XX

Al atardecer se encendían hogueras en las montañas. Allí donde las colinas se fundían con el horizonte, aparecía de vez en cuando un jinete solitario. Los gépidos, ávidos de botín, seguían como hienas las huellas de los godos emigrantes.

Emigraba un pueblo entero, con todo cuanto poseía. Columnas de carros, manadas de caballos, bueyes y ovejas, conductores del ganado a caballo y muchos miles de lanceros. Cuando uno de los pesados carros se averiaba, lo arrastraban a un lado de la calzada y los conductores de carros intentaban repararlo.

Los godos emigraban hacia el sudeste. Panonia entera estaba en movimiento. Mensajeros galopaban hacia los pueblos de las tierras bárbaras. Los godos consideraban pobres sus colonias, pero esta pobreza era incluso apetecible en comparación con el crudo invierno, el viento cortante y el cálido verano que padecían los otros pueblos de la estepa. Los exploradores de los gépidos fueron los primeros en difundir la noticia: los guerreros de Teodomiro se habían puesto en marcha y trasladaban su reino sobre ruedas. Ya no volverían más al gran lago.

¿Realmente no volverían más? Antes de la marcha, el rey Teodomiro había enviado mensajeros a los príncipes de la estepa. Cada tribu, cada caudillo, cada colonia debía saber: «¡Ay de aquel que osara establecerse en las posesiones abandonadas de los godos! Nuestra gran emigración no significa que el pueblo de Amal renuncia a sus colonias, ciudades a la orilla del gran lago, fortificaciones y atalayas. Regresaremos cuando nos convenga. Es posible que dividamos a nuestro pueblo. También es posible que sólo la mitad desee continuar la marcha. Recordadlo: esta comarca nos fue concedida por el emperador después de la muerte de Atila. ¡Y seguirá siendo nuestra!»

Los gépidos eran los más inquietos de las tribus nómadas. La pobreza, el hambre y la codicia les impulsaban. ¡Qué podía importarles que los poderosos y rubios guerreros volviesen un día y matasen a cuantos encontraran en sus antiguas colonias! La sede, el palacio de Teodomiro y Teodorico a orillas del lago era un sueño anhelado para aquellos cuyas tiendas de tela arrancaba la tormenta y se llevaba el viento. Casas romanas, con sus emparrados. Por doquier se encontraban prisioneros romanos y esclavos cristianos que podrían dedicarse a la agricultura. Y se decía que las casas eran calientes en invierno.

—¡El emperador te saluda, Teodorico!

El padre miró a su alrededor con sus ojos nublados por los años. Un paisaje desconocido, el otoño era más largo, las plantas y las avenidas de castaños eran más abundantes. Teodomiro, en sus años de joven guerrero, había visto el mar a menudo. Atila conducía continuamente a sus vasallos de un lugar a otro. Sin embargo, durante mucho tiempo el gran lago fue el mar para Teodomiro, y sólo los godos más ancianos soñaban aún con el agua azul que no tiene principio ni fin. Teodomiro no volvería a ver el océano.

Así debía morir un rey: en un campamento nuevo, en su propio lecho, cubierto de mullidas pieles. Teodomiro tosía, y muchas veces aparecían gotas de sangre en las comisuras de sus labios. Con voz queda dijo:

—Señores godos, servid con fidelidad a Teodorico.

La muerte a orillas del Ister fue sencilla. Los jefes de tribu se asomaron ya al despuntar el alba en el torreón de la antigua Castrum, esperando la señal. En cuanto el espíritu hubo abandonado el cuerpo, acudieron los sacerdotes y las plañideras. Todos pensaban en el palacio abandonado a orillas del gran lago, en el que no habrían sentido el frío viento del otoño, pues lo hubiesen calentado, sacrificado gordos bueyes, y los campesinos de los alrededores, que pagaban sus impuestos con vino, hubieran hecho ahora la vendimia. ¿Por qué tenían ahora que emigrar? ¿Por qué habían renunciado a la seguridad de su pobreza por una abundancia incierta? En los últimos decenios se habían acostumbrado a Panonia y encariñado con ella. «¡El emperador te saluda!» ¿Habían bastado estas palabras a Teodorico para poner en marcha la interminable caravana? ¿Cuántos muertos dejarían por el camino? ¿Cuántos nacimientos malogrados? Vivían siempre con el arma en la mano, en continua vigilancia. En regiones extrañas, entre pueblos extraños. Cada vez tenían que pagar su paso por una región, o luchar por él.

