XXVII

La batalla junto al Soncino fue sólo una primera prueba de fuerzas entre los dos potentes adversarios. Teodorico sabía bien que Odoacro disponía de fuentes seguras para aumentar sus efectivos: el rey de las tropas auxiliares bárbaras podía exigir la ayuda de tribus lejanas, y como patricio, reclutar a toda Italia. En cambio, Teodorico sólo podía contar con sus propios godos.

La concentración de fuerzas requirió semanas. Por precaución, Teodorico no ocupó las comarcas situadas al sur del Soncino.

Odoacro dirigía las operaciones desde Verona. Transcurrieron las primeras semanas de septiembre antes de que Teodorico diese la orden de marcha. El ejército godo utilizaba la calzada romana, por la que avanzaban con mayor seguridad y rapidez carros y jinetes. Pasaron Tarvisium y Vicetia, y a poca distancia de Verona tropezó su vanguardia con unas patrullas montadas del ejército de Odoacro.

Odoacro había elegido el lugar que le pareció más idóneo para la batalla. El anciano general dispuso de tiempo suficiente para los preparativos, y aseguró incluso con empalizadas el campamento de su ejército. Esta vez tomó él mismo el mando. El cordón de fortificaciones, el campamento cerrado, el terreno visible y delimitado geométricamente… todo ello formaba parte del arte romano de la guerra.

El grueso del ejército de Teodorico llegó en los últimos días de septiembre ante el fortificado campamento romano. El sol se ponía temprano. En el lado itálico prendían con fuerza las hogueras del campamento, pues desde los Alpes soplaba ya un viento cortante. Teodorico pensaba en el consejo de un viejo capitán bizantino: «Si quieres saber de cuántas fuerzas dispone el enemigo, cabalga hasta una colina que domine su campamento y cuenta desde allí sus hogueras. Si se trata de un ejército que lucha conforme al orden de batalla romano, se pueden calcular como máximo veinte guerreros por hoguera».

Llevando consigo a un escriba, cabalgó a lo largo de todo el frente. El escriba contaba mejor que el rey. Al final llegaron a la conclusión de que el enemigo disponía de casi el doble de hombres que ellos. No era una superioridad aplastante; en cualquier batalla podía ser compensada por el espíritu combativo. Teodorico regresó a su tienda y mandó llamar a los caudillos de los godos. Los ancianos nobles y los capitanes de la misma edad de Teodorico recibieron la orden de ataque: «¡Concluid esta noche los preparativos, atacaremos con el alba!». Tenía que ser una sorpresa, pues el ejército de Odoacro no contaría con que los godos, después de una marcha de veinticuatro horas, no se tomasen ni un día ni una noche de descanso, y ni siquiera esperasen a que saliera el sol.

Todo signo de fatiga pareció disiparse… el campamento de los godos pasó la noche a la expectativa. Todos tenían la certeza de que nuevamente se encontraban ante la encrucijada de la vida o la muerte. Aunque Odoacro había evitado librar la batalla decisiva a orillas del Soncino, aquí, en las márgenes del Atesis, debía decidirse a qué rey bárbaro pertenecería Italia.

Las señales de cuerno de Teodorico se anticiparon a los gallos de Verona. Aún recorrían el cielo perezosas nubes oscuras cuando el rey empezó a vestirse. La coraza necesitaba la mano experta del maestro de armas. Mientras los hombres se hallaban ocupados con los preparativos de la batalla, la tienda se llenó de improviso de voces femeninas. Erelieva y Amalafreda llegaron para entregar el regalo de la madre y la hermana a la hora de la lucha: el manto de púrpura del general, que debía llevar encima de la coraza.

Teodorico oyó las señales de cuerno godas, que despertaron asimismo a cuantos incluso aquella noche no habían podido resistirse al sueño. Pero la madre y la hermana impidieron al rey montar inmediatamente su caballo ya dispuesto y lanzarse al frente de su séquito con el primer embate de la lucha. Erelieva y Amalafreda sabían del mismo modo que las demás mujeres del pueblo emigrante, que la muerte o un indigno cautiverio esperaba a todas las godas, si Teodorico caía, si perdía la batalla.

Teodorico no presenció el comienzo de la lucha. El primer ataque se inició sin él, y ya estaba en pleno furor cuando el rey saltó sobre la silla.

Un ataque a caballo puede realizarse en cuestión de minutos, pero la marcha de la infantería, la colocación de los arqueros y los lanceros acorazados, la formación de unidades militares, es un trabajo de horas. ¿Cuánto debía haber durado la conversación de Erelieva y Teodorico? ¿Cuánto tiempo transcurrió antes de que la hermana cubriera sus hombros con el manto y ajustara la hebilla? Minutos… minutos fatales.

