Las noticias de la patria junto al gran lago revelaban que en la residencia de Teodomiro reinaba la excitación. Todos los guerreros habían sido convocados al Thing. En circunstancias normales se hubiera elegido a un hombre de cada cien o mil guerreros para que consultase con los caudillos de las otras centurias. Pero esta vez serían congregados todos los guerreros de la gran llanura que se extendía a los pies de las viñas colgantes. Habría una revista general y un consejo. Esto fue lo que relató el mensajero, enviado por Teodomiro con esta noticia. Al regresar tenía que dar cuenta del resultado de la empresa acometida por los jóvenes guerreros.
Al atardecer, el mensajero entró en la tienda de Teodorico. En voz baja le dijo:
—Tu padre me ha encargado que te diga, señor, que ha llegado una legación bizantina… para ti. Trae una carta del emperador. Nadie puede romper el sello de la carta, sólo tú.
Momentos antes era todavía el caudillo de un ejército de jinetes, y ahora era el guardián de un secreto imperial, oculto dentro del pergamino. Ni siquiera su padre podía abrir la misiva. El enviado esperaría la llegada de Teodorico.
Se levantó un viento fresco, que soplaba a sus espaldas. De pronto todo se aceleró, la columna de carros, los jinetes. Los caballos habían comido hasta hartarse, los pastos estaban lozanos. Nébula. ¿Intuía la muchacha el poder que ejercía sobre él? Qué singular era el sonido de su voz… hasta en esto era ella la más fuerte. No se parecía a las mujeres de la tribu, que, fieles a la tradición, se inclinaban ante la voluntad del hombre. Nébula era romana, conocía la ley que concedía el mismo derecho sobre la vida y la propiedad a la mujer que al hombre. Sabía escribir. Sus ojos desentrañaban el significado de las letras. Teodorico sólo sabía leer; los maestros bizantinos no le habían enseñado la escritura. Conocía ya el rostro obstinado de la muchacha, y leía en él cuando algo le desagradaba. Debió de haber sido una niña mimada, la predilecta de su padre, quien seguramente satisfacía todos sus caprichos. Profesaba la fe romana. A sus ojos, todos los arrianos eran herejes.
Un mundo entero los separaba. Sin embargo, Teodorico ya paseaba a primeras horas de la mañana en torno al lugar donde había pasado la noche el carro romano de Nébula. Los hombres no hubiesen tenido nada que oponer si se hubiese cumplido la ley de la estepa. Al hijo del rey le correspondía el botín más valioso. Destino de los hombres, destino de las mujeres, destino de la guerra. Veían a Teodorico cabalgando durante horas al lado de la muchacha. El viento llevaba hacia atrás sus palabras extranjeras. ¡Qué segura, desenvuelta y majestuosa parecía la muchacha, y qué diferente era el modo de montar del hijo de Amal… del de los jinetes de la estepa! La escuela bizantina: una compenetración casi artística entre montura y jinete. Así montaba Teodorico su caballo griego procedente de Constantinopla, mientras trotaba junto a la muchacha. Los godos intercambiaban miradas: ¿Acaso la doncella romana había hechizado a su joven señor?
¿No les traería algún peligro?
La avanzadilla venía muchas veces ensangrentada y en desorden. Una de las veces tuvo que luchar contra una banda gépida, otra, sostuvo una refriega con un grupo de hunos, que todavía merodeaban por allí. Del mismo modo que el animal de la estepa prueba si el otro es más fuerte, así les atacaron los hunos, dispararon sus flechas y desaparecieron. O bien se transformaban en confusas imágenes al borde del horizonte: jinetes con la cabeza abajo, ciudades y torres en el calor sofocante del mediodía.
Teodorico llamó a varios de sus mejores jinetes, y con ellos salió al galope a través de una llanura interrumpida por una hilera de colinas bajas. El ansia de aventura, la fuerza indomable de la juventud tensaron sus músculos hasta el punto máximo. Al galope por la cuesta de la colina, y con las bridas tirantes cuando bajaban por la otra ladera. En el horizonte apareció una nube de polvo: ¿crecía o se dividía? ¿Huía de un ejército que se aproximaba? ¿Iba tal vez al frente de una manada de caballos salvajes? De un bosquecillo surgió un explorador: desde los arbustos de la colina había avistado una guardia gépida, que protegía un fortín.
Los gépidos eran ya enemigos, ya indiferentes. Los sármatas habían sido siempre los chacales de la estepa. Los hunos recordaban los peores tiempos de Atila, cuando atacaron en gran número un campamento de los godos. Pero muchas veces eran también aliados, sobre todo si se trataba de llevar a cabo una campaña en común y existía la esperanza de un buen botín.
