XXII

Zenón, el cauteloso jugador, estaba inclinado sobre el tablero de ajedrez del destino. Nepote muerto, Sabiniano también muerto. El caso más inesperado fue el del Bizco, que tenía fama de ser inmortal… para desgracia del imperio. También él había muerto. La voluntad del destino era que los godos tuvieran un solo señor: y éste sería el hijo adoptivo del emperador, que era más listo que todos los demás.

¿Y si le hablara de nuevo de la hija de Olibrio, el antiguo emperador? Zenón estudió minuciosamente la situación: la madre y la hermana de Teodorico habían escapado al cautiverio, pero la mayor parte de los tesoros, carros y animales godos se encontraba en manos de los romanos. La batalla en la comarca fronteriza de Épiro resultó para ambos lados feroz y desesperada. El pueblo fue en realidad quien acabó pagando por todo. ¿Por qué no había de elegir el rey bárbaro a la hija de Olibrio…? Según la tradición de la corte, todos los hijos o hijas se consideraban nacidos en la púrpura si en el momento de su nacimiento el padre era emperador. Tales vástagos gozaban de mayor rango que los hermanos nacidos antes de que su padre alcanzara el poder. Así la hermosa Anicia era porfirogénita, nacida en la púrpura, pues había venido al mundo durante los turbulentos meses del gobierno de Anicio Olibrio. Olibrio había sido reconocido por Bizancio. Tras su muerte, sus partidarios se dispersaron, pero la viuda huyó hacia Bizancio con su hija y los pocos tesoros que aún le quedaban. Zenón, el isaurio nacido en la región de las tribus guerreras medio salvajes, encumbrado al trono, se enorgullecía de tener como pupila a la única huérfana del emperador de Roma, Anicio.

—¡Escribe a Teodorico, señora!

Todos los hilos convergían en la mano de Artemidoro: era el primero en ser informado de todos los pasos, todas las palabras del rey godo, y era él quien aconsejaba al emperador.

Anicia se hallaba junto a la ventana. Tenía quince años y era la única en palacio que había nacido en la púrpura. Verina había dado la vida a Ariadna cuando su marido ni siquiera soñaba con la dignidad de emperador.

—Te lo explicaré —se ofreció el filósofo.

La muchacha había crecido aquí, en palacio. Con su madre hablaba en latín, con todos los demás, en griego. ¿Quién era ese Teodorico a quien tenía que escribir? ¿Por qué la elegían precisamente a ella para sellar la insegura alianza entre el basileo y el rey de los godos?

—¿Por qué no? Dímelo, te lo ruego.

Artemidoro había visto al hijo de Amal en el palacio, vistiendo una túnica de corte y luciendo un estrecho aro de oro sobre sus cabellos peinados a la moda romana. Le había visto también con coraza y una piel de animal salvaje sobre los hombros, azotado por un cortante viento, y contemplando la ejecución de sus guerreros. Sabía que el hijo de Amal, al igual que sus capitanes, no conocía el arte de la escritura. Erelieva era hija de un noble godo, pero nunca fue esposa legítima de Teodomiro. Artemidoro había oído decir misa a los sacerdotes arrianos y escuchado sus sermones.

Era preciso convencer a Anicia. En manos de la muchacha estaba el destino de provincias enteras, el destino de muchos hombres, la paz de muchos pueblos. Podía evitar guerras. Los ojos azules de Anicia estaban fijos en el rostro del filósofo. Las alas veloces del destino habían hecho madurar pronto a la muchacha.

—¿Acaso Teodorico sabe escribir?

No era ningún secreto en el palacio imperial que el hijo de Amal no había aprendido a escribir en Bizancio. No sabía añadir unas letras a otras sobre papel o pergamino, ni grabar palabras en una tablilla con un agudo punzón. Pero sabía leer. El objetivo era enseñar al príncipe que vivía como rehén en el palacio sólo aquello que fuera conveniente para el imperio: tenía que sentir un piadoso temor por su sagrada estructura. Se lo enseñaron todo, con palabras sabias y ponderadas. Teodorico había aprendido a leer. Artemidoro le había visto descifrando por sí solo los mensajes llegados al campamento. Los leía en voz alta y después traducía al godo las letras escritas en griego.

—Sí, Anicia, el rey Teodorico sabrá leer lo que tú le escribas.

Anicia, la hija del difunto Olibrio, escuchaba al filósofo.

—Teodorico es un hombre bien parecido. Es alto y fuerte. Sus cabellos resplandecen como el oro cuando el sol los ilumina. Su mirada abarca todo el mundo. Es afectuoso con las mujeres de su casa. Adora a su madre y a su hermana. Hasta ahora todo su cariño ha sido para ellas. Tú tendrás que compartirlo con ellas, Anicia.

La muchacha miró hacia el mar. No podía acordarse de su padre. Era aún muy pequeña cuando Olibrio murió de la peste. ¿Qué le decía Artemidoro? ¿Qué debía escribir al rey de los godos? ¿Anicia suplicando a un bárbaro? ¿Deseaba Anicia ser elegida como esposa por Teodorico? La muchacha seguía contemplando el mar.

—Dime, Artemidoro, ¿entre qué clase de mujeres ha crecido este bárbaro? ¿Ha hablado alguna vez con una doncella romana? Dime, ¿qué os proponéis hacer conmigo?

Artemidoro había oído hablar de Nébula. Relató a Anicia la historia de la doncella de Iliria.

La carta de Zenón a Teodorico era una auténtica carta autógrafa imperial, un evocatorium, en el que el Augusto ordenaba a su aliado predilecto que se presentara ante él.

«Interrumpe todos los demás negocios y aparece sin dilación en Nuestra Residencia. Por la prontitud con que acudas a Nuestro lado mediremos la alegría que te produce Nuestra invitación.»

El enviado que entregó la carta en propia mano, no era Artemidoro. Ya no había necesidad de conjurar ninguna tormenta amenazadora para Bizancio. El enviado llevaba muy buenas noticias: «Su divina Majestad se apiada de los infortunados godos, y está dispuesto a ceder al pueblo godo unido de Teodorico —de ambos Teodoricos— la región más rica de la Dacia meridional, situada en la margen sur del Ister. Tú, señor, no puedes imaginar ni en tus sueños más osados todos los honores que te esperan en el palacio imperial… Apresúrate…»

Los godos unidos escucharon sus palabras. Incluso aunque la invitación de Zenón resultase ser una trampa, ya no podría aprovecharse de una desavenencia entre las tribus godas, pues los godos que antes acaudillase el hijo de Triario habían reconocido como su rey a Teodorico, hijo de Amal. La tierra que ahora les era ofrecida proporcionaría alimento suficiente para todos; no tenían que luchar por esta causa. Actualmente era tierra de nadie, por la que merodeaban tribus errantes de los hunos.

