Se difundió el rumor de que Zenón había enviado en secreto una legación al Bizco para ofrecerle su antigua dignidad si accedía a concertar una alianza: contra Teodorico, el hijo de Amal. Nadie había visto a esta legación, acaso se tratara de una visión concebida por espíritus inquietos durante aquellas semanas de privaciones. En torno a los godos se extendían tierras misérrimas, que apenas podían alimentar a hombres y monturas. Al otro lado de la cadena de colinas estaba el reino montañoso del hijo de Triario. Teodorico ocupaba la llanura. Se destacaban exploradores, y entre las líneas de centinelas hubo algunas escaramuzas. Pero los dos ejércitos godos no se enfrentaron en ninguna batalla.
Una mañana vieron aparecer al Bizco al borde del recortado precipicio, apenas a un tiro de flecha del campamento enemigo. El descendiente de Amal envió su tercera carta a Bizancio: ¿Era deseo del emperador que pereciese, puesto que no le mandaba guerreros ni alimento? ¿Qué intenciones perseguía Zenón? Precisamente entonces apareció la gigantesca y huesuda silueta del Bizco, rodeada del resplandor del sol naciente. Amenazaba con el puño al campamento que tenía delante. Pero antes de que enviasen a buscar a Teodorico, desapareció tras las rocas, no sin antes gritar como despedida:
—Volveré mañana a esta misma hora.
Con el alba cayó una abundante aguanieve, que brillaba en las cumbres con su manto blanco. El torrente que se precipitaba entre las rocas constituía la línea fronteriza entre la llanura y las montañas. Entre la niebla espesa apareció de nuevo Teodorico el Bizco. Todos los guerreros de ambos ejércitos retrocedieron, a la espera de la decisión de ambos caudillos.
La voz del Bizco resonó con fuerza, atravesando el torrente y la garganta. Ninguno de los dos podía acercarse demasiado al otro, y si uno de ellos hubiese levantado el arco y la flecha, miles de flechas habrían cruzado el aire desde ambos lados a la vez. Pero sólo lucharon con la voz. Las palabras del de más edad dominaron el bramido del agua.
—¡Has perdido la razón, Teodorico! ¿No comprendes aún que los griegos sólo persiguen un objetivo: destruir a los godos por mano de los godos, sin ningún esfuerzo y sin ningún peligro? De los restos de nuestro pueblo se desharán entonces con facilidad, y se jactarán de ser los vencedores. Quien salga victorioso de nosotros dos, entregará a su hermano al enemigo. Juzga por ti mismo la verdad de mis palabras: ¿cuál ha sido su comportamiento contigo? ¿Cuántas semanas hace que debían haber llegado las tropas prometidas? ¿Has visto por aquí algún ejército romano? ¿Dónde están los generales bizantinos? ¿Cuentas con un solo guerrero griego? Te han lanzado contra mí, pero sólo con el fin de que yo te mate con mi propia mano. ¡Tal sería el merecido castigo de tu credulidad!
La voz llegó hasta la línea de centinelas del hijo de Amal; la formación se deshizo instantáneamente, y los guerreros se acercaron al río en filas cada vez más apretadas, para oír las palabras del Bizco, que hablaba su misma lengua y gesticulaba con fiereza. Antes de que Teodorico pudiese contestar, vieron de nuevo el amenazador gesto de despedida y oyeron la voz:
—Volveré mañana a esta misma hora.
¿Habría caído el campamento de los godos entre dos piedras molares? Incluso los caudillos estaban inquietos. Ya no había nadie en el campamento de Teodorico que creyera todavía en la inminente llegada de las tropas griegas. Todos daban la razón al Bizco, y el hechizo que rodeaba al joven rey pareció disiparse. Hasta ahora pasaba por el amigo de los poderosos e hijo del emperador: Teodorico lo consigue todo. Pero ahora se hallaban en el umbral de una guerra fratricida, hambrientos y sin esperanzas. La noche es mala consejera. Al alba se congregó junto a la garganta un gran número de guerreros; querían ser testigos o tal vez jueces entre los dos Teodoricos.