Teodorico ordenó tocar el cuerno sobre la cima de la colina. Al sonar la señal, los gépidos que se ocultaban tras la muralla de tierra, salieron en tropel. No eran muchos. No tenían intención de atacar, más bien estaban asustados, pues la señal del cuerno no era conocida en esta región, donde las campañas consistían en ataques por sorpresa o salvajes agresiones nocturnas. La avanzadilla de los godos estaba arriba, en la colina. Todos tenían el arma en la mano. De nuevo sonó el cuerno, con más impaciencia, en tono conminatorio. A los pocos minutos, unos cuantos gépidos empezaron el ascenso de la colina, y al parecer, con intenciones pacíficas.
La ley de la estepa determinaba la ceremonia. Había godos que podían entenderse con los gépidos, y cuando ello ocurría, era un alivio. En vez de tener que luchar, los godos recibían entonces séquito y alimentos. Como era costumbre en Bizancio, Teodorico levantó la espada y le dio la vuelta con la punta dirigida hacia el suelo, en señal de saludo. El primero que se acercó fue un hombre de edad, un guerrero cubierto de cicatrices, que probablemente era el jefe del fortín. Sólo hablaba gépido, pero mezcló en sus frases algunas palabras en griego. ¿Dónde podía haberlo aprendido? Tal vez en el cautiverio, tal vez en el ejército del basileo.
Las palabras no significaban gran cosa en la estepa. Teodorico dibujó un amplio círculo con su lanza, y señaló la dirección de su campamento al otro lado de la colina, en el que abundaban los jinetes y animales de carga, y cuya hilera de carros llegaba hasta el horizonte. Miles de lanzas. El hombre de la estepa lo comprendió rápidamente: un solo asalto de los godos destruiría el fortín. Según la ley de la estepa, el más débil debía obedecer. Todavía no se abrazaron, todavía siguieron en pie frente a frente. ¿Por qué el joven caudillo daba órdenes con un cuerno, y por qué no atacaba? Le rodeaban muchos jóvenes guerreros que en su mayoría mostraban cicatrices recientes, pero que tenían facciones de muchacha. ¿Habrían abandonado el hogar para ir en busca de una nueva patria?
—Venimos de Singidúnum y volvemos con el botín a casa de nuestros padres. Estamos cruzando vuestras tierras. No queremos destruir nada. Si nos dais algunas reses, os las pagaremos.
No tocaremos ni a vuestro pueblo ni a vuestro ganado. Teodorico, nieto de Amal, hijo del rey Teodomiro, te lo promete.
El anciano comprendió por el tono de la voz y la expresión del rostro, que de la boca del joven guerrero salían palabras de paz y no de guerra. Paso libre, compensación por el ganado y escolta a través de la comarca de los gépidos; muy bien, pero ahora se iniciaría el regateo. Contempló los caballos y las armas de los godos. Los gépidos, como todos los pueblos de la estepa, eran pobres. Vestían toscas ropas de cuero, y sus armas eran de áspero hierro. Tenían buenos caballos, criados aquí en la estepa, pero montaban sin silla, porque carecían de artesanos. ¿De qué servían a los gépidos los sólidos de oro? La caravana de los godos estaba formada por cuatro mil hombres; muchos estómagos hambrientos, además de animales de tiro, caballos y mulos. Los alimentos que llevaban no eran suficientes. Si obtenían de los gépidos las reses necesarias para el camino hasta las primeras colonias godas, no tendrían que sacrificar ningún animal de tiro.
Teodorico estaba inquieto. La noticia de que le esperaba una legación de Bizancio prestaba alas a su fantasía. ¿Quién la enviaba, qué contendría el mensaje? Aquí en la estepa, cualquier lucha inútil, incluso aunque terminase con una victoria, sólo significaba una pérdida de tiempo. Morían animales, había que enterrar a los muertos y cuidar a los heridos. Ahora no necesitaban más botín, y aún menos los mezquinos bienes de los gépidos. Por consiguiente, pagó con armas, sillas, alhajas y telas. Los gépidos recibieron también vino y especias, y los caudillos, algunos yelmos, corazas, espadas romanas y puntas de flecha.
Bueyes y ovejas fueron llevados al campamento. Los gépidos fueron huéspedes junto al fuego nocturno. Se preparó una comida; Teodorico franqueó el abismo que dividía a ambos pueblos. Durante tres o cuatro días de marcha, ningún peligro amenazaría a la caravana de los godos. Cuando llegasen a la calzada romana que conducía a la orilla del Danubio, ya no tendrían nada que temer, pues ya estarían cerca de la región goda. Cuatro mil jóvenes jinetes entrarían entonces en la comarca de la tribu hermana del rey Walamiro.
