La última vez que Odoacro estuviera en Roma, hacía ya cuatro años, había llevado noticias del campamento de Liguria. Muchos habían muerto desde entonces. Sin embargo, vivían aún tres emperadores, cuya cabeza ciñera la corona. Dos de ellos, en Dalmacia: Glicerio y Nepote. Y el muchacho huérfano, Rómulo Augústulo, que ya no era emperador, sino un niño y un prisionero.
Roma producía una impresión aún más triste que aquella mañana lejana en que había entrado en la urbe al frente de sus jinetes. El capitán mercenario apenas si prestaba atención a que los edificios presentasen un aspecto ruinoso, las calles no fuesen barridas, los Foros estuvieran abandonados, los tejados de las basílicas se hundiesen, y las piedras que se hallaban dispersas por el Palatino fuesen acarreadas a otros lugares y empleadas en el remozamiento de otros edificios. Ahora Odoacro hacía su entrada como rey al frente de su ejército. Era difícil dar a su nombre una forma latina. Odoacro sonaba tan bárbaro a los oídos romanos como en un tiempo Ricimero.
El Senado se congregó para una asamblea. Por recomendación de Anicio se adoptó la decisión de que el Senado solicitase del emperador Zenón la concesión a Odoacro de la dignidad de patricio y su nombramiento como rey, sin aspirar al título de emperador.
Rómulo Augústulo, el muchacho, pronunció las palabras que le habían sido dictadas. Los doscientos senadores se hallaban presentes. Concluía el mes de agosto, y en esta época del año el sol enviaba sus cálidos rayos sobre Roma. Sin embargo, en tiempos como aquéllos era más prudente permanecer en la ciudad, pues el campo pululaba de guerreros saqueadores. La urbe era más segura: Odoacro venía como protector, y no como conquistador.
El muchacho vestía una toga de púrpura y lucía una guirnalda sobre la cabeza. Leyó con una entonación de colegial que sin embargo no carecía de cierta patética arrogancia. En los siete meses de su reinado había aprendido algo del arte de los emperadores.
La declaración había sido redactada por Anicio. Rómulo Augústulo dijo:
—En lo sucesivo, Roma no necesitará un emperador. Es suficiente un Imperator que gobierne el oriente y el occidente. Italia desea un hombre que proteja las provincias hereditarias del reino y gobierne en paz y con sabiduría. Por consiguiente, Rómulo Augústulo, Imperator de Roma, ha decidido, de acuerdo con sus consejeros, renunciar a la dignidad imperial y delegar en el emperador Zenón de Constantinopla la corona y las insignias de su cargo, que le serán enviadas por medio de una delegación. Odoacro, en su calidad de patricio, será designado rey —si tal es la voluntad del Senado.
Los senadores ocupaban sus puestos. Ninguno de ellos se atrevió a observar el rostro de sus compañeros. Los barbudos miembros del Senado se volvieron hacia la mesa sobre la cual se amontonaban los pergaminos: decisiones senatoriales, listas con los nombres de los aspirantes. ¿Cuántos años habían transcurrido desde la fundación de Roma? Un tal Basilisco, propuesto para el cargo de cónsul, dijo en voz baja: «¡Doscientos veintinueve años!» Era penoso volver la vista hacia fecha tan lejana.
El rubio César Augusto, sentado en su trono de oro, leyó el último decreto. Todos los senadores sintieron que en aquel momento tenía lugar el fin de algo importante. En los oídos de los patres, la voz del muchacho sonó como un canto fúnebre.
Rómulo Augústulo no tuvo que desprenderse de ninguna alhaja: todo estaba a la vista sobre la mesa. Le dejaron en posesión de los escarpines de púrpura: sentían la necesidad de distinguirle de los demás mortales. Le habían ocultado hasta ahora la muerte de Orestes. Era mejor que no tuviera noticia de ella hasta que se hubiese cerrado tras él la puerta de la villa de Lúculo en el cabo Miseno.