Una fuerte tormenta se abatía sobre la orilla del lago cuando partieron al despuntar la mañana. Los jóvenes habían despertado de su inactividad a todos los campamentos, granjas y colonias de la tribu. ¿Habría renacido el recuerdo de las antiguas campañas? El sol de un rojo violento apareció entre las nubes y proyectó una débil luz sobre la superficie del lago. Millones de seres minúsculos surgieron del agua en un instante, bandadas de pájaros cruzaron el aire, y en la orilla sonaron voces inquietas y asustadas: ¡La muralla gigante se ha puesto en movimiento! ¡Tras años de inactividad, los jinetes godos cabalgan de nuevo!
Los guerreros no debían saber nada de esta empresa de la juventud. No era una guerra. Ni el emperador había enviado un mensaje, ni el rey había dado su aprobación a esta aventura. Por eso todos les seguían ansiosamente con la mirada mientras los caballos, alegres y descansados, y presintiendo la aventura, salieron al paso sin producir apenas ruido sobre la alfombra de la tierra humedecida durante días enteros por la lluvia.
La orilla del lago era tierra de nadie. Jamás habían osado llegar hasta aquí las patrullas de otros pueblos. Sin saber que los godos salían para una campaña, nadie podía aventurarse a atacar las colonias de la tribu. Los centinelas mantenían vigilancia en un extenso contorno, y diariamente hacían la ronda patrullas de reconocimiento. En muy pocos minutos se podían hacer señales de humo o encender hogueras por la noche, en señal de peligro.
Salieron de la tierra de nadie, y Teodorico, en cuanto dejaron atrás las colinas, observó a sus jóvenes guerreros. En Bizancio había aprendido a contar un ejército, y algunos jóvenes que allí pertenecían a su séquito le ayudaron a dividir en grupos al pequeño ejército. Contaban en griego y empleaban nombres griegos. A la cabeza de cada grupo colocó Teodorico a un lancero, y cada mil lanzas eran mandadas por un guerrero experimentado. Antes de llegar a tierras sármatas, aquel montón de hombres debía convertirse en un ejército.
De los hunos habían aprendido a llevar consigo el propio aprovisionamiento, en una bolsa atada detrás de la silla: carne y mijo molidos. En ningún lugar podían contar con ser alimentados por la población. El saqueo era peligroso incluso en las aldeas situadas entre campos cultivados. La noticia se propagaba con demasiada velocidad, los campesinos en fuga alarmaban a las comarcas vecinas.
Teodorico pensó en lo que aprendiera en la escuela de la corte bizantina junto a los demás rehenes. ¡Expresiones para distintas clases de lucha, máquinas para el asedio y formaciones! Una admirable ciencia sobre la cual habían escrito muchos libros los generales experimentados.
La montaña, llena de reflejos rojizos, se inclinaba hacia la orilla del lago. Su tierra era totalmente roja, y cuando los caballos la rascaban con las pezuñas, parecía que brotase sangre. Desde un altozano contempló Teodorico la tropa de seis mil jóvenes. Marchaban ya con cierto orden, y habían aprendido con rapidez las voces de mando bizantinas. Los jóvenes godos no llevaban armadura. El equipo era muy costoso, y sólo los viejos guerreros poseían camisas de hierro, que tal vez consiguieron como botín sus antepasados durante las batallas de Atila. Los muchachos llevaban chalecos de cuero y gruesos jubones, que detenían alguna flecha perdida, pero no una lanza dirigida contra el pecho. Contempló su ejército desde el altozano: ¡qué jóvenes y qué insignificantes eran!
Siguieron avanzando, ahora por terreno seco; hacía mucho rato que habían dejado atrás el lago, y vigilaban más que antes la aparición de un posible enemigo.
Al tercer día, ante la insistencia de los jóvenes capitanes por conocer su destino, los labios de Teodorico pronunciaron por vez primera la palabra decisiva: Singidúnum. Era el viejo nombre latino de un castillo que ostentó diversos nombres a lo largo de la historia, una fortaleza junto al Danubio, en la desembocadura del Save. Aquí tenía su sede el ambicioso rey de los sármatas, desde aquí enviaba a sus ejércitos a la otra orilla del Danubio en busca de botín. El río le ofrecía su protección; nadie hasta ahora había osado venir hasta aquí a presentarle batalla en su propio terreno.
Por siete veces había salido y se había puesto el sol. Teodorico observaba a los jóvenes a hurtadillas, al acecho de cualquier señal de cansancio provocado por la cabalgata inusitadamente larga, la alimentación racionada, el viento continuo, el calor del mediodía, llegado de modo prematuro en esta primavera, y los fríos nocturnos. Calculó. Un ejército bizantino no hubiese recorrido en el mismo espacio de tiempo ni un tercio del camino. Los carros de asalto habrían exigido la abertura de senderos a través de la espesura, y la tala de árboles, a fin de hacer practicables los terrenos pantanosos y las tierras de aluvión. En cambio, los jinetes godos llevaban encima toda su impedimenta, ningún carro obstaculizaba su marcha. No necesitaban ajustar su trote al paso más lento de la infantería, y la mayoría de sus caballos de carga aseguraba su avance ininterrumpido cuando alguna montura se desplomaba bajo su jinete.
La avanzadilla anunció: El Save a la vista. Desde las próximas colinas se vislumbraba ya el gran río, de un tono azul verdoso y caudal incrementado porque era primavera. La mayoría de los jóvenes no lo había visto nunca, y se quedaron mirándolo como asustados. Eran cristianos, y ya no pedían ayuda a los antiguos dioses godos de los ríos, pero pese a ello contemplaron con emoción el lejano paisaje; el río se les antojó un obstáculo infranqueable. En la orilla opuesta, al este, estaba el legendario Singidúnum.
Los hombres de la estepa sabían más que los estrategas sobre los accidentes de la naturaleza. En ninguna historia bizantina y en ningún libro sobre la guerra estaba escrito cómo podía la caballería cruzar a nado un río caudaloso. Sólo se hablaba de la caballería pesada, orgullo del ejército bizantino; caballos fuertes y hombres fuertes, de apetito y paga tres veces mayor de lo normal, cubiertos casi totalmente por una coraza. Aventurarse en un río con tales armaduras hubiera sido tentar a Dios, incluso aunque la corriente fluyese con tanta suavidad como la del Save en esta parte de su curso. Pero los godos eran jinetes ligeros, y sus caballos estaban acostumbrados a vadear el gran lago. En la orilla meridional del lago, donde el agua era menos profunda, los godos solían ejercitarse, y sus caballos no retrocedían ni ante las olas de las inundaciones estivales. Los caballos de la avanzada no se mostraron reacios a entrar en el agua en un punto en que había poca profundidad y se interrumpían los interminables cañaverales de la orilla. Los jinetes dirigieron los caballos hacia el agua, sin temer que se asustaran o les empujara la corriente.
