XVIII

No puedo daros tierra romana —dijo Orestes a los enviados de las legiones—. En la Galia, en las más bellas provincias occidentales, los amos son actualmente los burgundios, los visigodos y los francos. Se han apropiado de todo, pues el imperio no les ha dado nada. Si vosotros habéis reunido fuerzas para la primavera, organizaremos un ejército y cruzaréis los pasos para liberar a las Galias. Nada de cuanto se han repartido los bárbaros les pertenece por derecho. En cambio, si su divina Majestad estampa su sello en vuestra solicitud de tierras, su decisión será válida para toda la eternidad. ¿Cómo podemos arrebatar su tierra a los campesinos? ¿Quién ha de determinar lo que es mío y lo que es tuyo? Se iniciaría una guerra de todos contra todos. La sangre inundaría las provincias que hoy gozan de la paz. Cada hombre caería sobre otro como un lobo. Los legionarios lucharían entre sí, y los campesinos en sus pueblos concebirían hacia ellos un odio salvaje. No puedo daros tierra romana. Pero en el mundo hay tierra suficiente. Si conquistáis las provincias enemigas, todo cuanto queráis será vuestro. ¡Pero no en Liguria!

Orestes lo decía como romano, y creía en sus palabras. Su hijo ocupaba su sillón de oro con el águila de bronce en el respaldo. Orestes era un guerrero avezado. Durante las últimas semanas había conseguido importantes éxitos diplomáticos. En la Galia llegó a un acuerdo con Eurico, rey de los visigodos, según el cual éste nombraría gobernador a un romano. Y aún mayor fue su éxito con los vándalos. Parecía inminente la concertación de una paz; entonces las galeras romanas volverían a navegar seguras por el Mediterráneo. El patricio había conjurado así dos peligros de decisiva importancia. ¿Y ahora tenía que surgir inopinadamente una rebelión entre las propias filas? El único ejército de Roma en el cual el emperador podía confiar, venía con exigencias irrealizables; la inquietud y el malestar se habían convertido en rebelión.

Orestes dijo «No», y los enviados de las legiones se marcharon. No tenían ningún otro cometido, y no retiraron sus exigencias.

Ravena se componía de una cadena de castillos, y sólo su guarnición era considerable. En ella Odoacro no tenía la menor influencia. Si Augústulo hubiese tenido unos años más, y sido un adolescente más enérgico y ambicioso, tal vez se habría colocado al frente de la campaña disciplinaria. Pero no era más que un niño indiferente y aburrido. ¿Qué comprendía de todo aquello? ¿Qué pensaba cuando vio alejarse a los enviados? Al cabo de poco rato estarían en la silla, y en tres días llegarían a Mediolánum. Pasaría una semana ocupada en consultas y preparativos. Hasta dentro de dos semanas no se pondrían en marcha las legiones. Era preciso adelantarse a ellas, sujetar bien las riendas. Pronto lo sabrían: ¡el Augusto castiga incluso la idea de una rebelión! ¡Ay de ti, Odoacro!

Habría que matar a Odoacro. Las noticias eran unánimes. Todos los informes secretos coincidían en que este capitán bárbaro estaba al mando de los descontentos; prometía tierra a los guerreros, y cada día aumentaba el número de soldados que le juraban fidelidad. La mayoría de soldados itálicos se hallaba en Ravena; de sus filas procedía gran parte de la guardia personal. En Liguria, las legiones se componían primordialmente de las tribus de las tropas auxiliares bárbaras.

Orestes calculó: en diez días podía Odoacro reunir sus efectivos. El patricio conocía los comunicados del campamento, las listas de los contables, el material y los efectivos. Esta horda del norte reclutada por Odoacro era como mosto en fermentación. En medio año podía convertirlos en soldados, pero ahora significaban para él más bien un estorbo que una tropa dispuesta para la lucha: lo asolaban todo, saqueaban y exigían una paga. Era preciso actuar sin tardanza.

