XXVI

El prisionero contaba los años mientras lanzaba piedras a la tranquila superficie del mar. Ya había cumplido veinticinco años, y éste era su doceavo otoño que pasaba en la costa napolitana. Rómulo Augústulo llegó siendo aún un niño a esta lengua de tierra rodeada de acantilados y barrida por las olas, y ahora que ya era un hombre, los años de su vida transcurrían como sombras anónimas.

Era un prisionero como otros lo fueron antes que él, pasando sus días entre los muros de esta villa ya un poco ruinosa, construyendo aquí y allí un ala nueva, plantando árboles frutales, y haciendo instalar un estanque para peces, que ahora se había convertido en un simple charco. Ningún confidente le hacía compañía; no tenía amigos ni enemigos, sólo centinelas indiferentes. Así lo había querido Odoacro y así lo decretó el Senado. El propio Rómulo depositó la corona y el manto de púrpura sobre la mesa de roble, después de inclinarse ante la asamblea de ancianos; le habían perdonado la vida, aunque no faltó quien, como Anicio, exclamó: «¿Qué ocurrirá cuando el muchacho crezca y pretenda ser emperador?»

Muchas veces permitían la entrada en la villa a actores, comerciantes y bufones, si podía pagarlos la reducida bolsa de Rómulo Augústulo.

El actor había recitado a Plauto. También interpretó, cambiando cada vez el tono de voz, a diferentes personajes. Imitó a un guerrero, a un ciudadano, e incluso a una mujer. Era costumbre invitar a comer a un actor de su categoría. Si el anfitrión lo deseaba, también recitaba versos en la mesa… esta vez fueron de Horacio. Rómulo Augústulo tenía los ojos cerrados; los hombres que le rodeaban comprendían apenas las palabras del viejo poeta. La oda era larga; ¿a quién interesaba todavía conocer los juegos de los niños en la Roma pagana? El antiguo emperador no tardó en quedarse solo con el actor, que de vez en cuando sorbía vino de una copa de plata. Entonces, de manera inopinada, pareció fallarle la memoria, y mientras fingía esforzarse por recordar el siguiente verso, pronunció con voz queda:

—Teodorico, el rey godo, se acerca por las grandes montañas. Expulsará de Italia a Odoacro. Tú serás libre, señor.

Rómulo preguntó en un murmullo:

—¿Traes alguna noticia? ¿Para mí?

El capitán de la guardia entró. ¿Qué buscaba aquí este extranjero, a quien nunca había visto por estos lugares? Los versos volvieron a fluir. En la lengua latina falta la palabra «sí». Por eso el actor repuso en voz baja, cuando se inclinó al terminar su recitación:

Ita est. Así es, excelso señor.

¿Llegaban hoy más lejos que nunca las piedras que Rómulo Augústulo lanzaba contra la superficie del mar? Nadie le regateaba este placer al antiguo emperador. No era necesario ocuparse de él mientras paseaba durante la bajamar entre las secas y malolientes rocas, peces muertos, algas, musgo, y a veces incluso restos de un naufragio, que el viento arrastraba hasta la playa. ¿Restos de un barco naufragado hacía mucho tiempo o recientemente… o acaso restos de un imperio en ruinas? El emperador César Augusto miró hacia el mar; aún tenía en la mano un puñado de piedras. Cuando llegase a la roca rojiza, que el sol veteó repentinamente de oro, aparecería Teodorico, del cual sólo conocía su nombre medio bárbaro y medio griego. ¿Quién era ese Teodorico? ¿Por qué venía a Italia? ¿Cuántos años necesitaría para llegar a las antiguas cuevas de las sibilas de Cumas? ¿Hasta que divisara Nápoles y de allí se dirigiera a la villa de Lúculo?