«Mientras tú tardabas, entregado a tus emociones, el enemigo acosaba furiosamente a tus tropas», escribió el historiador Enodio. Y de hecho, la duración de la batalla demuestra que Teodorico no alcanzó a sus tropas hasta que éstas ya retrocedían ante la superioridad numérica. Las filas del ejército godo fueron atacadas en su centro. Cuando el rey se dirigía al lugar de la batalla, le salieron al encuentro guerreros godos, huyendo con salvaje desesperación. Teodorico quiso detenerles con palabras de aliento, con amenazas, pero los fugitivos casi le arrastraron en su huida. De repente se acordó del más famoso hecho de armas de su vida. Con el recuerdo de las seis mil lanzas, se precipitó hacia delante rodeado del pequeño pero elegido grupo de sus mejores jinetes, y trató de detener el ataque de Odoacro. Fue como si el valor del rey obrase un milagro, prestando fuerzas sobrehumanas a sus guerreros. Dondequiera que ondease el penacho de su yelmo, la lucha se hacía más encarnizada.

La infantería itálica no había contado con un asalto tan audaz de la caballería pesada goda. Creían tener ya la victoria en sus manos, y ya se disponían a saquear a los muertos y el campamento. Cuando Teodorico se hubo introducido en el centro, no persiguió a los fugitivos, sino que atacó con sus jinetes, a los que ya se habían unido los que se creyeron derrotados en los primeros momentos, el ala derecha del ejército romano, que se encontraba en la orilla del Atesis. Las tropas de Odoacro no tuvieron otra alternativa que hacer frente a los godos: a sus espaldas rugía el profundo y turbulento río, y hacia ellos se abalanzaban los jinetes godos, ebrios de triunfo.

Aquí era más reducido el número de itálicos, el grueso consistía en tropas auxiliares hérulas y escitas: su disciplina no podía compararse con la de los guerreros itálicos de Odoacro. Las tropas adiestradas según la tradición de las legiones romanas resistieron largo tiempo el ataque de los godos. La muralla de escudos vacilaba, se abría, y volvía a cerrarse. Ante los godos, que no conocían la piedad, yacían en su sangre anchas hileras de guerreros. La lucha proseguía cada vez con furia renovada. La presencia de Teodorico multiplicaba el valor de sus guerreros, mientras él ponía en práctica diversos artificios de la táctica bizantina.

El pánico se apoderó primero de los hérulos. Con coraza, yelmo y armas se arrojaban al río, con la vana esperanza de poder cruzarlo. Pero el Atesis era en este lugar muy profundo y tumultuoso. En el agua se veían manos que aún se agitaban sobre la superficie, caballos ahogados, que arrastraba la corriente, y armas destrozadas, y hubo muy pocos que consiguieron alcanzar la seguridad de la otra orilla.

La carnicería que ahora se inició era un signo de la victoria. Filas enteras de hombres fueron segadas de un tajo; y sin embargo, el enemigo acorralado entre los godos y el Atesis no entregó su vida sin lucha. Muchos godos cayeron también en el campo de batalla, pero la palma de la victoria —esto era indiscutible— pertenecía a Teodorico.

Odoacro huyó a Verona, mientras la mayor parte de su ejército pereció en el campo de batalla.

Verona era una antigua ciudad romana y al mismo tiempo, un enorme campamento militar, un bastión del sistema de fortificaciones del norte de Italia. Odoacro reunió sus tesoros y huyó con el resto de su ejército por la puerta oriental de la ciudad. Una hora más tarde entró Teodorico por la puerta norte en la primera gran ciudad romana.

Heridas y armas. El magistrado le salió al encuentro; así debieron de recibir a Atila los antiguos gobernadores, dispuestos a morir.