En Ravena, una sola noche podía resultar muy larga. El consejo de guerra duró una noche y un día. Una ventaja para Ravena era que las unidades de las tropas se hallaban bajo un solo mando, y que había provisiones suficientes para el caso de un asedio. En las legiones predominaban los itálicos. Era preciso animarlos. Se trataba en su mayoría de itálicos del norte, cuyas granjas estaban amenazadas por las hordas bárbaras. Así pues, el Augusto prometió proteger sus tierras si se oponían a los agitadores.

De la noche a la mañana Odoacro fue declarado rebelde, y el muchacho estampó sin interrupción su firma sobre los rollos de pergamino. Llamamientos, prescripciones, proclamaciones. Aquella noche no se conoció el descanso en la cancillería de Orestes. A mediodía se celebró un consejo de guerra con los capitanes. Orestes se inclinó sobre las listas. Contó los soldados que tenía a su disposición: no llegaban al tercio de las tribus bárbaras. Pero al menos esta tercera parte estaba compuesta de itálicos.

Durante el desfile de las tropas, la tierra retumbó como en un tiempo bajo el paso de las legiones, los soldados marcaban el paso que les dictaba el sonido de los cuernos. Rómulo Augústulo montaba su caballo, protegido por coraza y yelmo. Su cetro de oro resplandecía a la luz del sol. Era un muchacho apuesto, los veteranos le miraban con aprobación, y posaban después sus miradas en el rostro atezado del patricio: Orestes capitaneaba con la cabeza descubierta el desfile de las unidades.

Este desfile militar se grabó en la memoria de todos como uno de los mejores momentos finales. Todo lo que siguió a continuación fue una terrible pesadilla: la guerra civil.

En el campamento de los rebeldes también se conocían los escasos efectivos del ejército imperial, su composición y sus caudillos. Odoacro se había criado en los cuarteles, y pensaba del mismo modo que los latinos cuando se inclinaba sobre sus planos y esquemas de situación. Dos soldados medían ahora sus fuerzas. Uno de ellos enarbolaba el águila romana, el otro carecía aún de título, pues, como lancero, Odoacro no podía mandar las tropas auxiliares.

Las tropas imperiales no se encontraban lejos del Ticino cuando Orestes recibió una noticia cuyo sentido no podía comprender. «Los guerreros han levantado a Odoacro sobre el escudo y le han conferido el título de rey.» ¿Qué clase de rey? ¿Rey de quién? ¿Rey de qué pueblo? ¿No tendría la intención de usurpar el título de los reyes romanos? ¿Se atrevería a considerarse caudillo de toda Italia? El mensajero repitió obstinadamente: «Las tropas bárbaras han elegido rey a Odoacro.» Odoacro… un rey sin reino. El nuevo rey no poseía ninguna tierra… sólo un ejército.

Orestes contra Odoacro. Así rezaban las noticias. Ambos procedían con gran cautela. El rey bárbaro estaba contento de sí mismo: había conseguido obligar a Orestes a salir de Ravena, la fortaleza cuyo asedio se hubiese prolongado durante años. La ciudad habría recibido siempre ayuda desde el mar, pues Odoacro no disponía de ninguna flota. Sin embargo, en una guerra de movimientos podría desarrollar el ataque audaz, su superioridad estratégica. Los guerreros de Odoacro sabían que esta vez no luchaban por el poder de un César. Ante el nuevo general no levantaba el polvo ningún desfile de tropas destinadas a una muerte gloriosa. Si vencía Orestes, todos serían rebeldes, lobos acosados, a los que los campesinos ligures darían muerte a palos. Odoacro había prometido a sus guerreros el mejor y más rico tercio de su tierra.