Teodorico debía adoptar una decisión: o buscaba él mismo una nueva región donde su pueblo pudiese establecerse, u obedecía al emperador y se dirigía al frente de sus jinetes hacia Bizancio, cuyo sitio había vivido tantas veces en su interior. El dulce y dorado alimento de Constantinopla llenaba su alma. Lo ansiaba como un romano desterrado.

En cada etapa le esperaban nuevos honores. Recibió el título de duque de Tracia, lo cual significaba los derechos de un gobernador. Una nueva legación trajo la noticia de que podía aparecer ante el basileo como un magister militum; Teodorico tendría ahora en su mano todas las fuerzas armadas del imperio.

Los jinetes godos creían estar en el paraíso. Hacía sólo unos meses eran como locos acosados, bárbaros replegados en los montes y amenazados de muerte. Y Bizancio había puesto precio a la cabeza de su caudillo. Ahora volvía a ser hijo del emperador, magister militum, gobernador de Tracia… ¿qué más podía esperar?

A la llegada al palacio imperial, entró solemnemente con su séquito en el Senado. El consejo de ancianos de Bizancio, aquellos hombres condescendientes, aquella asamblea vestida con orgullosas túnicas, solicitó de Teodorico que aceptase para el año siguiente la dignidad de cónsul. Un extranjero había sido ya nombrado patricio, pero hasta ahora ningún bárbaro había llegado a cónsul.

Al atardecer, durante el banquete, Zenón dijo:

—Es apropiado que un padre, en su alegría, lo conceda todo cuando se trate de honrar a su hijo. La tesorería imperial se hará cargo de todos los asuntos del consulado.

El consulado ya no significaba en aquella época del imperio ninguna autoridad. Era un título honorífico. Y sin embargo, los años eran designados con los nombres de los cónsules. Precedían al cónsul los lictores llevando las fasces. Su palacio tenía la categoría de refugio sagrado. A una sola seña suya podían ser conmutadas las penas de muerte. Pero el consulado era al mismo tiempo una pesada carga: los ciudadanos esperaban de año en año la celebración de los tan admirados juegos. Los combates en el circo, las luchas de las fieras, los deslumbrantes desfiles, ricos obsequios para los habitantes de Bizancio, pagas elevadas para los legionarios… todo ello constituía una prueba de la generosidad de un cónsul. Así pues, no era de extrañar que durante largos años ningún ambicioso pretendiera el título honorífico pero costoso de cónsul de Bizancio. Ahora Teodorico, hijo del emperador, prestaría un nuevo brillo al consulado.

Artemidoro se convirtió en primer consejero del hijo del emperador, cónsul y dueño de muchos otros títulos…

El filósofo preguntó:

—¿Tienes algún otro deseo?

—Querría que mi madre y mi hermana estuvieran presentes en mi presentación como cónsul.

Era una situación delicada. La madre del hijo del emperador sólo podía ocupar un puesto junto a la basilisa. Pero Erelieva no era ni la esposa legítima de Teodomiro, ni ortodoxa. Aunque en Bizancio se sabía que Teodorico era hereje, no perdonarían el mismo defecto en su madre, de la cual ni siquiera estaban seguros que hubiese sido bautizada.

Erelieva pensaba en su hijo. Inclinó la cabeza. Cuando entró en el palacio imperial, ya había renunciado a su nombre, que aquí sonaba de modo muy peculiar. En la corte de la emperatriz se llamaba Eusebia.

También había llegado al campamento de los godos la carta de Anicia, junto con otra de Artemidoro. El anciano amigo pintaba a Teodorico un futuro optimista. «Escúchame: con la mano de Anicia se abrirá para ti todo lo inalcanzable. Sólo con que renuncies a la herejía arriana, podrás ser totalmente romano. Los niños que dé a luz esta doncella nacida en la púrpura, serán dignos de vestir el manto del basileo. ¡Y tú, Teodorico, serás el pilar eterno de nuestro grande y maravilloso imperio!»

Teodorico llamó a su tienda a los ancianos más sabios, a los generales godos, que eran de su misma sangre. Segismundo, hijo de Amal, el pariente de sangre real, expresó la opinión de los ancianos.

—Si te casas según la fe de los romanos con esta doncella, cuyo padre fue Augusto de Roma, dejarás de ser un godo. Tú has de elegir, Teodorico. Si prefieres a Anicia y la toga de púrpura, renuncia a tu pueblo. Reniega de Amal. Di a tus guerreros: Ahora Bizancio ha logrado su grande y única victoria sobre los godos. ¡Decídete, Teodorico! 0 tu pueblo o la hija de un emperador romano al servicio de Bizancio.

La doncella romana carecía de rostro para Teodorico, carecía de ojos, de voz, de sonrisa. Su padre había sido, aunque sólo por unos meses, un emperador. Pero en Teodorico veían todos la estrella naciente en el cielo bizantino. Por este motivo se decidió en palacio la boda de Anicia y el rey godo. Las palabras del anciano Segismundo seguían sonándole en los oídos cuando se quedó solo con Artemidoro.

—Según la ley goda, solamente una doncella que lleve la sangre de nuestros héroes puede ser reina del pueblo de Amal.

El filósofo le miró sonriendo y replicó con voz queda:

—Cuando vives entre los godos, sientes nostalgia por Bizancio. Cuando resides en el palacio imperial, piensas en la estepa, y las murallas de la ciudad te oprimen. ¿No crees que eres tú quien debe decidir, Teodorico? La larga vida errante que has recorrido pese a tu juventud, tiene su causa en el hecho de que tú mismo no sabes si eres un hombre de la estepa… o un romano.

—¿Ha habido, pues, entre aquellos que vivieron antes que yo, casos similares al mío?

—Ha habido bárbaros que llegaron a ser emperadores romanos. Hubo patricios, como Ricimero y Aspar, que apoyaron y coronaron a emperadores. Pero su nombre y su recuerdo palidecieron en cuanto se los llevó la muerte.

—Odoacro es hoy el amo de Italia.

—Pero sólo es el rey de tropas auxiliares bárbaras. Sus guerreros hablan muchas lenguas, y sus filas se deshacen cuando se acerca un nuevo ejército. Además, ¿puedes descubrir en Odoacro algo romano…? Cuando alargues tu mano a Anicia…

—¡No! He decidido someterme a la ley de Amal…

—Se dice, Teodorico, que tienes la mirada puesta en una estrella muy lejana.

