesta la vajilla de plata del rey godo, que obtuviera como botín en Singidúnum, en el palacio de Babai.

El consejo decisorio debía tener lugar antes del banquete. Odoacro era veinte años mayor que Teodorico. El antiguo centurión era un hombre alto y corpulento, una corona de cabellos grises rodeaba su cráneo calvo, en su corta barba abundaban las hebras grises, y sólo tenía negras las pobladas cejas, bajo las cuales sus ojos verdosos lanzaban temibles destellos. Su túnica recordaba tanto a la de un general como a la de un patricio. No llevaba coraza sobre el pecho. De un costado pendía la corta y pesada espada a la que se había acostumbrado en sus tiempos de centurión. Una fina corona de oro le ceñía la frente. Sólo de vez en cuando sorbía un trago del cuerno de vino, como si no deseara entregarse a la embriaguez, como sucedía a menudo en tales celebraciones.

Los esclavos sirvieron platos bizantinos según el orden bizantino. Detrás de cada rey había un senescal, y el maestro de ceremonias cuidaba de que ambos recibiesen los platos en el mismo momento. Fuera estaban reunidos los dos séquitos; era la primera ocasión que tenían de establecer contacto.

¿Tocaba ya a su fin el banquete cuando se oyó la señal, un ligero batir de palmas? Tal vez fue entre dos platos; en el silencio, cuando todas las miradas convergían en el mantel de púrpura, y la mano experimentada de los servidores retiraba un plato y lo reemplazaba por otro.

¿Había terminado la comida cuando se oyeron las palmas? En el mismo instante se oyó un salvaje grito de guerra en la entrada posterior del patio de los laureles. El orden de la mesa se disolvió, los capitanes de Odoacro llevaron la mano al arma, pero era ya demasiado tarde, dos espadas godas se elevaron simultáneamente sobre la cabeza calva del rey, al que ya no podía proteger la corona de oro. El antiguo centurión, con un rápido movimiento, desenvainó la espada, pero ésta sólo tembló en su mano, mientras su cuerpo vacilaba y se hubiera desplomado sobre la mesa, de no haber agarrado frenéticamente su mano izquierda el mantel de púrpura, que arrastró con fuerza, derribando al suelo la vajilla de plata. Odoacro aún estaba con vida: sus ojos miraban fijamente en torno suyo. Trató de incorporarse, se apoyó contra la pared, se tambaleó… dio un traspiés… Aún sostenía la espada en la mano, pero ya era incapaz de detener el terrible golpe de Teodorico, cuya espada bizantina abrió el pecho del general. Odoacro se derrumbó sobre la mesa, y la sangre empapó el mantel de púrpura.

¡Un instante de perplejidad… un largo y espantoso instante! Un cortesano de Odoacro se derrumbó… seguidamente se desplomó otro… un tercero vaciló, cubierto de sangre, atravesado por una lanza. Algunos habían saltado a tiempo de su asiento, lanzando una antorcha al rostro de los servidores godos, cruzado el jardín y huido hacia la oscuridad de las lagunas. Pero fuera, los jinetes acorazados ya estaban sobre la silla, habiendo recibido seguramente mucho antes la orden secreta, y ahora galopaban sin un minuto de vacilación hacia el campamento de Odoacro, con objeto de alcanzar a los fugitivos que huían a pie.

Tras cinco días de alto el fuego, en Ravena se desataron repentinamente todas las furias del infierno: un terrible baño de sangre tuvo lugar en la ciudad. El crepúsculo no tardó en envolverlo todo con su penumbra. Una noche sin luna se extendió sobre el paisaje gris, mojado por la llovizna. Clamor, gritos, estertores de muerte, relinchos. Las casas fueron cerradas por dentro, mientras desde fuera se golpeaban las puertas. Aquí y allí lucía alguna antorcha, y en algún tejado empezó a arder el fuego. Tanto en un bando como en otro luchaban bárbaros. Muchas veces se oyó el mismo grito de guerra, muchas veces sonó el mismo estertor de muerte.

La ciudad fue respetada. Los romanos no sufrieron ningún daño. Al amanecer, ambas partes de la ciudad estaban en manos de Teodorico.

Durante la noche se llevaron a los muertos y los echaron al mar.

Teodorico pasó toda la noche en su alojamiento, rodeado de su guardia personal, a la espera de las últimas noticias. Los caudillos de las unidades de caballería rodearon el bosque de pinos para capturar a los fugitivos. Seguramente muchos intentarían llegar a la costa protegidos por la espesura, y allí encontrar algún bote de pescador que les llevase a los barcos del puerto.

—¡El hombre sin huesos! —debió exclamar Teodorico al ver a Odoacro desplomado sobre la mesa, con el pecho abierto por el terrible golpe de su espada.