Los exploradores iban y venían. Mientras el ejército estuviera acuartelado, no se sabría qué unidades se pondrían en marcha y cuáles quedarían en reserva, cuántas entrarían en liza y cuántas serían consideradas superfluas. Al despuntar el alba recibió Orestes la noticia de que al amparo de la noche habían salido varias unidades reducidas. No sólo bárbaros, sino también itálicos. Un mal presagio. Por orden de Odoacro, las filas empezaron a dispersarse: «Quien venga a atacarnos —decía la orden—, tendrá que cubrir una gran extensión de terreno». No tardó en divulgarse el rumor de que el ejército de Odoacro era seguido de cerca por topógrafos que medían campos, haciendas y granjas.

La llanura en la cual chocaron por vez primera las avanzadas se llamaba Laus Pompeya. Todavía no se trataba de una batalla, sino de un tanteo, con éxito diverso y escasas pérdidas. Parecía que ambos bandos empezaban la lucha sin gran convicción. Tal vez cambiasen aún de opinión y se llegara a un acuerdo con la mediación de un delegado, y Orestes y el hijo de Edecón terminasen por darse la mano.

El patricio se sentía demasiado débil para librar una batalla decisiva en la llanura. Pensó en Atila… ¿habría sentido él algo similar antes de los Campos Cataláunicos? Orestes se retiró ordenadamente con sus tropas a la otra orilla del río. A sus espaldas estaba Ticino, la poderosa y fortificada ciudad. En ella se proponía hacerse fuerte, pero sin encerrarse dentro de sus murallas. Levantó su campamento al pie de una cadena de colinas, desde donde su ejército podía dominar el valle. Si la batalla se libraba aquí, Orestes tendría todas las ventajas de su parte.

Al atardecer se acercaron al campamento de Orestes los capitanes de Odoacro. Les dejaron llegar hasta la posición más avanzada; allí tendrían lugar las negociaciones. Les desafiaron a luchar. Como procedían del campamento de los rebeldes, eran amigos de Odoacro. Hubiera sido un esfuerzo inútil tratar de convencerles para que se pasaran a las filas imperiales y ayudasen al derecho legítimo a conseguir la victoria.

Orestes, seguido de su estado mayor, cabalgaba por el accidentado terreno. Su mirada escrutaba los rostros de los legionarios, el efectivo de los fortines, el número de hogueras. En su interior se encontraban los pensamientos de victoria y derrota. ¿Qué edad tenía? ¡Cuántas experiencias había dejado atrás! Habían transcurrido veintitrés años desde que Atila, en su noche de bodas, fuese víctima del espesor de su sangre. El caballo trotaba con esfuerzo bajo su pesado cuerpo: el campamento fortificado se extendía a lo largo de varios kilómetros. Cuando llegó a su cuartel general, caía ya la noche.

Sombras nocturnas. Alrededor de la medianoche echaron gruesos troncos al fuego. Jinetes ligeros reconocían la tierra de nadie. Odoacro no inició la batalla en la oscuridad: así se había acordado en las negociaciones. La planeó para el día siguiente a mediodía, pues no quería atacar durante las primeras horas. Antes, los soldados debían comer hasta hartarse y beber vino. Después recorrerían las tres millas en menos de dos horas, y entonces les concedería un descanso y una comida ligera. Odoacro no quería empezar la batalla hasta que el sol no diera a sus hombres en los ojos, sino que cegara a los arqueros de Orestes en sus posiciones al pie de las colinas.

Esto calculó Odoacro. No podía adivinar que las hogueras del campamento ardían en posiciones abandonadas. El enemigo había dejado atrás casi todo el equipo: máquinas de asedio, tiendas y todo el bagaje. Los soldados se llevaron a los animales bajo una ligera llovizna, que ahogó los pasos de hombres y caballos. ¿Tenía miedo Orestes, o sólo esquivaba la batalla como un general prudente? ¿Era la infantería reducida a la mitad, que al alba se refugió tras las murallas de Ticino, un ejército ya derrotado?