La guardia se acercaría a rendirle honores, las puertas se abrirían y el rey bárbaro, surgido de la niebla, diría: «Te he traído de Bizancio la diadema y la toga de púrpura. Cúbrete con ella, el invierno está al llegar. ¡El año próximo te pertenece, César!» Y caminaría de la mano del extranjero Teodorico hasta que él, Rómulo Augústulo, entrase de nuevo en Roma.

Con los picos en las manos, practicaban un camino sobre el hielo para ellos y todos cuantos les seguían por los gigantescos montes. Se habían puesto en marcha con manadas de bueyes y miles de caballos, que eran el tesoro de los godos, la única posesión con que llegarían a la tierra cantada por las leyendas, la tierra donde el sol nunca deja de brillar.

La avanzada tenía la misión de abrir el camino entre las montañas. Pero éste era el trabajo más fácil. Algunos de los hombres más fuertes se hundían en el hielo hasta las caderas, y con la azada construían un camino para los carros… aquellos vehículos pesados, de ruedas hechas toscamente, que transportaban a su familia, sus bienes, su futuro. La mayoría vestía una camisa de lino y sobre ella, un corto abrigo de lana. Estas prendas se helaban en las montañas cubiertas de nieve, los copos se introducían en los pliegues y el cuerpo temblaba de frío.

Para que un ejército, o mejor dicho, todo un pueblo recorriese un camino tan difícil, era preciso mantener viva su esperanza. Italia estaba lejos. El pueblo, eternamente hambriento, mataba muchos de los bueyes, y otros resbalaban y caían por las gargantas. Muchas veces un animal patinaba por encima de una hendidura cubierta de nieve. El eco de sus bramidos acompañaba durante mucho rato a la caravana.

Así iban avanzando, en terrible lucha contra los elementos, pero acercándose lentamente a la otra vertiente, que era más suave y transitable, y donde el río descendía por un cauce de escaso desnivel, mientras que en este lado todo eran rocas y barrancos. Cuando la avanzada alcanzó el río, destacó a algunos jinetes que montaban caballos todavía fuertes, para que reconociesen el terreno. Una hora después supo Teodorico la mala noticia: en la orilla opuesta había centinelas gépidos. Cuando los godos llegaron al río, y en señal de paz agitaron ramas verdes, les recibió una lluvia de flechas y se vieron obligados a retroceder.

Una legación se dirigió hacia el rey desconocido que de improviso obstaculizaba aquí el camino de los godos. Los pueblos nómadas conocían las insignias que llevaban los legados. Enviaron una balsa a recogerlos, y los acompañaron a presencia del príncipe de los gépidos. Águilas romanas y sólidos de oro bizantinos, el título de patricio y lanzas godas: tales eran los triunfos que debían jugar los enviados. Pero el príncipe gépido recelaba que se tratase únicamente de un ejército nómada, al que Bizancio hubiese retirado su protección. Tal vez los godos daban un rodeo para regresar al Danubio, a la comarca del gran lago, donde ahora pastaban los ganados de los gépidos. Los emisarios del rey Transtila habían informado de que el pueblo de Teodorico estaba débil y hambriento, que muchos caminaban con los pies helados, que sus caballos carecían de fuerza y los innumerables carros entorpecían la marcha del ejército. Por todo esto, la respuesta de Traustila fue fría y burlona, y su aliento presagiaba una muerte ignominiosa para los godos. ¡Un pueblo derrotado, un ejército condenado al fracaso! Entre los hijos de Amal, la respuesta del rey gépido se propagó con la velocidad del viento.

Teodorico se vio a sí mismo por un instante en el palacio imperial, como cónsul bizantino. Ropas de seda, un baño diario, manjares exquisitos, consejeros inteligentes, mujeres perfumadas. En cambio aquí, su tienda se levantaba a la orilla del río, y estaba rodeado por un pueblo apático que no sabía si mañana el campamento no se convertiría en un gigantesco cementerio.