¡Cuántos enemigos muertos! El rey de los sármatas, el rey de los búlgaros, el Bizco. Sombras al acecho. Sus voces fantasmales debían oírse esta noche en los pantanos, llamando a Odoacro.

Una larga noche; por la mañana se reunieron los ejércitos godos de dentro y de fuera de las murallas. Los cornetas llevaron la noticia al campamento de las tropas auxiliares bárbaras de Odoacro, que se habían atrincherado y se preparaban para una lucha a vida o muerte: «¡Pasaos a nuestras filas! ¡Tenéis tres horas de tiempo!» Al cabo de una hora llegaron los enviados. Si el nuevo patricio aceptaba sus servicios, le servirían con fidelidad. Luchaban por una paga, y se les prometió que al final de su servicio también ellos recibirían tierras.

Al amanecer, las tropas godas se colocaron a ambos lados de la calzada romana. Una orden hizo acudir a los capitanes al palacio de Ravena. Cuando el sol pálido y a ratos oculto alcanzó su cénit, los cuernos sonaron. El hijo de Amal apareció con sus galas principescas, y la corona sobre la frente, seguido de su armero; Alarico, el joven rey de los visigodos, estaba a su derecha. El magistrado de la ciudad se adelantó: traía sobre una bandeja de plata las llaves de Ravena. En el próximo instante se decidiría todo. ¿Sonaría el «Ave, César»? ¿Adoptaría el bárbaro godo el título de emperador? El primer grito salió de labios de Liberio, el último ministro de Odoacro:

«¡Vivat rex Theodoricus!» Las voces de la multitud repitieron el «Rex»; muchos gritaban «rey de Italia», otros, «rey de Roma». Las insignias imperiales, que en este lugar luciera dieciséis años antes un muchacho rubio, no fueron sacadas del palacio.

«In laureato» se llamaba en el palacio de Ravena el patio de laureles que por la mañana aún seguía húmedo de sangre: la tierra no quería absorberla. El destrozado cadáver de Odoacro yacía insepulto en un cementerio cercano. Fridericus y Tufa no pudieron encontrarse ni entre los cadáveres ni entre los prisioneros.

El hijo de Odoacro era botín de Alarico. La mujer del «usurpador» había sido encarcelada, y el jefe de la prisión no le llevaba alimentos. El hermano menor de Odoacro había llegado con retraso al banquete, justo cuando empezó la lucha. Una espada goda le había separado la cabeza del tronco.

¿Qué ocurría en la ciudad? ¿Qué ocurría en Italia? En la corte de Odoacro residían tres senadores romanos que en un tiempo desempeñaran el cargo de cónsules. No tomaron parte en el banquete. Ninguno de los tres sufrió ningún daño; Teodorico escuchó sus palabras con indulgencia.

Cuando habló ante los tres senadores, hizo su primera alocución. Los romanos se habían resignado a morir; no eran ningún secreto para ellos los terribles sucesos de aquella noche. La voz del rey recordó en un principio los poemas de los escaldos nórdicos.

—Éramos seis mil lanzas cuando partimos hacia Singidunum desde mi vieja patria. Jamás un hijo de Amal había mandado un ejército más fornido que el de los guerreros que empuñaban seis mil lanzas. La mitad de ellos cayó en los montes de Tracia, en las llanuras de Épiro. La otra mitad llegó hasta aquí conmigo. Eran mis hermanos. También ellos han sido felices de conocer Italia. Pero ¿dónde están ahora? Sus sombras vagan entre las murallas de Ravena. Cuando Tufa se convirtió en traidor y rompió su palabra… Odoacro mandó asesinar a los mejores de ellos.

»¿Dónde estabas tú, Liberio, cuando los asesinaron? ¿Dónde estabas tú, Anicio? Ante los muros de Ravena fueron colocados en fila, con las manos atadas a su espalda, y los verdugos hérulos de Odoacro cortaron la cabeza a los prisioneros. ¿Han sido enterrados? ¿Quién oró en nombre de Cristo por su descanso eterno? ¿Oraron los cuervos antes de arrancar los ojos de los héroes godos? ¿Dónde estabais entonces, nobles romanos? Seguramente detestáis la sangre, puesto que no lleváis armas. Sin embargo, ¿quién de vosotros intentó alguna vez detener la mano de Odoacro?

—Señor —dijo Liberio—, todo eso sucedió durante el combate. Cuando nos enteramos, comprendimos que no pasaría el año sin que se produjera la venganza. ¡Ay de los vencidos!

—Habéis servido con fidelidad a Odoacro. Hasta el último minuto. ¿Confiabais en él?

—Servíamos a Italia.

—¿Y confiáis en mí?