Ticino era una ciudad ortodoxa, fiel al emperador. Epífanes, el obispo de la ciudad, esperaba a Orestes en la puerta, al frente de los sacerdotes. El magistrado de la ciudad anunció: «Todo el mundo está dispuesto a apoyar a los romanos contra los rebeldes». La ciudad se hallaba apenas a tres millas de distancia del lugar donde el Ticino desemboca en el Padus. En el río navegaban barcos, y a través de la ciudad, la calzada romana conducía a Mediolánum, Ravena y Roma.

Hacia mediodía llegaron a la ciudad los jinetes ligeros, llenos de sangre y muy malparados. Los lanceros escitas de Odoacro les habían seguido hasta la puerta este. A últimas horas de la mañana habían llegado a la línea de las hogueras: los gruesos troncos continuaban ardiendo con luz fantasmagórica alrededor del abandonado campamento de Orestes. Odoacro recogió el botín, las máquinas lanzadoras, los carros pesados, las tiendas y los mil objetos dejados allí por el ejército en retirada bajo el amparo de la noche. Odoacro ya tenía la respuesta a su desafío. El patricio se había refugiado tras las murallas de Ticino.

Desde el sur, donde el Ticino desemboca en el Padus, era imposible atacar la ciudad. El terreno pantanoso la protegía mejor que cualquier ejército. Pero desde el norte, el camino estaba expedito. Aquí sólo defendía la ciudad un sistema de fortines. Detrás se levantaban las murallas y las atalayas, provistas de catapultas y gigantescas flechas. Pero el hambre ha rendido siempre a cualquier ciudad.

Desde Ravena le llegó el informe de que la guarnición de la ciudad apenas sobrepasaba los cinco mil hombres. Si ahora cercaba a Ticino, evitaba una salida de Orestes y, protegido por la oscuridad nocturna, enviaba a Ravena el grueso de su ejército, en el curso de pocos días podría hacer prisioneros a Paulo, al emperador y a todo el gobierno del imperio. Pero su ejército no tenía la preparación adecuada. Entre sus filas se contaban demasiados bárbaros, que constituían una horda muy difícil de dominar.

¡Lo primero era poner sitio a Ticino! Su conquista significaría apresar al patricio y franquear la puerta que conducía a Ravena.

Aquella misma tarde empezó el asedio. Las máquinas lanzadoras abandonadas por Orestes —onagros y ballestas— arrojaban ahora rocas, potentes flechas, maderos ardientes y vasijas llenas de brea contra las murallas y los fortines. Replicaron las catapultas de Orestes, y la lucha en la que ambos bandos medían sus fuerzas se prolongó durante media noche. Orestes estaba satisfecho de sí mismo. En un combate abierto no hubiese tenido grandes probabilidades de éxito. Tras las murallas de Ticino escuchaba los latidos de una ciudad que le era fiel. Conocía el sistema guerrero de los bárbaros, sus escasos efectivos, su desagrado por la guerra de sitio, su desánimo cuando no obtenían victorias rápidas, y las epidemias que se declaraban después de cada temporada lluviosa.

Cuarenta días y cuarenta noches duró el memorable sitio de Ticino. El obispo Epífanes instó a la población a rezar y a resistir: día y noche pidieron al cielo la victoria de las armas legítimas. Al principio, los habitantes recibieron a los guerreros con amabilidad, ofrecieron incluso su amistad a los mercenarios de habla extranjera, y les invitaron a sus casas. Cuarenta días y cuarenta noches. Entonces se puso de manifiesto que el ejército de Orestes no estaba preparado para un largo asedio. Odoacro mantenía vigiladas todas las rutas de huida, y su ejército no sufrió hambre ni epidemias, ni se sublevó contra su rey. Los sitiadores se iban acercando paso a paso a los fortines. Cada día caía una parte de los sistemas defensivos de vanguardia. Como en toda ciudad sitiada, los defensores recibían raciones cada vez más escasas. El aceite, el vino y el pan se estaban agotando.