Las tropas de reconocimiento volvieron ensangrentadas y diezmadas. Las balsas habían sido hundidas por una lluvia de pesadas piedras, y los caballos pudieron trepar a duras penas por la escarpada orilla, mientras a su alrededor caía una cortina de flechas.

—¡Mi rey, no podremos cruzar el río!

Recordó los jóvenes guerreros de las seis mil lanzas, que ahora ya habían sobrepasado la primera mitad de su vida. Con guerreros jóvenes tal vez intentaría de nuevo la hazaña. También esta vez con seis mil lanzas; ¿sería acaso un número de la suerte…? Oyó el grito de guerra de los gépidos, mientras el viento azotaba el caudal hinchado del río. Se enderezó el estandarte real, y a su derecha e izquierda fue colocada un águila de bronce romana. El rey hizo saber que para este ataque necesitaría únicamente a los más audaces.

Tal como exigía la tradición, el escudero alargó a Teodorico una gran copa de madera llena de vino. Con las últimas gotas salpicó la arena de la orilla. Todo cuanto aprendiera de los estrategas debía ser cumplido al pie de la letra. Las balsas que construyeron durante la noche formaban, unidas, un puente, y los gigantescos escudos una muralla movible contra la que rebotaban las piedras y se clavaban las flechas. Los gépidos carecían de catapultas y de arcos. En cambio, los venablos de los godos amenazaban a quienquiera que se aproximase demasiado a la orilla opuesta. El número de atacantes no era grande, pero constituían un grupo elegido y organizado, y la presencia de Teodorico en el momento de mayor peligro centuplicaba el valor de los jóvenes guerreros.

Los gépidos eran ladrones inveterados. En las historias sobre las grandes emigraciones de la estepa, no constaba en ningún lugar que un ejército gépido hubiese vencido alguna vez en lucha abierta. Los godos lo sabían, y Teodorico se lo recordó con detalle mientras cruzaban, luchando, el río, y buscaban un lugar en la orilla que no fuese demasiado escarpado. Como si cruzase un paso entre montañas, así pasó el ejército la garganta. Tras la cadena de colinas, las hileras de gépidos eran más cerradas, y esta vez no estaban colocados en la estepa, sino dispuestos para la lucha abierta. Teodorico tenía la ventaja de saber más del arte de la guerra que el caudillo de los gépidos. Un general calculador encauzaba la temeridad de sus guerreros, y ahora les sirvieron de mucho los largos y fatigosos ejercicios a los que Teodorico les sometiera antes de la gran emigración, exactamente según las reglas del arte romano de la guerra. Penetraron la primera línea y llegaron a la cima de una cordillera. Desde allí vieron el bosque de tiendas de los gépidos, ganados enteros y cientos de caballos. ¡Qué hermoso botín se extendía ante los ojos de los hambrientos godos!

Se inició una lucha sin cuartel. Los gépidos, que habían contado con una victoria fácil, luchaban ahora por su vida, cuerpo a cuerpo. La espada de dos filos de los gépidos resultó considerablemente más fuerte que la corta espada de los godos. Pero el estandarte de Teodorico seguía en alto, y junto a él, las dos águilas romanas. Siguieron avanzando, durante unos momentos se quedaron estancados, pero el estandarte no tardó en volver a ondear al viento… todos los ojos podían seguir su trayectoria. La lucha era siempre más encarnizada en el punto donde aparecía el rey montado sobre su caballo de batalla. La masa de los gépidos le volvía la espalda, pero entonces se enfrentaba al muro formado por la guardia goda.

