Cuando Teodorico llegó a Novae procedente de Bizancio, se encontró en pleno foco de inquietud. Hacía meses que los campamentos de los godos eran un hervidero, en el que las privaciones y el hambre actuaban de agitadores. Durante los ocho años vividos en la comarca del Ister, el pueblo, poco aficionado a la agricultura, había acabado con todos los recursos de las inmensas llanuras. La desesperación impregnaba las palabras de los insatisfechos. ¿Por qué el hijo de Amal vivía a tan larga distancia, entre los lujos del consulado, cuando su primer deber era preocuparse por su pueblo y liberar de la miseria a sus godos?
Cuanto más cerca de Novae se encontraba Teodorico, tanto más engañosa se le aparecía la imagen bizantina. Después de las ricas provincias griegas, cabalgó muchas millas a través de comarcas sumidas en la pobreza. Campos improductivos, granjas muy apartadas unas de otras, animales flacos, un par de jinetes en el horizonte. Campañas, hordas de ladrones, puestos de vigilancia. Teodorico viajaba hacia su pueblo acompañado de numerosa tropa. Nadie le importunó en su camino. Sin embargo, todos los indicios indicaban claramente que su pueblo ya no podía esperar más, que debía ser liberado de su miseria. Mientras recorría el país, ninguna de las imágenes que veían sus ojos le atormentó tanto como las que conjuraba su mente. ¡Cuántos reproches y acusaciones, francos o velados! «¡Has vendido a tu pueblo para regalarte con el lujo de Bizancio, vestido de púrpura!»
A diario llegaban a Novae enviados de los príncipes bárbaros. ¿Qué hará el noble pueblo godo para vengar el ultraje cometido contra los rugienos? ¿Quién puede cruzarse de brazos al ver reclamada de nuevo la tierra de nadie, después de cien años, y las águilas romanas campeando otra vez, impunemente?
Teodorico sabía que su regreso podía hacer milagros. No necesitaba más que una sola declaración: ¡El rey, el hijo de Amal, ha tomado nuevamente en sus manos el destino de su pueblo! Al alba acudían en tropel ante su casa los guerreros jóvenes. No podían comprender por qué los guardas bizantinos formaban una línea de centinelas. Él era su rey, llevaba su misma sangre. Sus padres habían elegido rey a Teodorico. ¿Por qué no podían hablar con el hijo de Amal? Venían rebosantes de entusiasmo, pero sus palabras eran ásperas: Los godos estaban dispuestos a luchar incluso contra los infiernos, pero no a soportar por más tiempo su pobreza.
Teodorico pensaba en la historia de las seis mil lanzas. Y en Nébula, que ya se había convertido en una niebla, en un resplandor lejano entre las nubes del firmamento.
Salieron jinetes hacia los cuatro puntos cardinales. Como en otros tiempos, muy remotos ya, el mensaje a los guerreros dispersos era el mismo: «Uníos al pueblo de Teodorico, incrementad su ejército». Y los viejos también conocían el significado de la orden: «¡Reparad los carros!»
Llegó al campamento un reducido grupo de los rugienos vencidos, del pueblo de Fridericus. Eran cien veces más pobres que los godos, y semejaban salvajes acosados. Soñaban con asesinar e incendiar. Los godos ancianos intercambiaban miradas secretas: Los rugienos hubiesen preferido tenerlos como enemigos que como aliados.
Finalmente llegó un mensaje de Bizancio. Su Majestad deseaba consultar con Teodorico; al fin y al cabo, el rey era general de todas las fuerzas armadas bizantinas. Una campaña contra Persia, una expedición de castigo contra los vándalos, y la supresión de la herejía en Egipto eran los asuntos más urgentes, y por si ello fuera poco, aliados de los godos arrasaban las aldeas.