En el campamento de Orestes había un capitán llamado Enodio. Tomaba notas del memorable sitio, y describía los descarados saqueos de los guerreros de Orestes en Ticino, la ciudad que tan amablemente los acogiera. Una tarde —el inexorable asedio de Odoacro duraba ya más de un mes—, los soldados de la ciudad comenzaron a rebelarse. Residían en las casas como ciudadanos, y sabían que en cada bodega y en cada despensa había provisiones de aceite, vino, harina, carne ahumada y pan. Y todas las casas contenían objetos preciosos, bandejas de plata y alhajas de oro.

En una mano, la espada, en la otra, la antorcha. «Por doquier no vi más que signos de dolor —escribe Enodio—, solamente las terribles y agobiantes escenas de la muerte.» Los soldados, en grupos de tres o cuatro, invadieron las casas de sus anfitriones, forzaron las puertas de los dormitorios, sacaron de las bodegas los tesoros ocultos, y torturaron a los aterrados ciudadanos para arrancarles la confesión de dónde tenían enterrados sus bienes. La antorcha cayó de la mano del soldado borracho, las llamas se propagaron, prendieron las columnas de madera y alcanzaron los tejados. Cientos de casas incendiadas iluminaron la ciudad de Ticino. ¿Quién podía apagar el fuego con el agua del Ticino? ¿Quién podía atreverse a salir a la calle, donde los soldados borrachos de vino y de sangre, despedazaban y mataban como fieras a quien se les ponía delante? Ninguna fuerza humana hubiera sido capaz de detenerles.

¿Fueron finalmente los habitantes de Ticino los que mandaron a buscar a Odoacro? ¿Dónde estaba el patricio? ¿Por qué no reunía a la guardia? ¿Por qué no ponía fin al saqueo? ¿Tenía miedo? Las antorchas habían incendiado la ciudad, y ningún soldado quería renunciar al desenfrenado saqueo. Todos abandonaron sus puestos en las murallas, los fortines y los bastiones.

¿Quién mandó llamar a Odoacro? ¿Cómo se enteró de cuanto ocurría en la ciudad? ¿Temía que los rebelados legionarios de Orestes lo destruyeran y asolaran todo? ¿Temía que no quedase ningún botín para sus bárbaros?

En la noche oscura como boca de lobo, apenas iluminada por el resplandor de la ciudad en llamas, hizo sonar los cuernos. No se produjo ninguna resistencia. El estruendo de los pasos de hierro fue apagado por el ruido de la atribulada Ticino: Odoacro pudo franquear las murallas sin encontrar la menor resistencia. Sus guerreros estaban en ayunas y tiritaban al viento fresco de la noche. Todos aceleraron sus pasos: botín… botín… ¡Los guerreros de Orestes no debían arrebatárselo! Nadie pensaba en otra cosa… la codicia era el único acicate de todas sus ideas y acciones. Los embriagados saqueadores de la ciudad se vieron de pronto rodeados de un muro amenazador que avanzaba hacia ellos, estrechando cada vez más el círculo. ¡Guerreros enemigos!

Pánico, incendios, caos. Orestes no se hallaba en la ciudad: estaba comprobando las fortificaciones de los alrededores de Ticino, que llegaban hasta el Padus. A su regreso, la ciudad ardía como una inmensa antorcha. ¿Qué habría ocurrido? Las llamas no estaban localizadas en la puerta norte, donde los guerreros de Odoacro podían atacar. Ardían por doquier… se elevaban, perdían altura y reaparecían en otro lugar con fuerza renovada.

Cuando Orestes llegó a la ciudad después de un galope agotador, Ticino vivía el final del asedio: estaba sitiada por dentro y por fuera, inundada por una marea de suciedad, destruida por los incendiarios. Cada hombre era un enemigo. Todos empuñaban un arma, y de las afueras de la ciudad afluía, irresistible, el ejército de Odoacro. Los jinetes bárbaros galopaban a través de las brechas de la muralla, invadían las calles… era el fin.