Del campamento de los gépidos salió un grupo de jinetes. El penacho del yelmo lo indicaba y la señal del cuerno lo proclamó: el rey salía al encuentro del otro rey. Dos colinas los separaban. Por orden de Teodorico hincaron una rodilla en tierra los mejores arqueros; los veteranos instruidos en Bizancio esperaban la señal, dispuestos a lanzar sus catapultas. La espada de Teodorico se alzó en el aire, y a través de la espesa lluvia de flechas salieron disparados tres largos venablos. El blanco de los tres era Traustila. Los gépidos no contaban con ningún peligro a distancia tan considerable. Seguían cabalgando con los escudos junto a los flancos del caballo, para adquirir mayor velocidad. No tenían intención de levantar los escudos hasta el momento en que las flechas pudieran alcanzarles. El primer venablo lanzado por catapulta se clavó en el caballo de Transtila, el segundo le pasó rozando, y el tercero, apuntando con más exactitud, atravesó la garganta del príncipe gépido.

Teodorico pensaba en Roma y en Bizancio cuando dio la señal para el último ataque. Siguió una persecución salvaje que no hubiese merecido la aprobación de los estrategas del palacio imperial. Se impuso una furia ciega que ningún general hubiera sido capaz de frenar. Ya era imposible pretender un movimiento de tropas organizado. El frenesí era un arma de los bárbaros que no podían aceptar los hombres que habían hecho una ciencia del movimiento de los ejércitos. Sin embargo, la muerte del rey era una señal divina.

Los godos alcanzaron el campamento gépido. Esto podía ser peligroso, porque la avidez de los guerreros, la vista del botín, la ansiada recompensa de la lucha, disminuía el poder del general sobre su ejército. Precisamente cuando el enemigo contraatacaba con sus reservas, el guerrero entregado al saqueo era un contrincante indefenso.

El estandarte del rey ondeó al frente de los atacantes. Teodorico guio a sus guerreros de manera que apenas rozaron el campamento de los gépidos. Miró hacia atrás: sólo unos pocos se habían separado de la tropa, y eran hérulos. Los godos seguían a su rey. El ejército de Teodorico persiguió a los grupos gépidos que aún luchaban, ya en su mayor parte dispersos. Ahora no tenían posibilidad de vencer, y su rey estaba muerto. Ni siquiera los más valientes desdeñaron la huida.

No tardó en caer la noche. Aquí y allí luchaban todavía con tesón algunos pequeños grupos. Los fugitivos desaparecieron en el horizonte. Nadie se dedicó a perseguirles; tanto hombres como animales estaban extenuados.

Los guerreros godos entraron en el campamento de los gépidos. Sólo encontraron a algunos atemorizados ancianos, que por carecer de caballo no habían podido huir. Ninguno de ellos protegía ya los abundantes víveres: tinajas de aceite, cereales, carne curada al sol. Se apostaron centinelas en las cumbres que dominaban el campamento para escudriñar el horizonte. Ellos fueron los primeros en recibir su parte del valioso y tan ansiado botín. Hoy el ejército de los godos comería hasta hartarse.

Siguió una de las horas más críticas de la magna aventura. El pueblo que aún permanecía en la otra orilla, y el resto de los animales con los carros tenían que cruzar el río. Encendieron enormes fogatas, y cada guerrero llevaba una antorcha en la mano. Si en estos momentos hubiesen vuelto los gépidos, su ataque podría haber sido decisivo. Lentamente fueron trasladados los carros desde la orilla a las balsas, y transportados hasta la orilla opuesta, en dirección al soñado mundo del sur.

El médico vendó las heridas de Teodorico. El griego puso bálsamo en el lienzo con el que cubrió el hombro, el brazo, la rodilla y la frente del rey. Había que vendar a todos los heridos; en esto Teodorico seguía el ejemplo romano. Le era imposible acostarse, las heridas le dolían demasiado. Arriba, sobre la colina, hizo colocar almohadones bajo sus dolientes miembros, y así esperó la mañana y el ataque. Pero todo permaneció tranquilo.

Poco a poco fueron quedando atrás los sármatas errantes, los ladrones de cadáveres del ejército. El pueblo emigrante cruzó los pasos de los Alpes con toda su impedimenta, y antes de que la primavera tocase a su fin, Italia se extendía ante los godos.