En Bizancio, Teodorico había aprendido a guardar el solemne ritmo de los días. Quien entonces asistía a la escuela del palacio imperial, elaboraba un plan diario para todo. Los capitanes godos miraban con recelo las hojas de pergamino sobre las cuales —gracias a los signos escritos de los cristianos— se podían imprimir los pensamientos. Sin escriba que anotase sus órdenes, el rey no podía dar más instrucciones. Por doquier se encontraba un griego o un bárbaro convertido en bizantino, que supiese escribir.
De modo paulatino volvió a organizar un nuevo ejército godo. Pero también esta vez eligió Teodorico para su séquito los mismos guerreros que merecían su confianza desde que realizara la campaña de las seis mil lanzas. Entretanto, los niños nacidos el año de la conquista de Singidúnum ya habían alcanzado la adolescencia. Los capitanes que servían en la guardia goda de Bizancio se ocupaban de la disciplina, y se esforzaban por mantener formadas las unidades de caballería, que marchaban bajo las insignias de todas las tribus y se desperdigaban con facilidad.
Enviados del emperador habían acompañado hasta Novae a Teodorico, en señal de respeto, pero también para vigilar todos sus pasos. Los escribas esperaban con impaciencia el momento en que Teodorico pronunciaría la palabra decisiva. ¿Contra quién se preparaba, por qué se armaba?
El rostro de Teodorico no traicionaba nada; nadie conocía sus planes. ¿Hacia dónde se dirigía la avanzada, que había recibido órdenes concretas, hasta qué punto del Ister llegaría y dónde esperaría el grueso del ejército?
La hierba crecía por doquier, y los caballos recobraron las fuerzas. Teodorico había traído de Bizancio monedas de oro, a cambio de las cuales los pueblos de la estepa les darían alimentos, y de este modo podrían atravesar las regiones más pobres. La tierra de nadie, escasamente poblada, no mostraba apenas signos de que también era una provincia del imperio romano. El camino conducía a través de pantanos, y cuando llegaron a los buenos pastos, se detuvieron durante unos días. No tenían prisa: ningún enemigo les perseguía.
Así llegó el ejército godo a la frontera de Tracia: ante él se extendía el imperio… ciudades ricas, huertos de árboles frutales, viñas, olivos, campos de cereales. Los ojos de los godos se iluminaron, las manos tocaron el hacha. ¡Coger cerezas desde la silla, entonces sacudir el tronco, y llenar los carros con los frutos maduros! Con un solo movimiento, Teodorico puso fin al saqueo.
Los magistrados de las ciudades les salían al encuentro con el pan y la sal. Se dirigían a él con los títulos de cónsul, magister militum y patricio. Aquí ya se notaba el aliento del palacio imperial. Las ceremonias resultaban incomprensibles para los godos. Teodorico tenía la impresión de que por su culpa, su propio pueblo le miraba con recelo. ¿Por qué no permitía el saqueo, y no dejaba que sus jinetes se quedaran con los tesoros de las ciudades? No podían comprenderle. Teodorico montaba su caballo o viajaba en el carro. ¿Adónde les dirigía el rey? ¿Adónde llevaba a su pueblo el patricio? Las noticias que llegaban al palacio imperial eran tanto más inquietantes cuanto más cerca se hallaba el rey. Mientras estaba en Novae, nadie se había preocupado de él. Se trataba de una comarca remota, donde reinaban el hombre y los lobos y soplaban los vientos de Bóreas.
En el palacio imperial se sucedían las consultas: ¿qué debía hacerse? ¿Concentrar tropas para la protección de la capital? ¿Enfrentarse a los godos y cerrarles el paso en Tracia? ¿Enviar órdenes a las ciudades de que no dieran más trigo a los godos y guardasen cuidadosamente las puertas? 0 bien… ¿ganarlos con palabras aduladoras y enviarles legaciones con regalos, alimentos y dinero?
—Zenón sigue confiando en su hijo —decían los Silenciarios.
El emperador no quería enviar a sus tropas contra los godos. Aprobó el plan de concentrar el ejército, pero dio orden a las ciudades de Tracia de ayudar a Teodorico y hacer todo lo posible por la tranquilidad y la paz. Ante todo debían convencer al rey con palabras amistosas de que aplacara a su ejército, siempre tan ávido de botín.