La mano de Teodorico descansaba sobre el puño del arma. Le costó un gran esfuerzo dominar su pasión. Artemidoro se dio cuenta de su lucha interior; se acercó al joven godo y le abrazó.

—Sabes que te tengo afecto. Quizá soy el único en este palacio que te ama de verdad. No te enojes conmigo si te hablo con franqueza. ¿Tanto amas a la doncella de la lejana Iliria?

La tensión se suavizó; Teodorico recobró la serenidad. Artemidoro comunicó al emperador y a Verina que la mano de Anicia estaba libre. Podían buscar otro rey para ella, tal vez en Persia o en el reino vándalo.

Amalafreda en el grupo de las princesas, Erelieva-Eusebia a la derecha de las emperatrices. Teodorico tenía todo el aspecto de un romano cuando hizo su entrada en Bizancio como cónsul. Hacía semanas que el maestro de ceremonias trabajaba en los planes para las festividades. Todo se desarrolló como si Teodorico no se hubiese rebelado nunca contra Bizancio, ni amenazado al emperador, como si a una sola palabra de Teodorico, la avalancha de cien mil guerreros godos no fuese capaz de lanzarse contra la nueva Roma, y como si el imperio no necesitase tanto de la paz, por insegura que fuese, que garantizaba el hijo de Amal. Todo se desarrolló tal como prescribía el ceremonial del reino. Todo fue cristiano, ortodoxo, romano. La serie interminable de reverencias, las inscripciones romanas, cuyo texto sólo era comprendido en palacio por los escribas.

¿Qué sentiría Amalafreda al ver a su hermano ataviado como un cónsul romano, con la toga orlada de púrpura, un aro de oro sobre la frente, la cabeza descubierta, sin armas, y el tradicional bastón en la diestra, en pie sobre el carro de combate que avanzaba con lentitud? A ambos lados del carro caminaban los lictores con las fasces en la mano. Seguían al carro los prisioneros nobles, vestidos con túnicas nuevas, con cadenas de oro en los brazos. La comitiva avanzaba en dirección al Hipódromo. En los palcos esperaba el emperador, el patriarca y la corte. También asistían los príncipes aliados y tributarios o sus delegados, todos ellos huéspedes de Bizancio. Abarrotaba el gran circo la población de la ciudad. La guardia imperial servía de barrera entre los Azules y los Verdes. Era preciso evitar en una fiesta tan señalada un choque entre los dos partidos enemigos, que se limitaban a provocarse mutuamente con palabras y gestos. En la arena, actores, osos bailadores y pantomimas distraían a la multitud. Los espectadores debieron asegurarse un puesto con horas de anticipación, si no querían perderse el magno espectáculo.

El nuevo cónsul era hijo del emperador, y el fisco cubría todos los gastos de las festividades. ¿Qué ofrecería el propio Teodorico?, se preguntaban las gentes de Bizancio. ¿Acuñaban también los godos monedas de oro?

Un magnífico espectáculo, una imagen terrena del cielo, en la que se reflejaba una divina armonía. En la catedral resplandecían los dorados mosaicos de las paredes. Ondeaban las túnicas de fiesta en la larga comitiva. El cónsul personificaba una dignidad que se remontaba a los tiempos más remotos, y a la cual pertenecían también los lictores con su toga y las fasces en la mano, y el Senado. Ahora el bárbaro, en pie sobre el carro, era el nuevo cónsul, y a su llegada al Hipódromo le recibió el grito de júbilo del pueblo congregado en el gran circo.

Una imagen sublime, pese a que los hombres de la calle, los directores de los balnearios, los artesanos, los comerciantes y sobre todo los actores y domadores de osos que participaban en las fiestas ciudadanas, sabían mucho más de cuanto sucedía «entre bastidores» de lo que decían los decretos o traicionaban los silenciosos eunucos.

Cuando pasó la interminable comitiva entre gritos de aleluya y canciones populares, todos los ojos enfocaron el palco del emperador, para ver quién había venido, qué lugar ocupaba, qué asiento le había asignado el maestro de ceremonias. En el palco se hallaban los futuros agradecidos por el favor celestial.

El Augusto tomó la palabra:

—Vive de manera romana, establece tu residencia en Constantinopla. Participa en el gobierno del imperio.

Detrás del basileo se sentaba un hombre que se cubría la cabeza con una especie de turbante, tapándose con él la oreja izquierda. Su nombre era Ilo, y procedía —como el emperador— de Isauria. Se le había colmado de favores, poseía numerosos títulos, que a su vez recibiera Teodorico, pero no había sido nombrado cónsul ni era hijo adoptivo de Zenón. Durante una revolución palaciega, un miembro de la guardia le había hecho un corte en la cabeza. Ilo esquivó el golpe a medias, pero no pudo salvar la oreja izquierda. Como castigo, los amotinados alanos fueron diezmados. Ilo no quería presentarse en público con una oreja de menos, y así el lenguaje popular le puso el mote de hombre del turbante. Todos le odiaban.

En Bizancio se sabían muchas cosas. Se rumoreaba que una semana antes del nombramiento de Teodorico, la basilisa había pedido una audiencia al basileo. Según el ceremonial, que el emperador imponía a todos los mortales, esto era totalmente posible, aunque, en general, los esposos solían encontrarse en el ala de mujeres, en el gineceo. ¿Por qué, entonces, este paso insólito, este acto de estado? ¿Y a qué decisión quería prestar énfasis la dulce y obediente Ariadna?

Zenón vio sollozar a su mujer, que incluso en las peores crisis se había mantenido fielmente a su lado.

—O se retira Ilo, o yo me voy a un convento —y sus palabras sonaron duras como una piedra.

Ariadna no había pronunciado jamás una frase tan trascendente, ¿Ilo o Ariadna? Ciertamente Zenón estaba también harto de su pariente isaurio. Era ambicioso, y nada le parecía suficiente. A menudo ignoraba el ceremonial de la corte y traspasaba la red de oro con una actuación insolente. ¿Resultaría incluso útil al emperador aquella declaración de guerra de Ariadna? ¿La aprovecharía para deshacerse del patricio?

Los directores de los balnearios sabían que Zenón había decidido no permitir que Ariadna se retirase a un convento. Pero primero era preciso esperar a que terminasen las festividades. Había que encontrar una fórmula para obligar a Ilo a solicitar él mismo autorización para despedirse. ¡El nuevo nombramiento de Teodorico era la ocasión apropiada! Ascendía a un ritmo vertiginoso, y ya tenía un rango superior al de Ilo. Era cónsul. Sólo le faltaba un paso, un escalón, para formar parte de la verdadera familia del emperador. Un escalón para poder convertirse en emperador y poder calzar los escarpines de púrpura. Nada se lo hubiese impedido de no haber decidido el rey de los godos seguir fiel a la herejía de sus antepasados. Pero podía ser nombrado cónsul. Durante años habían ostentado en Roma el consulado nobles paganos.