Teodorico entró malparado, ensangrentado, con el manto de púrpura hecho jirones. ¿De dónde sacar el tiempo para cambiarse de ropa, lavar la sangre y el sudor de su rostro, descansar un rato y detener con el sueño el interminable desfile de horrendas imágenes que flotaban ante sus ojos? Una hoja suspendida en el aire, una lanza dirigida contra su pecho, una flecha que llegaba silbando y que rebotó contra su coraza, un venablo que se clavó en el escudo del rey, mientras luchaba con dos enemigos a la vez. Volvió a verse a sí mismo blandiendo la larga espada. El semblante horrorizado, la herida por la que brotaba la sangre a borbotones, permanecían, obstinadamente, ante su vista. Un viejo guerrero, que levantó ambas manos con desesperación, después de que Teodorico le arrebatase la lanza: «¡Perdóname la vida!» Los brazos, los ojos, la mente y el cuerpo vivían independientemente unos de otros. Apiadarse o hundir el arma… ¿de qué dependía? En un instante se decidía una vida humana. También dependía del caballo, de si resoplaba, se encabritaba o mordía. Teodorico tenía la impresión de que ahora, su caballo, acostumbrado a las penalidades, el hambre y la lucha, no se sentía atormentado por ningún recuerdo; trotaba tranquilamente hasta que su dueño le detuvo ante la puerta de la ciudad conquistada.

—Salve, Teodoricus Rex. Salve, justo y misericordioso señor. Nosotros, los modestos ciudadanos, no nos mezclamos en la lucha de los poderosos. Somos ciudadanos pacíficos, dedicados a nuestro trabajo. ¡Perdónanos la vida!

Teodorico comprendió el saludo latino, pero contestó en griego.

—Ésta es la primera ciudad de Italia que abre sus puertas, obedeciendo así el mandato del emperador. ¿Qué podría sucederos, habitantes de Verona? Si seguís sus consejos y los de su gobernador, podréis vivir en paz. El ejército se quedará fuera de las murallas. Vosotros mandáis comida a los guerreros, y nosotros nos alojaremos por algunos días en el palacio del gobernador. ¡La paz sea con vosotros, ciudadanos de Verona!

Nadie hubiese podido frenar a los guerreros de las tropas auxiliares de Odoacro, si se hubieran abierto ante ellos las puertas de una ciudad rica. Pero los godos obedecían las órdenes de Teodorico. Los ancianos corroboraron el hecho de que en la primera ciudad impidió todo acto de devastación. Este rumor se extendió por todo el país, facilitando el futuro avance del rey, y poniendo fin al terrible silencio con que se recibiera aquí al hijo del emperador, cuando entró a la cabeza de sus tropas. Los godos obtuvieron el botín abandonado en el campamento enemigo. Se quedaron a las puertas de la ciudad, dispuestos a defender a su señor en el caso de que sufriera un ataque inesperado.

En el antiguo hipódromo romano celebró un solemne desfile militar, siguiendo la costumbre bizantina, e invitó a presenciarlo a la población de la ciudad. Hacía mucho tiempo que Verona no contemplaba un desfile tan impresionante. Participaron en él las mejores tropas godas. Retumbaron las señales de cuerno. Las insignias de los bárbaros y las águilas romanas ondearon unas junto a otras. Teodorico se hallaba en pie en el palco de honor del hipódromo, vistiendo una túnica de gala griega y con una corona de laurel sobre la frente. Extendía el brazo derecho… como un emperador.

Enodio, el poeta, rindió tributo al vencedor, con un rollo de pergamino en la mano. Como orador oficial de la ciudad, pronunció las palabras de salutación:

—Salve, Atesis, el más magnífico de todos los ríos: Sin perder la pureza de tus aguas, en este día memorable has sabido lavar la suciedad ignominiosa de nuestra patria, y has unido de nuevo a Italia con el ancho mundo. Salve, llanura de Verona, blanca con los huesos de los muertos, que proclaman la gloría de nuestro rey. Pese al recuerdo de antiguos sufrimientos, su contemplación nos infunde confianza… Abundante es en verdad la comida que Teodorico ha preparado para los buitres… Ojalá la Urbe no estuviera tan alejada. ¡Oh, si nuestra madre Roma, vacilante ya bajo el peso de los siglos, pudiera experimentar lo mismo que nosotros! La alegría le devolvería la juventud. Reina del mundo, ¿por qué te encierras en tus iglesias? Todo cuanto ocurre aquí, a orillas del Atesis, significa más para ti que los hechos gloriosos de los cónsules y de sus sucesores…

Desde las gradas del hipódromo podía contemplarse la llanura. Un terrible espectáculo: Teodorico había ordenado, como venganza, que no se enterrase a los caídos del ejército de Odoacro, y que fuesen abandonados en el campo de batalla para servir de botín a lobos y buitres, lluvias y tormentas. El viento de septiembre traía el hedor de los cadáveres, pero cualquiera que hubiese osado enterrarlos, habría pagado su acto con la vida. Por la noche, el aullido de los animales carnívoros rompía el silencio. Las cornejas describían círculos sobre el campo de batalla. Los godos muertos habían sido enterrados en fosas comunes. Las exequias se efectuaron según la tradición imperante entre los guerreros nórdicos. Los huesos de los guerreros muertos de las tropas auxiliares bárbaras brillaban bajo el sol meridional.