Las raíces de la duda eran profundas. Nuevamente apareció el robusto hijo de Triario, que había sobrevivido a muchas tormentas. Habló como estaba acostumbrado a hablar, con palabras duras, sin adornos, del mismo modo en que daba órdenes a sus guerreros. Tuvieron la impresión de que era el Bizco el caudillo de todos los godos, tanto de este como del otro lado. Una voz que disipó la penumbra cernida sobre el río.
—¿Por qué quieres en tu ceguera, Teodorico, acarrear la perdición de los que son hermanos tanto tuyos como míos? ¿Por qué han de quedarse viudas tantas mujeres? Sabes muy bien que los hombres sólo te han seguido a esta infortunada campaña para conservar su dignidad de guerreros. Cuando partisteis, cada uno de tus guerreros poseía tres caballos. El hambre os ha obligado a comer hasta las mejores monturas, y tú sabes muy bien que tus hombres ahora van a pie, y así habrían de luchar. Te han seguido a la tierra de Tracia como esclavos, y no como guerreros libres. Les has prometido oro y trigo después de la cosecha. Pero yo te pregunto: ¿Qué has podido ofrecerles hasta ahora? Te pregunto: ¿Qué piensas hacer con ellos? ¡Contéstame, Teodorico!
Mujeres y niños invadieron la ladera de la montaña. ¿Quién les había permitido llegar hasta aquí? ¿Se habrían confabulado todos para organizar esta insólita legación? Cuando Teodorico se retiró a su tienda sin haber contestado al Bizco, se oyó en torno el grito de mujeres y ancianos:
—¡Concierta la paz con el Bizco!
Por la mañana del día siguiente tuvo lugar la tercera entrevista. El hijo de Triario acudió a pie. También el hijo de Amal caminó hasta el borde más saliente, de modo que sólo el profundo cauce del río les separaba.
Hoy la voz del Bizco no era amenazadora, sino que habló como un hermano mayor. Ensalzó el heroísmo de Teodorico, su sabiduría, tan poco en consonancia con su juventud. Todo cuanto dijo fue sobrio y natural.
—¿Permitiremos que se cumpla la decisión de los eunucos de palacio, de que todo redunde en perjuicio de los godos?
¡Concertemos la paz! Aliados, seremos fuertes. No es preciso que os comáis los últimos caballos, enviad carros para que los llenemos de víveres.
¡Concertemos la paz! La discusión aún era acalorada, pero ya no la inspiraba el odio; no tardaron en hablar de las condiciones. ¿Por qué los godos tenían que destruir a los godos? Si los caudillos concertaban hoy la paz, mañana volverían a ser un solo pueblo.
Cada vez se acercaban más personas a ambos bordes del acantilado. De este modo todos participaron en el insólito trato. Cada argumento introducido por una u otra parte desencadenaba un violento murmullo de aprobación o de protesta. La juventud se mezcló también en el debate de los caudillos. Tenía derecho a ello, puesto que todos eran libres. Todos tuvieron la impresión de que ambos caudillos iban camino de un entendimiento. El hijo de Triario deseaba que Teodorico, como hijo del emperador, le garantizara la subvención anual. Finalmente llegaron al acuerdo de que ambos, independientemente el uno del otro, enviarían legaciones a Zenón, que le explicarían lo siguiente: Los godos han concertado la paz con los godos. Teodorico debía solicitar de su augusto padre el cumplimiento del deseo del hijo de Triario. Si el Bizco recuperaba su antigua dignidad, y si recibía de nuevo la subvención, el hijo de Triario se comprometería con un solemne juramento a no luchar contra el emperador ni oponerse a su divina voluntad. El basileo no obtendría más que ventajas de la paz entre ambos ejércitos godos. De este modo podría disponer, no de uno, sino de dos ejércitos.