El patricio isaurio seguía el desarrollo de las festividades con expresión tenebrosa. Teodorico era el héroe del día. Los juegos, los regalos, el reparto de dinero, las luchas de animales y las carreras de carros tenían un esplendor que superaba a sus equivalentes desde tiempos inmemoriales. Ilo hubiese elegido muy mal momento, de haber emprendido ahora cualquier acción contra los bárbaros. Teodorico estaba en la flor de la vida, con un océano de guerreros godos detrás de él. Ilo era un hombre feo, de piel oscura. También esto pesaba en el ánimo de los bizantinos, que podían admirar en las muchas estatuas del Foro imperial el ideal de belleza masculina transmitido por la tradición. La belleza física de Teodorico entusiasmaba a la población de la capital. Sus palabras eran francas, no le inspiraba ningún temor recorrer las calles más frecuentadas. En las plazas, se detenía. Era cierto que en su pronunciación se advertía al extranjero, pero aun así hablaba el griego mucho mejor que los isaurios, incluyendo al emperador.

Zenón fue aún más lejos. Para glorificar a su hijo adoptivo, dio un paso que no tenía parangón desde la época de Constantino el Grande. El escultor de la corte recibió el encargo de modelar una estatua ecuestre de Teodorico y de fundirla en bronce. Sería colocada en el Foro de Constantino el Grande.

Según el comunicado oficial, Ilo marchaba a inspeccionar los acuartelamientos orientales. Los iniciados sabían que se desterraba voluntariamente. Los directores de las cancillerías hicieron alusiones ante su divina Majestad: no era conveniente dejar marchar a alguien con amargura en el corazón. Un hombre muerto… callaba para siempre. Pero Ilo estaba prevenido, y se hacía acompañar día y noche por su guardia de isaurios. Él mismo preparaba sus comidas. Hacía semanas, desde que decidió su ruptura con Zenón, que tenía sellada su cuba de vino. Ilo desapareció de la vida de Bizancio, y el olvidadizo pueblo siguió festejando al héroe del día, Teodorico, el nuevo cónsul. El título de cónsul, honorífico bajo los sagrados emperadores, servía para sacar dinero a los funcionarios acomodados en beneficio del pueblo. Ahora ya había sido elegido el lugar del foro donde se levantaría la estatua ecuestre de Teodorico en cuanto el escultor la hubiese fundido en bronce.

Al cabo de cierto tiempo comunicó el escultor que ya tenía el trabajo preparado, pero ahora la estatua ecuestre no interesaba a nadie. Era como si una tormenta inesperada se cerniese sobre el imperio: cada hora llegaban galopando mensajeros a la capital. En todas las bocas estaba la misma noticia aterradora: un nuevo y temible pueblo asiático se disponía a atacar las provincias. ¿Habría resucitado Atila? ¡Millares y millares de jinetes de la estepa, ante los cuales no se erguía ningún obstáculo! Asesinaban y lo destruían todo. ¡El juicio final! ¡Llegan los búlgaros! ¿De dónde… de qué punto cardinal? ¿De la orilla del Borístenes? En las cancillerías se buscaban los informes de las antiguas legaciones. ¿En cuál de ellos se mencionaba a los búlgaros? ¿Quiénes eran sus príncipes? ¿A qué tribu pertenecía el pueblo? ¿En qué dioses creía? ¿Quién era su caudillo? El imperio se sentía impotente, indefenso. El número de tropas de confianza era escaso. De occidente no podían esperar ninguna ayuda. Odoacro no había sido reconocido por Bizancio, y además, los mercenarios de sus tropas auxiliares no hubieran estado dispuestos a abandonar la cómoda Italia para oponerse a aquella temible horda. Poseían tierras y no querían perderlas.

La única esperanza era Teodorico. ¿Seguiría obedeciendo su pueblo al «cónsul»? ¿No circulaban rumores de que un godo ya no tenía acceso a su propio rey? ¿Estarían sus oídos sordos al clamor de su pueblo?

Las noticias se sucedían ininterrumpidamente. Los pueblos aliados ya habían sido invadidos; la muralla exterior del imperio se tambaleaba, arrasada por la incontenible horda. Si nadie se oponía a ellos, los búlgaros amenazarían dentro de pocas semanas a la propia Bizancio. El pueblo intuyó el desastre. Las iglesias rebosaban de gente, y su grito se hizo audible: «¡Ayúdanos, Teodorico!» «¡Ayúdanos, Teodorico!», suplicaban en el consejo. «¡Ayúdanos!», le pedía al atardecer Artemidoro.

Los búlgaros evitaron los campamentos de los godos. Avanzaban hacia el norte y hacia el oeste, y la dirección indicaba que se dirigían a tierra griega y, como último objetivo, a la esplendorosa Bizancio. Teodorico sabía que enviados búlgaros habían hablado ya con los godos para ofrecerles una alianza contra el imperio.

«¡Ayúdanos, Teodorico!» Sin embargo, la vida en palacio no había cambiado. Audiencias, banquetes, ceremonias. Se prestaba atención a cada palabra, se sopesaba todo: orden, tono de voz, sonrisa. La cancillería de Teodorico se vio inundada de peticiones. En numerosos debates se acudía ahora al cónsul como en épocas pasadas, cuando su palabra inclinaba el platillo de la bandeja: «¡Ayúdanos!»

Sólo podía ayudar de una manera: abandonando él mismo el palacio de oro. Su guardia goda recibió la orden de prepararse para la marcha en el plazo máximo de un día. Teodorico necesitaba este día para efectuar visitas de despedida, vistiendo la toga romana, luciendo el aro de oro en sus cabellos peinados a la moda romana, y ostentando los distintivos de su cargo. El cónsul Teodorico, hijo del emperador, el patricio, a cuya estatua el maestro sólo tenía que dar los últimos toques.

Al amanecer del siguiente día montó su cabalgadura. La transformación era completa. La gente de la calle vio al hijo del emperador a lomos de su caballo, dirigiéndose hacia el norte, con reluciente coraza y el yelmo de plumas germano en la cabeza. Era como si el viento arrastrase consigo a los hombres del séquito de Teodorico, que sólo ayer se habían paseado en su mayoría con túnicas de corte. Los habitantes de Bizancio se lanzaron en masa a las calles para seguirles con sus gritos de alegría hasta los mismos límites de la ciudad.