Era otoño. Bajo las bóvedas del Castrum resonaba el coro de las plañideras.

Teodorico no podía llevar hasta el basileo a todo su pueblo. Invernaron en Tracia, donde esperaron a que la primavera trajese su consuelo a hombres y animales. A la vista de los capullos, que aquí se abrían en una sola noche, los jóvenes guerreros volverían a soñar con aventuras y campañas.

Llevó consigo a cien jinetes escogidos, como correspondía al nuevo rey de los hijos de Amal. ¿Le había vuelto altanero verse colocado sobre el escudo y elevado a vertiginosa altura? Todos los jefes de tribu quisieron levantar en su escudo al nuevo rey de los godos. No hubo ninguna elección. Nadie tenía la menor duda de que era Teodorico quien ahora debía ocupar el lugar de Teodomiro, muerto tras su prolongada enfermedad. No había ningún hermano que pudiese hacer valer la propia legitimidad, ningún aspirante extranjero al trono. Erelieva esperaba en la tienda de las mujeres a su hijo recién nombrado rey. La coronación se celebró en una vieja iglesia medio derruida. Sacerdotes arrianos le colocaron en la cabeza el aro de oro, y la juventud cantó melodías según los versos del obispo Ulfilas. El invierno se aproximaba. Durante los servicios fúnebres y las fiestas de la coronación sopló un viento helado, y las tiendas de tela doble estaban cubiertas por un manto de nieve.

El equipaje fue cargado a lomos de los caballos de tiro. Los jinetes llevaban vestiduras adornadas, armadura, yelmo y armas, como era costumbre en la corte. Las túnicas de corte que Teodorico se trajera de Bizancio resultaban ya demasiado estrechas para él. Los que habían visitado últimamente la capital del imperio hablaban de extrañas modas nuevas. Los Verdes intentaban provocar a los Azules y sus simpatizantes imitando de manera exagerada el peinado y las vestiduras del enemigo huno. Los jóvenes señores del partido de los Verdes se cubrían la frente de cabellos cortos, según la costumbre bárbara, y llevaban además anchas túnicas mucho más largas que sus capas cortas. Cuando se dirigían al mercado, se exhibían con gran insolencia. Los magistrados de la ciudad no podían oponerse: los padres de estos distinguidos hijos de Bizancio pagaban los más elevados impuestos. Pero ¿por qué imitaban precisamente a los hunos? ¿Por qué gozaban los descendientes de Atila de tan repentina popularidad?

Porque ya no inspiraban temor a nadie.

Los hunos se dispersaron en pequeños grupos o emigraron a las desnudas planicies asiáticas de las cuales —para terror de la humanidad— habían venido hasta aquí. Muchos de ellos se dirigieron a Bizancio. En el ejército eran bien vistos y llegaron incluso a ser admitidos en la guardia personal. Eran salvajes, fieles y fáciles de contentar. Sus capitanes se hacían bautizar uno tras otro.

Teodorico se enteró de ello al acercarse a Constantinopla. Los Verdes eran amigos de los hunos, por lo que, naturalmente, él se adhirió a los Azules, a quienes apoyaba el emperador. Los Azules eran los aristócratas, los grandes terratenientes, de cuyas filas procedían los comandantes de la ciudad, los generales de la flota y los del ejército.

Cuanto más se acercaba a Bizancio, mayores eran los honores que se le prodigaban. Le ensalzaban como rey, los magistrados salían a su encuentro, le agasajaban por doquier, y los regalos de valor eran cada vez más numerosos. A los cien jinetes godos les parecía que las herraduras de sus caballos pisaban la alfombra de un mundo soñado; ni en sueños habían imaginado el recibimiento que se les dispensaba. «¡El emperador te saluda!» A orillas del gran lago, estas palabras podían ser sólo una fórmula. Todos los enviados empleaban esta frase de introducción. Pero ellos iban ahora al encuentro de una perfumada primavera: todo florecía, y en los árboles maduraban ya diversos frutos. Los jinetes godos llegaron a las grandes murallas de la ciudad sin haber usado las armas ni una sola vez.