Orestes sólo disponía de los pocos jinetes que le acompañaran en su marcha de inspección. Cuanto más se acercaban, tanto más cerrado era el cerco… un muro de acero en el que ya no se percibía ningún ruido determinado. ¿Dónde estaban sus soldados, dónde, el ejército enviado desde Ravena? Se había fundido, dividido en unidades aisladas, pasado al enemigo con el único fin de salvar su botín y su vida.

Un minuto más, y se hizo imposible seguir adelante. De todas partes surgían lanzas. Orestes sabía que Odoacro había puesto un elevado precio a su cabeza. La púrpura del patricio resplandecía en su capa, y las plumas ondeaban en su yelmo. Era demasiado orgulloso para arrancar sus distintivos y huir a pie con la capa de un simple guerrero. Titubeó. En aquel instante debía tomar una decisión. Era un hombre anciano. Humilló la espada.

Dentro de dos días sabrían en Ravena el destino de Ticino. El general sabía que la guarnición de la capital era débil, que Ravena no tenía dinero. Orestes llevaba consigo todo el oro, para poder pagar a los guerreros que le habían sido fieles. Todos los grandes hombres dan una vez un paso en falso. Orestes no debía haber abandonado Ravena, la ciudad protegida por la naturaleza. Si Odoacro hubiera estado en su lugar… no habría conducido su ejército hasta Ticino. ¡Vae victis! El propio Orestes sabía que había dado un paso en falso.

Dejando a sus espaldas la destrozada Ticino, todavía en llamas, Odoacro salió inmediatamente hacia Ravena con las legiones itálicas que se habían pasado a sus filas, y se llevó consigo al prisionero de la toga de púrpura. Paulo no podía conseguir ayuda en cualquier momento. Tras los fortines y fortificaciones de los pantanos de Ravena, diez mil hombres valían más que los treinta mil de los sitiadores. Con su rápida marcha, Odoacro cortaba una arteria de Ravena: Paulo sólo podía recibir refuerzos, alimentos y forraje por dos o tres caminos. Si Odoacro conseguía llegar al cabo de dos días a la demarcación de Ravena, la causa de Orestes estaba definitivamente perdida.

Los guerreros se entendieron entre sí con facilidad. Si los defensores abrían las puertas de Ravena, si se pasaban a las filas de Odoacro, recibirían media paga y media parte del libre saqueo a que sería sometida la ciudad.

La guardia de Odoacro sólo protegería el palacio. En él no podría entrar ningún saqueador común.

—¡Perdona a Orestes! ¡Es el último romano!

Orestes estaba encadenado. Su vida se desarrollaba ante él como una cinta interminable. Surgían imágenes, Iliria, príncipes bárbaros, ciudades, asedios, sangre, travesías por el mar, naves, emperadores. Un basileo sucedía a otro. ¿Era preciso decapitar a un emperador o un patricio derrotado? ¿Por qué no podía perdonarle Odoacro, cuyo padre había sido amigo suyo? ¿Por qué tenía Odoacro que decretar su muerte? ¿Por qué no podían llegar ambos a un acuerdo, puesto que daba a los legionarios un tercio… no, menos… una cuarta parte de los campos de Italia?

Si Rómulo Augústulo estampaba su sello sobre esta ley, quien tomara posesión de la tierra no sería un usurpador.

—Señor, piensa en la muerte.

Así habló el centurión, contemplando, compasivo, la capa sucia, adornada de púrpura, que envolvía el cuerpo del anciano. Le atormentaba la artritis, y apoyaba las piernas sobre un asta de lanza. Para el carcelero no es agradable vigilar a un prisionero, aunque sea en un palacio. Con voz queda añadió el centurión, como si quisiera animarle:

—Ya falta poco.

