Cuando Odoacro se acercaba al Danubio, dejó de usar la túnica y la lengua romanas. Liberado de los escribas y los pergaminos de Ravena, pareció recuperar la juventud bajo el viento tibio de la primavera.
Rompió con el placentero mundo romano y desechó la máscara del gobernador sabio y pacífico. Montó su caballo; una coraza cubría su pecho. Sólo por el penacho de su yelmo reconocieron los veteranos al antiguo Odoacro, los hombres que antes tuteaban sencillamente a su actual señor. Con cada milla que avanzaban hacia el norte se sentía más seguro como general. Calculaba con antelación cada movimiento, y envió mensajeros a caballo a las ciudades romanas: «No temáis, Odoacro ya está cerca».
Anicio estaba con él, y compartía su tienda. Ahora tenían la palabra las armas, y Anicio sabía que no podría hacer desistir a su señor de esta campaña. Hacía largas marchas a pie, cruzaba los peligrosos pasos de montaña y afrontaba múltiples peligros en las balsas. Estaba viendo con sus propios ojos que la pobre Italia ya no tenía fuerza ni riqueza suficientes para comenzar de nuevo la organización de las legiones. Ya no era posible enviar ejércitos a las provincias lejanas, y mucho menos, mantenerlos en ellas. Los ciudadanos romanos de Nórica pretendían de Odoacro una vana ilusión: hacía mucho tiempo que había pasado la época en que el legionario aparecía en el horizonte y anunciaba: Nosotros, los romanos, estamos aquí y aquí nos quedaremos para siempre.
Sin embargo, nadie podía quitar al rey la alegría viril a su avanzada edad. A caballo, bajo el viento y la lluvia, se sentía rejuvenecido y emprendía prolongadas campañas. Era como si quisiera desafiar a los años, como si su corazón ya no conociese la piedad. En las piedras miliares de la vieja calzada, barbudas cabezas ensartadas en lanzas contemplaban el paso de los romanos. Sangre, sangre. Cruzó con el ejército los lugares de su juventud. Se acordaba de todo: de viejos capitanes, de amigos y enemigos. Él era el capitán más viejo, y a su alrededor se congregaban los veteranos. Atravesaron la antigua provincia de Severino. Las ciudades romanas vivieron el insólito milagro de presenciar el regreso de las águilas romanas y la victoria de las nuevas legiones sobre los bárbaros. Los habitantes ya no tenían nada que temer de los rugienos. Panonia y Nórica se reintegraron al imperio occidental.
«Primero luchar y después filosofar», dijo Anicio, volviendo del revés, malhumorado, el antiguo proverbio. La campaña adquirió su forma más cruel: entre pantanos, en espesos bosques, con ataques nocturnos y botín inesperado. Fava, el rey de los rugienos, y su esposa Ghisa, que luchaba a su lado, resultaron ser peligrosos adversarios. Estaban emparentados con Odoacro, y pese a ello, éste último demostró tanta crueldad contra la propia estirpe, como si jamás hubiese bebido la misma leche materna. Aquí en el Danubio, Odoacro se comportaba como un general del imperio romano: aniquilaba inexorablemente a los enemigos de Roma.
En Nórica se derramó mucha sangre. Las ciudades romanas proporcionaron víveres y alojamiento. En sus alrededores levantó Odoacro su campamento, y a él fluían los comunicados. Las reglas de mil años de antigüedad del arte bélico romano demostraron su efectividad: los bárbaros que luchaban de acuerdo con las reglas romanas vencieron a los ignorantes bárbaros de la estepa.
El ejército romano, compuesto de guerreros de tan diversas tribus y de campesinos itálicos, obedecía a Odoacro, que obtuvo victoria tras victoria: miles de prisioneros, botín, provincias recobradas; colonias arrasadas, carros, miles de caballos, capitanes, hechos prisioneros con tretas o durante la lucha, marcaban el paso del ejército de Odoacro. Tampoco el despiadado Fava pudo escapar a su destino. Al borde de los grandes bosques renunció a la táctica de la tierra calcinada y presentó batalla a los romanos. Los dos enemigos se distinguían únicamente por las armas y las palabras de mando. Los rugienos del campamento real vieron inflamarse el penacho del yelmo de Odoacro; se produjo un combate desesperado con cambios sorprendentes, en los cuales la suerte sonreía ya a un bando ya al otro. Finalmente, la táctica romana fue la más fuerte. Los jinetes de las tropas auxiliares bárbaras cercaron el campamento real de Fava, y antes de anochecer, el rey y la reina eran prisioneros de los romanos.
En la primavera del año 487, las águilas romanas estaban en ambas riberas del Danubio, allí donde cien años antes palideciera el recuerdo de las legiones. Ahora parecía ya conjurado el peligro de invasiones posteriores de jinetes bárbaros. Las legiones, provistas de escudos, eran precedidas por las águilas, y a la insignia de Roma seguían carros con el botín e interminables hileras de prisioneros.