Antes de que estas órdenes llegasen a las provincias, su sentido ya se había transformado. Cada municipio estaba convencido de que debía cuidar de su propio destino: emisarios conciliadores, carros repletos, sacerdotes y bolsas llenas de oro… el rey entendería este lenguaje. Si las ciudades le recibían bien, le abrían las puertas, alimentaban a su ejército, los godos seguían su camino sin saqueos ni devastaciones. Pero allí donde encontraran resistencia o el magistrado resultaba tacaño, los desmanes no se hacían esperar. Los godos provocaban incendios, el fuego les procuraba placer, y obligaban a los desgraciados habitantes a contemplar su obra.
Pero esto era sólo una pequeña prueba de lo que esperaba a Tracia si se oponía a Teodorico, y de lo que ocurriría a Bizancio si el emperador no recibía a su hijo con los brazos abiertos.
¡Campos arrasados o intactos, ciudades incendiadas o indemnes, según le concedieran o no el paso libre! ¿Qué planes tenía Teodorico? ¿Se dirigía contra Bizancio? ¿Quería convertirse en emperador de los godos? ¿Ser basileo en lugar de patricio? En palacio se acumulaban las malas noticias, los habitantes de la ciudad emigraban cada vez en mayor número hasta Asia, al otro lado del estrecho. El pánico parecía adueñarse de Bizancio.
Los centinelas de los torreones anunciaron la aparición de unos puntos negros en el horizonte. Las noticias llegadas a Bizancio decían que los godos avanzaban formando un ancho abanico. Como nadie les opuso resistencia, no se había librado ningún combate. Todavía no arrasaban nada, pero su orden de batalla hacía suponer que estaban dispuestos en todo momento a medir sus fuerzas con el ejército griego.
Un Silenciario llevó a Teodorico, el hijo, las palabras amistosas e invitadoras de su imperial padre:
—¿Por qué no corres a mi lado, Teodorico? ¿Por qué no deseas ver a tu padre, que te espera lleno de amor?
El cortesano bizantino leyó en el rostro del príncipe bárbaro las emociones encontradas que le embargaban. Teodorico había recibido a solas a los enviados de Zenón; los centinelas no permitieron la entrada ni a los condes godos. El Silenciario había venido preparado para una dura confrontación, pero sabía dominarse. Intercambiaron palabras anodinas en el acostumbrado lenguaje de la corte, con pequeñas alusiones y la retórica usual. Quien comprendía este lenguaje sabía que detrás de cada palabra se ocultaba un dardo.
El patricio se puso en pie. Su rostro tenía la dureza de los momentos en que tomaba grandes decisiones. Las venas se hincharon, y los ojos casi se salían de sus órbitas.
—Suplico a su Majestad, mi padre, que determine el día y la hora en que puede recibirme.
Los enviados contemplaban la llanura desde la ventana de la estancia situada en el primer piso del cuartel general de Teodorico. Era mediodía. En las calderas hervía la carne de los bueyes de Tracia. Ensartados en asadores giraban sobre el fuego los corderos de los montes tracios. Era terrible pensar que esta horda salvaje e incontenible podía precipitarse sobre Bizancio.
El sacerdote asperjó al rey con agua bendita. El enviado dibujó sobre su frente el emblema de la paz. Intercambiaron regalos, y en la cancillería goda se redactó la acostumbrada solicitud, en la que Teodorico se dirigía al basileo. ¿Se habían suavizado sus facciones? ¿Era realmente la personalidad romana de Teodorico más fuerte que la del bárbaro de la estepa? El Silenciario contempló con el pensamiento la villa que esperaba recibir del emperador como recompensa por la misión cumplida… situada, eso sí, al otro lado del Helesponto.