Se enteró por la guardia de que había sido conducido a Placencia, una pequeña ciudad provinciana con una fuerte guarnición. La casa donde yacía no era una cárcel ni un palacio. La guardia se relevaba en el patio al mediodía y al atardecer. Su única distracción era contemplar al oficial de la guardia enseñando a los bárbaros el paso romano y el manejo de las armas. El prisionero veía cómo lanzaban las cortas lanzas al oír la orden. Después, los mercenarios debían saltar un seto con sus largas lanzas, al mismo tiempo que se cubrían el cuerpo con un enorme escudo. Seguidamente disparaban sus flechas. El prisionero olvidaba que estaba encarcelado, contemplando los ejercicios de los soldados romanos.

—Prepárate para la muerte, señor —dijo el centurión, y esta vez no era un consejo compasivo, sino la comunicación de una sentencia.

¿Qué sería de Ravena? Tal fue el último pensamiento que le preocupó. ¿Puedo escribir al rey? El centurión miró con piedad al patricio, a quien el asedio, la pérdida de la ciudad y el cautiverio habían convertido en un viejo en cuestión de pocas semanas. ¿Qué se podía hacer para ayudar a Orestes a recorrer su último camino? ¿Mezclar opio en su vino, como hacían los discípulos de Esculapio antes de cercenar un miembro destrozado?

La orden dictaba que la ejecución se llevase a cabo en secreto, sin testigos. Si así lo deseaba, Orestes podía escribir, podía hacer testamento, si creía que aún había algo que le perteneciera. En el informe debía hacerse constar si Orestes había muerto como un patricio romano.

En Placencia corría el rumor de que la casa del centurión era la celda de un condenado a muerte. Estaban esperando a que el anciano terminase de escribir; después sería decapitado. El testamento tenía que hacerse correctamente: el derecho de sucesión requería dos testigos. El sacerdote y el centurión estamparon su firma en el largo documento, en el que el patricio Orestes legaba la tierra de Italia.

—¿Estás dispuesto, señor?

El sacerdote murmuró unas palabras de consuelo, que se prolongaron durante una media hora. El sol proyectaba sus rayos sobre la alta y desnuda pared. En Placencia, la guardia hacia su ronda acostumbrada. Murallas, fortines, torreones, caminos, encrucijadas. Tal vez aún llegaría un mensajero de Odoacro: «¡Perdonad la vida al patricio!» Querían esperar hasta el mediodía, hasta que se aplacaran los ánimos. No todos los días tenía Placencia un patricio como invitado, que ayer tenía aún en sus manos las riendas del imperio.

La gran espada cayó con tal rapidez, que no le dio tiempo ni para exhalar un grito. El centurión había elegido al más fornido guerrero, un bárbaro del norte, que por una recompensa considerable, llevó a cabo la ejecución. Tal vez los ojos miraron una vez más hacia lo alto. Rómulo Augústulo: acaso fuera éste el último pensamiento de su cerebro.

La cabeza no fue enviada a ninguna parte, ni tampoco ensartada en una lanza.

Hicieron prisionero a Paulo, el hermano de Orestes. También Rómulo fue apresado. Ravena se rindió casi sin hacer uso de la espada. Solamente lucharon algunos grupos esforzados en la Pentápolis, la comarca de cinco ciudades de Ravena. Centinelas a los cuales no llegó el mensaje conciliatorio de Odoacro: «Todos sois guerreros romanos; espero que sigáis siéndolo. El rey de las tropas bárbaras juzgará a todos según sus merecimientos».

—Señor, ordena decapitar a Paulo. Señor, ordena decapitar al muchacho.

¡Cuántos consejeros le rodeaban! ¡Cuántos cancilleres se agolpaban junto a él! Incluso Anicio había llegado de Roma. Salió hacia Ravena para encontrarse con él, con Odoacro. «Salve», le dijo, y se inclinó profundamente, como si le reconociera como emperador. Salve, rey Odoacro. ¿Se había fijado siquiera un año antes en aquel doríforo bárbaro?