—Ahora te servimos a ti, señor. Servimos a los cónsules, al Senado, al emperador de Bizancio. Servimos a quien nos trae la paz y reparte pan entre los necesitados, y hace venir cereales de Sicilia y no perjudica a nuestros campesinos.

—¿Sabes, Liberio, que los godos también necesitan tierra? Tú repartiste tierras entre los guerreros de Odoacro.

—En un tiempo, señor, cuando vivían nuestros antepasados, en Italia había una población mucho más numerosa que ahora. En torno a las ciudades proliferaban las aldeas. Ahora puedes caminar durante días enteros y sólo verás campos llenos de malas hierbas o resecados por el sol.

—Dicen que conoces todas las posesiones de Italia, que sabes cómo se reparan los canales para volver a regar los campos. Dicen que nadie conoce Italia tan bien como tú, Liberio.

—Ya no soy joven. Los guerreros son impacientes. Manejan mal la azada. No conocen el arado. Creen que los campesinos itálicos serán sus esclavos. No es fácil enseñar a los guerreros con qué mano han de empuñar las herramientas de trabajo, y con cuál, las armas.

—Tu misión será proporcionarles tierras.

—¿En nombre de quién, señor? La tierra es una posesión perpetua. ¿Quién puede decirme en nombre de quién vas a regalársela, señor?

—Mi padre Zenón me ha reconocido como gobernador de Italia.

—Las naves trajeron noticias… las últimas naves que pudieron atracar en Classis antes de que bloquearas el puerto. Las noticias decían que Zenón está moribundo. Tal vez ya se ha reunido con sus antepasados. ¿En nombre de quién actúas, señor, si Zenón ya no es el Augusto?

—¿Qué es más sagrado para vosotros, el arma o las letras?

—La ley, señor. No existe una ley que ordene poner en tus manos la tierra itálica. Así pues, puedes regalar posesiones, pero no a título de propiedad. La sabiduría de nuestros antepasados romanos formuló la diferencia entre ambos conceptos.

—¡Eres un hombre valiente, Liberio!

—Señor, cualquiera que viva en el mundo de los libros, es miedoso y cobarde. Ama la comodidad, el silencio, la quietud de su aposento. En él concentra sus ideas y se siente seguro. Le gusta vivir en el jardín de su casa, disfrutar de su sombra, y ver a su familia en torno a la mesa. Y ahora, señor, para mí ha llegado el momento de elegir. Estoy en tus manos. ¿Por qué he de esperar que mi suerte sea mejor que la de Odoacro, a quien he servido hasta el último momento? ¿Por qué has de perdonarme? Creo (y te lo digo a la cara, acaso en los últimos minutos de mi vida) que no tienes ningún derecho sobre Italia. ¿Quién eres? ¿El rey de los godos? ¿Un patricio de Bizancio? ¿En qué basas tus pretensiones? El edicto imperial no sirve de mucho. Está lleno de vaguedades, como en general todos los textos de Bizancio. Yo soy romano, señor. Llega un momento en que incluso el hombre cobarde se cubre el rostro con la toga y, como en un tiempo sus antepasados, espera la muerte misericordiosa.

Estaban los dos solos frente a frente. Liberio hablaba en griego con Teodorico.

—¿En qué lenguaje hablas, Liberio?

—En el de Platón.

Si Teodorico levantaba un solo dedo, entrarían algunos gigantes rubios. La vida de Liberio dependía de un solo movimiento del rey.

Teodorico miró hacia el foro de la ciudad.

—Ve a tu trabajo, Liberio. Pero ¿quién puede ayudarte?

—Has vivido en el palacio imperial. Sabes que un documento ha de pasar por muchas manos hasta que las letras adquieren vida. Los escribas me sirven con la misma fidelidad que yo a ti, señor… mientras nos asegures la paz y el pan da cada día.

—¿Dispones de escribas?

—El escriba, señor, se abraza a su púlpito-escritorio como el náufrago al borde de su bote. Espera y confía en que su mente conocedora del logos vuelva a ser utilizada. ¡Qué insólita suena en nuestros oídos esta palabra! Logos: puede significar la palabra, el pensamiento, e incluso el sentido de la vida. Todo cuanto aún nos queda a nosotros, pobres romanos.

Los dos condes godos llevaban cuernos de toro en los yelmos, su mano empuñaba una pesada espada de hierro y pendía de su cuello una gruesa cadena de oro. Pero ¿de qué servían en este momento los dos condes? No comprendían una sola palabra de lo que su rey hablaba con el romano. Los dos consejeros ignoraban que en este instante, el senador romano que vestía una toga ya era más que ellos; dependerían de él, porque ahora llegaría el año de las recompensas, durante el cual Liberio repartiría el suelo itálico. Él determinaría la tierra que recibirían los señores godos. De él dependería que fuese una buena tierra laborable o una tierra pantanosa, que en ella se hubiese construido o no un canal, que tuviera olivares y viñedos o que fuese un terreno arenoso entre rocas salinas; que en sus alrededores se encontrase una aldea, una aldea romana, cuyos habitantes pudieran enseñar al conde a empuñar el arado.