Los viejos guerreros eran maestros en esta clase de campañas, y por ello Teodorico había traído a unos cuantos consigo. Eran cautelosos, la atención estaba escrita en sus rostros. Interpretaban miles de señales, conocían el agua. Murmuraban algo al oído de su caballo, y a una ligera presión de su rodilla, el animal abandonaba la orilla pedregosa, alcanzaba el extremo del vado y empezaba a nadar con movimientos tranquilos y seguros. El ejército se colocó ahora de modo que los caballos y sus jóvenes jinetes pudieran ver nadar a la avanzadilla, el ritmo seguro, los movimientos tranquilos de hombres y monturas. Todos debían ver cómo los caballos levantaban la cabeza y alcanzaban la orilla opuesta. Los guerreros enarbolaron sus lanzas y les hicieron señas: ¡Venid!
Tierra de nadie. Para vadear el río eligió Teodorico la hora del mediodía, cuando el Save no estaba tan frío como para entumecer a hombres y animales, pero ante todo para que el sol tuviera tiempo de secar las ropas de cuero. Cuando la mitad del ejército hubo alcanzado la otra orilla. Teodorico se dispuso a vadear el río. Desde la cumbre de la colina resultaba extraño ver aparecer de pronto en el agua a centenares de hombres y caballos. Se tenía la impresión de que montura y jinete nadaban separados. La grupa del animal se hundía bajo el agua, los jinetes sostenían con fuerza las riendas y nadaban al mismo ritmo; sólo sobresalían las lanzas, las flechas atadas al cuello del guerrero, los cascos de cuero y los gorros. Los jóvenes godos habían aprendido a nadar en las olas del gran lago, no tenían ningún miedo a la corriente, en cuyo plácido vaivén no les amenazaba ningún peligro, ni siquiera aunque el caballo, espantado de improviso, derribase a su jinete. Pero no ocurrió nada parecido, los caballos de carga siguieron a sus compañeros, y el agua no estaba excesivamente fría. El número de siluetas marrones en la otra orilla no dejaba de aumentar; hombres y animales se sacudían el agua. Se quitaron los jubones de cuero y los pusieron a secar. Los guerreros prorrumpieron en carcajadas. Nadie tenía frío, porque el sol de mediodía calentaba mucho, y además encendieron grandes hogueras, junto a las cuales sacaron la comida de las bolsas y llenaron los cuencos con la sopa de sangre.
La audaz travesía había alegrado todos los ánimos.
—Hemos ganado la primera batalla —dijo Teodorico. Ahora era preciso pensar el modo de atacar el campamento de los sármatas. Babai tenía fama de ser un caudillo astuto y muy poderoso. Todos habían oído hablar de él y temían a sus fieros guerreros. Era difícil imaginar un pueblo más salvaje y cruel que las hordas de los sármatas. Saqueaban todas las colonias de las cuales sabían que habían sido abandonadas por los hombres.
De ahora en adelante los godos tendrían que calcular cada paso que dieran. Un solo ruido imprudente podía bastar para que su empresa fracasara en un baño de sangre. Teodorico no envió más exploradores, sino pequeños grupos de cien a doscientos lanceros bajo el mando de guerreros experimentados. Si eran sorprendidos, los tomarían por un grupo de godos vagabundos que habían osado vadear el río. Protegida su retaguardia por el Save, Teodorico envió a sus avanzadillas en tres direcciones.
No tardaron en oír rumores de lucha procedentes del sur. La señal convenida: penachos de humo se elevaron detrás de los caballos. Todos los jinetes del lado poblado de bosques de la pedregosa orilla saltaron a sus caballos. Como una larga serpiente de color marrón, la hilera de jinetes fue avanzando junto al río. Las cuerdas de los arcos se habían secado, las puntas de hierro de las lanzas ni siquiera habían tocado el agua. Las espadas recién afiladas estaban dentro de sus fundas de cuero, y al cinto llevaban las temidas hachas de armas godas.
El río describía una curva, los árboles de la orilla ocultaban la vista; entonces los godos se encontraron ante una cadena de colinas, una llanura cubierta de hierba y arbustos, y más hacia el río, una enorme extensión de pastos. Teodorico volvió su caballo hacia donde se veían las señales de humo. Como caudillo, no llevaba lanza. Empuñaba en su lugar la larga y bien trabajada espada bizantina. Era un regalo del emperador León a Teodomiro. Su padre se la había alargado la víspera de su marcha.
—Puede cortar hasta el hierro —le dijo—; es mejor que las nuestras.
Las señales de humo se elevaban detrás de las colinas, y llenaban el aire de pavesas; el sol, que se reflejaba en el río, penetraba a través del vapor que despedía el pantano. Por la cima de la colina, simulando una huida, galopaba la avanzadilla de los godos en desordenada formación… los jinetes se abrazaban al cuello de los caballos para ofrecer un blanco mínimo a las flechas de los sármatas. Les seguía el enemigo, pisándoles los talones. ¿Cuántos podían ser? ¿Dónde empezaban y dónde terminaban? ¿En qué formación venían? Desde la cima de la colina, los perseguidores no podían ver el ejército godo, oculto a medias, pero cuando bajaron al galope fueron a parar directamente a un bosque de lanzas.
En las batallas de la caballería, el primer choque es decisivo. La mitad del ejército esperaba en perfecta formación en la orilla, con las lanzas al frente, mientras la otra mitad disparaba sus flechas cuando ya había bajado por la colina la propia avanzadilla. Los sármatas galoparon hacia una verdadera lluvia de flechas. No todas las flechas dieron en el blanco, y las cansadas por la larga trayectoria rebotaban contra los jubones de cuero, pero aun así herían a muchos caballos en el pecho y a muchos guerreros en la rodilla o en los pies.
En el vértigo del momento descubrió Teodorico a su enemigo. Vio un guerrero con una estrecha barba correr directamente hacia él. Llevaba un yelmo puntiagudo y en la diestra empuñaba una lanza; el lado izquierdo de su cuerpo estaba protegido por un escudo sujeto a su brazo, y cubrían sus piernas sendas espinilleras, pero su caballo no tenía coraza. Se habían escogido mutuamente, la distancia se iba acortando, los caballos sentían la presión del muslo, la fiebre de la lucha. El trote se convirtió en galope, y como un osado nadador que salta al río desde el acantilado, y es cubierto momentáneamente por las aguas, así se lanzaron los guerreros a la lucha —choques, gritos, el ruido de las armas, los relinchos de los caballos, señales lejanas que ya nadie comprendía—; las dos caballerías chocaron y se entremezclaron.
