XXIII

El escultor tomó un puñado del blando barro que se hallaba en una caja a sus pies. Cuidadosamente lo aplicó a la cabeza ya formada, lo extendió con mano ligera y segura por los huecos de la cara y reservó un poco para las cuencas de los ojos. Ahora el globo del ojo sobresalió algo más, prestando a la cabeza de barro una mirada aguda y penetrante.

El rey estaba sentado ante el escultor. Aquí la impaciencia era inoportuna, no debía interrumpir los movimientos breves y secretos del artista. Mientras modelase, se imponía la obediencia. Muchas veces el maestro volvía a Teodorico hacia un lado, otras el propio escultor se colocaba a la izquierda, para estudiar la línea del perfil, la curva del mentón, la redondez de la frente. Un príncipe posaba para un escultor griego.

Zenón cumplió su promesa. La estatua de Teodorico se alzaría en el atrio del Hipódromo, entre los grandes, cerca del monumento de bronce de Constantino. Proclamaría la gloria de la nueva Roma, la continuidad del imperio. Si en Hispania podía nacer un emperador, si Dalmacia o los montes de Iliria podían dar un gobernante al imperio… ¿por qué no podía estar entre los defensores de Bizancio un príncipe godo?

Teodorico contemplaba al escultor, que ya había modelado a numerosos dignatarios, pero que esta vez cumplía el encargo con cierto temor. ¿No se impacientaría el modelo, no exigiría su «imagen» al cabo de una hora, no sentiría tedio durante los silenciosos minutos en que el artista luchaba con la forma, borraba una y otra vez una arruga, y volvía a modelarla, buscando una expresión que diera vida a la inerte materia?

Teodorico, sentado frente al maestro, no podía ver lo que formaban sus manos. Sólo veía la forma aún incompleta de la cabeza sobre el pedestal, con el rostro vuelto hacia el artista. Éste había elegido el estilo tradicional. Teodorico figuraría en la galería de héroes y emperadores coronado de laurel como todos ellos.

El escultor no era locuaz, ni se preocupaba demasiado por su modelo. Sin embargo, le hubiera gustado prestar más vida a los ojos y borrar la indiferencia que expresaban las facciones de Teodorico tras un cuarto de hora de silencio. El maestro estaba bien enterado de la vida palaciega. También él habitaba el mundo de los interminables pasillos y las grandes salas y antesalas de palacio. Tenía que despertar de algún modo el interés de su modelo.

—Se dice, amable y respetado señor, que Roma sigue siendo Roma. No permite que la superen. En los baños también se rumorea que está preparando una campaña contra los bárbaros.

Teodorico llevaba un manto romano, y en la cabeza, la corona de los héroes. Sus cabellos estaban peinados como exigía la moda en la corte de Bizancio. Por un momento, el propio escultor se asustó de la palabra bárbaro. No podía saber si su modelo se sentiría ofendido. ¿No iba dirigida esta nueva campaña contra sus parientes lejanos… parientes que en las remotas provincias saqueaban y asesinaban?

La dignidad prohibía contestar al maestro con palabras graves. Pero el comentario sorprendió a Teodorico. La noticia de una desgracia se propagaba con rapidez, y en cambio la gente se resistía a creer una buena noticia. Antes de que se hicieran públicos los anuncios oficiales de una victoria o una derrota, sus efectos ya casi se habían extinguido. Cuando se producían sucesos tan sensacionales como la decisiva derrota del ejército búlgaro, se celebraban con un Tedeum. Pero la noticia mencionada por el escultor era inesperada. Cierto que una carta, la comunicación de un enviado, llegada a bordo de un barco, había revelado que en Italia se llevaban a cabo preparativos bélicos, pero hasta ahora no se sabía nada con seguridad. Y sin embargo, los ociosos ya charlaban en los baños de una campaña inminente.

Cuando el rey entró en la cancillería para asuntos itálicos, halló a los secretarios y al Silenciario en un animado debate.