—Está bien —dijo el rey—; puedes empezar mañana mismo.

De repente, volvía a ser bizantino. Se encerró con unos cuantos escribas en el despacho de la cancillería, y los jurisconsultos empezaron a confeccionar largas listas.

El rey godo anunció que con la luna llena se reuniría el Thing. Mensajeros a caballo se dispersaron en todas direcciones, hacia remotas colonias godas, donde vivían guerreros de tribus hermanas: todos los guerreros libres debían estar presentes. Se celebraría allí, al borde del gigantesco bosque de pinos, junto a sus frescos manantiales, que durante el difícil año del asedio había sido la patria de los guerreros godos.

Al aparecer la luna llena, se reunió el Thing. Se dispuso un único asiento que ocuparía Teodorico, y que fue colocado sobre una especie de podio construido con perfumada madera de pino y adornado con alfombras del palacio. Ante el rey se levantaban los escudos, símbolos de la estirpe de Amal. En el Thing no participaba ni un solo romano.

¿Dónde estaba el poder de Odoacro? Su cuerpo yacía al pie de una muralla. Tras su esposa se había cerrado para siempre la puerta del calabozo. Los hombres de su séquito y sus partidarios habían compartido su suerte o eran fugitivos. Sus guerreros estaban al lado de Teodorico. Hérulos, rugienos, alanos, suevos, turquilingos habían cambiado de amo. Al servicio de Odoacro figuraban también quinientos arqueros hunos. Eran los más fieles. Hasta el último instante lucharon por quien los pagaba. Los hunos esperaban ahora que se decidiera su destino.

El Thing estaba ya congregado cuando apareció la luna llena.

Cada hombre tenía un arma en la mano. El que deseaba hablar, levantaba la lanza, daba unos pasos hacia delante, y los demás le escuchaban. Teodorico contestaba, con claridad y con mucha paciencia, pues los guerreros hablaban en voz alta y profusamente, siendo incapaces de expresarse con brevedad. Muchas veces expresaron exigencias, otras, lamentaciones mezquinas. Hubo quienes pretendían una nueva campaña. Algunos hubieran preferido reducir a Ravena a cenizas y aniquilar a los romanos.

El Thing eligió rey al hijo de Teodomiro. No sólo del pequeño pueblo de los descendientes de Amal, como aquel lejano día, en el campamento de carros, después de la muerte de su padre. Esta vez hablaron las lanzas. En la llanura se encontraban tal vez ochenta mil guerreros, en filas apretadas, y todos levantaron las armas. El número de los que habían seguido al hijo de Amal desde el gran lago, ya no era muy grande. Las tres batallas —la del Soncino, la del Atesis y la del Adda— habían diezmado sus filas. ¿Dónde estaban las seis mil lanzas que presenciaron el momento en que Teodorico tomó de la mano de su padre la espada de sus antepasados? ¿Dónde estaban las inseparables seis mil lanzas?

Los sacerdotes leyeron el texto; antes de dirigirse al Thing, Teodorico había deliberado con los señores romanos. Liberio y los otros le aconsejaron que no aceptase ser elegido rey de Roma. Este título ofendería al emperador. Sólo él, el basileo, podía dar a un mortal la corona de la Urbe. ¿Cuál debía ser, pues, el nuevo título? Durante días enteros debatieron a este respecto. Por fin se encontró la solución. El Thing debía nombrar a Teodorico rey de todos los godos en Italia. Todos los guerreros comprenderían este título. Incluso halagaba su vanidad el hecho de que Teodorico siguiese siendo rey de los godos y no quisiera ser rey de Roma.

Las hogueras ardían pacíficamente en la gran llanura. Ensartados en los asadores giraban bueyes cebados que habían sido transportados desde Liguria. Casi cien mil hombres estaban acuartelados en la llanura de Ravena. Si Teodorico se ponía en marcha con ellos al día siguiente, podía conquistar Bizancio y el imperio del rey de Persia. Ensartados en los asadores, daban vueltas y más vueltas los bueyes cebados de Liguria. Aquella misma noche, Teodorico dictó otro mensaje para Fausto Níger, su primer legado. Un mensajero a caballo saldría al galope hacia Roma en cuanto apuntara el nuevo día. El prefecto debía llegar al palacio imperial de Bizancio a finales de la semana próxima. El nuevo emperador Anastasio no era señor ni protector del rey de todos los godos en Italia, que ahora esperaba de él un nuevo edicto.