Theodoricus Rex: su nombre no hería los oídos bizantinos. Ya le esperaban. Hacía semanas que se debatía sobre su llegada en los mercados, en el atrio del Hipódromo, en los balnearios. Bizancio necesitaba a todos cuantos dispusieran de armas. Y no obstante, los guerreros llegados a la ciudad significaban grandes impuestos para cada ciudadano. Cuantas más tropas ocuparan los cuarteles en torno al palacio imperial, tanto mayor era el peligro de que sus caudillos provocasen un día una rebelión. Los aliados eran preferibles: vivían en sus lejanas montañas hasta que llegaba una orden de Bizancio: «¡Estad preparados!» El palacio imperial designaba al enemigo peligroso para el emperador. «¡Poneos en marcha!» Y ellos obedecían, sin paga y sin doble recompensa.

Recostados en los baños, rodeados de un vapor fragante que despedían las piedras calentadas, los hombres de Bizancio sopesaron durante todo el día si el padre Zenón había hecho un buen negocio llamando a la capital al joven caudillo de los godos. Todos creían saberlo todo acerca de él. ¿No había vivido diez años en la ciudad? Dominaba el lenguaje de palacio, no era un bárbaro tosco ni un huno de nariz achatada. Le habían nombrado rey de su pueblo. ¿De cuántos caballos, arqueros y lanceros disponía un rey de los ostrogodos?

Teodorico conocía aún a muchos hombres de palacio, aunque no pocos habían muerto en aquellos tiempos agitados. Los hombres de Zenón habían reemplazado a los confidentes de León. Los eunucos estaban aún más gruesos, su vida muy raramente corría peligro.

Se despertaron viejos recuerdos. Se esperaba a un rey aliado que conocía el ceremonial y las costumbres. Era como un fiel amigo. No, ni siquiera los servidores más entrados en años recordaban la visita de un rey bárbaro que en su comportamiento fuese ya casi un romano. Su recorrido por los aposentos de personas que desempeñaban cargos importantes era sólo parte de los preparativos. Se dedicaban largas conversaciones al ceremonial. Se determinaban los textos de las fórmulas de salutación. Era preciso evitar mil pequeñas ocasiones de roces o agravios. ¿Cuántas palabras solía decir su Majestad? ¿Qué miembros de la familia imperial estarían presentes? ¿Cómo se dirigiría a él el emperador? ¿Quién sería el intérprete, en caso de que Teodorico, que ya era casi bizantino, lo necesitara?

Teodorico no estaba casado, lo cual era especialmente ventajoso para Bizancio. Seguramente su Majestad le recomendaría una mujer, la hija de un rey aliado o bien —si convenía que le unieran lazos de parentesco con la corte—, tal vez una sobrina lejana de la emperatriz. También se ofrecieron doncellas de Isauria, emparentadas con Zenón. Alguien conocía ya la existencia de Nébula, la doncella de Iliria. Tres días más tarde, su divina Majestad leyó con una sonrisa los detalles confidenciales. La muchacha no era de sangre real, pero su padre ostentaba el cargo de gobernador de una ciudad romana. Habría que manejar con cuidado a Teodorico. Si se excitaba, era capaz de olvidar rápidamente las costumbres griegas. Entonces sería como los demás bárbaros. «Ten cuidado, Verina», dijo Zenón a su suegra, por la que no sentía mucho afecto. Sin embargo, hubiera sido muy difícil dirigir los asuntos del imperio sin aquella mujer llena de astucia. Ariadna, la emperatriz, era hermosa y fiel. Pero ni siquiera con la edad llegaría a ser tan inteligente como su madre Verina.