«¿Te acuerdas de Singidúnum?» Muchos de aquellos que le acompañaron en la aventura de las seis mil lanzas, formaban ahora parte de su séquito. Eran sus amigos entrañables, sus compañeros de lucha, que a su lado contemplaran por primera vez el Ister, la fortaleza… y Nébula.

Los campamentos godos de Mesia recibían ya la alarma por boca de los mensajeros. Allí reinaba la situación de siempre, el pueblo estaba inquieto e insatisfecho. Faltaban víveres, no se había llevado a cabo ninguna campaña y la pobreza era acuciante. El hambriento pueblo de Triario compartía ahora el pan de los godos. Antes de llegar al suelo griego o latino, donde crecían por sí solos el vino, el aceite y el trigo, todo era hambre, miseria y privaciones. Teodorico se había convertido en cónsul; se decía que iban a erigirle una estatua. Entre los más ancianos de la tribu había algunos que ya cavilaban: Nosotros le hemos dado el título de rey, pero también podemos arrebatárselo.

Los godos contaban en millas romanas, pero la medida antigua y verdadera seguía siendo el trayecto recorrido en un día por un jinete ligero. Era como si las noticias fuesen llevadas por el viento: en la margen inferior del Ister se sabía siempre lo que ocurría dentro de los límites de las tribus hermanas: campañas, cambios de príncipes, emigraciones. Los ancianos estaban enterados de todo. Leían las noticias en los horrorizados semblantes de los jinetes, en las runas esculpidas con flechas, en los pergaminos romanos. La invasión búlgara no molestaba a los godos, pues los jinetes de la lejana estepa buscaban un botín más fácil y víctimas más débiles.

Como en cada primavera, la inquietud se adueñó de los godos. Al llegar el equinoccio celebraban su tradicional fiesta germánica, que congregaba sin necesidad de invitación a los guerreros de los dispersos campamentos. Sus reuniones se distinguían siempre por una inusitada excitación.

Teodorico también conocía el viejo calendario, que las estrellas escribían en el cielo. Tenía la intención de llegar con tres días de anticipación a la gran asamblea, el Thing, que se celebraría en el campamento de los caudillos de Novae. Desde cada una de las etapas enviaba a sus mensajeros: «¡Preparaos! ¡El rey llega!»

En el horizonte aparecieron extensos cañaverales. Entre interminables y resplandecientes superficies de agua, que inundaban la comarca, los guerreros buscaban los vados que les conducirían a los fortines rodeados de tablones. Con el crepúsculo partió el último jinete. Antes de que las estrellas aparecieran en el cielo, Teodorico llegaría al campamento.

Su mirada escrutaba los brotes de hierba, la resistencia de los tablones, fortines y trincheras. Tomó nota de los caballos y el número de bueyes, y aminoró el paso de su montura para ver la disposición de los caballos ante los carros. Lo que ya le preocupaba era que este mismo día el Augusto celebraba una reunión secreta con sus consejeros.

Tal vez ya no pensara en Bizancio cuando apareció el grupo de los caudillos ante el vado de la comarca inundada del Ister. Armas, yelmos y trofeos exhibían el esplendor guerrero de los godos. Detrás de los caudillos estaban los guerreros formando miles de columnas. Cuando el caballo cubrió la distancia entre caudillos y tropa, Teodorico tuvo la visión, envuelta en niebla, de su entrada como cónsul, cuando en pie sobre el carro de combate romano y con la diestra levantada, saludó como exigía la tradición a las multitudes de Bizancio. Ahora veía ante sí rostros de barbas rubias bajo adornados yelmos. ¿Ave César? Pasado mañana se reuniría el Thing para decidir sobre la vida y la muerte, sobre la guerra y la paz e incluso sobre el rey. Serían necesarios dos días para que el cónsul Teodorico, ceñida su cabeza por la corona de laurel, volviera a transformarse en el rey de los godos.

Conocía la atmósfera del Thing. No lo dirigían jurisconsultos ni senadores experimentados. Como el viento a la estepa, así inflamaba la pasión a los guerreros. Si Teodorico no hacía uso de toda su cautela, las palabras de la desesperación ahogarían a las de la sensatez. Entonces sólo se oirían reproches, apasionados e incontenibles. Pero por otra parte, una sola chispa bastaría para encender la llama de la exaltación. Entonces cada uno empuñaría su espada, pues todos acudirían con sus mejores armas a la asamblea de los hombres.

Teodorico tenía que cuidar de no introducir inconscientemente en su alocución goda palabras griegas y giros bizantinos, no decir nada que no fuese comprensible para todos. Los hombres en la estepa, en su lucha constante con el tiempo, con los elementos y con las dificultades de su existencia, obedecían a otros sentimientos y emociones que los habitantes de la ciudad.

Si empezaba diciendo que el emperador había encomendado a los godos la misión de frenar el avance de los búlgaros, podían contestarle que el peligro búlgaro amenazaba a occidente. Su rey les había enviado un mensaje de paz. ¿Qué les importaba que la invasión llegara hasta Bizancio? No, si comenzaba así no despertaría ningún entusiasmo.

—¿Creéis que es posible detener el peligro? Sabéis que en Italia una pequeña horda se ha adueñado del poder de los Césares, y Odoacro se imagina que no hay ningún príncipe en occidente capaz de medir sus fuerzas con él. Cuando los búlgaros hayan llegado a Bizancio, ¿creéis que su príncipe seguirá enviándonos mensajes de paz como ahora? Nuestros ancianos recuerdan todavía cómo los hijos de Amal tuvieron que inclinarse ante el Azote de Dios. Los hombres libres no tenían entonces más que una alternativa: la servidumbre o la muerte. Ahora aún podemos conjurar el peligro. Su número no aventaja al de nuestros guerreros. Y el botín de los búlgaros bien merece la lucha. ¡Decidíos!

Se hallaban en el claro de un bosque de encinas, donde era tradición celebrar sus asambleas. Los ancianos sabían por sus padres que con tal motivo se ofrecían sacrificios a los antiguos dioses. Ahora los sacerdotes arrianos pronunciaron la bendición.

Los hijos de Triario se habían fundido ya con el pueblo de la tribu real. En las primeras filas estaban los más jóvenes, aquellos que por primera vez tomaban parte en la asamblea. Teodorico advirtió en sus rostros la exaltación, que al igual que una chispa prendía en los ánimos de los indecisos e indiferentes. Porque la exaltación no era unánime, de eso estaba seguro. Ningún peligro estimulaba el ardor de los hombres. Dos o tres años antes, cuando el hijo de Triario aún vivía, su pueblo se hubiera unido de buen grado con los búlgaros contra Bizancio.