Odoacro ordenó que decapitaran a Paulo. Su vida no tenía objeto, y Ravena se le había escapado de las manos casi sin lucha. En la época de la antigua Roma, un hombre así hubiese acabado hacía tiempo con la propia vida.

Entonces ordenó que llevasen al muchacho a su presencia.

Rómulo contaba trece años, era muy alto, casi un adolescente. En su rostro se advertía la sombra de una sonrisa, y sus ojos azules, el cabello rubio y ondulado, y la figura esbelta y bien proporcionada tenían cierto atractivo. Sólo su mirada era soñolienta. Aún ignoraba que su padre había muerto. Anicio hizo un gesto con el pulgar hacia abajo: Recipe ferrum. Esto no podía significar más que una cosa: cortarían la garganta al muchacho sin ninguna ceremonia, lo meterían en un saco y lo echarían al mar.

Su túnica no era vulgar. Calzaba aún los zapatos de púrpura, pero ya no se cubría con la capa imperial. ¿Sabía quién era el hombre a cuya presencia le habían conducido? ¿Le habrían maltratado los mercenarios escitas, siempre dispuestos a cualquier rudeza? No se advertía en él ninguna emoción. Odoacro dijo a Anicio:

—Sal tú también. Quiero hablar con él a solas.

Un rey y un emperador se encontraban frente a frente. Odoacro sabía que el abuelo del muchacho, el conde Rómulo, era un auténtico patricio romano. ¿Y si ahora el muchacho se postraba de rodillas ante él? ¿Y si le habían recomendado humildad para salvar la vida? ¿Y si se arrastraba con la cobardía de un perro apaleado?

—Ahora tienes el poder en tus manos. Me acuerdo de ti. En Mediolánum fuiste huésped del patricio. He oído decir que has conquistado la ciudad.

Habló serenamente, sin temor. ¡Decapitar, decapitar! Tal había sido el consejo de Anicio. Los muertos callaban.

—Rómulo, guarda las túnicas imperiales. No son para ti. Sabes escribir, ¿verdad? Escribirás en un pergamino imperial que no deseas continuar siendo emperador. La vida, hijo mío, es más hermosa que la púrpura. Ya eres un adulto, y comprenderás que no podemos gobernar juntos. Yo no te necesito, y tú no debes interponerte en mi camino.

—¿Qué destino me has designado?

—Escribirás el pergamino, y anunciaremos tus palabras al imperio. El último que vistió la capa de púrpura no desea ser emperador. Se retira. Eso es todo. Si no accedes a ello, Rómulo, no te obligaré. Pero entonces tendrás que morir. ¡Elige! Ya eres mayor. Comprendes lo que digo, ¿verdad?

—¿Qué destino me has preparado?

—Escucha, Rómulo, incluso entre un emperador muerto y un mendigo enfermo se abre un abismo tan ancho como el mismo océano. Conservarás la vida. Cuidaré de ti.

Ante Odoacro se extendía la toga de púrpura, la diadema, el bastón de mando, la cruz imperial. Anicio dijo:

—Todo está a tu disposición, señor. Una palabra tuya y las legiones cambiarán tu título de rey por el de emperador. Cúbrete con la capa. De lo demás puedo ocuparme yo. Dentro de una hora, las legiones te aclamarán.

Entró un centurión, se inclinó. Odoacro no deseaba ver la cabeza de Paulo. ¿Qué debía hacerse con el muchacho? Dijo a Anicio en voz baja:

—¿Adónde podemos llevarlo?

—Conozco una gran casa cerca de Nápoles. La llaman la villa de Lúculo. No es una cárcel, sino una isla rodeada de rocas y murallas. Si tú, mi rey, quieres perdonar la vida al muchacho, puedes enviarlo allí.