Odoacro reclutaba un tercer ejército. Ravena era la ciudad más fácil de defender, porque junto con sus alrededores constituía una gigantesca fortaleza. Estaba protegida por pantanos, bosques impenetrables, por la flota y las fortificaciones que desde hacía tres siglos emperadores y generales construían sin cesar. Abandonar Verona y poner sitio a Ravena sin haber cubierto antes la retaguardia, hubiera sido un imperdonable error por parte de Teodorico. Mediolánum y Ticino disponían de fuertes campamentos militares, y los jefes eran capitanes de probada fidelidad hacia Odoacro. El Senado romano guardaba silencio. No envió ningún mensaje a Odoacro. Tampoco hizo saber a Teodorico si le consideraba el único patricio. En Verona desplegaba gran actividad la cancillería de los godos, que se parecía a una caldera en ebullición. Señores itálicos, sacerdotes y ciudadanos, que aspiraban a un futuro mejor, pedían audiencia al rey godo. Se pusieron en camino legaciones con destino a Roma. Teodorico envió una parte del botín a los influyentes ancianos del Senado, para congraciarse con ellos.

¿Quién era el legítimo dueño de Italia? Hoy sería discutida en los foros de las ciudades la proclama de Teodorico. Al día siguiente recordó un orador de Odoacro que su señor era aquel a quien la ciudad y sus habitantes debían los últimos quince años de paz. Aquel recién llegado que pretendía alterar la paz romana, era un bárbaro del Norte, ávido de sangre, un hereje, que vivía de carne cruda y cuya crueldad superaba a la de Alarico.

El rey de los godos concedió un descanso a su pueblo, reclutó tropas auxiliares y se procuró carros, víveres y dinero. Debía contar con un prolongado asedio de Ravena, y sabía que sus «nobles de los bosques» no tenían gran experiencia en el asedio de ciudades.

Odoacro sentía amenazada su hasta ahora indiscutida posesión de Italia. Contaba con la fidelidad de sus súbditos, y esperaba que toda la península se pondría de su lado en cuanto estuviera convencida de su fuerza. Pero si permanecía indefinidamente en Ravena, ello podía ser interpretado como un signo de debilidad. Por esta razón partió hacia el Sur con el resto de su antiguo ejército y las tropas recién reclutadas, con objeto de unirse a los ejércitos acuartelados en el centro de Italia, reforzar su posición en la Ciudad Eterna con ayuda del Senado, y librar la batalla definitiva contra Teodorico en un lugar cualquiera de la Campagna.

Odoacro envió un mensaje al Senado: «Vosotros abolisteis la dignidad imperial en el reino de Occidente y me concedisteis el título de patricio para que os protegiera. Ahora nos ha invadido el general más cruel de los tiranos orientales, que ya ha empapado el suelo griego con la sangre de sus pacíficos habitantes. Todos luchamos por una causa común: contra el invasor. ¡Es el momento de que tanto el Senado como el pueblo se mantenga a mi lado!».

El Senado se reunió, como siempre, desde hacía mil años, cuando amenazaba algún peligro. La milicia estaba armada, las puertas atrancadas, los víveres almacenados y se habían abierto nuevos pozos. La Ciudad Eterna parecía haber despertado de un largo sueño, y cada uno de sus habitantes se hallaba dispuesto a defender una vez más con las armas sus murallas, su casa y su familia.

Una representación del Senado saludó a Odoacro, pero nadie abrió las puertas para dar paso a su ejército. En nombre de los senadores se dijo al patricio que no intentase siquiera conquistar la ciudad, pues ello costaría mucha sangre y sólo serviría para facilitar las cosas a Teodorico. El Senado tenía la intención de seguir a su modo fiel a Odoacro, cuyos méritos no había olvidado. Sin embargo, el Senado consideraba que protegía mejor los intereses de Roma observando la más estricta neutralidad en la lucha de los dos reyes. Roma no podía ser juguete de los ejércitos. Nadie debía destruir sus templos, y en torno a la tumba de san Pedro no podían amontonarse los cadáveres. Los senadores deseaban deliberar pacíficamente en el Capitolio, y rezar por la paz del mundo. El patricio-rey tenía que comprenderlo: la Urbe no hacía más que defender sus tradiciones al cerrar sus puertas a cualquier ejército.