Los gépidos les dieron bueyes y ovejas. Con la esperanza de un negocio provechoso les vendieron todo cuanto les había sobrado del invierno. Las abundantes lluvias primaverales prometían una buena cosecha. «Cómpralo… y dame a cambio una copa de vino, una tela, una fíbula, tu cuchillo.» De este modo regatearon los gépidos con los godos hasta que clareó el día y el ejército se puso en marcha. Guerreros gépidos con túnicas nuevas, armas nuevas y una silla sobre el caballo, acompañaron a los godos a través de su comarca. Los guerreros no necesitaron así empuñar la lanza a cada ruido, y los heridos, los enfermos y las mujeres pudieron dormir con tranquilidad en sus carros de mimbre.
Los guardas fronterizos de Walamiro vieron oscilar el horizonte a la otra orilla del río. La noticia de la gran aventura ya se había propagado por las regiones de los godos, llegando incluso a difundirse entre los visigodos de la lejana Hispania.
A mediodía vadearon el Drave los primeros mensajeros. El hermano pudo abrazar a su hermano. Los caballos de los godos no temían el agua. Un jinete intentó medir la profundidad del río con la larga asta de su lanza. En la orilla esperaba la dilatada hilera de carros con el botín, los prisioneros y las mujeres. ¿Disponía el rey Walamiro de una balsa y de barqueros que pudiesen transportar hasta la otra orilla a esta caravana?
Entre los tesoros de Babai fueron halladas centenares de hachas de largo mango: con su ayuda cruzaron el río los guerreros godos, uniendo los mangos de madera hasta formar fuertes balsas. Mientras tanto, un mensajero a caballo galopaba hacia el gran lago. Los jinetes de Walamiro le acompañaron a través de su región. Teodorico enviaba, escrita con caracteres rúnicos, la noticia de que llegaría con la máxima rapidez posible. Hasta entonces debían hospedar a la legación bizantina. También Erelieva recibió un mensaje: debía preparar alojamiento para una doncella romana que se llamaba Nébula.
Los mangos de las hachas, convertidos en balsas, flotaban sobre el agua del Drave. Buscaron en la orilla un lugar de suave pendiente para que los carros pudiesen bajar hasta el agua. Solamente los viejos recordaban una ocasión parecida: fue cuando las tropas de Atila cruzaron el Rin. Entonces, cientos de hombres construyeron las balsas, y sobre su lugar de trabajo fue erigido un techo, porque mientras tanto continuaba la batalla, y desde la orilla venía una lluvia de flechas. Ahora el trabajo se desarrollaba con tranquilidad, nubes ligeras amortiguaban el calor del sol, los árboles lucían ya su verde follaje, y los guerreros cantaban mientras trabajaban. El Drave estaba fresco, pero no frío, y algún que otro jinete lo vadeó por juego o por jactancia dos o tres veces. Teodorico cruzó con la balsa, después de esperar a que el carro romano de ligeras ruedas estuviera sobre la improvisada embarcación. La mirada de Nébula recorría el paisaje extranjero. Cada día se alejaban más de Iliria. Teodorico ya no era el héroe de una banda nómada y sin nombre. Cuando alcanzasen la otra orilla, entraría en el reino de su tío, que era parte de la confederación de tres reyes.
La noticia de la gran aventura le precedió como un reguero de pólvora. La conquista de Singidúnum era el hecho de armas más audaz de los godos, desde que se establecieran aquí tras la destrucción del reino de los hunos. Los cantores estaban deseando escuchar la historia del memorable ataque de labios de los héroes. Y la noticia mencionaba también el considerable botín: el éxito de los seis mil jóvenes guerreros haría olvidar las necesidades del invierno.
Pero antes Teodorico debía permanecer en la residencia de Walamiro para que éste le agasajara, y escuchar además los discursos del consejo de los más ancianos. Todos sus músculos estaban en tensión, y a duras penas podía frenar su impaciencia. ¿Qué clase de mensaje podía traer la legación bizantina? ¿Qué quería comunicarle el emperador?
Walamiro estaba preocupado. Su pueblo ya no quería soportar por más tiempo la pobreza, el frío del invierno y las inclemencias del tiempo. Había hecho mucho frío, y los godos tiritaban en sus tiendas de pieles y cabañas de madera. En los alrededores no había ninguna ciudad romana en cuyas ruinas pudieran establecerse. Teodorico llegaba precisamente en la semana de la decisión: la tribu más meridional de los godos había decidido abandonar sus tierras, irse lejos, hacia el sur. ¿Tal vez a Italia?
Los pesados carros seguirían el viejo camino real romano, hacia el sur… en dirección a Roma.
Todos se hallaban inmersos en los preparativos, y a todos preocupaba el resultado de la empresa. Desde los gloriosos tiempos de Marico habían transcurrido setenta primaveras y veranos. ¿A quién pertenecía Roma ahora, qué clase de ejércitos cerraban el camino a los godos? Incluso aquí sonaba cada vez más a menudo el nombre de Orestes.