El barbudo se dirigía a él con su lanza; Teodorico conocía esta embestida consciente, cuidadosamente preparada. El jinete se levanta algo sobre la silla, a fin de centrar todas sus fuerzas en la lanza; al hacerlo, desvía el escudo y deja el lado izquierdo del cuerpo al descubierto. De este modo se luchaba también en los campos de maniobras bizantinos, donde se preparaba a los principescos rehenes para futuras guerras: maestros de armas griegos e instructores persas enseñaban todos los trucos de la lucha cuerpo a cuerpo. «Cuando el enemigo salta hacia ti con la lanza, y tú tienes una espada en la mano… vuélvete un poco hacia el lado y corta el mango de la lanza por el tercio inferior ligeramente hacia arriba, sólo lo suficiente para que la punta del arma pase por encima de tu cabeza, y entonces estarás debajo y tu enemigo no podrá usar la derecha a causa de la espada que está blandiendo hacia arriba. Ahora debes clavar tu espada, en una fracción de segundo, a fin de acertar en pleno pecho.» La excelente hoja cortó con facilidad el recio mango de madera sin partirlo en dos. La larga punta de hierro rozó el casco de cuero y arañó la frente de Teodorico mientras éste la esquivaba, y al mismo tiempo veía una mancha marrón delante de él, que sería cuero, paño o ante, pero no una armadura. Apretando el mango con fuerza, bajó la larga y estrecha espada, haciendo presión con el pulgar; retuvo el caballo con un potente tirón, soltó entonces la brida y clavó la espada en la mancha marrón: el grueso cuero se abrió como una rosa. La aguda punta de acero entró más profundamente, brotó un hilo de sangre y después un chorro que le salpicó el rostro y le nubló la vista; aún podía distinguir a su enemigo, su barba… oyó entonces entre estertores una maldición en lengua extranjera, vio los ojos en blanco, la espuma, el caballo que se desplomaba: todo en una fracción de segundo, desde que clavara la espada hasta que la sacó de la herida con un rápido movimiento de muñeca.
Teodorico estaba rodeado por sus godos como por una muralla de guardias de corps. Sus miradas siguieron el combate en el cual, según la severa ley de los hombres, no podían intervenir, pero le hubiesen vengado en el acto de haberle visto herido mortalmente… El número de godos a su alrededor iba creciendo mientras el de los sármatas disminuía. Caballos dispersos daban vueltas por el cañaveral, sin jinete que los guiara. Nadie se preocupaba ahora de los caballos, cuando los hombres luchaban cuerpo a cuerpo con hachas, lanzas, mazas y espadas atacándose una y otra vez, en un combate que aún no estaba decidido. Los godos superaban en número a los sármatas, eran superiores a ellos. ¿Quién puede contar al enemigo en momentos como éste? Por la magnitud del bosque de lanzas, por la anchura de la nube de polvo, por la fuerza del fragor, puede imaginarse uno que está en superioridad numérica… Caballos sin jinete, caballos heridos mortalmente, hombres derribados. Los guerreros no pueden vivir para siempre, pero ofrecen un terrible espectáculo cuando en pleno combate encarnizado se balancean en la silla, caen del caballo y quedan tendidos en el suelo con los ojos vidriosos, la cabeza partida, la garganta abierta, en el pecho una herida tan honda que asoma por ella el corazón.
Era espantoso para aquellos que lo veían por primera vez, para quienes se trataba de la primera batalla y por primera vez probaban sus hojas… con uno… con dos… con tres.
Bizancio había sido una buena escuela para el joven príncipe. Teodorico pensó en el maestro de armas persa, que con su hoja extremadamente flexible se deslizaba entre ellos como un mago. Habían pasado hora tras hora en la sala de esgrima, a fin de —como él decía— perder el miedo. «Piensa en cada pelea que te encuentras aquí, participando en una competición entre amigos, para ejercitar los músculos y desarrollar la armoniosa belleza de los movimientos y la arrogancia masculina.»
Uno, dos, tres. Teodorico tardó más en vencer a su segundo contrincante. El hombre era un mal luchador, pero resistente, y el hacha sármata, un arma más temible que la lanza. Ahora le prestó un buen servicio a Teodorico la armadura del pecho, que el hacha no atravesó, sobre todo porque amortiguó su ímpetu con la espada. El cuello del enemigo se estiró y sobresalió del cuello de la armadura cuando de nuevo el hombre se aprestaba a asestar otro golpe. La punta de la espada pinchó sin dificultad el brazo levantado, y entonces, con un rapidísimo movimiento de muñeca, Teodorico cortó la arteria de la garganta del sármata. El maestro persa le había enseñado en su imperfecto griego este truco oriental del arte de la esgrima. El tercero era joven como el propio Teodorico, casi un muchacho. Tenía ojos azules y cabellos rubios. Teodorico apuntó a la muñeca y cortó el tendón; al enemigo se le cayó la espada, y miró confuso e indefenso a su vencedor. Teodorico levantó la espada para el golpe. Los ojos del muchacho expresaron una angustia mortal; cogió al joven por la manga y lo atrajo hacia sí. Sin darse cuenta, habló en griego:
—Eres mi prisionero.
El otro no le comprendió, pero alzó las manos como si quisiera decir: «Me rindo».
Los godos habían bajado la colina y subido por la rocosa ladera como una tromba. A su paso no encontraron ninguna muralla, tumba u obstáculo que pudiese interrumpir su carrera. Cuando llegaron a las praderas, Teodorico ordenó el ejército. Pasó revista a los guerreros, mandó contar los muertos, puso centinelas a los prisioneros y organizó de nuevo las unidades. Los godos cambiaron las armas, pues las espadas de los sármatas eran mejores, y sus arcos gozaban de merecida fama. Teodorico concedió una hora de descanso. En el campamento del enemigo les esperaba la comida fresca, la carne de animales recién muertos. Desde hacía más de una semana no comían otra cosa que carne molida y sangre, y un poco de mijo y sémola de cebada que llevaban consigo en la bolsa de cuero atada a la silla. Un rato de descanso para ordenar el ejército, comer y saquear a los prisioneros. Entonces los jinetes se pusieron de nuevo en marcha, describiendo un ancho círculo, para rodear a los sármatas y conducirles hacia el río.
Singidúnum era una fortaleza, un antiguo campamento romano que los sármatas, cuando se establecieron en él, repararon tan bien como supieron. Desde aquí salían para sus saqueos. No tenían ningún miedo de que alguien viniera a sorprenderles en su guarida, pues la fortaleza, enclavada sobre una montaña, podía rechazar cualquier ataque. Teodorico conocía la estrategia de la guerra contra una fortaleza: para un ejército de jinetes no había la menor esperanza de tomar por asalto, sin máquinas de guerra, una fortaleza que estaba preparada para resistir un sitio. Su única arma efectiva tenía que ser la rapidez. Finalizaba la primavera. Los godos se alejaban cada vez más del río; si tenían suerte y se entablaba una batalla durante el camino, al atardecer podrían llegar hasta el pie de la montaña y atacar la fortaleza protegidos por la oscuridad.
Babai no logró formar a toda prisa un ejército con sus dispersas tropas. Requería cierto tiempo para hacer venir a los guerreros de las colonias vecinas. Lo único que podía hacer era enviar a la lucha a los hombres que se hallaban en el fuerte o en las proximidades. Eran hordas que se lanzaron contra los godos con furia desenfrenada, exigiendo venganza para los muertos. Se inició una salvaje carnicería. Teodorico sabía que los godos hubiesen luchado con el mismo encarnizamiento en caso de ser atacada su aldea. Así luchaban todos los pueblos de la estepa: heroicamente, pero sin ningún plan.