Dondequiera que mirase Odoacro, veía hombres armados haciendo guardia en las murallas. Artesanos de la ciudad, convertidos en mercenarios, máquinas de guerra, esclusas; esclusas que sólo era necesario abrir para convertir la Campagna en un pantano. Si ponía sitio a Roma, precisaría semanas. Entretanto, Teodorico le alcanzaría, y él, Odoacro, se encontraría entre dos fuegos. Y con un Senado hostil a sus espaldas, tendría la batalla perdida por anticipado.

Con furor en el corazón y maldiciones en los labios, el anciano patricio retrocedió sin haber logrado sus propósitos. Ahora ya no mostraría piedad por nada ni por nadie. Fue como si el estado de ánimo de Odoacro se transmitiera a sus decepcionados guerreros, que arrasaron las aldeas de los alrededores de Roma. La Campagna ardió. Los ciudadanos de la Urbe tuvieron que ser testigos de la destrucción de sus posesiones romanas.

Odoacro no tuvo otra alternativa que retirarse de nuevo a Ravena, la única ciudad segura, que podía ser defendida durante años. Mientras tanto podían ocurrir muchas cosas.

Teodorico tenía que conquistar primero Mediolánum si quería acercarse a Ravena sin el temor de dejar enemigos en la retaguardia. El ejército acuartelado allí consistía en tropas hérulas, y su magister militum, Tufa, hérulo a su vez, era un viejo camarada de Odoacro, y el general que éste consideraba más fiel a su persona.

En la llanura al norte de Mediolánum hubieran tenido que enfrentarse los dos ejércitos, pero Tufa había conducido días antes a sus tropas hasta la orilla del Po; de este modo, Teodorico pudo entrar en Mediolánum sin blandir una sola vez la espada; el obispo de la ciudad le dio la bienvenida. Todo se desarrolló pacíficamente; la acomodada población agitaba ramas verdes cuando el rey godo, vistiendo una túnica griega, apareció en la carretera romana.

Se había dado otro paso en dirección a Ravena. El siguiente conducía a Ticino. Teodorico debía ser prudente, no exponerse a riesgos innecesarios. Una sola batalla perdida podía ser fatal para los godos.

Entonces los vigías anunciaron: «Desde el Po se aproxima un gran ejército». Los defensores de Mediolánum fueron llamados a las armas, y se ordenó a las tropas del término de la ciudad que se mantuvieran en estado de alerta. Sin embargo, cuando el ejército enemigo estuvo cerca, los defensores fueron testigos oculares de un notable fenómeno. El ejército avanzaba en correcta formación y totalmente armado, pero agitaba ramas verdes en señal de paz. ¿De dónde vendría? ¿Quiénes eran? La aguda vista de los guerreros no tardó en adivinar por sus ropas y armas que se trataba de un ejército hérulo.

Tufa entró en el palacio con sus generales, luciendo todos los atributos de un magister militum; en el palacio había residido en un tiempo san Ambrosio como gobernador. ¡Fue una ocasión memorable cuando Tufa depositó su espada a los pies de Teodorico y esperó la respuesta con los brazos extendidos! ¡El general de Odoacro había venido al campamento de los godos!

La primera buena noticia en Italia para Teodorico. El avezado ejército de los hérulos fue la primera golondrina, cuyo ejemplo seguirían otras.

Aquella excelente tropa, adiestrada al modo romano, sería un refuerzo de la caballería; los hérulos pidieron en seguida que se les permitiera tomar parte en la lucha cuanto antes, pues querían medir sus fuerzas con los itálicos.

Algunos días después llegó el obispo Epífanes de Ticino: era portador de la sumisión de la ciudad. Teodorico recibió a Epífanes con regia pompa, rodeado de su corte. Las palabras del obispo pasaban por ser las de más peso en el imperio de Occidente. Cuando se ocupaba de asuntos mundanos, mezclaba los conocimientos jurídicos de los pretores con los pensamientos de los filósofos y la severidad de un sacerdote. Teodorico se dirigió a su corte cuando Epífanes hizo su entrada.

—Mirad bien a este hombre: en todo Oriente no encontraréis otro que le iguale. El hecho de que podamos verle aquí, nos llena de alegría. Y mientras viva entre nosotros, podremos sentirnos seguros.

La población de la ciudad se tranquilizó cuando los dos obispos, Laurencio y Epífanes, se abrazaron y anunciaron la paz de Mediolánum. Mientras tanto, en el palacio del gobernador y en presencia de Tufa, se reunió el consejo de guerra de los godos. Según palabras del general hérulo, el ejército de Odoacro era ya tan débil, que Teodorico podía cruzar el Po con toda tranquilidad.