¿Por qué tenían que ocuparse los pensamientos de Teodorico con el imperio de Occidente, cuando Bizancio excitaba su fantasía? De buen grado hubiese puesto fin al prolongado banquete de la tribu, durante el cual se recitaban los interminables cantares de gesta. Teodorico había capturado tanto vino, que podía hacer llenar continuamente las copas de los caudillos. Tres días duró el hospedaje, la celebración de la victoria, y también el banquete de conmemoración: de trescientos jóvenes guerreros, entre los seis mil, sólo sus lanzas regresaban al hogar.
Tres días duró el hospedaje. Entonces descargó una tormenta sobre el paisaje que arrancó árboles de cuajo; la oscuridad reinó sobre las colinas, y una tromba levantó del suelo las chozas y las hizo flotar en el aire como brujas montadas en su escoba, antes de lanzarlas, destrozadas, contra la tierra. Al día siguiente, el cielo se aclaró. Los charcos despedían vapor bajo los cálidos rayos del sol. La tierra tardó un día más en secarse y ser practicable para los carros, y al otro día pudieron cubrir la parte de camino que aún les faltaba hasta llegar a la calzada romana.
Ahora les salían al encuentro mensajeros a caballo dos veces por día, que enviaba Teodomiro, incapaz de esperar el regreso de su hijo sin impaciencia. También los mensajeros estaban impacientes. Por fin un jinete se adelantó a los otros: Teodorico llegará pasado mañana. En el mensaje volvía a mencionarse a la doncella romana.
—¿Quién es esta Nébula?
El jinete miró hacia la lejanía. Dijo con voz queda:
—Nosotros tampoco lo sabemos.
Conversaban en griego; a los pocos minutos advirtió Teodorico que recuperaba la fluidez del lenguaje, y que sonreía y extendía los brazos… como los bizantinos.
—Su Majestad te saluda.
¡Cuánto expresaban estas cuatro palabras! ¿Era posible que el Altísimo se acordase de él? Había sido huésped de Bizancio durante un decenio. Vivió allí, habló su lengua, se vistió a la moda bizantina, conocía la ciudad, se conducía entre el barullo del circo del mismo modo que los nacidos en ella. ¿Qué no expresaban las embriagadoras palabras: ciudad, Bizancio? Lo mismo ejecuciones durante todo el día, que osos bailadores y tocadoras de flauta al resplandor de las antorchas. El emperador te saluda: ¿Sería una vacía formalidad… o la voz del basileo, que manifestaba su voluntad?
¿Qué había ocurrido en Bizancio desde que él regresara a su casa? El relato se parecía a los desatinos de un charlatán. ¿Quién hubiera pensado que Zenón, el poderoso, había tenido que huir el año anterior… de Basilisco y Teodorico el Bizco? ¿Quién hubiese creído que Basilisco, que tras la catástrofe de Cartago salvó la vida por milagro, había podido reunir entre las montañas y sus ciudades nuevas fuerzas? Consiguió dinero y concertó una alianza. Y lo más importante, trabó amistad con el Bizco. Entonces fueron suficientes algunas victorias de los Verdes en el Hipódromo, una o dos exenciones de impuestos favorables a los ciudadanos, para que el partido de grandes terratenientes de los Azules firmara una alianza secreta con Basilisco. Al amparo de varios días nublados y sus correspondientes noches sin estrellas, los ejércitos de Basilisco se aproximaron al Bósforo. En el puerto de palacio había siempre ancladas algunas naves seguras y veloces. Los tesoros fueron sacados en sacos de cuero. Se salvó cuanto merecía ser salvado, y Zenón, su Majestad, y Ariadna huyeron en la oscuridad de la noche.
Las palabras de los enviados sólo apuntaban los tristes acontecimientos. La desaprobación total y los más sombríos pronósticos acompañaban como negras sombras el nombre de Basilisco. ¿Qué había ocurrido? Bizancio cayó de la noche a la mañana en manos del usurpador. Pero ¿era Basilisco el usurpador y Zenón el emperador legítimo? Los bizantinos sabían que ni las legiones ni el Senado habían dado el poder al emperador. El poder le fue conferido con la corona que el Patriarca colocó sobre la cabeza del elegido, con la capa tejida en oro con que cubrió sus hombros, y con los zapatos de púrpura que le otorgó. A través de las insignias, su persona se convertía en inviolable. Quien alzaba la mano contra el emperador, se rebelaba contra Dios.