Hasta el Soncino, que tras abandonar su cauce de rocas serpenteaba caprichosamente por la comarca que inundaba todos los años, se hallaba la tierra de nadie: una región salvaje, arrasada por los ejércitos, donde tras prolongadas inundaciones verdeaban exuberantes prados. Los godos, agotados por la larga marcha, tomaron posesión de aquella tierra junto con sus debilitados animales y la consideraron el paraíso. Un sol meridional enviaba sus rayos, y la jugosa hierba de la primavera convirtió en cuestión de pocas semanas a los enflaquecidos caballos godos, que apenas podían sostenerse en pie, en caballos robustos, nuevamente aptos para la lucha.

El Soncino formaba la frontera entre ambos patricios. Los emisarios habían informado a Odoacro de todas las fases del notable espectáculo con que Teodorico fue inducido a alejarse de Bizancio: la forzada autorización imperial, la fastuosa entrega de poderes, la alegría general ante la marcha de los godos; por fin se veían libres del insistente peligro representado por aquel hombre inconsciente que por su educación se había transformado de bárbaro en griego a medias. El señor de Italia había seguido el avance del hijo de Amal a través de los montes, las estepas, los pasos y los ríos. Tal vez los gépidos fueron sus centinelas avanzados, tal vez los jinetes sármatas estaban a sueldo de Odoacro. Éste tenía mucha práctica en convencer a los veleidosos príncipes de la estepa.

El patricio de Ravena gobernaba Italia con seguridad y sin rivales desde hacía quince años. Los conceptos rey de las tropas auxiliares bárbaras y emperador se habían fundido mucho tiempo atrás. Odoacro había recibido ya a muchas legaciones en calidad de Augusto. El antiguo centurión conseguía continuamente reforzar su campamento con nuevas tropas bárbaras y príncipes aliados. Según las palabras de los historiadores contemporáneos, en el ejército del patricio había casi tantos reyes como guerreros.

Ahora, dos reyes y dos patricios estaban frente a frente. Los rugienos que habían podido salvarse pasaron a reforzar las filas de los godos. Fridericus proclamaba a los cuatro vientos que vengaría la ejecución de su padre Fava y el ignominioso cautiverio de su madre Ghisa. ¡Muerte a Odoacro, el tirano!, era su diario grito de guerra, con el cual pretendía animar al ataque a Teodorico.

Los dos frentes a uno y otro lado del Soncino empezaron a dibujarse. La tradicional táctica bélica romana medía sus fuerzas con la moderna estrategia griega. El ejército «romano» estaba constituido en parte por guerreros itálicos, una infantería disciplinada, formada de acuerdo con la antigua tradición. Formaban ambas alas los bárbaros aliados: jinetes ligeros, despreciados por los itálicos, ansiosos de robo y de botín. Frente a todos ellos estaban los godos, que lentamente habían ido recuperando sus fuerzas: un solo pueblo, entre el cual no tenían gran importancia los aliados de la talla de Fridericus.

Ambos bandos luchaban bajo las águilas romanas, como si dos auténticos emperadores quisieran medir sus fuerzas por la posesión de un imperio mundial; Bizancio había reconocido a Odoacro como patricio de Roma. El hijo adoptivo de Zenón había partido con el solemne edicto hacia la reconquista de la tradicional herencia del emperador. Por consiguiente, ambos bandos tenían un derecho legítimo a enarbolar las águilas romanas.

Una cadena de campamentos, fortificaciones y avanzadas se levantaba frente a Teodorico. Su fuerza residía en la acorazada caballería goda, en su potente y penetrante ímpetu, y en los conocimientos adquiridos por sus caudillos de la táctica bizantina. Los godos eran débiles en el asedio, su fuerza desaparecía en la guerra de trincheras; tal era, por contrario, el fuerte de las antiguas legiones romanas, y las tropas itálicas estaban adiestradas según su modelo.