La carta que Teodorico, el hijo de Amal, adjuntó para Artemidoro, su más sabio consejero, exponía sus opiniones con mayor claridad. «Han jugado conmigo —escribía—, predisponiéndome primero y atrayéndome después hacia una trampa. Han abusado vilmente de los sentimientos de mi alma, que ya era romana. Ha sido la alevosía del emperador la que me ha obligado a hacer un trato con el hijo de Triario. La conducta del emperador me ha liberado de todas las obligaciones que había contraído. Soy libre, ya no le debo nada. Escucha mis exigencias: el basileo tiene que determinar nuevas regiones donde mi pueblo pueda establecerse. Los pastos macedonios son míseros, los campesinos los han abandonado. Nadie siembra trigo. Exijo además que el emperador me pague los gastos de armamento de mi ejército. Y como tengo la intención de quedarme en calidad de garantía con los impuestos de las tierras ocupadas por mí, solicito en tercer lugar de su Majestad que me envíe sin dilación a sus mejores recaudadores de impuestos, a fin de solucionar este asunto en paz y en el plazo más breve posible. También debe saber el emperador que en caso de que no cumpla alguna de mis condiciones, estallará —por su culpa— una guerra entre él y yo. Ahora ya no podrá utilizar al hijo de Triario contra mí. Los godos han concertado una alianza con los godos. Ya no lucharemos entre nosotros.»
La carta fue enviada por Artemidoro a su Majestad a través de los canales secretos de la cancillería. Los delegados de ambos Teodoricos esperaban ya ser recibidos en audiencia.
Zenón se disgustó. No había sido su intención perder a su hijo adoptado a la sombra de las armas. Pero no consiguió hacer salir de Asia Menor a las legiones allí acuarteladas. Los consejeros le convencieron de que el ejército de Teodorico bastaba para vencer al Bizco, y que a lo sumo le apoyarían con dinero y abastecimiento. En realidad, tampoco esto se llevó a cabo; la cuestión quedó sin resolver en el laberinto de la administración. Pese a todo, Zenón encontró la carta impertinente e irrespetuosa. ¡Le trataba de igual a igual! Muy bien, se comprobaría quiénes eran los culpables. Una comisión se encargaría de esclarecerlo y de presentar una compensación.
Su Majestad en persona dictó la respuesta al mensaje de Teodorico. La carta empleaba un tono más benévolo que las palabras pronunciadas por su Majestad ante los enviados de Teodorico.
—Vuestro señor es, de hecho, un hombre falso: no ha cumplido en absoluto su palabra, y ahora me culpa de lo que sólo a él puede imputársele. ¿Cuál ha sido en realidad su conducta para conmigo? Primero se ofrece para ajustar las cuentas al Bizco él solo. Tras mi consentimiento, solicita mi ayuda. También a esto accedí, y poco después me dispuse a enviarle tropas auxiliares. ¿Y qué hace él entonces? Pacta en secreto con mi enemigo y concierta una alianza con el Bizco. Este inoportuno pacto es perjudicial para el imperio. Y cuando mis gobernadores de Tracia y los generales se enteraron de ello, y procuraron enmendar la perfidia de vuestro señor contra nuestro pueblo, fueron tachados por él de culpables. ¿Dice que yo le he tendido una trampa, que tenía la intención de perder a Teodorico? ¿Sabe acaso vuestro señor la recompensa que le esperaba si hubiera vencido esta guerra? Pese a todo, aún estoy dispuesto a perdonarle si vuelve a esgrimir las armas para gloria del imperio. Exijo que Teodorico me libre del Bizco y de su pueblo. Si lo hace, recibirá de mis manos mil libras de oro, diez mil libras de plata, y además una subvención anual de diez mil monedas de oro. Y finalmente, estoy dispuesto a darle como esposa a mi pupila, la hija del emperador Olibrio.
Para Zenón no era ningún secreto que las opiniones de la corte estaban divididas, y que los senadores no sabían a qué Teodorico debían apoyar. El Bizco tenía aún muchos partidarios de los viejos tiempos. Su valor, sus ansias de lucha y su modestia eran bien conocidos. Por el contrario, el joven rey godo codiciaba el poder. ¿Querría convertirse en un nuevo Aspar o incluso en emperador? Sin embargo, los generales no se fiaban del Bizco. En el gran consejo de guerra, presidido por Zenón, se decidió que el hijo de Triario debía ser considerado enemigo del imperio, y había que liquidar de la manera más expedita a todos los sospechosos de apoyar al rebelde, que residieran en la capital.