Anicio, el circunspecto ministro, visitó los arrasados campamentos rugienos. Cabalgó hasta la cumbre de una montaña y contempló aquella desolación sin límites. En la margen izquierda del Danubio se extendían las tierras inexploradas de los bárbaros. En Panonia y Nórica vivían ciudadanos cautelosos y atemorizados. Los magistrados llevaban los anuarios y las listas de impuestos en lengua latina; y sin embargo, ¿quién hubiera podido señalar con el dedo, entre aquella mezcla de pueblos, a los verdaderos romanos?
Al atardecer, Anicio se dirigió a Odoacro:
—Señor, ya no podemos conservar esta tierra.
Tenía los ojos húmedos. Había nacido en Roma, los escribas de su casa relataban la historia de su admirable estirpe, la de los Anicios, que se remontaba a los dioses olímpicos, y pese a ello, el romano pronunció esta tarde la fatídica frase:
—Ya no puedes conservar estas provincias. Somos demasiado pobres para instaurar de nuevo, después de haberlo perdido, el imperio de occidente.
—¿Qué será, entonces, de la población, de los habitantes de las ciudades?
—Tienes que dar una orden terrible. Pero al mismo tiempo has de evitar el pánico. Yo me declaro dispuesto a preservar el orden entre los colonizadores. Has vencido, preclaro señor. Esto te facilita las cosas. Nos llevaremos los restos mortales de Severino. Su mano incorrupta será el símbolo de la gracia, y lo que nos mostrará el camino. Estas ciudades ya no pueden ser mantenidas.
—Sin embargo, hasta ahora han sobrevivido. Durante todos estos años han permanecido intactas.
—Has vencido a los pueblos de la estepa, y has hecho prisionero al rey Fava. Pero Fridericus ha huido a los bosques, junto con el resto de su pueblo. Aún siguen con vida suficientes miembros de la tribu de los rugienos. ¡Los pueblos bárbaros se unirán contra ti! Tú mismo sabes que se te considera traidor de tu propio pueblo. Todos los reyes de la estepa y de los bosques pronuncian tu nombre con odio. Se aliarán contra ti, y ¿cómo sabes que la invasión se detendrá en los Alpes? Cuando hayan roto la línea de centinelas romana del Danubio, ya no podrás defender el Adriático.
—¿Debo evacuar para siempre Panonia y Nórica?
—Has de organizar en Roma una entrada triunfal como hacían los antiguos emperadores cuando regresaban victoriosos a la Urbe. Todos los labios te ensalzarán; todos temerán tu ira. No puedes evacuar las provincias mientras no estés en la cima de tu poder. Serás lo bastante fuerte y poderoso como para dar una nueva patria al sur de los Alpes a aquellos que deban empuñar el bastón de peregrino. El difunto Severino te ayudará.
Las disposiciones de Anicio despertaron a Roma de su modorra. Los senadores pestañeaban al sol. El praefectus urbis contaba los alguaciles que podía vestir con túnica de gala, y reflexionaba sobre cuál de ellos era más indicado para llevar las fasces romanas. ¿Un desfile triunfal en Roma? ¿Una fiesta en el Capitolio, durante la cual se asaban bueyes en el Foro Romano y se espitaban cubas de vino? ¿La Vía Appia volvería a retemblar bajo los pies de las legiones? ¿Era posible que un bárbaro que no llevaba la púrpura real y que se contentaba con el título de patricio, hubiese vencido una vez más para Roma?
Anicio se encerró en el Tabularium, y se desempolvaron antiguos pergaminos. ¿Qué ocurrió la última vez que un general hizo su entrada triunfal en la Urbe? ¿A qué costumbres había que atenerse? Era preciso buscar una loba y llevarla al pie del Capitolio. También había que procurarse gansos que graznasen alrededor de las murallas, como hacían cuando protegían a Roma. Era necesario resucitar todas las costumbres que no estuviesen en contradicción con el rito cristiano.
Era primavera, aniversario del nacimiento de Roma. Temprano por la mañana, la población de la Urbe salió a la calle con sus remendadas túnicas de fiesta. La orden del Praefectus urbis decía que todos los hombres, mujeres y niños de miembros sanos tenían que estar en la calle para celebrar el inesperado nuevo triunfo de Roma. Los miembros del Senado y sus familias seguían a Odoacro desde el Capitolio.
La Vía Appia era demasiado estrecha para que en ella pudiera desplegarse el desfile triunfal. Los guerreros marchaban a pie, en hileras de cuatro, y les seguían los jinetes, y no fue posible organizar la marcha hasta que llegaron a la calle de la Victoria, esta calle ancha, aunque un poco deteriorada. Desde aquí se dirigieron hacia el Capitolio, donde Odoacro recibió las felicitaciones del Senado.