La margen sur del río era a los ojos de los bárbaros del Norte algo parecido al jardín del Edén. La nostalgia podía resultar más fuerte que la reflexión. Teodorico puso sus tropas godas bajo el mando de Tufa. Hérulos y godos marcharon hacia Bononia, dejaron a la ciudad a sus espaldas y siguieron avanzando hacia Ravena, hasta que la vanguardia de las tropas de Odoacro apareció ante ellos.

Teodorico se quedó en Mediolánum a la espera de noticias. Si el ataque de Tufa tenía éxito, saldría inmediatamente con el resto del ejército, pues entonces Ravena sería un botín fácil.

Pero el mensajero llegó con ropas de duelo. La noticia sólo podía oírla el rey en persona. Tufa, el traidor, había conducido a los godos a una trampa. Cuando los cuernos llamaron a combate, los hérulos se volvieron contra sus nuevos aliados, dejaron pasar por las empalizadas a los guerreros de Odoacro, y obligaron así a los godos, que se encontraban entre dos fuegos, a rendirse. Nueve caudillos godos fueron encadenados, y Odoacro mandó decapitar a la sombra de las murallas a cien guerreros. Los habitantes de la ciudad debían contemplar el destino que esperaba a los bárbaros invasores. Los verdugos fueron los propios hérulos.

Cuando la noticia se difundió fuera del palacio, entre los godos cundió la más salvaje indignación. Si encontraban a un hérulo caminando solo, o a pequeñas unidades de tropas hérulas, los asesinaban sin una sola excepción. Con ello ejecutaron la venganza de su rey. Fue un día aciago, uno de los más sombríos desde que los godos abandonaran el Ister.

A la mañana siguiente, los godos encontraron abandonados los cuarteles de los rugienos. Fridericus, que se llamaba a sí mismo rey del pueblo rugieno, se había escabullido al amparo de la oscuridad con gran parte de su tribu, y dirigido hacia Ravena. Nadie sabía desde cuándo estaba en contacto secreto con el mismo Odoacro que dos años antes decapitase en las gradas del Capitolio a su padre Fava y condenase a prisión perpetua a su madre Ghisa. La huida de Fridericus fue un nuevo golpe, pues el caudillo de los rugienos conocía los efectivos de Teodorico, los problemas y los planes del hijo de Amal para la conquista de Italia.

Teodorico ya no podía seguir confiando en aliados débiles y traidores, y se dirigió en busca de ayuda a las tribus hermanas. Envió una delegación al rey de los visigodos, el joven Alarico. Eran ambos descendientes de la misma tribu, y Teodorico pedía a Alarico que enviase tropas a Italia con la mayor rapidez posible. Los godos estaban en aquellos momentos luchando en dos frentes. Burgundios y francos eran sus enemigos, y en cuanto se divulgó la noticia de que Alarico estaba reuniendo un ejército para apoyar a Teodorico, Gundobad, príncipe de los burgundios, marchó con su ejército en ayuda de Odoacro. Así fue como Liguria se convirtió en pocas semanas en campo de batalla de los bárbaros. Teodorico se retiró de nuevo de Mediolánum, donde ya no podía sentirse seguro, y buscó protección junto con su pueblo, el ejército y el botín tras las fuertes murallas de Ticino.

Sólo se pueden hacer conjeturas respecto al número de los godos, incluyendo a las mujeres y los niños. Se ha calculado que llegaban a los doscientos mil. Todo el pueblo se refugió con sus carros en la ciudad. La población tuvo que compartir su casa, su aposento, su mesa e incluso su lecho con el numeroso y sufrido pueblo del Norte. Ticino adquirió de repente un gran parecido con un atestado hormiguero; por doquier pululaban hombres y mujeres. Los imperiosos guerreros proclamaban sus exigencias en su incomprensible lenguaje. Los habitantes de la ciudad estaban llenos de odio y no podían conciliar el sueño.

Odoacro hizo cuanto pudo para empeorar la delicada situación de los godos. Empezaron los «paseos militares». Mediolánum volvió a manos de Odoacro. El nuevo señor pidió cuentas exactas, y todos los que se habían sometido a Teodorico, tuvieron que pagar por ello. Laurencio, el obispo de Mediolánum, esperaba, encadenado, el martirio. Incluso la basílica de San Ambrosio de Mediolánum fue destruida por los guerreros.