Zenón recibió a Teodorico en audiencia ultrasecreta; solamente el historiador de la corte se hallaba sentado en un rincón, a fin de tomar nota de cuanto se dijera. El rey godo se presentó vistiendo la túnica de corte de los Grandes del imperio, y nada indicaba que era el rey del ejército bárbaro y que éste se encontraba acampado ante las murallas de la ciudad, dispuesto a atacar a la urbe protegida por los ángeles a una sola seña de su señor.
En estos momentos cruciales, el emperador sólo podía tener un propósito: evitar el peligro inminente. Si todos sus esfuerzos en favor de la paz resultaban inútiles, su misión era aplazar la ruptura definitiva hasta que llegase a la ciudad el ejército auxiliar de Asia Menor. Durante la reunión del consejo hubo algunos que aludieron al conocido método de rodear el cuello del patricio con un cordel de seda, o bien a su llegada o cuando abandonase la sala de audiencias. Pero ¿quién osaría portarse de manera tan bizantina con el visitante del emperador, cuando ante las murallas esperaban al menos cincuenta mil guerreros godos, con el arma en la mano y sedientos de sangre? ¿Quién podía saber cuántos miembros de la guardia imperial eran fieles al patricio? Habría un baño de sangre si alguien se atrevía a tocar un solo dedo del rey de los godos.
Teodorico se arrodilló como prescribía el ceremonial, y como si no existiera ninguna diferencia entre él y el emperador y ninguna brecha entre el pasado y el presente. Y cuando el emperador le otorgó el permiso para hablar, las palabras de Teodorico brotaron como un torrente incontenible:
—La única alegría del hombre digno es estar al servicio de Vuestra Majestad. ¿Qué me ha faltado a mí en este palacio? ¿A quién ha tratado Vuestra Majestad con más benignidad que a mí? ¿Por qué podría desear yo provocar el ceño en la frente de Vuestra Majestad?
—Cuando me asomo a la ventana, Teodorico, veo arder la ciudad de Melantea. ¿Quién le ha prendido fuego? A una distancia de apenas cinco millas de las murallas exteriores…
—Sus habitantes hostiles y desobedientes han recibido una pequeña lección. Sin embargo, mis guerreros me han seguido hasta aquí porque esperan que mis palabras ablandarán el corazón de Vuestra Majestad.
—Hemos dado una provincia a tus godos. Pastos ubérrimos, agua. ¿Qué queréis ahora?
—Una verdadera patria.
—En suelo griego no hay lugar para tu pueblo.
—No pienso en las provincias griegas. Suplico tu benevolente autorización.
—¡Te escucho, hijo mío!
—Al usurpador deben haberle inquietado los malos sueños, pues ha abandonado su campamento de Ravena y atacado sin permiso a los fieles aliados de Vuestra Majestad.
—Panonia y Nórica están muy lejos.
—Pero con viento favorable, Italia está sólo a un día y una noche de distancia de Dirraquio. Déjanos marchar, Majestad, para que derrotemos al usurpador y pongamos de nuevo a las provincias itálicas bajo las alas del imperio.
—¿Cuál es tu verdadero objetivo?
—Majestad, mi pueblo y yo estamos ante una encrucijada. Ni los guerreros ni las mujeres pueden soportar más la miseria que han sufrido en Mesia. Tenemos que hacer algo. Si Vuestra Majestad nos diera provincias griegas, las aceptaríamos con el corazón agradecido, pero las obtendríamos sin lucha. Vuestra Majestad está preocupado por vuestro pueblo, y nosotros nos inclinamos ante vuestra voluntad. Vos mismo lo comprendéis: sólo nos queda un camino… y es el de Italia.
—¿Con cuántos guerreros atacarías a Odoacro?
—Con todo mi pueblo. Aún no he decidido si lo conduciré a través de los pasos de los Alpes o a bordo de barcos que nos llevarían al sur de la península. Este último sería el camino más rápido, pero ¿dónde conseguiré los barcos suficientes para transportar a todo el pueblo y además los caballos, el ganado y los carros? Por esta razón me veré obligado a elegir el camino más trabajoso de las montañas.
—Si te vas a Italia, no volveré a verte; no podrás seguir a mi lado.