Había salido ileso del primer encuentro; sólo una lanza le arañó la frente. Sentía dolor en el brazo. En el calor de la lucha no había advertido el impacto de una piedra lanzada por una honda. Ahora seguía el curso de la lucha desde una colina baja, sin intervenir en ella, y decidiendo desde su puesto elevado hacia dónde debía enviar a sus jinetes. Había pasado la primera borrachera, su caballo ya se había acostumbrado al olor de la sangre. Ahora podía observarlo todo desde arriba: cómo cumplían sus órdenes los godos, cómo iba haciéndose pequeño el círculo en el que se luchaba cuerpo a cuerpo. Los sármatas sentían que se estaban metiendo en una trampa… al final ya no les quedaba sitio para levantar la lanza o blandir la espada.
Era la segunda victoria. Los cuerpos desnudos de los nuevos prisioneros estaban rodeados por el enrejado de lanzas levantadas de los vencedores. Atardecía. De la orilla del río llegaba una niebla azulada, que se cernía lentamente sobre la tierra… pronto alcanzaron el pie de la montaña, con la desembocadura del río en el Danubio a sus espaldas.
¿Disponía Babai de un tercer ejército?
Un grupo de jinetes sin máquinas para el asedio: sólo el asalto, el ímpetu irresistible del ataque podía darles la victoria. Desmontaron, pues, del caballo, y se esparcieron en pocos minutos como hormigas por la montaña. Ardían fuegos aislados; como en todo asedio, las antorchas llameantes producían una sensación de misterio y terror. Antorchas incendiarias volaron por el cielo y cayeron sobre los pajares. El fuego se propagó a los establos, aumentando la perplejidad y haciendo cundir la desesperación, mientras los jóvenes guerreros godos, en apretadas filas, sedientos de una victoria definitiva, trepaban con el arma en la mano por rocas y senderos.
Los sármatas no tenían otro ejército que pudiese defender las murallas de la fortaleza, sólo los guardias de Babai intentaron detener la ola de los atacantes. Hicieron rodar por la pendiente piedras enormes, para que arrastrasen con su peso al enemigo; pero faltaba una defensa bien planeada. El propio rey observaba desde una ventana aquella lucha comenzada en tan desiguales condiciones. Cuando el espacio libre de la montaña fue muy reducido, y los atacantes se encontraron cerca de las murallas, Babai tuvo que reconocer que su débil guardia sería incapaz de detener aquel impetuoso ataque.
Los sármatas eran temidos ladrones de hombres. En cada campaña hacían el mayor número posible de prisioneros. No sólo guerreros, que con sus lazos magistralmente manejados inutilizaban para luchar, sino también mujeres y niños, a los que consideraban asimismo un valioso botín. Los sármatas no eran un pueblo muy numeroso. Los niños robados, educados por ellos, constituían una ayuda adicional, y los que no necesitaban eran vendidos a elevado precio a los comerciantes de esclavos. Las doncellas de la estepa significaban cuantiosas monedas. En cambio, los muchachos eran alistados por Babai en un nuevo ejército sármata.
Los infortunados prisioneros y esclavos, mercancía para el próximo mercado, no se hallaban en la fortaleza, donde apenas hubiera podido alojarse aquella lastimosa muchedumbre, que cambiaba continuamente. Vivían —tanto en invierno como ahora, en primavera— amontonados como ganado al pie de la montaña. Durante la inspección diaria podía oírse el restallido del látigo y los gritos de dolor. A nadie le importaba que murieran unos cuantos ejemplares de una mercancía conseguida tan fácilmente. Ahora había llegado la primavera, y los guerreros podrían llevar a cabo nuevos saqueos para reemplazar a los prisioneros muertos durante el invierno.
Por los exploradores supo Teodorico dónde se encontraba el campamento de prisioneros. Ordenó que se dirigiera a él una división de godos armados con lanzas sármatas, para el caso de que no fueran suficientes las armas de los centinelas, a los que había que dar muerte. El ejército de los godos no tardó en verse reforzado por los prisioneros liberados, sedientos de venganza. Los hombres fueron a sumarse a los guerreros godos que trepaban por la montaña; las mujeres se dispersaron. Los centinelas muertos yacían ante las puertas en un charco de sangre. La alta empalizada había sido asaltada desde dentro, y por las brechas seguían saliendo nuevos prisioneros, cuyo destino fuera el mercado de seres humanos.
Teodorico empezó el ascenso por el otro lado de la montaña. Con su escudo se protegía de piedras y bloques de roca. A su lado iban los cornetas; en las horas de descanso de la campaña había enseñado a su tropa las señales bizantinas con el cuerno. Paso a paso se abrían camino hacia arriba los atacantes. Tenían que cubrirse continuamente, para que la lluvia de flechas de los sármatas no les causara heridas graves. Parecía que el valor de los defensores estaba cediendo, como si quisieran abandonar las murallas exteriores y replegarse. Las llamas se propagaban de tablón en tablón y prendían en los maderos exteriores. ¡Si el fuego continuaba extendiéndose, no se podría apagar, el río estaba lejos y era imposible subir el agua! Desde el otro lado llegó el grito de los prisioneros liberados. Ahora comprendieron Babai y su gente que habían perdido para siempre su mercancía humana, tan cuidadosamente vigilada.
El palacio en sí era tan grande como un castillo. Durante siglos, aquí había tenido su sede el gobernador romano. Quien fuera señor de Singidúnum dominaba la tierra junto al Ister, podía proteger las provincias meridionales y asegurar la calzada que conducía a Bizancio. Esto lo aprendió Teodorico en Bizancio cuando los maestros de la estrategia le hablaron de la importancia de las vías fluviales.
El botín no cayó como un fruto maduro a los pies de los atacantes. Si en lugar del rey sármata hubiera sido Teodorico el defensor del castillo, habría resistido el asedio durante muchos días con la mitad de la gente, pero los sármatas no entendían de defensa. El rey no dominaba a sus tropas, cada hombre luchó por su cuenta, cundió el desánimo, reinó el pánico… y los guerreros buscaron cualquier agujero, cualquier sendero oculto para escapar con vida de la fortaleza.
Teodorico había dejado un camino abierto. Los indecisos debían tener la posibilidad de huir. Quién podía saber si se trataba de tropas auxiliares, mercenarios gépidos, o tal vez rugienos o escitas, alistados en las filas del rey sármata por coacción o en la esperanza de un buen botín. Había dejado libre el lado oriental: por allí podían escapar los sitiados que lo deseasen. Sin embargo, abajo tendrían que pasar por la línea de guerreros que habían liberado a los prisioneros, y rendirse a ellos o pelear de nuevo.