Gundobad se había pasado ciertamente al bando de Odoacro, pero no mostraba ninguna prisa por luchar a su lado. Las ciudades abrieron sus puertas a las tropas burgundias, que habían pedido asilo en su calidad de aliados de Odoacro. Y entonces se repitieron por doquier las atrocidades: los burgundios cogieron prisioneros a los habitantes, principalmente a las mujeres y las doncellas, los sacaron de la ciudad durante la noche, y se los llevaron al cautiverio. El botín fue considerable: durante muchos años, los burgundios arrancaron a los familiares grandes cantidades de dinero como precio del rescate.

Enodio, que más tarde sucedió al obispo Epífanes, describió del modo siguiente en su crónica estos terribles sucesos:

«Aquellos a quienes perdonó la hoja de la espada, cayeron víctimas del hambre. Los ricos podían considerarse afortunados, pues el oro les abría el camino de la huida hacia las altas montañas o tras las murallas de las ciudades. Pero el tormento del hambre es peor que la herida abierta por una espada: la carestía de víveres acosaba a los desgraciados que se refugiaban en sus fortalezas tenidas por inexpugnables, de tal modo que al final su destino era igual al de los pobres. En primavera llegaron los visigodos de Alarico. El encuentro de las dos tribus godas inició en el norte de Italia la fase decisiva de la campaña. De pronto Ticino resultó demasiado pequeño para Teodorico. Durante las semanas de tranquilidad, los godos habían reunido nuevas fuerzas, y ahora se pusieron en marcha hacia Mediolánum. Odoacro, que se sentía demasiado débil tras las murallas de la ciudad, la abandonó para juntarse con las demás tropas de su ejército. Dos generales poderosos y experimentados se hallaban frente a frente, y nadie en Italia podía saber cuál de los dos se adjudicaría la victoria.

»En agosto del año 490 tuvo lugar la tercera batalla entre Odoacro y Teodorico… a orillas del Adda. La lucha demostró una vez más que Teodorico era muy superior en las batallas campales, que sabía dominar mejor a sus godos y que su caballería pesada era un factor más decisivo en el combate que el ejército y también la caballería de Odoacro, formados según el ejemplo romano, pero consistentes en una variada mezcla de aliados que se odiaban entre sí.

»Rugienos luchaban contra rugienos, visigodos y ostrogodos degollaban a sus hermanos germánicos. La Infantería itálica se defendía con sus escudos mientras abrigaba alguna esperanza de victoria; cuando la perdió, se fue retirando paulatinamente. Piero, el más fiel general romano de Odoacro, cayó con otros muchos en el campo de batalla. Quienes pudieron salvarse tras la derrota del odio salvaje de las tropas de Teodorico, tomaron el camino de Ravena. Hombres heridos, que apenas podían arrastrarse, carros pesados a su velocidad máxima, y jinetes ligeros aparecieron inesperadamente ante Ravena. La ciudad, que en la época de las inundaciones se convertía en una isla, ya sólo podía esperar ayuda desde el mar.

»A Ticino, con escaso séquito, acompañado únicamente por algunos esclavos, llegó un carruaje. En él vivían, confiadas a los cuidados de Epífanes, Erelieva y Amalafreda, que diariamente rogaban por un mañana mejor y temblaban ante la incertidumbre del futuro. El bizantino que había llegado en su carruaje, descansó por primera vez después de su largo viaje. Se trataba de Artemidoro, autorizado por Zenón a reunirse con Teodorico. De este modo tendría posibilidad de servir a los dos, al padre y al hijo. Había desembarcado en Bríndisi, poniéndose inmediatamente en camino hacia Liguria para encontrar allí, en alguna ciudad o en algún campamento, a aquel a quien él gustaba de llamar su señor y su soberano.

»Artemidoro llegó al campamento de Teodorico tres días después de la batalla del Adda; el rey ya le esperaba, pues el filósofo había hecho anunciar su llegada. Teodorico recibió al anciano con los honores propios de un príncipe. Consideraba su llegada un excelente presagio. “El astuto Artemidoro sabe hacia dónde vuelan las águilas de la victoria”, pensaba.

»La presencia del filósofo ofrecía una serie de nuevas posibilidades. La cancillería del rey godo se veía honrada con la dirección de un cortesano de experiencia que no regateaba sus consejos. Era portador de las primeras noticias fidedignas de Bizancio recibidas por Teodorico desde su marcha.