—Vuestros sentimientos paternales me llenan de la más profunda alegría.
—¿Qué deseas de mí para la conquista de Italia?
—¡Un único pergamino con vuestra imperial firma y el sello del Senado! ¡Un edicto!
—¿Qué ventaja reportará ello al imperio?
—Si nuestra empresa tiene éxito y conquistamos Italia, Vuestra Majestad habrá ganado la campaña que dará a Bizancio su herencia legítima. Si fracaso, Vos no habréis perdido nada. El imperio no sufrirá por nuestra desaparición.
Zenón contempló al hombre que tenía ante sí, cuyo rostro era tal vez en este momento un auténtico reflejo de sus pensamientos.
—¿Qué garantía me das?
—Cumpliré mi juramento y consideraré siempre a Vuestra Majestad como mi padre. Mi pueblo… hombres, mujeres y niños hambrientos, representan un peligro constante. Puedes creerme, señor, tampoco es fácil para mí mantener a raya a mis guerreros. No es fácil detenerlos ante las murallas de esta ciudad. ¿Qué pueden perder…? Si quieren conquistar Bizancio, que tiene poderosas murallas pero… un corazón débil…
—¿Me estás amenazando, Teodorico?
—¿Por qué habría de hacerlo? Tengo que asegurarme el favor de Vuestra Majestad. Si mi pueblo se pone en marcha, no os amenazará ningún peligro. Hablo como servidor del imperio, y no como rey de mi pueblo. ¡El único camino practicable es el que nos conduce a Italia!
—Pero de este modo te perderé, Teodorico. Ya no podrás estar a mi lado…
—¡Italia será sobrada compensación! ¡Os lo ruego, dadme vuestra bendición y dejadme marchar, magnánimo señor!
El viaje por mar, con tiempo encalmado, hubiera sido más corto y también más cómodo que cruzar los Alpes en pleno invierno con todo su pueblo. Pero no tenían barcos. Los godos no estaban familiarizados con el mar, y entre sus aliados tampoco había pueblos marineros. También carecían del dinero suficiente para comprar barcos. Incluso el emperador tenía pocas galeras para un pueblo tan numeroso y sus carros y animales.
Llegaron emisarios del otro lado del mar. Los sacerdotes informaron a la corte imperial del profundo descontento que reinaba entre los cristianos ortodoxos, porque el patricio-rey favorecía en todo a los arrianos. El Senado romano carecía de poder, no era más que una asamblea de viejos decrépitos. La fuerza de Odoacro descansaba principalmente en los viejos guerreros, en los veteranos. Pero éstos se habían ido acostumbrando con los años a los goces de una vida pacífica. Habían fundado familias, labrado la tierra y participado en la existencia comunitaria de las aldeas. Sólo volverían a empuñar las armas contra su voluntad; opinaban que ya habían luchado lo suficiente. Y los guerreros nuevos, reclutados por Odoacro entre las tribus del norte, no eran de confianza.
¿Por qué habían de olvidar los guerreros rugienos el trato que diera Odoacro a sus parientes de Nórica?
Los emisarios que llegaron al campamento godo relataron que los restos mortales incorruptos de Severino habían sido trasladados al sur, porque no se consideró prudente dejar tan sagradas reliquias en el turbulento norte. La iglesia donde serían veneradas se hallaba en una lengua de tierra de la costa napolitana, cerca de la villa de Lúculo, donde vivía el antiguo emperador de Roma, Rómulo Augústulo.
Las noticias se contradecían. Después de ser cuidadosamente sopesadas en la cancillería goda, la imagen que resultó fue la siguiente: En Italia ya no existía el caos, ya no era una tierra de nadie como bajo los últimos emperadores. Al principio, Odoacro había derramado mucha sangre, pero a medida que fueron disminuyendo los antagonismos y los terratenientes y campesinos se hicieron a la idea de que los guerreros de las tropas auxiliares bárbaras se apropiarían del mejor tercio de sus posesiones, y decreció el malestar reinante en el campo, la crueldad del rey se suavizó, y empezó a imperar un determinado orden.