Asustados, todos miraron al raro visitante, que a través del prisma de los acontecimientos era considerado ya el hijo adoptivo del emperador, ya el rey bárbaro más peligroso para el imperio. ¿Hasta qué punto podía enterarse de los secretos de Estado? ¿Quién le enviaba? ¿Sabía su sagrada Majestad que Teodorico deseaba conocer las comunicaciones secretas?

El Silenciario dijo en voz baja:

—Sublime señor, todo esto ha ocurrido después de la muerte del Padre Severino en Panonia y Nórica.

La imagen que pintó con doctas palabras era verdaderamente desalentadora para un oído romano. Mientras el Padre Severino estaba con vida, el orden reinó en su obispado. Las ciudades romanas y las colonias bárbaras convivían en paz. El Padre Severino ahuyentó a las tribus invasoras, implantó la seguridad y gobernó su reino, que nadie le envidiaba. Los príncipes de la estepa sentían temor ante el anciano, que con una sola palabra era capaz de domar al guerrero más salvaje.

La muerte de Severino formaba ya parte de la leyenda, y estaba perpetuada en un libro de oro. Poco después de su muerte, los rúgidos se prepararon para atacar las ciudades romanas. Su príncipe, llamado Fridericus, se distinguía especialmente por su ferocidad. Los hombres de la estepa sabían que la paz de Severino había proporcionado bienestar y que las ciudades romanas volvían a ser ricas. Roma estaba infinitamente lejos, pero la tierra de Severino junto al Danubio siempre había disfrutado de buenas relaciones con la Urbe.

Cuando ya no podía dudarse de los preparativos bélicos de los rúgidos, fueron enviadas legaciones en nombre del difunto Severino a la sede de Odoacro. En Ravena, los panonios cayeron de hinojos ante el rey-patricio. Odoacro presintió una temible perspectiva: vio el peligro que representaba esta pequeña provincia romana. En Italia reinaba la paz. Los romanos, privados de un tercio de sus posesiones, se habían conformado con lo inevitable. Los veteranos de sus tropas bárbaras empezaban a aficionarse a los árboles, a la siembra y a las flores de la primavera. Aparte del diminuto reino de Severino, Italia ya no tenía ninguna provincia. No había necesidad de enviar legiones a las Galias o a Hispania. La invasión bárbara se había tragado las antiguas posesiones romanas.

Hacía ya dos semanas que el rey sostenía conversaciones con los enviados romanos de Nórica y Panonia, cuando llegó de Roma Anicio, acompañado de su hijo. El patricio romano había acudido a toda prisa a Ravena, invitado por Odoacro. Como era viudo, trajo consigo a su hijo Boecio, de ocho años. El niño se retiró a un rincón mientras su padre leía las fatídicas noticias de Nórica.

Y entonces el consejero romano recomendó a Odoacro que acudiera en ayuda de Nórica y Panonia.

De repente, el imperio occidental pareció despertar a una nueva vida. Por el único camino real de la ciudad rodeada de pantanos, partían día tras día mensajeros a caballo, enviados a las legiones, los pueblos aliados, los proveedores de material bélico y los guerreros establecidos en pueblos y granjas. Eran portadores de la orden del rey de concentrarse y ejercitarse en las armas. El antiguo centurión no había olvidado la disciplina. Sabía cómo organizar un ejército capaz de atravesar los Alpes. En Italia, despertada poco a poco de su letargo, se llevaban a cabo preparativos cuyo equivalente no se conocía desde la empresa de Aecio. Las águilas romanas se elevaron, y de nuevo volvió a ser un honor llamarse legionario romano.

¿Con qué efectivos contaba el ejército itálico? ¿De cuántas unidades se componía? En esto no coincidían los comunicados de los enviados bizantinos. El grueso estaba formado por guerreros de distintos pueblos, y se decía que entre ellos había pocos romanos. También se hablaba de regimientos rúgidos. ¿Se atrevería Odoacro a obligarles a tomar parte en una campaña contra su propio pueblo? También era incierto quién mandaría el ejército. El rey-patricio parecía demasiado viejo para dirigir una campaña tan arriesgada.

Tales fueron las principales noticias que Teodorico pudo obtener del Silenciario, a cuyas manos iban a parar las noticias de Occidente.