»—Señor, en la corte no se concede gran importancia a tu edicto. El documento tiene muchas deficiencias. El tratamiento no está en orden, y su Majestad no empleó la redacción apropiada. Por ejemplo, falta la alusión de que estás justificado para llevar el manto de púrpura, pese a ser éste el primer signo visible de la dignidad que te ha sido conferida.

»—¿Qué me recomiendas que haga?

»—Envía una legación al emperador. Exige un nuevo edicto, más completo, y el derecho de llamarte no sólo patricio, sino también rey de Italia… o de Roma.

»—¿Te encargarías tú de esta misión?

»—Por mucho que me honre, no lo considero correcto. Mis palabras son consideradas las chocheces de un viejo que canta las alabanzas de su joven señor. El único nombre que aún suena bien en el palacio es el del Senado romano. Todos saben en la Cancillería que los senadores han cerrado las puertas a Odoacro. No toman partido ni por un bando ni por otro. Hablan en nombre del emperador Zenón y actúan según su propio criterio. ¿Estás enterado de quién los dirige?

»—Fausto Níger es el prefecto de la ciudad. Según la tradición, ocupa el sillón elevado cuando el Senado se reúne. Fausto ha rechazado mis sólidos de oro…

»—¡Prométele más! Los romanos son pobres, y en Roma todo puede comprarse, exactamente igual que hace quinientos años. Escribe a Fausto Níger. Dile que vaya a visitar al emperador en calidad de legado, como si quisiera escuchar de labios del Augusto cuál de los dos patricios es el legítimo. Y cuando Zenón haya pronunciado la palabra decisiva, confía al prefecto la redacción del documento. No regresará sin el nuevo edicto.

»Las palabras de Artemidoro fueron como un bálsamo. En el campamento sonaban los cuernos, jinetes iban y venían, sonaban, estentóreos, los gritos de mando. El filósofo se tapó los oídos con las manos. Odiaba el ruido, la vida de campamento, las órdenes.

»—¡Viaja a Roma, Artemidoro! ¡Habla con Fausto! Entre vosotros os entenderéis mejor. No le faltará nada, ni oro ni un navío.»

La región de Emilia, comarca de paso de los ejércitos, estaba arrasada. Los generales de Odoacro dieron rienda suelta a su furor incendiando todas las ciudades abandonadas por los godos, y la población, convertida en fácil botín, salía con pendones y reliquias y suplicaba misericordia. El frente fue inmovilizándose poco a poco. Ravena se hallaba ahora rodeada de un gigantesco semicírculo que incluía el pantanoso borde de la costa y los bosques de pinos: una segunda fortaleza situada frente a las murallas.

Los sitiadores tenían que luchar más contra los elementos que contra los guerreros de Odoacro. Los pantanos, bajo el sol abrasador, despedían venenosos vapores. Las fiebres tercianas atormentaban a los guerreros. Muchos murieron, y los que sobrevivieron a la enfermedad, estaban pálidos, como arrancados a la muerte.

Además, los víveres de los sitiadores escaseaban. Los campos que rodeaban a Ravena estaban yermos. Los escasos pastos no eran suficientes, y los caballos adelgazaban. Pero también dentro de la ciudad sufría la población un hambre cada vez mayor.

Salidas, escaramuzas, duelos entre la vanguardia y los defensores. Una noche Odoacro utilizó un ardid de guerra. En la impenetrable oscuridad, que la niebla hacía aún más densa, cruzó el puente de Candidia. Sus tropas consistían en hérulos que desde hacía dos años soñaban con vengar a sus hermanos hérulos asesinados con ocasión de la trampa tendida por Tufa. ¡La sorpresa es media victoria! Odoacro y su general Levila avanzaron con facilidad y llegaron a las proximidades del campamento de Teodorico. Pero el ruido de la lucha nocturna despertó a tiempo al campamento, y en la oscuridad, iluminada aquí y allí por el resplandor de una antorcha, se libró un combate encarnizado. El vapor húmedo impedía a los godos encender hogueras. Sólo algunos estrechos senderos recorrían la ciénaga, y a ambos lados del gran puente se extendía la tierra pantanosa. ¿Quién podía saber dónde estaba el hermano y dónde el enemigo? Palabras bárbaras se ahogaban entre estertores; los pájaros, asustados, emprendían el vuelo.

Al final, las víctimas del asalto imprevisto resultaron ser los más fuertes. Los hérulos fueron empujados hacia el puente. Levila cubrió con su cuerpo al rey, que consiguió pasar el puente de Candidia. En cuanto al general —el magister militum—, se desplomó a pocos pasos de él. Cayó al pantano, cubriéndose el rostro con la capa.