«El emperador te recibirá.» Cuan a menudo había asistido como rehén a tales ceremonias. Todas ellas tenían el único fin de deslumbrar a los príncipes de los países bárbaros. Se exhibía ante ellos todo el esplendor de la gigantesca corte: los mosaicos de la sala de recepción, con sus grandes imágenes de Cristo, el trono dorado con sus leones también dorados, que gracias a un misterioso mecanismo inclinaban la cabeza y rugían, las vestiduras de gala con sus colas largas y resplandecientes, las piedras preciosas, las diademas, los collares y las coronas. Todo brillaba bajo el resplandor de millares de velas. Desde nichos ocultos se entonaban salmos en honor del basileo. Su sagrada Majestad se hallaba rodeado del perfume de la mirra, y su rostro pintado resplandecía en una nube de fragante perfume. Su barba semejaba la barba rizada del rey de reyes persa: derramaban sobre él polvo de oro para que brillase bajo las luces. Una corona ceñía la frente de Zenón, y la pesada capa entretejida de oro ocultaba su cuerpo a los ojos del mundo. El basileo se había transformado en una estatua. Durante su prolongada estancia en la corte, Teodorico había podido observar todos los matices del ceremonial.

Estaban presentes dos emperatrices. Verina ocupaba altivamente su trono, que era unos milímetros más bajo que el de su hija. Verina conservaba su belleza incluso bajo la máscara coloreada del rostro y el peso de las joyas. Todavía seguía siendo la verdadera basilisa. La hermosura de su hija, la obediente Ariadna, estaba un poco velada por la tristeza. Cuando huyeron de Basilisco dio a luz un niño muerto. Desde entonces cubrían su rostro la palidez y la amargura.

¿Sonreían a Teodorico, el antiguo conocido, los dioses mortales del imperio? Numerosos sacerdotes, altos dignatarios, generales, todos habían aparecido con los distintivos de su cargo. ¿Sonrieron verdaderamente todos cuando hizo su entrada el rey bárbaro vistiendo una túnica romana? Cubría su pecho una coraza real de plata, que según la saga germánica cincelase para Amal un herrero divino; sólo podía llevarla el príncipe primogénito. También su espada era una espada divina, de color negro, que llevaba un escudero detrás de su señor. Aunque estaba prohibido llevar armas en presencia del basileo, el ceremonial de la corte hacía una excepción con los reyes. Sin embargo, Teodorico no tenía ningún rango en la corte. Todavía era un muchacho cuando el favor de su Majestad le abriera la puerta de la jaula de oro. ¿Podía llegar a ser un patricio? ¡Incluso la idea era una osadía! En Italia sólo había conseguido el título el infortunado Orestes, y ahora la cancillería de la corte, tras prolongada reflexión, había nombrado a Odoacro «patricio de la ciudad de Roma», lo cual entrañaba en sí muchas contradicciones. Pero Odoacro jamás llegaría a ser patricio del imperio. Éste era el único título que hasta ahora Bizancio se negaba a conceder.

¿De cuántos hombres armados disponía el rubio rey de los godos? Esto se preguntaban unos a otros los jefes de la guardia, los estrategas y los eunucos. Todo dependía de aquello. Y tal vez de la habilidad del propio joven bárbaro, de su arte en tejer los hilos y tensar el arco. ¿Qué prefería, tesoros o títulos? ¿Estaba dispuesto a poner al servicio de Bizancio por un precio razonable a todos sus guerreros? ¿Con cuántos guerreros contaba Teodorico? Movimientos familiares: entrada, reverencia, genuflexión, beso en el pie. Durante una semana entera había repasado tenazmente todos los detalles con el primer maestro de ceremonias. De muchacho había observado qué rango correspondía a los príncipes orientales, qué títulos ostentaban los príncipes indios y el rey de los persas. ¿Por qué sólo tenían derecho a títulos los descendientes de Alejandro Magno? Amal, en su patria nórdica cubierta de bosques y glaciares, había sido nada menos que un dios.

Movimientos familiares. Sin embargo, ahora era rey. El rostro de Zenón —como pudieron comprobar todos los presentes— se ruborizó incluso donde las pinturas no cubrían su palidez. Sus ojos centellearon. Una sonrisa sincera prestó humanidad a las facciones impasibles del despiadado advenedizo. La sonrisa de Verina fue más expresiva: se volvió hacia él e inclinó imperceptiblemente la cabeza, como en un saludo personal… Esto era más, mil veces más de lo que un ser mortal podía esperar de una basilisa. Sólo Ariadna permaneció sin sonreír, como mandaban los cánones.

En voz baja pronunciaron los labios del emperador el saludo de bienvenida. Palabras dictadas por el ceremonial. Y no obstante, todos cuantos conocían a Zenón advirtieron un tono más cálido, un matiz de sentimiento.