Teodorico no podía preocuparse por lo que allí sucediera. Lo importante era Singidúnum, la antigua fortaleza romana. Las lanzas se elevaron, alcanzaron la corona de la muralla y sirvieron de escaleras; los escudos formaron techos bajo los cuales fueron subiendo los atacantes. La suerte de los sármatas estuvo echada cuando los godos saltaron la muralla. Con la espada en la mano iniciaron la batalla final. El castillo se dividía en una serie de espaciosas alas. Al principio muy pocos godos podían mantenerse en ellas, se veían obligados a retroceder hacia la muralla, defendiéndose como podían. Pero cuando Teodorico hubo forzado la muralla interior, los godos se apoderaron del ala principal, y tomaron posesión de los establos con los caballos del rey. A este tejado de ripias no debía lanzarse ni una sola antorcha encendida. No se destruyó nada a excepción de las puertas, que fueron astilladas mediante gruesos tablones. En el interior del palacio empezó la dura e incierta lucha de hombre contra hombre. ¿Dónde estaba Babai? Hacer prisionero al rey hubiera sido la más hermosa recompensa de la campaña.
¡Llevar al gran lago como prisionero al príncipe de los saqueadores! ¡Cien sólidos de oro a quien le agarre! Los jóvenes guerreros se lanzaron a la pelea. El suelo de piedra se cubrió de sangre. La guardia del rey defendió las escaleras peldaño tras peldaño. Por doquier, en los escalones, en los inmensos atrios romanos, en la columnata, manaban ríos de sangre. Ésta fue la hora más terrible del asalto. No había misericordia, reconocimiento ni piedad para las manos en alto. Hombre contra hombre, y vencía el arma mejor, la mano más ágil. En las filas de los godos había aún muchos guerreros inexperimentados, mientras que la guardia de Babai estaba formada por veteranos. Pero grupos de hombres cada vez más numerosos seguían entrando en el castillo, limpiando de enemigos las alas sur y oeste y tapiando la entrada con maderos, piedras y máquinas de asedio recién conquistadas. Teodorico corría al frente de todos. Se encaramó a una máquina de lanzamiento. Desde aquí podía observar la lucha que rugía en el atrio rodeado de columnas. Los guerreros godos ya habían ocupado todas las salidas, y solamente el antiguo castillo seguía en manos de los sármatas. Babai… Babai… ¿Y si el castillo tenía una salida secreta, un pasadizo subterráneo que condujera al pie de la montaña y por el cual el rey podía haber huido sin ser visto? Babai… Babai…
Si no podían capturarlo, vivo o muerto, nada habría terminado. Si Babai aparecía y desafiaba a duelo al caudillo de los sitiadores, Teodorico tendría que luchar en nombre de los godos. «Babai… Babai», gritaban ahora cien gargantas, y el castillo devolvía el eco. En el palacio se oían estertores de muerte, gritos, pasos de zapatos de hierro, y en torno a las columnas peleaban atacantes y defensores.
Dos godos luchaban mientras ascendían por la escalera. Junto a la escalera había un cortinaje de pared. De repente salió de entre los pliegues una hoja y atravesó el cuerpo de un guerrero, que emitió un solo gemido; la herida era mortal, le había tocado el corazón. El guerrero se desplomó y rodó por la escalera. Su camarada, con salvaje ferocidad, descargó el hacha contra el cortinaje. Un grito reveló que había herido a alguien. Era Babai quien se ocultaba tras la cortina. La afilada punta del arma le había herido en el hombro. La espada cayó de su mano, un segundo después, cuando el puñal cortó la arteria de su garganta; siguió un estertor de muerte. Sobre la rica túnica, empapada de sangre, la espada separó la cabeza del tronco. Al guerrero se le nubló la vista. Al pie de la escalera, apoyada contra la pared, había una lanza. Un godo levantó del suelo la cabeza del rey y la ensartó en la lanza.
Babai… Babai. La lanza, antiguo símbolo de la guerra y garantía de la victoria, fue sujeta a la almena; en su extremo estaba la cara de barba rojiza, horriblemente desfigurada por el rictus de la muerte. Los supervivientes del castillo de Singidúnum depusieron las armas.
Los jóvenes guerreros no tenían aún experiencia en pasar a cuchillo al enemigo. Se detenían cuando oían proferir gritos de muerte, cuando resbalaban sobre un cieno sanguinolento. Los habitantes de la fortaleza se retiraron a los aposentos más alejados del palacio: servidores, mujeres, niños. Conocían el destino que llamaba a su puerta. Todo había sido tan inesperado: hacía apenas dos horas que se hablaba de realizar una expedición sorpresa, y ayer habían vuelto al castillo los restos de las tropas derrotadas. Unas pocas horas fueron suficientes para que los godos penetraran en la fortaleza considerada inexpugnable de los sármatas.
Tampoco Teodorico tenía experiencia en el derramamiento de sangre. Iba de aposento en aposento. En los pasillos montaban guardia sus mejores lanceros. De vez en cuando se secaba la suciedad y el sudor del rostro. En sus pensamientos se sentía trasladado a Bizancio, corriendo a cumplir su deber de cortesano: saludar a un rey bárbaro. Si Babai hubiera sido cristiano, su vencedor tendría que haberle hecho sepultar en nombre de Cristo, pero los sármatas no habían adoptado el cristianismo como los godos. Quemaban a sus muertos según ritos paganos. Teodorico miró hacia arriba, a una ventana. El saqueo ya había comenzado. Era imposible frenar a un guerrero bárbaro tras una batalla victoriosa. Teodorico no podía limitar a dos horas el libre saqueo por medio de una señal de cuerno, como prescribían las reglas bizantinas para el asalto a un castillo. Así pues, sólo reforzó la guardia, porque Singidúnum era también famoso por su vino. Envió patrullas que tenían la misión de impedir que los godos se embriagaran con un vino desconocido. La perdición de Babai había sido que sus tropas se hallaban dispersas en sus campamentos entre las montañas y el llano, y por este motivo no pudo reunirlas en un día.
Teodorico comprendió con claridad la diferencia que existía entre estos guerreros y los romanos, acostumbrados a una disciplina férrea y a la voz de mando de los cuernos, y qué difícil era dirigir a los guerreros godos, que no conocían el concepto de la paga y con los cuales él tenía que repartirse el botín como si fuera su igual. ¡Maldita Bizancio, bendita Bizancio! ¡Cuánto había aprendido en el palacio imperial! Siempre tenía que acabar recordándolo.
Al principio sólo vio un par de ojos a través de la puerta enrejada. Dos puntos luminosos, y el rostro en la oscuridad. La reja de hierro debía de conducir a la cámara del tesoro o al calabozo. ¿Dónde estaba la cerradura? ¿Quién lo sabía? Señales de cuerno, gritos, disputas, relinchos llegaban desde los patios. Un par de ojos brillaban en la oscuridad, dos manos blancas se aferraban al enrejado de hierro.
Teodorico se acostumbró lentamente a la penumbra. Se hallaba ante un calabozo del palacio, utilizado tal vez para castigar a los servidores. Desdibujada e incierta, reconoció una figura femenina, esbelta y bastante alta. Las manos que agarraban las rejas eran las de una muchacha. No intentaba sacudirlas. No quería huir. Miraba con ojos relampagueantes desde la oscuridad. Transcurrió un minuto interminable, durante el cual se miraron a través de la puerta cerrada.
—¿Quién eres?
Lo preguntó en godo, y lo repitió en griego. La respuesta fue en latín.