La campaña de Odoacro del año anterior no había soliviantado mucho los ánimos. Exigió mucho dinero, pero el botín superó con mucho los gastos de armamento del ejército. La noticia del triunfo de Roma se había difundido al norte de los Alpes, y la derrota de los rugienos constituyó un ejemplo del hecho fehaciente de que el imperio estaba en condiciones de reconquistar las provincias siempre que quisiera.
Cuando se propagó el rumor de que el victorioso Odoacro evacuaba las provincias conquistadas y se llevaba a los habitantes de las ciudades, cundió el desconcierto. Los bárbaros conocían con exactitud el dicho de las legiones cuando ponían los pies en tierras remotas: Hic remanebimus optime. Con ello querían decir: Aquí permaneceremos mientras nos plazca. ¿Por qué, entonces, el general victorioso evacuaba voluntariamente la tierra conquistada?
Si los godos hubieran dispuesto de barcos, habrían bajado a tierra en Bríndisi. Con el viento de otoño a su favor, un ejército más reducido podía hacer la travesía en dos días. Cabalgando a lo largo de la costa, Teodorico contemplaba las velas de los navíos que zarpaban. La flota se marchaba de maniobras. Glicinio y Nepote habían sido transportados en barcos, junto con sus tropas. Teodorico, cabalgando a lo largo de la costa, solitaria y barrida por el viento, sintió que estaba rodeado de enemigos. No tenía ningún amigo verdadero, dispuesto a ayudarle. Bizancio sólo ansiaba librarse de la agobiante proximidad del peligro godo. Pero carecía de barcos, de ayuda y de oro.
En realidad, en parte alguna se atendía tan admirablemente a las ceremonias como en Bizancio. El edicto imperial, el documento del solemne tratado con Teodorico, había sido redactado en griego y en latín según la más antigua tradición. Recibió el nombre de Pragmatica Sanctio. Su texto fue discutido en el consejo imperial y seguidamente, sometido al Senado. El contenido se ajustaba a lo acordado verbalmente por Teodorico y Zenón. El imperio autorizaba a Teodorico y a su pueblo la conquista de Italia. El patricio, por su parte, reconocía la soberanía del imperio y del basileo.
El texto era muy breve, sin concretar ningún punto determinado, por lo que muchas veces, tal vez intencionadamente, se prestaba a distintas interpretaciones. Si el emperador adjudicaba Italia, como su propia tierra, estaba en su derecho: todo el poder seguía en sus manos; lo que daba, podía quitarlo de nuevo. En el edicto se mencionaba a Italia como parte del imperio, cuya población obedecía las órdenes de su sagrada Majestad. No había la menor indicación de que el pueblo de los godos estaba a punto de comenzar la empresa más dudosa de su historia.
Se abrió la gran puerta del palacio imperial. Los jefes de los Azules y los Verdes entraron en representación del pueblo, cuya presencia era exigida por el ceremonial desde tiempos inmemoriales. En la parte sombreada del inmenso patio de gala se acomodó la corte; la guardia personal acuartelada en Bizancio simbolizaba al ejército. El eunuco jefe trajo el documento en un estuche adornado con piedras preciosas. El consejo imperial tomó asiento ante una enorme mesa. Sus sagradas Majestades llegaron en literas desde sus aposentos. El rito del imperio exigía que nada interrumpiese la armonía general. A la ceremonia sólo pudieron asistir los principales caudillos godos. El ejército tuvo que permanecer lejos de Bizancio, con órdenes de no abandonar su campamento, por lo que se vio obligado a contentarse con los generosos víveres suministrados por el gobierno imperial.
Teodorico se transformó en romano una vez más. Era el patricio; los demás títulos quedaron relegados a la sombra, incluso el de hijo adoptivo del emperador. Una corona de laurel adornaba la frente del dignatario romano. Una cinta de púrpura en su toga blanca indicaba su título, mientras que la capa tejida en oro que cubría sus hombros simbolizaba a Bizancio.