Era necesario, pues, emprender una campaña contra el hijo de Triario. Según los informes recibidos, el Bizco se había reunido con su pueblo, como si el emperador y toda la política bizantina le tuvieran sin cuidado.
Ahora el Bizco quería poner las cosas en claro. Cuando se enteró de que el ejército imperial ya estaba en marcha, exigió al hijo de Amal que se uniera a él con sus guerreros, cumpliendo así el compromiso de la alianza goda.
Una campaña de todos… contra todos. El ejército de Teodorico estaba cruzando Macedonia, en dirección al mar Egeo. Por dondequiera que pasaban los godos, dejaban a sus espaldas aldeas y ciudades asoladas. Sangre, fuego y saqueos.
El Bizco mandó llamar a los mensajeros bizantinos que, a escondidas del hijo de Amal, se encontraban en su campamento.
—¿Os percatáis de la conducta del hijo del emperador? Los sufridos habitantes del país son los que pagan por todo.
En Constantinopla reinaba la agitación. Una noche fue derribada la estatua del emperador. En Asia Menor, el hijo de Antemio, antiguo emperador de Roma, se hizo proclamar basileo. Los caudillos del ejército estaban divididos. ¿Quién era amigo, quién era enemigo?
Los mensajeros enviados al campamento del hijo de Triario volvieron con una comunicación del Bizco. Al día siguiente ya fueron llamados a presencia de Zenón.
El nuevo pacto estipulaba que Teodorico, el hijo de Triario, volvería a gozar del favor del emperador. Al mismo tiempo, y a causa de su infidelidad, Teodorico, el hijo de Amal, sería despojado de todos sus títulos, los cuales pasarían a poder del Bizco.
La noticia del pacto llegó al hijo de Amal en su campamento de Macedonia. ¿Así que ya no soy un romano? ¿No soy hijo del emperador? ¿Ni senador, ni patricio, ni general? ¿No recibiré ya ninguna subvención como el mejor aliado de su Majestad?
Renació el recuerdo de Alarico, del bárbaro que asolara Grecia y destruyera Roma y Atenas. El ejército de Teodorico abandonó la rocosa y escasamente poblada Macedonia y cruzó la frontera de Tesalia: ciudades ricas, tierra densamente habitada, sol meridional y exuberantes pastos se extendían ante los godos.
Grecia entera fue poseída por la fiebre. La tierra se puso en movimiento. Se aproximaba el terrible enemigo, el mismo con cuyos estragos las madres griegas espantaban a sus niños desde hacía años.
En la capital de la provincia, en Tesalónica, hubo sangrientos disturbios cuando los primeros jinetes godos aparecieron en el horizonte. «¿Acaso el cobarde emperador quiere ofrecernos como botín? ¿De qué otro modo puede explicarse su conducta? ¿No es su deber domesticar a su hijo?» La ciudad se preparó para el asedio y envió al mismo tiempo una legación a Teodorico. El obispo le llevó regalos y suplicó al rey que no resucitase los tiempos de Alarico.
Teodorico no poseía máquinas de asedio, y los godos —él era el más indicado para saberlo— no se prestaban para esta clase de guerra. Por lo tanto, puso precio a Tesalónica. En cuanto recibió el dinero, se retiró de nuevo a Macedonia, pero los guerreros estaban descontentos. El pueblo, las mujeres, los niños y los ancianos sufrían en las tenebrosas montañas tanto como el ganado. El sueño de todos los bárbaros del norte eran el mar meridional y el resplandeciente cielo azul. Las noticias de los que habían dejado en Macedonia eran cada vez más apremiantes: «¡Conforta nuestros sufrimientos! ¡Tú eres el rey!»
Nuevamente hubo trabajo para los constructores de carros. Éstos fueron mejorados, y recogidos los cereales. Ahora los godos se dedicaron a saquear la tierra donde habían vivido durante años, pero que nunca consideraron la patria. Corrieron rumores alarmantes. El nuevo objetivo se llamaba Épiro, una provincia rica que jamás había sufrido el paso de un ejército bárbaro. En ella se vivía en paz sobre suelo griego.