—Me llamo Nébula.
Teodorico había aprendido latín en Bizancio, los cargos de la corte seguían designándose en latín, en muchos lugares se daban las órdenes a los soldados en dicha lengua, y la contabilidad del imperio aún se llevaba en latín. Aunque el emperador no lo hablase, los cortesanos tenían que comprender las cartas y los decretos escritos en la lengua de Roma. Por esta razón se enseñaba el latín en el palacio imperial. Teodorico comprendió que el nombre significaba niebla.
El victorioso hijo de un rey y la prisionera continuaron mirándose a través de la reja del calabozo. Lentamente le vino a la memoria el recuerdo de las palabras latinas.
—¡Eres libre! ¿Puedes salir? La voz repuso en voz baja:
—La cerradura está en la parte de fuera.
No ardía ninguna antorcha, y en la habitación reinaba la oscuridad. Tanteó la puerta con la mano. La muchacha dijo:
—La cerradura está a tu derecha.
Era un cerrojo que se introducía en dos anillos de hierro fijos en la pared. En Bizancio había visto, cuando les enseñaron los calabozos, que encerraban en ellos a los prisioneros que habían sido cegados. En algunos de ellos aún pendían restos de la orla de púrpura de su capa destrozada. Podían haber sido grandes señores, senadores, gobernantes o generales, y ahora escuchaban, con las cuencas de sus ojos vacías, los pasos del centinela que les traía la mísera pitanza. Tal vez… ella se asustaría de él… Primero tenía que acostumbrar su mano al mecanismo. Se hirió el dedo cuando descorrió la barra de hierro con un único y fuerte movimiento. La puerta de hierro giró tan poco sobre sus goznes a la presión de su hombro, que ella tuvo el espacio justo para salir. La muchacha, que había estado prisionera y ahora era libre, se tambaleó.
—¿Quién eres?
—Me raptaron en Iliria. Hace seis meses que espero el dinero del rescate. Si no hubiese llegado este mes, Babai pensaba regalarme a su hijo como esclava.
—¿Hablas griego?
—Un poco… lo aprendí. ¿Comprendes, señor, lo que digo? ¿Quién eres tú, que dices: Nébula, eres libre? ¿Cómo es que hablas el griego? ¿Vienes de Bizancio, señor?
—Soy Teodorico, el hijo del rey Teodomiro. Hemos conquistado el castillo. Los godos te devuelven tu libertad.
—¿Eres godo, señor? ¿Y hablas la lengua de Bizancio?
—He vivido diez años allí. También yo era prisionero, aunque no estaba encerrado. Acércate, Nébula. No tengas miedo, no te haré ningún daño.
—Los godos son crueles guerreros.
—Estás bajo mi protección. Eres libre. ¿Lo comprendes?
—¿Libre? ¿Qué significa ser libre? ¿Dónde estoy? ¿Cómo podré llegar a mi casa? ¿Habrá alguien con vida en mi casa? Una noche… llegaron los jinetes. Me llevaron lejos, muy lejos. El viaje duró cinco días y cinco noches. Incluso el viento se cansa antes de llegar a este castillo.
Fuera, el ruido era espantoso. Podían oírlo porque la puerta estaba abierta. La muchacha tembló. Ruido, noche, jinetes.
—No tengas ningún temor. No te acerques a la reja, aléjate de ella. No tengas miedo… En adelante nadie te hará ningún daño.
El pasillo se llenó de guerreros. Buscaban a su joven señor, temiendo que hubiese caído en una trampa o le hubiese atacado por la espalda algún guerrero de Babai. Pero en el umbral estaba una muchacha, que temblaba. Dentro, en la cámara, había una mesa, un banco y una litera. Sobre la mesa se hallaban unos rollos de pergamino.
—¿Sabes leer?
—Soy cristiana.
Hombres extraños la contemplaban fijamente. La mirada de la muchacha vagó por la estancia como una mariposa inquieta, iluminándose de vez en cuando como si despidiera chispas. Los godos hablaban una lengua extraña y salvaje. Llevaban armas y eran igualmente indómitos y temibles aquellos que una noche la habían atacado y raptado.
—No tengas miedo. Los guerreros godos sólo hacen lo que yo les ordeno.
Los jóvenes se quedaron formando un semicírculo. Su joven caudillo se les antojaba un hechicero. Hablaba en una lengua que ninguno de ellos comprendía, pero sabían que en Bizancio y en Roma los sacerdotes rezaban en aquella lengua, y que el lejano emperador la empleaba para dirigirse a todos los habitantes de la tierra. Tales palabras figuraban en las monedas de oro que el insigne señor enviaba anualmente al rey Teodomiro.
La expresión de la muchacha era triste; iba envuelta en una capa que tenía varias costuras descosidas. Era una capa romana de tejido muy fuerte, y había resistido sin romperse la humedad de las gruesas paredes del calabozo.
La muchacha miraba en torno suyo con inquietud. ¿Por qué estos bárbaros tenían que ser más buenos con ella que los otros? Sólo el guerrero rubio y sin barba hablaba en una lengua comprensible para ella. Hasta sabía sonreír; entonces su mirada penetrante y aguda se suavizaba. El rubor cubría el rostro afeitado. Cuando sonreía, parecía un muchacho. Nébula estaba ante él, llena de dudas. Era como una hoja desprendida del árbol, un ser solitario y desgraciado que aquí, en el castillo de Singidúnum, no pertenecía a nadie.
No quiso comer nada. Seguramente no había pasado hambre, y no la habían maltratado. ¿Llegaría el dinero del rescate desde la lejana Iliria? ¿Cómo podía llegar el precio del rescate para una muchacha arrastrada por un torbellino?
Recordaba con claridad la noche en que fue secuestrada por los jinetes. Había incendios alrededor de la ciudad. Se oyó un estruendo ensordecedor, chirridos; fueron forzadas las puertas, el gallo rojo voló por los tejados. Y los rostros: barbudos, sudorosos, crueles. Manos que la agarraron y se la llevaron, salvajes sonidos; ella mordió, y un puño le golpeó la frente. Era mejor no pensar en ello. ¿No la habían atado a un caballo que alguien guiaba por la brida, primero a un trote muy lento y después más de prisa, al galope? Salieron de la ciudad, cruzaron el bosque y siguieron hacia comarcas desconocidas. Muchos días y muchas noches. Y por fin llegaron a Singidúnum.
No pasaba hambre ni tenía frío ni le faltaba nada, pero todo era incertidumbre para ella; no tenía ninguna queja. Ante ella estaba el guerrero sonriente de ojos claros y un poco saltones. Ya conocía su nombre: Teodorico. No era un nombre sármata y salvaje como Babai…
La numerosa familia de Babai se había retirado al ala lateral del palacio. Tres de sus mujeres se peleaban por túnicas y alhajas, se lamentaban de su destino y lloraban al muerto. Los niños, aterrados, se acurrucaban en una esquina. ¿Por qué los extranjeros armados se dedicaban a asesinar? ¿Los matarían a todos? La muchacha Nébula entró en el aposento de la reina, y el godo le dijo:
—No te preocupes, no puede sucederte nada malo. Nosotros cuidaremos de ti. Descansa. Bebe vino, come, cúbrete con esta suave piel. Duerme. Cuando despiertes, todo será más hermoso, Nébula. Hombres armados vigilarán tu sueño. Ya no puede ocurrirte nada malo.