De no ser por los guerreros jóvenes, que habían escuchado de boca de los cantores los versos conmemorativos del triunfo de las seis mil lanzas en Singidúnum, hubiera resultado imposible conducir a los godos a la lucha. Teodorico les comunicó el mensaje del emperador. Veladas y lejanas imágenes hablaban de exuberantes praderas, fértiles campos y obedientes campesinos. Había además la promesa de un doble subsidio anual, el ingreso de cinco mil jóvenes godos en la guardia del emperador, y una recompensa para todos aquellos que se alzaran en armas contra los búlgaros. La juventud dio crédito a las prometedoras palabras, a todas las halagüeñas proposiciones de Bizancio. E incluso aunque no las hubiesen creído, la inquietud de la primavera se había apoderado de ellos. Querían emigrar, atacar, luchar. Ansiaban una mujer, y con ella, ser dueños de una granja. El botín, el dulce botín… por él valía la pena batirse.

Teodorico sabía que Zenón se hallaba ante un doble peligro. Por un lado, los búlgaros amenazaban el imperio, y por otro, todo el oriente era un hervidero. Ilo había llegado a Isauria, reclutado gran número de guerreros y ocupado con ellos la inexpugnable fortaleza de Papyra, apropiándose de los tesoros, producto de los impuestos de la provincia, que guardaban aquí los emperadores León y Zenón. Se trataba de las reservas secretas cuya existencia sólo conocía el emperador y sus confidentes más íntimos. Ahora los tesoros estaban en manos del rebelde, que con ellos disponía de lo suficiente para reunir un ejército y hacerse fuerte en Papyra. Teodorico recibió en el campamento de los godos una carta de Bizancio, que le descubría algunos secretos. Hacía varios meses que Verina se hallaba prisionera en la fortaleza de Papyra. Las intrigas de la corte habían favorecido a los enemigos de Verina, la cual se vio obligada a desaparecer del palacio imperial. La remota fortaleza de Papyra pasaba por ser un refugio seguro. Y ahora Ilo, antiguo enemigo a muerte de Verina, se había convertido inesperadamente en dueño de la fortaleza.

Los iniciados contaban con que Ilo daría muerte ya el primer día a la emperatriz viuda. Todos esperaban la noticia de su desaparición y una explicación plausible del final repentino de aquella despiadada mujer. La ansiada noticia llegó en forma distinta: Ilo y Verina hicieron las paces en la lejana Isauria y llegaron a un acuerdo. Verina pudo abandonar el aposento que le servía de calabozo, y tanto Ilo como su séquito le rindieron los honores debidos a una basilisa. Verina declaró que Zenón, a quien ella nombrase emperador, era indigno de llevar la corona del basileo. Ella, Verina, esposa de León, era la única que podía elegir a un nuevo emperador y relegar a Zenón a su antigua insignificancia.

Cartas de Bizancio. Teodorico estaba en el claro del bosque de encinas, en la asamblea de los hombres que debían decidir la campaña con su voto. Las imágenes se confundían. Ilo, cubierta su cabeza con un turbante, la eterna y siempre rubia Augusta, y el perpetuo intrigante: el propio emperador.

Ahora Zenón lo prometía todo: el mando supremo, dinero, un ejército romano. Esta vez Teodorico no dudaba de que todas las tropas de Asia Menor se aprestaban para la lucha: Bizancio se encontraba en peligro de muerte. ¿Podían renunciar a las legiones? ¿A los jinetes pesados tenidos por invencibles, cuyos caballos acorazados hacían retemblar la tierra? En el único lugar donde no servían para nada era en las comarcas inundadas, entre rocas y en las montañas; en tales terrenos la estrategia bizantina prohibía incluso su empleo.

Los guerreros godos sabían luchar tanto contra los jinetes de la estepa como contra los romanos. Si era necesario, se arrastraban por el borde de los acantilados y cruzaban con sus monturas ríos y arroyos de montaña. Eran igualmente idóneos para la batalla en campo abierto como en los bosques. No servían para el asedio, pero los búlgaros carecían de fortalezas.

También los ejércitos romanos debían prepararse para proteger al imperio. Teodorico conocía la lentitud de tales preparativos. Hasta que las provincias orientales enviasen los hombres disponibles, hasta que las ciudades reunieran el dinero necesario, hasta que los soldados recibieran su paga, pasaría mucho tiempo… En cambio los búlgaros recorrían con velocidad cada día mayor la distancia que separaba su patria del Borístenes.

Solamente los godos podían oponerse a este pueblo salvaje. Y los godos se decidieron por la guerra. Las mujeres y los niños quedarían atrás. Si el ejército godo perecía, siempre habría una considerable fuerza para protegerles.

El ejército se puso en marcha y no tardó en llegar a terreno accidentado. La rapidez era su mejor aliado. Los guerreros conducían a los caballos por el ronzal en los pasos de montaña. Las tormentas invernales cubrían los yelmos con escarcha.

Una vez cruzados los pasos, siguieron avanzando. Todos los caminos fueron previamente reconocidos, para que el enemigo no pudiera introducirse en algún punto de la retaguardia. Pero sólo oyeron el lejano aullido de los lobos, y el ruido de los truenos contestando al clamor de las cascadas que se precipitaban en el vacío. Helados y hambrientos llegaron los godos a la llanura. Allí se encontraron con unidades romanas, una cadena de puestos fronterizos y torres de vigilancia. Su misión era observar al enemigo, seguirle e inquietarle, pero no entrar en lucha abierta con él.

Los búlgaros podían ser numerosos como la arena del mar, como la hierba de la estepa. Nunca habían oído la palabra estrategia, ni hojeado libros sobre el arte de la guerra como los que sus maestros de Bizancio enseñaran a Teodorico. El rey godo no era solamente general de sus propias tropas, sino que como Magister militum le debían obediencia las unidades romanas. Los bizantinos le habían nombrado generalísimo, pero ¿quién podía adivinar qué órdenes secretas tenían los estrategas de rango inferior para frenar el poder de los bárbaros?

Las tropas bizantinas estaban ante todo adiestradas para el ataque y la defensa de fortalezas. Manejaban con igual destreza el azadón y la lanza. Ahora tenían que cavar, asegurar la retaguardia, elevar las estacadas. Si interceptaban los pasos, los búlgaros sólo podrían utilizar el único camino real romano, que conducía a la fértil llanura a través de las montañas.