Cuando la oleada de terror invadió toda Grecia, en el palacio imperial se llegó a la conclusión de que debía hacerse algo. Se acordaron de Artemidoro, el filósofo. Todos sabían que Teodorico sentía afecto por el estoico, que no ansiaba ningún título y que sólo acudía a palacio cuando se solicitaba su presencia. Artemidoro debía ir a palacio, y seguidamente, viajar hasta donde se hallaba Teodorico. Tendría que intentar lo imposible: hacer desistir al hijo de Amal de sus terribles propósitos, y sonsacarle sus intenciones.
Artemidoro aceptó la misión de mala gana. Sólo el viaje en sí era penoso para él, debido a su edad avanzada y su frágil salud. Pero según las palabras de Zenón, él era el único capaz de conjurar el peligro godo que amenazaba al imperio.
Cuando la legación se aproximaba a su destino, el anciano pudo ver de lejos el poderoso campamento de los godos. Había cientos de carros, enormes rebaños, miles de caballos y guerreros. Los ojos del hombre bizantino apreciaron que los bárbaros eran duros y fuertes.
¿Quién era este Teodorico, a cuya presencia fue introducido Artemidoro?
—Amigo mío —dijo el filósofo—, quiero comunicarte las palabras de mi emperador. Zenón te ha recibido como a un pariente. Has recibido de él las más grandes distinciones del imperio. Te ha colmado de más favores que a ningún otro. Según las crónicas, nadie recibió jamás tantas atenciones. Ha puesto ejércitos a tu disposición, y te ha nombrado general. Pero Zenón te ha dado mucho más todavía. Te ha prodigado su confianza, como si nunca hubieras sido un extranjero. Sí, amigo mío, esta confianza ilimitada supera todas las distinciones. Y tú, Teodorico, ¿qué has hecho? Seguramente nuestros enemigos han nublado tu vista. Si consultas a tu corazón, no podrás con sinceridad culpar al emperador de aquello de que le acusas. Pon fin a tu traición, no ataques nuestras ciudades. Envía a alguien con nosotros que disfrute de tu confianza. Zenón escuchará tus peticiones con benignidad.
—¿De qué vivirá mientras tanto mi pueblo?
—Si eliges el único camino que es digno de ti, podré ayudarte. Si eliges la paz en lugar de la destrucción, los gobernadores macedonios te mandarán suficiente dinero y alimentos hasta que se llegue al acuerdo definitivo.
—Artemidoro, ¿tú crees a Zenón?
—Fuiste mi amigo, y… tal vez, si me permites decirlo, mi discípulo, Teodorico. Nunca he hablado de las vanidades de este mundo, pues no me interesan. Pero quizá recuerdes que hemos hablado a menudo de la paz del alma. ¿Me preguntas si creo a Zenón? ¿Puedo, entonces, creerte a ti? Los poderosos —o, al menos, así debería ser— poseen una gran inteligencia, para poder penetrar los secretos del mundo que les rodea. Sin embargo, con frecuencia triunfan sobre ellas las fuentes que alimentan su alma. El alma del emperador no puede parecerse a la de un hombre a quien no conciernen los asuntos de este mundo. Yo sólo sé una cosa: Zenón te ama. Tiene alianzas con otros príncipes bárbaros. Pero tú fuiste el único con derecho a llamar padre a Zenón. Si le envías un legado, lo recibirá con amistad. Solamente existe una condición: ¡No derrames sangre! ¡No destruyas! ¡Sé un romano… Teodorico!
Artemidoro habló en voz baja, con las palabras de Platón, con una sonrisa estoica y serena, mientras apoyaba la mano en el hombro de Teodorico.
—¿Tú, hijo mío, querías asolar Grecia?
Eran jinetes inquietos. El campamento semejaba un gigantesco arco, tensado hasta el punto máximo, a punto de disparar la flecha de la destrucción. Las mujeres ofrecieron la alimentación insuficiente, y los hambrientos se congregaron junto a los carros. A pocas millas de aquí se extendían los campos ricos de Épiro, que nunca había sido atacado. ¿Qué debía ser, romano o godo? Artemidoro contaba las horas. Esta noche Teodorico adoptaría su decisión.