Lo dijo con palabras griegas y lo repitió, lo mejor que pudo, en latín.
El consejo de los guerreros godos se llamaba Thing. En él decidían los hombres la paz o la guerra, la división de la tierra, y también las migraciones. Seis mil jóvenes guerreros habían empuñado la lanza, y ahora Teodorico llamó a los capitanes de las centurias para congregarse todos en el Thing. Se reunieron en el salón del castillo, y sesenta hombres no tuvieron lugar donde sentarse. La pregunta era: ¿qué hacer ahora? ¿Instalarse en Singidúnum y esperar a que los sármatas dispersos se unieran e intentasen —si lo intentaban— expulsar del castillo al enemigo? ¿O era mejor abandonar el castillo, procurarse carros y animales de carga, y volver a casa con el botín? De todos modos habían llevado a cabo con éxito una ambiciosa campaña, vivido una gran aventura bélica y ganado con todos los honores una auténtica experiencia de nómadas.
Se trataba de un debate entre hombres, en el cual la conversación se enardecía muchas veces, y poco a poco volvía a serenarse, cuando el orador aburría a su auditorio. Una voz estentórea se oyó entre las filas.
—¿Por qué no expresas tu opinión, Teodorico? Tú nos has conducido. Es necesario que conozcamos tu opinión. ¡Habla, Teodorico!
Teodorico ocupaba la silla de Babai. Ahora se levantó, pues los guerreros congregados merecían aquella muestra de respeto. ¡Bizancio, Bizancio! Allí el emperador se sentaba en su trono con dosel de mosaico, cerraba los ojos, era un hombre sagrado. Sus pensamientos eran transmitidos a la corte y al pueblo a través del eunuco jefe. El emperador flotaba en medio de un resplandor dorado por encima de todos los mortales, como los dioses del Olimpo.
—Guerreros, si nos quedamos aquí, en casa faltarán las seis mil mejores lanzas. Es posible que las tribus sármatas dispersas se estén preparando para una campaña de venganza. ¿Y qué hacemos aquí nosotros, en un país extraño, encerrados en un castillo? Por otra parte, si regresamos todos, nuestra empresa no habrá sido más que una aventura, una campaña en busca de botín. Singidúnum domina el Ister. En Bizancio aprendí las provincias que atraviesa el río hasta que desemboca en el mar. Si esta fortaleza se halla en nuestro poder, siempre podremos llegar hasta aquí sin ser molestados. Aquí el pueblo de los godos puede descansar mientras buscamos una patria mejor. Mi proposición es que dividamos el ejército. Una tercera parte —dos mil lanzas— es suficiente para defender el castillo contra cualquier ataque, y en caso de asedio, los demás podemos acudir en cuanto recibamos el mensaje: ¡Enviad ayuda! Dos mil guerreros deben quedarse en Singidúnum. Los otros recogerán el botín, y dentro de tres días saldremos hacia casa.
—¿Quién se quedará aquí?
—Los que voluntariamente se ofrezcan para ello. Nuestro regreso no será fácil, pues ahora no podemos ir campo traviesa con los carros. Pero aquellos que permanezcan aquí deben estar preparados para un ataque y hacerse fuertes en tierra enemiga. Por consiguiente, es justo que sean ellos los primeros en recibir el botín. Yo, Teodorico, así lo dispongo.
Siervos temblorosos trajeron a rastras los tesoros de Babai; las maravillas ocultas en cámaras secretas, además de centenares de prisioneros. Todo el rico botín de la tribu saqueadora de los sármatas. Mercancías de los comerciantes, muebles de las casas de ciudades romanas, carros de campesinos y numerosos animales. Lo mejor de todo ello lo guardaba Babai en su palacio. Babai, cuya cabeza barbuda, manchada de sangre, estaba ensartada en una lanza junto a la puerta principal, para escarmiento de todos; el viento agitaba su barba. Su único ojo inspiraba terror… al igual que su rostro desfigurado.
Los godos se prepararon para repartirse el botín. Los prisioneros, según una antiquísima tradición, quedaban libres. En su lugar ocuparían los calabozos los prisioneros sármatas.
Los cocineros de Babai asaban bueyes recién sacrificados, y los hombres, hambrientos, se echaban sobre ellos. Era desde hacía meses su primera comida caliente. Los prisioneros estaban libres y los centinelas eran los nuevos prisioneros. Pero los hombres a quienes Teodorico perdonaba la vida, tenían que trabajar. Debían ayudar a cargarlo todo en los carros, todos los tesoros de Babai que pudieran ser hallados y los revelados por los antiguos siervos del rey; a cambio de lo cual recibían su libertad. Teodorico era magnánimo. Por cada buena noticia, por cada pieza de valor entregada, otorgaba un favor. Los sármatas, acostumbrados a un señor caprichoso y despótico, no tardaron en enterarse de esta ventaja. El hijo del rey godo se paseaba sin armas entre ellos. Algunos sabían algo de griego, y los convirtió en sus intérpretes. El intérprete era libre; no le esperaba ninguna servidumbre. El señor era magnánimo.
Se iban cargando los carros. Los guerreros godos vigilaban a los cargadores, y si alguno quería escabullirse, le hacían desistir con el mango de la lanza. Pero se trabajaba bien con el nuevo señor. Godos y prisioneros recibían la misma comida, y los que hacían méritos en su trabajo oían de nuevo la confirmación de Teodorico: «¡Eres libre, puedes irte a casa!»
Fueron elegidos los dos mil guerreros. ¿Quién había oído hablar de los godos en Singidúnum? ¿Qué harían tantos guerreros jóvenes? Los que sabían escribir hicieron una lista con los nombres de los miembros de la guarnición. En otro pergamino se escribieron los nombres de los caídos. A ellos les pertenecía una parte triple del botín. La mayoría aún no tenían mujer. Los padres llorarían según la tradición al hijo caído en la batalla.
¿Quería Teodorico fundar un reino en la fortaleza conquistada? Nuevamente bendijo a Bizancio, que le había enseñado a dar forma a las ideas impetuosas y a frenar sus pasiones. Cuando era conveniente, elogiaba, cuando era posible, recompensaba. Un caudillo no debe nunca inspirar temor a su propio pueblo, pero siempre debe recordarles: el futuro está en mis manos.
Había hecho mezclar polvo somnífero en el vino de la doncella, y por ello Nébula sólo abría los ojos durante pocos minutos desde hacía casi dos días. Entre las mujeres de Babai había curanderas; seleccionó a algunas. Tenían que averiguar los secretos de la muchacha dormida. Cuando hubo pasado revista a todos los carros, eligió para ello un cómodo carro de viaje romano. ¿De dónde lo habrían sacado los sármatas? Hizo enganchar a él los mejores caballos, y además reservó para la muchacha, fiel a la ley goda, una parte del botín.