Basilisco se había rebelado contra el ungido, y conquistado Bizancio en sólo dos días. ¿Hacia dónde habría huido Zenón si no al lado de sus compatriotas isaurios? Los duros montañeses nunca habían soltado las armas y se mantenían unidos, y mientras Zenón estaba a la espera de noticias, los reclutadores isaurios reunieron todo un ejército. ¿Qué planes tenía Verina, al lado de quién estaba? Verina sostenía en sus manos los hilos secretos de palacio.
Vivía rodeada de sus damas, pero temblaba cada vez que se abría la puerta, por si llegaban los verdugos con pasos silenciosos a rodear su cuello de marfil con un cordón de seda roja. Los godos de Teodorico el Bizco empezaron a saquear los alrededores de Bizancio, y sin embargo, los soldados y la guardia de la ciudad tenían órdenes de permitirlo sin entrometerse. Cada vez eran más numerosos los godos que recorrían la ciudad, robando en tiendas y casas particulares. En el Hipódromo, los Verdes se colocaron en el lado sombreado del palco imperial como una muralla fiera y amenazadora.
Verina no estuvo presente en los juegos, pero al atardecer ya sabía la decisión del pueblo de Bizancio. Sus mensajeros se escabulleron entre la línea de centinelas. Algunos días más tarde recibió Zenón su carta secreta. «Prepárate… ponte en marcha mañana mismo… sé cauteloso…»
¿Podría salvar a Basilisco, que al fin y al cabo era hermano suyo? La misiva de Verina a Zenón era una extraña mezcla de defensa y acusación. El verdadero satanás era el Bizco. Teodorico, el hijo de Triario, había sido quien incitase a Basilisco a la rebelión. Además, no había ningún patriarca dispuesto a coronar a Basilisco, puesto que el legítimo basileo aún vivía. Verina insinuaba con esto: «Guárdate de los asesinos a traición. El hijo de Triario promete cualquier cosa a quien transforme a Zenón de emperador viviente sobre la tierra en una sombra que vague por los infiernos».
Los isaurios no hacían nunca un trabajo a medias. Eran montañeses toscos y salvajes, acostumbrados al hielo, la lluvia y las tormentas. Eran mejores soldados que los mercenarios bárbaros comprados con oro. Zenón procedía de sus filas; había vivido bajo su cielo, respirado su aire y comido su pan. Al alba partieron hacia Bizancio. El ejército, el poder y el oro de Basilisco se iban fundiendo poco a poco. El Bizco estaba lleno de suspicacias y actuaba con precaución. Reunió a sus guerreros en Macedonia. Aquí eran los pasos y gargantas sus aliados.
No se libró ningún combate. Impetuoso como las aguas del deshielo, Zenón arrastró consigo las guarniciones fieles a Basilisco.
Verina intentó intervenir como mediadora. Siguieron apasionados debates, protestas… Una insegura pasarela entre las orillas de la vida y de la muerte. «Sólo de mí puedes esperar ayuda», dijo a su hermano la mujer prisionera entre cuatro paredes. Escribió a su augusto yerno que debía perdonar a Basilisco, a quien no le quedaba otra salida que rendirse.
Los jinetes isaurios patrullaban desde el amanecer ante las puertas de la ciudad. Antes de calzar los zapatos de púrpura, Zenón había sido el general de estas tropas. Conocía el indeciso estado de ánimo de la guardia personal, la posición de las guarniciones, las tropas apostadas en las puertas. Como un enorme abanico, el grueso de sus tropas se extendió por toda la costa, cerrando el camino a toda posible huida hasta las horas de la tarde. Zenón no quería matanzas callejeras. Magnánimo, aceptó el homenaje del Senado. ¿Qué ocurría con Basilisco? Todavía continuó abierta unas horas la puerta del norte: los jinetes isaurios aún no la habían alcanzado. Entonces se cerró el anillo de hierro. Basilisco buscó protección con su familia en la iglesia del Espíritu Santo.
El hombre, la mujer y los tres niños. ¿Calzaba todavía Basilisco los zapatos de púrpura? ¿Qué se había llevado consigo? ¿Tesoros o pan? Necesitaba más esto último, pues la sacristía brindaba refugio, pero no alimentos. Los sacerdotes iban y venían entre los dos partidos. «Perdona, señor, al enemigo derrotado.» Zenón transigió. Basilisco pudo abandonar la sacristía; el emperador no quería derramar sangre.
Zenón recorrió todo el palacio. Los cortesanos le rendían homenaje, todos se esforzaban por demostrar: «Nada ha ocurrido… en estos turbulentos meses nada nuevo ha pasado. Siempre has sido tú quien vivía y gobernaba». Zenón fue bajando un piso tras otro. Descendió a las bodegas. Examinó todos los pasillos subterráneos, todas las puertas secretas. Si algún día se veía obligado a huir… desde aquí podía llegar a las naves del puerto. Siguió bajando, más, todavía más: esto era ya el infierno, el mundo de las cisternas. Enormes cuevas, llenas de vapor, húmedas por la proximidad de aguas subterráneas. ¿Por qué bajaba hasta aquí el emperador? ¿Qué buscaría en este lugar? Zenón miraba atentamente en torno suyo, sin pronunciar una sola palabra. A la entrada de una caverna pareció retardar sus pasos.