—Envía mensajes a los gobernadores y las ciudades. Si dentro de siete días llegan los víveres, y dentro de diez días, el dinero del rescate, los guerreros godos no atacarán ni ciudades ni aldeas, ni hombres ni animales. Ven, Artemidoro, recorre conmigo el campamento en mi carro. Cuando llegues a Bizancio, dile a Zenón: con diques débiles no se puede contener la inundación. Los godos tienen hambre.
—¿Siempre tienen hambre los godos, Teodorico? ¿Y por qué?
—Carecen de patria. Y jamás podrán las subvenciones y los regalos saciar su hambre, mientras no hayan encontrado una patria.
Artemidoro intentó con suaves palabras bizantinas inspirar la paz al inquieto conquistador. Mientras seguían las negociaciones, el anciano general bizantino Adamancio se preparaba en secreto para un ataque. Su ejército se componía de veteranos magníficamente adiestrados para la guerra en las montañas. Los habitantes de aquellos territorios odiaban a los bárbaros, que lo destruían todo; y así cada hombre servía de guía a los guerreros de Adamancio por senderos ocultos entre las montañas, conocidos sólo por los nativos. Gracias a sus excelentes exploradores, podía seguir continuamente el campamento de los godos; pero evitó todo encuentro, toda confrontación armada. Teodorico debía creer que no había ningún ejército griego que se atreviera a luchar contra él.
Al atardecer recibió el general bizantino la noticia de que gran parte del campamento godo se había puesto en marcha. La mayoría de carros, el botín, y lo más valioso de todo, la madre de Teodorico y su hermana Amalafreda, formaban parte de la caravana. Esta parte del ejército estaba bajo el mando del hermano del rey godo, Teodimundo. Adamancio no soltó una sola palabra sobre sus intenciones; era imposible saber quiénes de los que le rodeaban estaban al servicio del rey godo. Cuando el campamento se hubo detenido, montó su caballo y alcanzó antes del alba a su ejército, al que mandó colocarse en orden de batalla. La infantería ocupó los empinados senderos de las gargantas, la caballería, describiendo un amplio semicírculo, aseguró ambos lados del camino real, para que el enemigo no pudiese escapar.
Al alba, cuando los primeros rayos del sol iluminaron las tinieblas, las avanzadas griegas apostadas en los montes divisaron el campamento de carros godo, que se aprestaba ya a iniciar la marcha del día.
Los bárbaros se pusieron en camino sin sospechar nada. La caravana estaba apenas cubierta, el ganado dificultaba la marcha. Los jinetes cabalgaban a la retaguardia, la infantería avanzaba sin orden militar entre los carros, cada uno junto a su familia, cerca de sus parientes próximos. Los guerreros llevaban pocas armas; la armadura y el escudo eran pesados. Los habían dejado en los carros y ascendían sin carga por el camino de la montaña.
Teodimundo, el joven hermanastro del rey, fue el primero en avistar el peligro. Los godos, cantando y despreocupados, sin cuidarse en absoluto de guardar ningún orden, advirtieron de improviso que habían caído en una trampa, y que la única esperanza era abrirse paso con las armas. El experimentado Teodimundo estimó rápidamente la fuerza del enemigo. Los romanos no eran muy numerosos. Pasaron unos minutos antes de que bajaran la cuesta y se colocaran en orden de batalla. La pendiente menos pronunciada del valle se hallaba dividida por un profundo arroyo de montaña cruzado por un ancho puente de madera. Cuando los godos hubieron llegado al puente y cruzado el arroyo con sus carros, no tardaron en alcanzar el próximo fortín de rocas, que, como habían informado los exploradores de Teodimundo, ahora estaba vacío.