Los vecinos dedujeron, a la vista de tantos preparativos, que la horda de los godos se iría sin dejar a nadie. Se lo llevaron todo consigo, incluso a los prisioneros. A los supervivientes no les quedaría nada aparte de la vida, pero en la tierra montañosa y exuberante, los sármatas no tardarían en reponer sus fuerzas. Teodorico reforzó la guardia del castillo en el palacio de Babai. Sólo quedaba un día para la última carga y la última consulta. Entonces, a hora muy temprana emprendieron el regreso al hogar, guerreros y carros.
Nébula trataba de ver a través de la niebla que había ante sus ojos. Las primeras siluetas fueron dibujándose con lentitud. Oía voces, pero su cerebro embotado no lograba captar el sentido de las palabras, que sonaban muy lejanas. La muchacha yacía inmóvil, mientras la vida volvía poco a poco y vencía el terrible agotamiento que la dominaba.
Tal vez le preguntaría si quería irse con él o volver al lugar donde la habían raptado. Tal vez habría aún casa y habitantes en la ciudad de Iliria que los sármatas saquearon. Seguramente ella se decidiría por regresar al hogar. ¿No equivaldría a hacerla de nuevo prisionera si la obligaba a irse con ellos… en un incierto viaje hacia Panonia, a orillas del gran lago? ¿Podría creerle la muchacha si le decía que allí no sería una prisionera como lo había sido en Singidúnum?
—Si vienes conmigo, viajarás con comodidad. En cuanto lleguemos a mi casa enviaré emisarios a tu padre para informarle de que vives y estás con nosotros. Si tienes algún deseo, dímelo. Tienes que convencerte de que eres libre y no una prisionera.
—Te creo, pero dime… ¿no está tu hogar aún mucho más lejos que mi patria, señor?
—Nébula, los caballos de los godos son más veloces que las nubes. Hemos aprendido de Atila, que llevaba a sus ejércitos desde un gran mar hasta otro. El camino se acorta con cada día que pasa. Si te dejo aquí, tendré que preocuparme por tu seguridad. No tengo suficientes guerreros para que te acompañen hasta tu casa. Si vienes conmigo…
Transcurrió otra hora, y entonces los cuernos tocaron para la marcha. Lentamente descendieron los carros por la ladera de la montaña. Junto a la ciudad que se levantaba a orillas del río se comprobó todo una vez más. Teodorico puso orden en los guerreros, los animales de carga y las hileras de carros. Los godos estaban habituados a ir de un lado para otro. Toda su reducida tierra estaba acostumbrada a subir a los carros en una sola noche. Los carros lo eran todo a la vez, castillo, protección y hogar.
Eran también un techo para enfermos y ancianos, además de despensa y cámara del tesoro. Cada guerrero godo estaba dispuesto a desmontar y tomar las riendas en la mano.
La distribución de la caravana era lo más importante: muchas veces podía decidir la suerte de toda una campaña. Tenían que cruzar regiones hostiles, y los carros significaban una pérdida de movilidad. Los jinetes debían adaptarse al ritmo más lento de los mulos y caballos de tiro. En caso de una batalla, gran parte del ejército tendría que cubrir la larga hilera de carros. Esta estrategia no la enseñaban en Bizancio. Los guerreros nómadas, en cambio, la llevaban en la sangre, y por ello Teodorico requirió el consejo de los viejos y experimentados. Finalmente quedó formada la columna. Podían mandar exploradores, y la caravana sería protegida tanto en la vanguardia como en la retaguardia contra un eventual ataque.
Teodorico dio la señal de marcha: un potente sonido de cuerno retumbó por toda la llanura; los caballos de la avanzadilla salieron al trote.
La muchacha iba en el interior del cómodo carro romano, entre mullidas pieles. En sacos se hallaba el botín que le había correspondido. Una visigoda que hacía tiempo fuera raptada por los sármatas, iba sentada junto al conductor. Ahora sus lejanos hermanos la habían liberado y se la llevaban a su casa. Las dos mujeres apenas podían hablar entre sí, y sin embargo, eran hermanas. Cuando Teodorico cabalgaba junto a la hilera de carros, miraba hacia la ventana del carro romano, y hacía una señal de saludo a Nébula.
La caravana disfrutaba de más comodidades que a la ida. No tenían que temer ninguna sorpresa, y por ello podían encender muchas hogueras. Naturalmente, una caravana tan larga no podía pasar desapercibida para los jinetes nómadas de la estepa, pero cuatro mil lanzas godas proyectaban una sombra tan densa, que los nómadas perdían los deseos de atacar. Al partir de Singidúnum, los godos calcularon —ahora ya conocían el camino— que el sol se pondría catorce veces antes de que llegaran al gran lago. Tendrían que buscar balsas para transportar los carros. Esto requería tiempo; y sus cálculos no incluían ninguna escaramuza ni refriega eventual.
Eran las primicias del verano, la más bella estación del año. A lo largo del río, todo estaba en flor. Utilizaban la vieja calzada romana, que no se hundía bajo el peso de las ruedas. La calzada estaba descuidada, llena de agujeros. Pero era un buen camino. Su empedrado de reflejos azulados había resistido durante quinientos años el paso de ejércitos, nómadas y pueblos.
Los que viajaban en los carros, bajaron al camino. Sólo los heridos y los enfermos permanecieron bajo techo. Los rayos del sol acariciaban el rostro de Nébula. Una sonrisa hizo olvidar la palidez de la reclusión.
—¿Quieres un caballo?
Momentos después se hallaba la muchacha sobre la silla, y tras un inquieto trote arriba y abajo de la caravana, Teodorico se unió a ella. De momento, la región era segura; la avanzadilla no había anunciado ningún peligro.
Nébula sabía ya muchas cosas sobre Teodorico. Cuando su padre muriera, él sería rey. Si regresaba a Bizancio, el emperador le confiaría un ejército y le cubriría con una capa de oro. La muchacha sabía qué era un patricio. Dijo en voz baja:
—El amigo de mi padre es el señor Orestes, el patricio.
Tenía que hablarle de Orestes, que había comido en su casa y recibido allí a sus generales y emisarios. ¿Dónde estaba ahora Orestes? ¿Qué sabía ella acerca de Orestes? La muchacha tenía que consultárselo. Teodorico escuchaba en la tierra de nadie su armonioso latín. Se hacía repetir alguna que otra palabra. Incluso como ejercicio era bueno conversar con Nébula en la lengua de los romanos.
Si quería, podía llevarla a su propio carro y hacerla su mujer, como tomara en un tiempo su padre a su madre Erelieva. Pero la muchacha llevaba un nombre romano, su padre era una autoridad en una ciudad romana. Por esta razón la habían robado los sármatas y esperado conseguir por ella un elevado rescate. Cabalgaban el uno junto al otro. La muchacha tenía dos años menos que él. En la larga columna de los godos, los jóvenes guerreros bajaban las lanzas cuando pasaban a lomos de sus monturas por delante de Nébula.