El pueblo de Roma se agolpaba a lo largo de la calle de la Victoria. Nadie conocía sus almas, nadie sabía leer sus pensamientos. ¿Serían más baratos el pan o el aceite? ¿Organizaría el patricio juegos gratuitos? ¿Habría importantes donativos públicos? ¿Serían inseguras las calles durante las horas de la noche, a causa de la presencia de las tropas bárbaras? ¿Qué pensaban los ciudadanos romanos mientras esperaban con su esposa e hijos a ambos lados de la gran avenida la llegada del ejército? Anicio había hecho un trabajo concienzudo, resucitando todas las tradiciones: las águilas de bronce flotaban al frente, al mismo tiempo se pusieron en libertad buitres y águilas que habían sido capturados y que se elevaron describiendo círculos en el aire. Las voces de mando eran en latín. Doríforas y centuriones gritaban con orgullo las palabras romanas. Cada guerrero podía sentirse ahora un héroe del renacido imperio.
Odoacro estaba en pie sobre el carro de gala en el que un día festejara Constantino el Grande su memorable triunfo. También esto era obra de Anicio, que en un ala del Capitolio había hecho restaurar el ruinoso carro en cuestión de pocos días; las placas de oro puro habían sido pulidas, y repuestas las que faltaban, y ahora el carro resplandecía bajo la luz del sol.
En torno al carro de gala flotaban al viento las insignias de las cohortes: águilas en pleno vuelo, dragones, colas de caballo teñidas de plata. En Panonia no había leones ni tigres ni antílopes. En su lugar desfilaron osos encadenados, que reemplazaban a los animales salvajes de las tierras del sur.
Por dondequiera que pasase el carro, sonaba el tradicional grito de júbilo. Anicio se lo había recordado a los romanos, y ahora la multitud enardecida lo entonaba sin cesar. Seguían al carro de gala, atados con cadenas, los prisioneros de categoría: el rey Fava y su esposa Ghisa, ataviados con valiosas capas de oro, como el pueblo romano se imaginaba que vestían los reyes de un pueblo bárbaro. Llevaban diademas, y las cadenas que ataban sus manos eran de oro. Tras ellos marchaban los guerreros de las legiones que habían sido elegidos para llevar los tesoros de la tienda real de Fava. ¿En qué pensaría Fava mientras era conducido por la avenida de la Victoria el día del aniversario de Roma, como un oso salvaje? ¿Pensaría tal vez que había llegado a la última estación? El cáliz de la amargura debía ser vaciado hasta la última gota. Muchas veces empujaron al rey de los rugienos. Su rostro era barbudo y estaba lleno de cicatrices. Mientras lo vestían para la marcha triunfal, el barbero de la corte le había peinado de manera que su aspecto parecía aún más temible.
¿Qué pensaría Fava cuando vio el cadalso en las gradas del Capitolio? Porque también aquello pertenecía al gran espectáculo. El rey rugieno era mil veces culpable de la matanza de otros tantos ciudadanos romanos. La ley tradicional dictaba que el Senado podía pronunciar una sentencia y llevarla a cabo inmediatamente. La ejecución se realizó en presencia del Senado y del pueblo, y también Odoacro estuvo presente. El verdugo utilizó el hacha de combate del rey Fava, que tenía mango de oro. Con ella fue decapitado el rey rugieno al pie del Capitolio.
El populus romanus ya no estaba acostumbrado a tales espectáculos. Desde la época de Constantino, los juegos eran cada vez más escasos, y sólo se conservaba la fiesta primaveral de las Lupercales. Así pues, la ejecución de Fava fue una experiencia doblemente hermosa. Ghisa también había sido condenada a muerte, pero Anicio dijo:
—Al pueblo de Roma no le gusta que el verdugo alce la mano contra una mujer. Le recuerda a las mujeres mártires.
Antes de que cayera el hacha, Anicio ordenó que se llevaran de la terraza de los espectadores a su hijo Boecio. Gran parte de los senadores era de edad avanzada y detestaba un espectáculo semejante. Pero todos sabían que la ejecución de Fava debía compensar al pueblo de la falta de gladiadores en el Circus maximus y de las luchas entre prisioneros y fieras salvajes que solían animar las anteriores fiestas y juegos. Mientras se llevaban el cuerpo decapitado, Ghisa fue conducida a un calabozo romano cuyas puertas no volverían a abrirse para la reina del pueblo rugieno.
Uno de los jinetes fugitivos llegó a Novae. Era Fridericus, hijo del rey rugieno, de quien los Colonizadores romanos de Panonia contaban que aventajaba en crueldad a Fava y todos los demás miembros de su salvaje tribu. Ahora era un fugitivo apátrida, que merodeaba por la región de los grandes bosques y cambiaba sus últimos objetos de valor por… caballos. Caballos para él y sus escasos seguidores, a fin de poder abandonar aquella tierra que después de tantos años habían reconquistado de manera tan inesperada las águilas romanas.