Los soldados de las tropas imperiales bajaron, desplegados, la montaña. De estos escasos minutos se aprovechó el príncipe godo. Ordenó a Erelieva y Amalafreda que abandonasen el carro, y las envolvió con capas de guerreros. Todos empezaron a correr hacia el puente. Los romanos les enviaron una lluvia de flechas, pero los godos se cubrieron con sus escudos. Cuando hubieron llegado al puente, la mayor parte de los guerreros godos se volvió contra el enemigo y cubrió la huida de las mujeres, para que al menos ellas alcanzasen la seguridad de la otra orilla. La lucha era encarnizada y por momentos más difícil para los godos. Los romanos les superaban en número, y eran los que atacaban. Teodimundo dio orden de retroceder al otro lado del puente, pues ya no podían defender su posición; comprendió que la batalla estaba perdida, y él mismo tenía heridas por todo el cuerpo.
Los godos empuñaban las hachas como si toda la fuerza residiera en sus brazos. Consiguieron cortar la viga maestra y destrozar los tablones, y, perseguidos por los romanos, se encontraron inmovilizados al borde del barranco. Teodimundo se quedó en la orilla enemiga. Había cumplido su misión y salvado a las dos personas que le confiara Teodorico, Erelieva y Amalafreda, que ya habían alcanzado la otra orilla. Sin carros, sin impedimenta, sin nada, acompañado solamente por un puñado de hombres armados. Los tablones crujieron y se partieron en dos, por un instante las vigas quedaron suspendidas en el aire. En medio de un estruendo ensordecedor, perseguidores y perseguidos se precipitaron al vacío.
Erelieva y su hija tenían la espada en la mano. Cubiertas por la capa de los guerreros, también ellas habían luchado en los momentos críticos. Ahora, agotadas por el horror y el esfuerzo de la lucha, permanecían como petrificadas. Algunos caballos que pudieron cruzar a la otra orilla sirvieron de ayuda: al menos las mujeres podrían montarlos. ¿Dónde estaba Teodimundo? Nadie lo sabía con seguridad. Le habían visto luchando en la otra orilla y oído su voz. Pero después, el tremendo fragor del puente en su caída y los gritos de los que cayeron al torrente habían ahogado todos los demás ruidos. ¡Era preciso subir hasta la cumbre, hasta el fortín, cuyas ventanas vacías miraban hacia el valle! Cuando hubieron trepado por la rocosa ladera, se ofreció a su vista la verdadera imagen de la batalla. Hasta ahora sólo había atacado a los godos la infantería romana, pues la caballería no resultó necesaria. Ahora contemplaron la caballería enemiga, que, dividida en dos, estaba completando el cerco: los godos no tenían ningún camino de huida. Ahora el único remedio era dar rienda suelta al instinto, y abandonar los carros y a los heridos y los débiles. Cada uno tenía que huir cuesta abajo, como pudiera, hacia donde la caballería romana no le persiguiese.
Cuando el sol brilló con toda su fuerza sobre Epidamno, la derrota del ejército godo estaba sellada. Aunque no habían caído muchos guerreros, por lo menos dos mil, con tesoros, víveres y todos los carros que transportaban los bienes de un pueblo entero se hallaban en manos de los vencedores. Desde tiempos inmemoriales, ningún ejército romano había conseguido una victoria tan señalada sobre los bárbaros.
Los refugiados en el fortín tuvieron que contemplar con desesperación cómo los vencedores se repartían el botín, todo cuanto poseían los godos, los tesoros cargados en los carros y que llevaban consigo desde que abandonaran el gran lago.
La sentencia fue dura. Cada uno de los habitantes de Épiro y Tesalia que se encontraban en el campamento del caudillo romano Sabiniano, conoció a los godos que habían incendiado su casa, robado y saqueado. En media hora cayeron las cabezas de doscientos guerreros. Los habitantes de los alrededores, que llevaban víveres por orden del general romano, recibieron por ellos una recompensa doble. Los mejores carros fueron colocados a un lado, y un godo encadenado fue designado a cada uno de ellos para dirigirlo. Pero aún quedaban muchos carros pesados, que obstaculizaban el camino y estorbaban a los soldados. Los vaciaron, pues, de su carga, y la trasladaron a los carros mejores. Entonces amontonaron el resto y les echaron encima antorchas encendidas. Erelieva, desde el fortín de la cumbre, contempló con lágrimas en los ojos la destrucción de todos los tesoros de los godos.