Zenón parecía flotar en las alturas. Los ancianos del Senado tomaron asiento en el gran palco del patio. Al patricio le correspondía un trono propio. En las arcadas, medio ocultos, coros masculinos entonaron el aleluya. Era una gran fiesta, una ceremonia inolvidable para la ciudad: Zenón, el emperador, despedía a Teodorico. En aquel mismo instante sonaron los trombones, y el coro que cantaba bajo las arcadas incrementó el volumen de su voz.
Zenón habló. El emperador no era un orador nato, ni conocía los clásicos romanos. En las sesiones del consejo y durante las conversaciones con sus confidentes, sus palabras sonaban más seguras que aquí, en el enorme patio de gala del palacio, donde todos le escuchaban atentamente.
—Si cumples tu misión, patricio, tendrás en tus manos con nuestra aprobación la mitad occidental del imperio. No olvides, Teodorico, que cuantos allí viven son nuestros hermanos romanos. Todos procedemos del mismo tronco. Somos hermanos. Manifiesta respeto al Senado romano, que promulga sus leyes en Nuestro nombre. Recuerda todos los días que nosotros te hemos enviado para tomar posesión de nuestra legítima herencia. Cuando llegues a Italia, tus palabras serán las palabras del imperio. ¡Que Cristo te acompañe, Teodorico, hijo mío!
Soplaba un viento cortante; gruesos nubarrones recorrían el cielo. Entre el polvo gris que levantaban las herraduras del caballo, Teodorico revivió de nuevo la ceremonia. Trombones, un exceso de oro y de púrpura. La bendición del patriarca, las palabras fraternales de los caudillos del ejército. Ahora estaba reconociendo la costa con dos griegos y una docena de godos. ¡En ninguna parte encontraba una mano amiga! La gran ceremonia de estado con que el imperio le había despedido se le antojaba un servicio de acción de gracias: ¡Por fin Teodorico se aleja con sus hordas! ¡En lo sucesivo ya no amenazarán sus godos la ciudad y el palacio imperial!
«Tú propagarás nuestra palabra», había dicho el emperador, y nadie mencionó a Odoacro, el duro y poderoso bárbaro que no necesitó a ningún basileo para conquistar Italia. Como si quisiera proclamar ante el mundo su desprecio por las insignias imperiales, las había enviado a Bizancio, después de que Rómulo Augústulo las depusiera ante el Senado romano. ¿Por qué aquel lujo anticuado? ¿Quién necesitaba un emperador occidental, una marioneta superflua que sólo servía para tragar dinero? Ahora, el último emperador podía contemplar el mundo desde los muros de la villa de Lúculo, podía acercarse a la orilla del mar y admirar el ritmo de las olas. Sin embargo, ¡Bizancio jamás reconoció a este emperador! Pero Odoacro seguía viviendo y gobernando.
Los guerreros de Teodorico estaban aún acampados en las cercanías de Bizancio, y el pueblo continuaba en la comarca del Ister, cuando el rey de los godos propagó la noticia: «¡Preparaos! ¡Estamos ante la gran emigración, que tanto hemos ansiado durante décadas! Saldremos en dirección al mar cálido y el maravilloso mundo del sur. Nos iremos todos… Italia tiene que ser vuestra.»
El cielo y el mar se confundían bajo las nubes grises. Era temprano por la mañana. Antes de ponerse en marcha con todo su pueblo, una capa de nieve cubriría las cimas de las montañas. ¿Cómo cruzaría los Alpes? ¿De qué medios dispondrían los emigrantes cuando abandonasen la calzada romana y se aventurasen en terreno montañoso? Sin embargo, no podían esperar hasta la primavera siguiente, hasta que las tierras inundadas estuvieran secas. Mañana Odoacro ya estaría enterado de sus preparativos. Durante el invierno, en Italia se formaría un nuevo ejército. Por esta razón, el rey de los godos tenía que ponerse en marcha en otoño si quería salir victorioso.