De este modo pudo Teodorico determinar el lugar de la batalla, que a juzgar por los informes de los exploradores tendría lugar dentro de tres días. Bizancio había enviado espléndidos abastecimientos. Durante tres días descansaron hombres y caballos. Pero también se realizaron preparativos. El ejército godo se partió en dos divisiones. Examinar el terreno, la espesura de los bosques, comprobar hasta dónde podría llegar la caballería y qué camino sería el mejor para la infantería, fue como un juego. Las unidades imperiales levantaron obstáculos en los lugares peligrosos y edificaron fortines.

Al atardecer del segundo día aparecieron los primeros exploradores búlgaros. Los búlgaros eran paganos. Los godos, aunque herejes, luchaban en nombre de Cristo.

En toda batalla —esto lo sabían incluso los que no eran estrategas— podía producirse cualquier cambio inesperado. El equilibrio de fuerzas puede alterarse, los aliados pueden abandonar al ejército principal; puede descargar una tormenta que levante nubes de polvo y nuble la vista de los atacantes. El enemigo puede contar con un general de excepción. De pronto puede cundir el pánico.

Durante la noche, la caballería bajó a la llanura. El general divisó desde una colina la irregular cadena de hogueras en el horizonte. Los informes de los exploradores eran unánimes: se enfrentaban a un gigantesco ejército de jinetes. Los búlgaros no tenían infantería. Hacía tres días que avanzaban sin interrupción. No formaban unidades regulares, los jinetes de la estepa cabalgaban ya en grupos sueltos, ya en columnas cerradas. Los godos no conocían con exactitud el nombre del rey o príncipe de los búlgaros. Le habían oído llamar Libertem, pero nadie sabía si se trataba de un nombre o de un título.

¿Sería conveniente librar la batalla en cuanto amaneciera? El sol, en esta primavera temprana, era asombrosamente cálido, pero ahora aún era débil, la neblina lo cubría, y la hierba estaba húmeda de rocío. Los caballos habían bebido y pastaban. El rojizo disco del sol brillaba a través de las delgadas nubes. Entre los godos, el general no hablaba antes de la batalla, como solían hacerlo los generales de las legiones romanas. Estaba atento a las señales, y todos pensaban en los antiguos dioses heroicos. Odín… Los guerreros de más edad todavía le invocaban antes de la batalla.

Empezó con ligeras escaramuzas entre los jinetes, que iban acudiendo en número cada vez mayor. Los jóvenes esperaban que llegase a su unidad la orden de ataque de Teodorico.

Al principio pareció que la táctica de los godos tenía éxito. Formaba el grueso del orden de batalla una fuerza no muy considerable que atacaba frontalmente al enemigo, mientras los demás avanzaban por ambos lados. Pero los búlgaros se lanzaron con ímpetu hacia el centro, constituido por los veteranos godos de rostros marcados por las cicatrices de muchas batallas. El furor del primer encuentro fue temible. Sin embargo, los hombres de la estepa se enfrentaban a un enemigo experimentado: los godos formaban en filas, en parte según la antigua tradición de los nómadas, y en parte de acuerdo con las reglas romanas. Eran lo bastante movibles para abrir sus filas sin dejar una brecha, para lanzarse entonces contra los apretados jinetes enemigos, que debido al reducido espacio no podían utilizar sus largas lanzas.

Pero el ímpetu fue demasiado fuerte: el centro del ejército godo fue penetrado, y el primer ataque ya consiguió romper el orden de batalla de Teodorico. ¡Qué diferencia entre este combate y las pequeñas campañas, la toma de Singidúnum, las insignificantes refriegas con los godos del Bizco! Esta vez se trataba de una lucha decisiva entre muchos miles de hombres. Eran casi unos Campos Cataláunicos… como un relámpago pasó por la mente de Teodorico todo cuanto oyera decir a su padre sobre la lucha de los pueblos.

¡Tu hora ha llegado, Teodorico! El general se hallaba sobre una colina, desde la cual podía contemplar el campo de batalla. La horda de los búlgaros se acercaba cada vez más. Heridos y ensangrentados, los godos se defendían en el centro. Ahora tendrían que ser enviados exploradores hacia las alas, para que las tropas cambiaran de táctica y fuesen a reforzar el derrotado centro de los godos. Pero no hubo tiempo para dar ninguna orden. Con el adversario luchaba su general, Libertem, cuyo nombre pronunció en voz baja Teodorico. Un general distingue al otro por el yelmo dorado, la capa real, las armas resplandecientes y los guerreros que se apiñan a su alrededor.

«¿Estáis a mi lado, las seis mil lanzas?» Todavía seguía amándolos más que a los otros, pese a que ya no se contaban entre los guerreros más jóvenes. «¿Estáis aquí? ¡Pensad en Singidúnum!» Su espada señaló al frente. Bajaron en tropel por la ladera de la colina, lo escarpado del terreno aceleraba el galope de los caballos. El estruendo de miles de herraduras atronó en el campo de batalla.

Los godos se aproximaron al enemigo en una falange cerrada, no como una horda salvaje. Se distinguían claramente de los búlgaros, que llevaban otras ropas, hablaban otra lengua y empuñaban otras armas. Era imposible confundirlos. Las trincheras de ambos lados hacían impracticable un cerco. En la retaguardia, el espeso bosque marcaba una frontera. Parecía que la naturaleza había designado como campo de batalla esta suave ladera, seca ya de las aguas del deshielo.

Quien contemplara la escena desde lo alto de la colina, veía las columnas formadas, el orden de combate, la batalla en sí; pero los que se encontraban en el centro de la sangrienta lucha sólo vivían el ardor del momento y no veían nada más que el rostro que tenían delante, la lanza que atacaba por el costado, un escudo que se interponía ante sus ojos, un caballo que se desplomaba y se convertía en un obstáculo ensangrentado; dientes apretados por el dolor, ojos desorbitados, espuma en la boca, rostros desencajados; un semblante muy próximo, viejo, cubierto de heridas y cicatrices. Un solo salto del caballo y desaparece en la nada, ya no existe, se ha vuelto hacia otro enemigo, hacia otro hombre, hacia otro muerto.