El fugitivo llegó a Novae después de una larga cabalgata a lo largo del río, y allí encontró a Teodorico, que visitaba las colonias de su pueblo para suavizar diferencias entre las tribus, anunciar decretos y hablar de justicia. El rey, llegado de Bizancio hacía ya una semana, se alojaba en la residencia de los ostrogodos. Una hora después de que los fugitivos hubiesen cruzado las empalizadas exteriores, Teodorico sabía ya que recibiría noticias fidedignas de la región del Danubio y también de la comarca que sus godos abandonaran hacía ya diez años.
Fridericus era un pariente lejano… cuya ascendencia se remontaba a los albores de la historia germánica. La ley de la estepa exigía que recibiera al fugitivo sin patria como a un hermano. Por otra parte, la estirpe de Fava era enemiga del imperio, devastadora de ciudades romanas. También sabían esto en la cancillería bizantina. Si el basileo hubiese enviado a Teodorico a su antigua patria con una orden concreta, el rey godo hubiera degollado al rugieno del mismo modo que lo hiciese Odoacro.
Al atardecer recibió Teodorico a Fridericus en el palacio de madera. El fugitivo ya había sido obsequiado con una túnica principesca, alojamiento y un escriba. Por la cordialidad del recibimiento comprendió que se le rendían los honores debidos a un príncipe de sangre real.
No fue fácil hallar un intérprete que hablase la lengua de los rugienos; el latín de Fridericus era demasiado deficiente para entablar una conversación en dicho idioma. Teodorico abrazó al fugitivo. Bebieron hidromiel en cuernos decorados con motivos de oro, tras lo cual degustaron los exquisitos platos de la cocina bizantina.
El huésped había recorrido miles de millas y pasado semanas enteras en los bosques, perseguido por enemigos a caballo.
¿Qué novedades ocurrían en Occidente? ¿Y en Oriente? ¿Dónde empezaba y dónde terminaba el imperio? ¿Qué acontecía en Roma? Fridericus no sabía casi nada de todo aquello. Pero conocía a Odoacro, y el círculo en que se movían las palabras de ambos germanos se fue haciendo más estrecho. Un odio exacerbado se advertía en las respuestas, que las preguntas mesuradas procuraban serenar. Teodorico quería conocer a aquel hombre, que, igual que él, era rey y patricio. La noticia de su marcha triunfal había llegado a Bizancio antes de su partida. El comunicado llegado unos diez días después informaba de la decapitación de Fava y todos los sucesos posteriores.
¿Qué se proponía el ilegítimo rey de las tropas auxiliares bárbaras, aquel príncipe sin pueblo?
El príncipe rugieno se fue calmando poco a poco. La fama y el nombre de Teodorico eran conocidos en todas las tierras bárbaras. No existía un solo príncipe que no conociera la historia del hijo de Amal, iniciada con la campaña de las seis mil lanzas y que terminaba con el duelo en el cual venciera al rey de los búlgaros, Libertem. Era hijo del emperador y cónsul de Bizancio. También se sabía que en el atrio del Hipódromo, su estatua de bronce se levantaba junto a las estatuas de los emperadores. Miles de informes y relatos le vinieron a la memoria. Fridericus se volvió hacia Teodorico, que tenía su misma edad y le habló como a un gran rey.
—¿Por qué consientes que este arrivista, este don nadie acapare toda la gloria del imperio? ¿Por qué permites que Odoacro se inmiscuya como un emperador en los asuntos del mundo? ¿Sabes qué botín se han llevado sus guerreros? Todo cuanto los rugienos heredaban de padres a hijos ha caído en manos de Odoacro.
—¿Ha dejado atrás a sus legiones o las ha enviado a sus casas?
—Las noticias son contradictorias. En ambas riberas del Danubio sigue habiendo legiones. Pero ha llegado a mis oídos que los habitantes de las ciudades romanas han recibido instrucciones de prepararse para la marcha. Cuando vuelvan las tropas, se llevarán a los colonizadores.
Teodorico pensó: «Esto es lo peor, pues con ello se incrementa el número de guerreros de Odoacro en Italia, de los satisfechos veteranos que obedecen a ciegas al rey-patricio. Pero si Odoacro deja a sus tropas en Panonia, será imposible atacarle. ¿Cómo se puede declarar la guerra a un romano que defiende al imperio? Por otra parte, si Odoacro abandona las antiguas provincias romanas, demostrará que es indigno de llamarse emperador». En Italia sería de ahora en adelante sólo un usurpador: Entre dos reyes bárbaros, ambos adversarios, la palabra del emperador actuaría de fiel en la balanza.