Consultó con algunos de sus fieles isaurios. Mandaron albañiles al fondo de la caverna, cuyas paredes golpearon en busca de una posible salida secreta. Junto a la entrada de la cueva había unos enormes bloques de piedra para taparla.
Poco después llegó el vencido Basilisco. El emperador fue fiel a su juramento: no derramó sangre. Ardían las antorchas. Basilisco fue conducido a los pisos subterráneos de palacio, donde jamás estuviera. A la entrada de la cueva había una escalerilla. ¿Por qué aquella cueva? ¿Qué castigo le preparaba Zenón? Los guardianes les empujaron hacia abajo, a la mujer, a los niños y a Basilisco. Le quitaron los escarpines de púrpura, les echaron algunos panes y les dieron una jarra de agua. Con el pan cayó también un crucifijo. Izaron la escalerilla. Los albañiles hicieron rodar los grandes bloques de piedra, que unieron unos a otros con argamasa. Momentos después, la caverna se había convertido en eterna sepultura, en la cual, durante unos días, resonaron los lamentos de los sepultados vivos.
Zenón volvió a asumir la dirección de los asuntos del imperio. Cuatro días después, en el mundo subterráneo reinaba el más absoluto silencio. El emperador no había derramado ni una gota de sangre.
—Zenón saluda al príncipe Teodorico. En Bizancio impera el orden, el pueblo está contento. Al parecer, nadie piensa ya en Basilisco. Los días festivos, Azules y Verdes rivalizan en el Hipódromo para rendir homenaje al emperador.
Teodorico conocía las almibaradas palabras del enviado, y esperaba con impaciencia el final de la introducción y la tragedia de Basilisco, que el enviado relató del mismo modo que los cantores godos recitaban un cantar de gesta. ¿Habría servido el alevoso fin de Basilisco solamente para que Zenón pudiese observar desde lejos la conducta de sus amigos y enemigos? El buitre también puede contemplar desde una altura inconmensurable las partículas de polvo que son los seres humanos.
—Su Majestad ve en la lejanía, no pierde de vista a sus amigos. Zenón ya se fijó en ti, Teodorico, cuando vivías en palacio de adolescente, y vio cómo manejabas tus armas cada día con mayor destreza, cómo visitabas las salas de los consejeros, para que aguzaran tu inteligencia y te ayudaran a hablar nuestra lengua con fluidez.
»Hoy Bizancio está tranquilo. En los estrechos se ven centenares de veleros. Las naves traen los tesoros de todas las partes del mundo. Llegan mercaderes, miles de personas extranjeras que pagan sus impuestos y los derechos de aduana. Pero Constantinopla no es el imperio, sino sólo su corazón. Y puede suceder que el corazón lata con serenidad, pero aquí y allí… en cualquier lugar del cuerpo se oculte la peste. ¿Te das cuenta, Teodorico, descendiente de Amal, de la gran vergüenza que significa que las hordas armadas de Teodorico el Bizco se llamen godos como tus admirados guerreros?
»Su divina Majestad te dice: Ven a Bizancio. Allí se te apreciará como merece el mejor confederado… En Bizancio se te considera casi como un romano. ¿Por qué no podrías… llegar a tribuno, por qué no alcanzar la dignidad de un… cónsul? El divino emperador hace levantar estatuas de bronce en honor de aquellos que han trabajado para incrementar la potencia de Bizancio. ¿Por qué no podrías también tú recibir este honor? Tu pueblo, según he oído, no se cansa de ensalzar tu triunfo. ¿Dónde has aprendido, príncipe, el arte de la guerra? ¿Quién te ha enseñado a asaltar una fortaleza? ¿Cómo pudiste vadear el río con tantos guerreros? ¿Quién sino tú hubiese sabido llevar a buen término esta audaz aventura, y volver a la patria con tan rico botín y tan escasas pérdidas? ¿Quién ha hecho posible todo esto, Teodorico?
—¿Debo ir yo solo, sin mi pueblo? Nuestros caballos ya han agotado la hierba que crece aquí. Los hombres están llenos de inquietud. Las entrañas de las mujeres no dan fruto. Hace dos años que el emperador no nos envía ningún dinero. ¿Qué será de los godos, señor?