En el mismo instante en que se desvaneció la imagen, Teodorico se dio cuenta de que el siguiente rostro no era una ilusión, y de que una espada pendía sobre su cabeza. Pronto caería la pesada arma. Pero el alumno de esgrima del palacio imperial sabía esquivar con un solo movimiento un golpe semejante. El giro, la inclinación… los realizó con maestría, pero debió calcular un milímetro de más o de menos, o tal vez el caballo se torció demasiado hacia un lado, porque sintió un lacerante dolor en el hombro, cada vez más profundo. El brazo izquierdo cayó, inanimado. ¿La espada de Odín? ¡Una saga germánica! Empuñaba una espada bizantina, una hoja de Asia Menor, templada por lo menos veinte veces. No era negra, sino que lanzaba reflejos plateados, atravesaba el cuero, y sólo la coraza se le resistía. Penetraba incluso la armadura de cuero que protegía el corazón. La lucha entre las filas enemigas era ya débil, ya encarnizada. ¿Acaso podía hablarse de filas? Se luchaba cuerpo a cuerpo. ¿Sabrían tal vez los caballos quién era godo y quién búlgaro? Los caballos se arqueaban heridos, resistiendo a la muerte. La vida de un hombre dependía de un solo movimiento de su montura; ésta decidía su existencia o su perdición. Teodorico blandió su espada hacia delante, describiendo un caprichoso círculo.

Asestó el golpe.

La hoja cortó el penacho del yelmo, cercenó la nariz y su punta quedó clavada en la garganta. Bastó una insignificante, casi imperceptible rotación del brazo para que la hoja encontrase el único lugar no protegido por la coraza. Un pinchazo ligero y grácil, que tan a menudo practicaran, y después repitieran con espadas romanas, redondeadas; un juego entonces, pero ahora la sangre brotó a borbotones cuando recuperó la espada. El caballo retrocedió, porque el chorro caliente le empapó la cabeza, y cuando le mojó los ollares, y olió a sangre, se encabritó, por fortuna para Teodorico, pues en aquel momento una lanza silbó por entre las patas del caballo, que de otro modo se le habría clavado en el vientre.

¿Libertem? De repente se formó un círculo de duelo. Se oyó un ligero lamento. ¿Habría matado a un rey la espada de un rey? ¿Como en los cantos de Homero, que tan a menudo oyera de labios de los tañedores de laúd griegos? El escudo de Libertem, una gran placa de cuero claveteada con plata, cayó sobre el caudillo, cubriendo su rostro y ocultando el campo de batalla al moribundo. El escudo sirvió de mortaja al rey, que murió como los reyes de la Ilíada: luchando y a manos de un rey. La sangre empapaba el hombro de Teodorico; su túnica estaba rota, la armadura y la ropa, en desorden. La espada debió resbalar sobre la coraza, pues de otro modo le hubiese cercenado el brazo.

Otra vez a la ladera, para recobrar el aliento. Pero ¿dónde estaba la colina, adónde le había conducido la fiebre de la lucha, el furor, el asalto, el olor de la sangre? ¿De dónde procedía la sangre que tenía en la boca? ¿Habría herido su rostro una flecha perdida, o no habría resistido su yelmo de metal el golpe de un hacha de combate? Sentía el sabor de la sangre en la boca, y su caballo vomitaba espuma sanguinolenta.

En toda batalla es decisiva la caída del general. De ello tuvieron constancia tanto los godos que luchaban en las alas como las dos columnas de jinetes que rodeaban al enemigo, pero que, agotados por el esfuerzo, dudaban en caer sobre los búlgaros, que eran superiores en número. Teodorico había retirado de ambas alas a las mejores unidades para cubrir la brecha abierta al comenzar la batalla, que podría haber significado la derrota. La noticia llegó a las dos columnas de caballería: Teodorico había matado a Libertem. Ahora todo empezaría de nuevo. Las fuerzas restantes cobraron ánimos. Todos creían tener ya la victoria al alcance de la mano.

La dispersión de grupos de jinetes, la desbandada de un ejército nómada era algo diferente de cuando la adversidad diezmaba a las legiones. Éstas se organizaban en cohortes. Colocaban a los heridos en el centro, y el león mutilado podía pensar incluso en un ataque detrás del muro de metal de su escudo. Los jinetes bizantinos de pesadas armaduras podían retirarse a un lado a una simple señal de cuerno que incluso los caballos comprendían, pero los jinetes búlgaros se dispersaron en grupos aislados, como una gavilla que se desmorona. Aquí y allí luchaban todavía algunas docenas de búlgaros, pero no había mandos, ni orden de combate, ni una retirada organizada. Las tropas dispersas se fueron alejando hacia el borde de la llanura. Por esta causa los nómadas nunca perdían tantos hombres como los ejércitos romanos, que seguían luchando incluso en las situaciones más desesperadas. Los derrotados ponían ahora todas sus esperanzas en su botín. Cuando huía, el guerrero se desprendía de su bolsa y la dejaba caer, con la esperanza de que su perseguidor se detuviera a la vista de los tesoros y los recogiera conforme a la ley de la guerra. Mientras tanto, él podía huir… pues tal vez era aquello otra ley de la estepa, que el vencedor renunciaba entonces a la persecución. Ya no había un ejército, sólo quedaban hombres. Y en cada uno de ellos, el vencedor sólo veía a un ser humano, y no a un guerrero.

Así fue tocando lentamente a su fin la batalla de la caballería. Con los muertos, la tarea era muy fácil; esperaban pacientemente el saqueo y la fosa común. Los heridos continuaban gimiendo de dolor. Algunos aún intentaban seguir luchando, hasta que alguien les daba el golpe de gracia. Otros suplicaban con palabras incomprensibles, muchos mostraban a las sombras que se inclinaban sobre ellos alguna pieza de valor: «Toma, permíteme vivir». Había otros que se fingían muertos, por si aún lograban escapar cuando cayera la noche.

El guerrero ileso y su caballo eran el mejor tesoro. Sus armas y su caballo pertenecían al godo victorioso. Él sería un esclavo mientras su lejano pueblo no pagara su rescate. Un prisionero ileso era un trabajo limpio, una señal de victoria, un trofeo para llevar consigo al campamento. Y los capitanes, a los que se puso un cerco tan estrecho que apenas podían moverse, y que no tuvieron el valor suficiente para degollarse con su propio puñal, eran el botín del rey. Esperaban su destino envueltos en valiosas capas, junto a los más hermosos caballos de la estepa.

Anochecía. Se había luchado durante un día entero, sin comer nada, bebiendo sólo algún trago de agua. Anochecía. ¿Ocurriría aún un milagro que cambiase el rumbo de la suerte y la desgracia? Antes de que cayera la noche, los prisioneros, desarmados, suplicaron un pedazo de pan al vencedor. Poco a poco se fueron vendando todas las heridas. Quien había resistido hasta ahora, sobreviviría, siempre que no apareciera la gangrena en la herida causada por una hoja herrumbrosa. Pero nada importaban las heridas y el dolor frente al gozo de que Teodorico hubiese ganado la batalla contra los búlgaros.