Teodorico se preparó para una lucha a vida o muerte. Habían perdido la mayor parte de los carros, pero quedaba el ejército: Teodimundo había mandado la retaguardia, mientras la vanguardia del ejército godo se hallaba ya casi en tierra griega. El prestigio del rey sufrió un grave descalabro con la derrota de Epidamno. Las ciudades griegas que habían seguido con terror el avance de Teodorico, sabían ahora que no estaban solas. El emperador había enviado un ejército para protegerlas, y Sabiniano lo mandaba con mano dura.
En esta situación difícil, Teodorico elaboraba planes desesperados, enviando además a sus más fieles guerreros como legados: en primer lugar, a Artemidoro. «¡Qué infamia me ha tocado sufrir! Mientras tú adormecías mis sospechas con las almibaradas palabras de Zenón, éste lanzaba alevosamente a Sabiniano contra mí, para que sumiese en un baño de sangre a la pacífica caravana goda, compuesta de mujeres, ancianos y niños.
»Pese a ello, yo aún estaría dispuesto a ofrecer ayuda armada al emperador, si ordena al ejército de Sabiniano que dé media vuelta y se apreste a atacar al Bizco. En este caso, diez mil guerreros godos escogidos acudirían en ayuda de los romanos.»
Otro mensaje decía: «Si su sagrada Majestad quiere acabar con el gobierno del bárbaro Odoacro en Italia, Teodorico está dispuesto a cruzar los Alpes con todo su ejército, y a instaurar de nuevo en el trono a Nepote, el vasallo de su Majestad».
Pero tres muertes desbarataron estos planes.
Primero llegó a Bizancio la noticia del asesinato de Nepote. Al parecer el instigador había sido Odoacro. Una cabeza de corona menos… de las que ambicionaban Italia.
Un día la muerte sorprendió también a Sabiniano, como si prefiriera a los hombres pletóricos de vida. Estaba dando órdenes y preparándose para poner sitio a una ciudad, cuando se llevó una mano al corazón. Una hora después gemían las plañideras en el campamento del general. Teodorico, el hijo de Triario, era un hombre anciano, enjuto y resistente. Animaba a sus guerreros con el ejemplo de prepararse para la guerra. Tenían que ejercitarse con las armas, domar caballos salvajes o simular batallas. Por la mañana recorría el campamento, pasaba revista a las tropas y daba indicaciones y órdenes con el aire de un enérgico príncipe y general. El Bizco tenía la impresión de que la suerte volvía a sonreírle. Zenón le daba crecientes muestras de su favor. Cuanto mayor era la destrucción que el hijo de Amal dejaba tras de sí, cuantas más maldiciones se acumulaban contra él en tierras de Tracia, Épiro, Macedonia y Grecia, tanto más halagadoras eran las palabras de Zenón. Era cuestión de esperar el momento propicio en que pudiera regresar, poderoso y lleno de gloria, a la ciudad de Bizancio.
El escudero le llevó un día un potro salvaje. Sus godos le rodeaban. A diario saltaba a la silla su anciano caudillo sin ninguna clase de ayuda. Entre jinete y caballo se inició una lucha salvaje. Mientras el Bizco intentaba dominar a su montura, que se encabritaba, el viejo se mantenía firme en la silla. Pero en aquel momento, el potro dobló las patas delanteras y levantó al mismo tiempo, inesperadamente, las traseras, de modo que el jinete salió disparado por encima del cuello del caballo, y con tan mala fortuna, que fue a caer sobre una pica adornada con un gallardete que se hallaba ante la entrada de su tienda. La punta de la lanza penetró en el costado del Bizco. Llevaron a la celda al ensangrentado caudillo, y los mejores médicos de la tribu se inclinaron sobre él. Para una herida como aquélla no existía ningún remedio. Las hierbas no producían efecto, el cuchillo no podía curarle. La punta de la lanza había agujereado el estómago y los intestinos. No pudieron detener la hemorragia. Al tercer día, Teodorico, el hijo de Triario, estaba muerto.