—Tú, que has compartido en nuestra mesa el cordero pascual, has regresado a tu segunda patria. Que la alegría acompañe todos tus pasos. Para el bien del imperio y de ti mismo.

La respuesta solía llegar a su divina Majestad de labios de un intérprete, pero esta vez, Teodorico se irguió después del beso ritual en el pie, y sus palabras resonaron en el sublime silencio, que cual susurro imperceptible pendía sobre todas las cabezas entre nubes de incienso. Las palabras griegas de Teodorico tuvieron una entonación segura; su pronunciación adolecía de dureza, los rubios extranjeros nunca llegaban a dominar algún que otro sonido del poco familiar alfabeto. Pero habló con fluidez, sin leer de una tablilla encerada o un pergamino. Había estudiado sus palabras, y sin embargo los que le escucharon tuvieron la impresión de que las estaba improvisando.

—Tú has sido para mí un padre, reemplazando a mi padre ahora difunto —dijo, y la sonrisa de Zenón se hizo todavía más humana. Entonces mencionó el joven huésped la muralla de acero de los godos, contra la cual se estrellaría el ataque de cualquier enemigo, cualquiera que fuese el punto cardinal de donde procediera—. La fe en Cristo nos une a ambos —añadió, y tras estas últimas palabras rozó una vez más con los labios el pie y el manto del emperador.

—Te hemos estado esperando, rey Teodorico —pronunció la voz de Zenón. Y esto tampoco estaba previsto en el ceremonial.

Al día siguiente, la juventud ávida de placeres de los Azules se mandó cortar a toda prisa túnicas godas, y los barberos de la corte les tiñeron los cabellos de un tono rojizo.

Lluvia de oro. El antiguo rehén gozaba de la mayor consideración en palacio. Ante él se extendía un maravilloso futuro: ¡senador, general de los ejércitos! Durante las recepciones de Pascua, los dignatarios se inclinarán ante el nuevo patricio.

El otro Teodorico, el hijo de Triario, vivía lleno de rencor en Macedonia. Un solo golpe de pluma, un solo decreto imperial le había arrebatado el subsidio anual y el título de «aliado del imperio»: «¡Vete a donde quieras! Mientras permanezcas en el imperio serás nuestro enemigo… junto con tu pueblo».

Hasta ahora, el emperador había mantenido con su subvención anual a los godos emigrados a Macedonia. La tierra era espantosamente yerma, y el Bizco empeoraba aún más las cosas acaparando víveres y fortificando los pasos de las montañas. Al amanecer ya se ejercitaban los guerreros para la lucha.

La noticia llegó hasta Constantinopla. Zenón nunca perdonó al hijo de Triario el hecho de que hubiera sido el más fuerte apoyo de Basilisco. Durante el año en que el usurpador habitó el palacio imperial, el Bizco se comportó como el verdadero amo del imperio. Entretanto, Zenón había visto crecer a Teodorico, el hijo de Amal. El príncipe godo dominaba la lengua de Bizancio. Zenón le contemplaba casi como un padre contempla a su hijo, y advierte cómo crece en altura, fuerza e inteligencia. ¿Amaba, pues, a alguien el Todopoderoso? ¿Podía el basileo sentir inclinación por alguien?

El gran ceremonial para el que Zenón se estaba preparando no era totalmente nuevo en el imperio. Se llamaba adopción a la sombra de las armas. El emperador Valentiniano III, en circunstancias similares, ya había proclamado hijo suyo a Aecio, a quien calificaban del último romano. Se trataba del deseo del emperador. En el consejo se adoptó la decisión de que Artemidoro, el filósofo, hablase con el rey godo, a fin de valorar su inteligencia y estimar si era digno de convertirse en hijo del emperador.

Artemidoro presidía una academia en la que se impartía educación a los jóvenes destinados a servir en el palacio imperial. El filósofo conocía los escritos de los antiguos, y conocía asimismo la inconstancia de la juventud. Pasó tres días en compañía de Teodorico, tras los cuales informó al palacio imperial: «El descendiente de Amal es el bárbaro más inteligente que he conocido.»