—Si me lo permites, hablaré contigo como con mi hijo más amado. Lo que dices de tu pueblo agobia también al rey Teodomiro. Joven señor, las Parcas son inexorables. Es posible que mi vista sea demasiado temerosa… la sombra en el rostro del rey semeja el crepúsculo en el reloj de sol. Tú eres su amado hijo, su primogénito… pese a que la alianza de la sagrada fe no unió a tu padre con tu madre. Sin embargo, Teodorico, ¿quién sería tan obcecado en Bizancio que no considerase totalmente legítimo al hijo de la dama Erelieva?
¡Qué a menudo cambiaba la voz, desde el tono de la devoción al de la amenaza! Era una mezcla de miel y veneno bizantinos.
—Convence a tu padre para la partida. Trae a todo tu pueblo… Marchaos en paz, no molestéis a los vecinos o a los aliados de Bizancio, cruzad el río y buscad una nueva patria más cerca de Bizancio. El emperador no sólo os lo aprueba, sino que os reclama. ¿Por qué…? Porque sabe que mientras tú seas el caudillo de tus godos, puede estar tranquilo: tu fidelidad es inquebrantable. Mientras tú estés al mando de tus guerreros, Bizancio no ha de temer las intrigas del hijo de Triario. Tú serás fiel al juramento que prestaste a nuestro señor.
Olas verdosas rompían contra la orilla del gran lago cuando el pueblo de los godos se puso en marcha. Durante largas semanas se trabajó en la puesta a punto de los carros; cada hombre se convirtió en carpintero, mientras las mujeres trenzaban los juncos de la orilla para el techo de mimbre de los carros. Eran casas sobre ruedas, pequeños castillos, y miles de estos pequeños castillos formarían —según la costumbre guerrera de la estepa— un gran fortín de carros en caso de lucha o de asedio.
Cabalgaron jinetes a los poblados, campamentos y puestos de guardia fronterizos. Acudieron enviados a las tribus vecinas, pidiendo paso libre para los godos, hierba para sus caballos y agua para todos. Ofrecían garantías de paz, como exigía la tradición de la estepa. La servidumbre de Teodomiro no volvería a enjalbegar el abandonado palacio romano.
¿Era Nébula una princesa, un rehén o una prisionera? Vivía en el ala de las mujeres, en casa de Erelieva. Teodorico había alcanzado de improviso la madurez. El mensaje del emperador bizantino le prestó alas. ¿Obtendría una estatua propia en el atrio del Hipódromo? ¿Mandaría ejércitos? Sería preciso medir sus fuerzas con Teodorico, el hijo de Triario, y tendría autoridad para opinar sobre los asuntos de palacio. Aspar… Ricimero… bárbaros poderosos que habían ocupado un lugar detrás del trono del imperio tanto oriental como occidental. Pero ninguno de ellos había nacido hijo de un rey, ninguno de ellos asistió a la escuela del palacio imperial. Durante toda su vida permanecieron súbditos germanos.
Durante los preparativos para el gran éxodo, apareció la legación de la ciudad iliria. El padre había recibido el mensaje de Teodorico en el que le decía que su hija era huésped de los godos. Como prefecto y primer ciudadano de la metrópoli, ofrecía a Teodorico toda su fortuna. Le rogaba que dejase libre a su hija, y que mientras llegaba el dinero del rescate permanecerían en la tierra de los godos, como rehenes, los mejores ciudadanos de la vieja ciudad romana.
Teodomiro miraba, pensativo, hacia el horizonte. ¿Quién era esta Nébula? ¿Para qué había servido toda esa gran aventura de Singidúnum? ¿Para qué los tesoros, si su hijo Teodorico había elegido, con el impetuoso ardor de la juventud, a la desconocida muchacha romana como esposa legítima? ¿Quién era esta Nébula? Teodorico era el catorceavo descendiente de Amal, el héroe, el dios nórdico.
Descendía de reyes, era un príncipe de la estepa. El padre de Nébula sólo ostentaba el cargo de prefecto romano de una ciudad de Iliria. Entre los antepasados de la muchacha no había ni héroes ni dioses.
Los godos tenían que partir con objeto de llegar con el otoño a su nueva patria, y tomar posesión de ella. Se aceleraron los trabajos, resonaban los pesados martillos de madera, en la pradera eran examinados los caballos: sólo podían llevarse a los animales fuertes que resistieran el largo camino, y de los bueyes, también sólo a los más fuertes. Entre tanta actividad, ¿quién podía ocuparse de Nébula? ¿Qué podía esperar la muchacha de un guerrero que la había liberado para llevársela consigo? Los enviados de Iliria obtuvieron permiso para hablar con la muchacha. Con lágrimas en los ojos abandonaron los consejeros el palacio de la dama Erelieva.
Ahora Teodorico fue a visitar a la muchacha, y ordenó a todas las mujeres que salieran. ¿Acaso la había evitado hasta ahora? ¿Le tenía miedo o sólo esperaba a que ella le llamara?