Profecías, informes de la gente de confianza, proclamaciones. Los emisarios de Teodorico se introdujeron por toda Italia, y la población de las ciudades no tardó en enterarse de que Zenón, el emperador, el único emperador reinante, había declarado usurpador a Odoacro y puesto el destino de Italia en manos de su hijo adoptado a la sombra de las armas. Sin embargo, ¿por qué tenía que esperar de otro príncipe bárbaro algo mejor que del rey de las tropas auxiliares bárbaras, quien era cierto que arrancaba el dinero a los ciudadanos itálicos con todos los pretextos imaginables, pero del cual podía decirse que durante quince años no había arrasado una ciudad romana? ¿Por qué debían tener confianza en Teodorico? ¿No se habían recibido noticias en la península apenina que denunciaban la devastación por parte de los godos de Macedonia, Tesalia y Tracia? ¿Por qué las sufridas provincias itálicas tenían que confiar más en un bárbaro que en otro?

¿Es que acaso podían decidir las ciudades itálicas quién debía gobernarlas, y por qué leyes debían regirse? El poder de Odoacro era lo bastante fuerte como para exigir los impuestos y el producto de los campos, y reclutar soldados. ¿Cómo podían decidir las ciudades itálicas a qué príncipe bárbaro correspondía la herencia de la república?

En esta tensa situación, el Senado romano, del que todos se burlaban calificándolo de un montón de obedientes vejestorios, tomó repentinamente una decisión.

En una reunión secreta se acordó no tomar partido por ninguno de los dos reyes bárbaros. No reconocerían ni a uno ni a otro mientras durase la confrontación. Como había corrido el rumor de que Odoacro, en caso de una derrota, pensaba librar la batalla decisiva ante las murallas de Roma, los ancianos decidieron que mientras los dos ejércitos estuvieran en guerra, Roma permanecería neutral.

Esta decisión era más que un piadoso deseo. Los senadores sabían, porque habían crecido en tiempos difíciles, que ahora sería muy peligroso esperar con los brazos cruzados. Roma seguía estando rodeada por una muralla. Durante la larga paz bajo el gobierno de Odoacro, había surgido una nueva generación que no conocía el hambre ni las epidemias, ni la devastación de sus ciudades a manos de hordas de guerreros bárbaros. Ciertamente Roma había perdido gran parte de su prestigio y poder, pero las antiguas tradiciones se mantenían vivas. Aunque las malas hierbas infestaran el Foro romano, aunque ya nadie hablase desde las viejas tribunas de los oradores, aunque los palacios imperiales del Palatino fuesen colosos en ruinas y deshabitados, aunque las viejas murallas de la ciudad empobrecida la rodeasen como un manto desproporcionado para el cuerpo fláccido que cubre, Roma seguía siendo Roma. Aún se construían edificios, se moldeaban estatuas y se pintaban cuadros. El comercio era floreciente, y en la Urbe residían aún hoy más hombres cultos que en las otras ciudades itálicas.

El Senado hizo comprender a los habitantes de la ciudad la peligrosa situación de Roma. Era preciso reparar las ruinosas murallas, edificar catapultas y apostar centinelas que ahuyentasen a todos los posibles atacantes.

Patricios y plebeyos, sacerdotes y artesanos empezaron a profundizar las trincheras y a reforzar las murallas con torreones y campos de tiro; instalaron bastiones adelantados, y después de tantos decenios, terraplenes, tejares, carros llenos de piedras y maderos anunciaron que la Urbe estaba una vez más amenazada por el peligro.

Sin embargo, de momento no acechaba ninguna desgracia a la Ciudad Eterna: Teodorico y Odoacro estaban en el Norte, muy lejos de ella. Y jamás el rey de los godos hizo gala de mayor precaución que ahora; sabía que con una sola derrota podía empujar a su pueblo a la perdición, pues para los godos, una única batalla perdida significaría el fin. No tenían ningún camino de regreso ni escapatoria posible: la ciudad compuesta de miles de carros, con sus hombres, animales y enseres, sería el botín de Odoacro si el ejército godo no podía protegerla.