Debía celebrarse un magno desfile en el campo de maniobras de las tropas. Tomarían parte en él las guarniciones de los alrededores de la capital. Se construyeron tribunas para los espectadores distinguidos. En palacio fueron investigadas las crónicas de los últimos cincuenta años, para saber con exactitud en qué forma se llevaron a cabo las celebraciones cuando el valeroso Aecio fue nombrado hijo del emperador.

Aecio no era enteramente un bárbaro, por lo menos, no en su educación. Su padre mandaba un regimiento de caballería del imperio en las provincias africanas; ostentaba el título de conde. Aecio pasaba por ser el último de los grandes generales romanos que aún pudieron salvar el imperio de occidente. Su nombramiento como hijo del emperador fue por tanto una recompensa merecida. Sin embargo, las viejas crónicas de la corte callaban sobre los últimos meses de Aecio. ¿Qué había ocurrido…? ¿Cuál fue su fin… dónde murió, un año después de la muerte de Atila? Sólo una nota secreta mencionaba que había sido apuñalado por el propio emperador Valentiniano cuando Aecio le visitó para pedir como esposa a la hija del emperador para su hijo, a quien deseaba asegurar el trono por este medio.

Teodorico debía ignorar todo esto. Por suerte, no conocía las crónicas secretas. El desfile sería tanto más deslumbrante y magnífico cuanto más énfasis se diera al aspecto guerrero. Zenón cabalgó al frente de su guardia de honor; el antiguo capitán de la guardia recordó cuando había mandado ante León a los guerreros acorazados.

Todo fue un alarde de pompa militar: la marcha de las tropas, el movimiento rítmico de los escudos, el estruendo de la caballería, el paso resonante de las legiones. El desfile se desarrolló como estaba previsto. Entonces Zenón subió a la tribuna. Sólo Teodorico estaba a su lado.

Tal como lo exigía el ceremonial, el emperador ciñó al talle de Teodorico un cinto adornado con hojas de laurel, y colgó de él sus armas. Entonces le abrazó y gritó tres veces con voz estentórea:

—¡Éste es mi hijo!

Teodorico se arrodilló, besó la mano del emperador y dijo:

—¡Éste es mi padre!

Padre e hijo debían colocar la diestra sobre las Sagradas Escrituras. Juraron no abandonarse nunca y ayudarse siempre el uno al otro. Las palabras del juramento resonaron en el aire, y de las jaulas remontaron el vuelo cientos de palomas. Volaron hacia el norte. Esto era un buen presagio, pues en esta dirección debían partir los ejércitos.

De nuevo desfiló ante la tribuna la caballería y la infantería: saludaron del mismo modo al padre y al hijo, éste luciendo sus armas. Teodorico vestía como un guerrero romano, con yelmo y escudo. Un joven y apuesto guerrero. Un duro y rubio germano. Su rostro era el de un extranjero.

El consejo de guerra elaboró el plan con todos sus pormenores. Teodorico debía reunirse con su pueblo dentro de pocos días. Le quedaban algunas semanas para preparar a sus mejores godos para la lucha. En las laderas de los Balcanes apretarían lentamente el cerco, a fin de ir estrechando cada vez más el reino montañoso del Bizco. Los estrategas pensaban en términos de unidades de ejército de diez mil hombres. Fueron concretadas las órdenes: las tropas asiáticas debían enviar al campo de batalla a un tercio o la mitad de sus efectivos. Se determinaron los puntos de reunión y las fechas en que los godos debían entrar en contacto con los treinta mil hombres del ejército bizantino. Había que empujar hacia una trampa al Bizco y a sus hordas. Entonces tendría lugar el ataque decisivo. En un plazo de tres meses desaparecería aquel estigma del imperio: dentro de sus límites no cabía la existencia de un estado godo hostil.

Teodorico se dirigió hacia el norte, hacia su propio pueblo. De nuevo le invadía la congoja ante la inseguridad de la aventura. ¿Qué encontraría entre los suyos? ¿Se habría puesto otra vez en movimiento su tribu que vivía sobre ruedas? Era seguro que el ganado ya había agotado la hierba; la tierra estaba sin cultivar, pues los campesinos habían huido al conocer la noticia de la llegada de los godos.