—Tu padre te pide que vuelvas a casa, Nébula. Me ha enviado un mensaje.
—¿Son suficientes los tesoros que mi padre te ofrece?
—¿Acaso crees que te considero una prisionera?
—Soy una prisionera, y también aquí vivo como tal. A través de las columnas del palacio puedo ver el lago. Durante todo el día contemplo cómo el viento empuja y azota las olas. ¿Qué más puede hacer un pájaro al que se han cortado las alas? No está prisionero, Teodorico, pero no puede emprender el vuelo.
—¿Deseas volver a tu casa?
—Si hubiese nacido aquí, mis pensamientos no volarían hacia otro lugar… viviría como viven las mujeres de aquí. Pero ¿ves tú un libro de rezos en las manos de vuestras muchachas? ¿Escriben ellas con el stilus las letras de los sonidos en tablillas? ¿Hablan la lengua del pueblo de Cristo? Teodorico, aquí siempre tengo frío. En mi casa hace calor. Allí no soplan vientos helados. Además, no es que yo beba mucho vino, pero el hidromiel y la leche de yegua me repugnan. No lo tomes a mal, Teodorico, si te digo… que echo de menos… que echo de menos a mi padre. ¿Te ofendo con ello, Teodorico?
—¿Deseas volver a tu casa, Nébula?
La muchacha asintió con lágrimas en los ojos. ¿Amar a Teodorico? ¿Amar el cielo extraño, las montañas extrañas, el mar extraño? Él sería siempre un extraño para ella. Sus ojos, sus palabras, su sombra, sus temibles pasos. Sus movimientos, enérgicos y amenazadores, las espinilleras de hierro, la coraza y la armadura. Y las armas. Los romanos no llevaban espadas en la ciudad. Sólo se proveían de un puñal cuando emprendían un largo viaje. La mano del ciudadano debía empuñar un bastón, no una lanza.
—Puedes partir mañana. Yo mismo elegiré los regalos para tu padre.
Al atardecer dijo a Erelieva:
—La muchacha regresa a su casa.
De este modo lo decidió Teodorico; sin la orden y sin la autorización de su padre. Nébula era su prisionera. Las muchachas contemplaron, admiradas, al joven dios. Su voluntad era más fuerte que su pasión.
Los tres ciudadanos de Iliria esperaban la respuesta de Teodorico. Sólo habían traído regalos. Ante todo tenían que averiguar si la muchacha vivía y qué intenciones abrigaba el príncipe bárbaro. Y ahora, a la caída de la tarde, el joven príncipe les comunicó que debían prepararse para la marcha. Se llevarían con ellos a la muchacha. Mientras cruzasen el territorio godo, dispondrían de una escolta de jinetes, como era la costumbre. Teodorico mandó preparar un carro para los regalos y una carroza recibida de Bizancio, en la que una duquesa hubiese viajado con comodidad. Nébula llevaría tesoros consigo, pues disponía de su parte del botín que Teodorico conquistara en el lejano Singidúnum. Los enviados miraban al príncipe, perplejos e indecisos. ¿Qué dirían al padre de la doncella? ¿Qué significaba todo aquello? ¿Por qué tanto honor, tan inesperada generosidad? ¿Por qué renunciaban los godos siempre hambrientos al oro del rescate? ¿Por qué?
Hablaban en griego, no necesitaban ningún intérprete. La mirada de Teodorico estaba fija en la lejanía. ¡Amor! Qué increíble sonaba esta palabra en los labios de un godo de la estepa. Mandó llamar a la muchacha. Nébula estaba ya entre los suyos, bajo sus brazos protectores.
Partieron al alba. Teodorico cabalgaba al lado del cómodo carro bizantino. Hoy su mirada no vigilaba la caravana ni la interminable hilera de animales. Hoy no dictaba cartas a los príncipes de la inmensa estepa en su cancillería organizada a toda prisa.
Avanzaban por la orilla septentrional del gran lago: aquí la calzada estaba en buen estado. En el punto donde el lago alcanzaba su anchura mínima, cargaron los carros sobre una balsa, y los jinetes iniciaron la travesía a nado. Teodorico los acompañó hasta aquí, desde el alba hasta el crepúsculo. Un día entero: Nébula ocupaba el asiento junto al conductor, y no se trasladó a la cómoda litera de la parte posterior. Muchas veces intercambió con Teodorico una palabra, que resonó en el aire tan pesadamente como una piedra lanzada desde el borde del abismo a una profundidad sin límites. Cuando aparecieron las estrellas y la luna se reflejó en el agua de destellos rojizos, se despidió Teodorico. Dio la vuelta a su caballo y se alejó en el ligero viento del atardecer. ¿Expresaba su rostro tristeza o alegría? Nadie pudo verlo.