De este modo, entre exploraciones del terreno y pequeñas refriegas, pasó medio verano. Odoacro reforzó su línea de fortificaciones, Teodorico ensanchó el frente de los godos. Sus ojos adiestrados en la estrategia bizantina descubrieron las debilidades del ejército enemigo: las fuerzas de Odoacro estaban concentradas en un espacio demasiado reducido. Desde esta orilla del Soncino podían reconocerse los campamentos contiguos de los diversos príncipes: ondeaban al viento las insignias reales de los escitas, turquilingos y alanos. Eran grupos dispersos de pueblos que, de acuerdo con la ley de la estepa, no se llevaban bien entre sí, que comprendían tan mal la lengua de la otra tribu como las órdenes dadas en lengua latina.

Odoacro había cometido el error de ponerse a la defensiva por anticipado, y en su posición, que consideraba segura, esperaba el ataque de Teodorico, para lograr así la victoria con un mínimo de pérdidas. No atacó, ni siquiera intentó cruzar el río e instalar cabezas de puente en la orilla norte. Esperó.

Así el rey godo pudo determinar el día de la batalla y asegurarse las mejores posiciones de partida. Ya en las primeras horas de la tarde apareció en la orilla del río su caballería ligera, que al amparo de la oscuridad procedió a desplegarse hacia el curso superior e inferior del Soncino; cruzó el río en puntos tan distantes, que no tropezó en ningún lugar con centinelas romanos. El Soncino era profundo, pero no experimentaba ninguna crecida, por lo que la corriente no tenía mucha fuerza. Los caballos de los godos estaban acostumbrados a cruzar ríos con sus jinetes. La infantería fue transportada en balsas a la orilla opuesta, en lugares donde no era de temer una fuerte resistencia. La noticia de que los godos habían cruzado el río llegó al cuartel general de los itálicos, y Odoacro tomó las medidas pertinentes. Pero antes de que sus tropas ocuparan sus posiciones frente a los godos, la mayor parte del ejército de Teodorico ya había alcanzado la orilla sur.

Ahora, la debilidad de su ejército fue decisiva para los itálicos. El grueso tomó posiciones según el modelo de las legiones. El poderoso erizo de hierro se antojaba invencible, pero era muy lento de movimientos frente a la caballería goda, que cambiaba de posición con insólita rapidez. Y los jinetes que Odoacro envió a la lucha sólo pensaban en cruzar el Soncino y atacar el campamento de carros de los godos, para saciar en él su avidez de botín y de sangre. La batalla les importaba poco. Al rey de las tropas auxiliares bárbaras se le escapó el mando de la mano. El momento crítico se produjo cuando Odoacro creyó evitar una funesta derrota abandonando ahora el campo de batalla. A sus espaldas estaba el bien guarnecido campamento y la fortificada ciudad de Verona. Si no conseguía vencer al enemigo, quería salvar al menos al grueso de su ejército. Así pues, ordenó la retirada cuando las caballerías aún luchaban encarnizadamente. La infantería siguió con orden ejemplar al rey, que se retiraba con tan digna actitud, que la impresión general fue de que se trataba de un cambio de posición premeditado, de un ardid de guerra para conducir a una trampa al adversario.

Teodorico había cruzado el Soncino. Ahora ya no interceptaba su camino ningún otro río de nacimiento tempestuoso entre montañas y de curso tortuoso a lo ancho de comarcas inundadas, sino algunas ciudades fortificadas, las primeras de las cuales eran Verona, Ticino y Mediolánum… y finalmente, Ravena. Teodorico tenía que contar con guarniciones fuertes, grandes unidades de tropas y un sistema avanzado de defensa. Pero había ganado la primera batalla… y el abandonado campamento de Odoacro fue el primer importante botín de guerra en Italia, que sirvió de compensación de muchas penalidades.