Encontró a su pueblo malhumorado y descontento. Ya no vivía Teodomiro para suavizar los ánimos con palabras lentas y cansadas. En el consejo de los ancianos se advertía la amargura. ¿Godos contra godos? No podía negarse que el hijo de Triario había asestado un rudo golpe contra la prosperidad de sus hermanos de raza. Pero hablaban la misma lengua, y cada guerrero era consciente de su ascendencia común.

Desde la conquista de Singidúnum, los godos vivían en una paz peligrosa. Insignificantes campañas, saqueos de míseras aldeas y emigraciones constituían la historia de los últimos años. A su alrededor nacían países, se formaban reinos. Los godos continuaban viviendo pobremente en sus yermos campamentos. La disciplina exigida por el emperador era como una mano de hierro. No podían luchar contra nadie. Vivían en la escasez de los pastos insuficientes, y sólo recibían la visita de los mercaderes cuando se divulgaba la noticia de que había llegado de Bizancio la tan deseada subvención anual.

Los viejos estaban agobiados. ¿Hermano contra hermano? ¿Un godo debería ser esclavo de otro godo, un godo de la misma sangre, si era hecho prisionero? Pero Teodorico no consentía ninguna protesta. Se trataba de la causa del imperio. Los godos tenían que darse cuenta de que los dirigía el hijo del emperador.

Parecía que la plaga de la langosta hubiese pasado por las tierras que recorrían los ejércitos. Sólo Teodorico mantenía el orden. Obedecía las «prescripciones romanas», según las cuales los generales debían dejar intactos los poblados. Los campesinos estaban indefensos, no tenían armas en la mano, y no había murallas ni torreones tras los que pudieran defenderse. Era preciso que no abandonaran sus campos, porque si huían, no habría pan para nadie.

Dentro de una semana debía tener lugar el encuentro con los romanos al borde de las grandes altiplanicies. Entonces, inexorablemente, tendrían que luchar contra el pueblo del Bizco. Sin embargo, también ellos eran godos, y seguramente no se dejarían vencer con facilidad. Tal vez harían uso del buen sentido y entregarían a su caudillo al descendiente de Amal.

Hacia ya diez días que esperaban en las gargantas de las montañas. Columnas móviles galopaban en todas direcciones. Un puñado de plata al primero que entrase en contacto con el aliado ejército romano. Fueron enviados mensajeros a todos los gobernadores vecinos con instrucciones de Teodorico, el hijo de Zenón, respecto al lugar adonde debían enviar víveres, piensos y demás provisiones.

Un inquietante silencio reinaba al pie de las montañas; sólo se oía el silbido del viento. Ni con el alba ni con el crepúsculo llegó un jinete con la buena nueva. Ningún carro romano se aproximaba. Los campamentos del Bizco se abrían como un abanico, describiendo un semicírculo en torno a las montañas, que pronto dejarían encerradas a las tropas bizantinas. Hoy aún podían moverse libremente dentro del círculo. Empleaban el mismo lenguaje que los guerreros mandados por el hijo del emperador. Sus rostros eran parecidos, llevaban las mismas barbas y empuñaban las mismas armas. ¿Quién podía advertir si se sentaba un guerrero más junto a la hoguera? Cuando se le preguntaba: «¿De dónde vienes?», la mano señalaba la lejanía. Los más jóvenes ya no recordaban el nombre de los campamentos, los montes y las bahías del gran lago.

Así pasó el tercero… el cuarto… el décimo día: el descontento aumentó, y en las laderas de las montañas aparecían grupos de guerreros enemigos. No llegaba ninguna noticia de dónde se encontraban las legiones del ejército aliado, las tropas asiáticas, la avezada caballería que había derrotado a los jinetes acorazados del rey de Persia. ¿Dónde estarán… por qué se demoran? Los ancianos meneaban la cabeza. Ninguno de ellos osaba decir al rey: «Estás persiguiendo un sueño. Corres a la zaga de unas sombras».

Habían transcurrido diez días desde la fecha de la concertada reunión, y todavía no se encontraba ni el rastro de las tropas romanas. Llegó una delegación de la patria: del campamento donde habían quedado las mujeres. Vino un grupo de ancianos, antiguos compañeros de armas de Teodomiro y Walamiro:

—En casa somos de la opinión, Teodorico, de que los godos no debemos derramar sangre goda.

Teodorico calló, y siguió esperando. Inexorablemente, el viento azotaba la tienda del hijo de Zenón.