XV

Los mulos estaban cansados, la caravana se había apartado de la calzada romana, porque no era aconsejable seguir por ella; podía atraer el peligro. Los mulos avanzaban con dificultad por la tierra que la lluvia había ablandado. Esta vez los godos levantaron el campamento más temprano que los otros días, y mandaron vigías a los cuatro puntos cardinales. En la estepa no había un río ni una montaña que protegiera su retaguardia; podían ser atacados desde todas las direcciones. Ahora, después de conocer la noticia de que un grupo de godos les salía al encuentro, vivían las últimas horas de tensión, y querían evitar cualquier peligro desconocido.

Cayó la noche, el fuego del campamento ardía en una hoguera que era visible desde lejos. Fueron pasando las horas… la estepa seguía amenazándoles, el destacamento de godos podía tardar todavía horas en llegar. Nadie dormía; esperaban con el arma en la mano. El viento barría la estepa, y su creciente fuerza ahogó el ruido de los jinetes que se acercaban.

El centinela guio a sus hermanos. El rey enviaba a trescientos lanceros, guerreros escogidos, para que acompañasen a su hijo al hogar. Entre los jinetes se encontraba un muchacho. Se mantenía erguido sobre su pequeño caballo, y un estrecho aro de oro ceñía su frente. Debía de tener más o menos la misma edad que contaba Teodorico cuando se despidió del gran lago.

Ceremonial en la estepa: los jinetes saltaron de la silla, dirigieron hacia el suelo las puntas de sus lanzas y alzaron su escudo hacia Teodorico. Los godos del séquito del príncipe contestaron al saludo.

El muchacho se acercó a su hermano, al que no había visto nunca. Teodorico sabía que en su casa tenía un hermano diez años menor que él. Su padre era el mismo, mas no así su madre.

—¿Eres Teodimundo?

¿Se parecían los dos hermanos? Ambos tenían el cabello rubio con reflejos rojizos, la característica de los descendientes de Amal. Los ojos del muchacho eran oscuros, los de Teodorico, azules, y extraordinariamente separados entre sí, lo cual hacía que su ángulo de visión fuese muy ancho. Se decía que Teodorico veía también hacia atrás. Ésta era una de las leyendas que le rodeaban y sobre las cuales versaban las canciones que se entonaban junto al fuego de los campamentos.

—¿Eres Teodimundo?

El muchacho levantó los brazos y los cruzó sobre la armadura de cuero. Era ya demasiado alto y pesado para que Teodorico pudiese levantarle, así que se limitó a inclinarse hacia él y colocarle una mano sobre la cabeza. Involuntariamente, iba a dirigirse a él en griego, como hacía siempre en Bizancio. La ley de la estepa exigía que el muchacho callase hasta que su hermano mayor le interpelara. El niño miraba con ojos brillantes a su arrogante hermano, en cuyo rostro había crecido durante el viaje una barba rubia y aterciopelada.

—Te agradezco que hayas venido a recibirme. ¿Cómo está nuestro padre?

Los jinetes intercambiaron miradas. El rey Teodomiro estaba cansado. Tosía mucho cuando el viento seco soplaba en la orilla del lago, y se levantaban torbellinos de polvo.

Babai, rey de los sármatas, era el peor enemigo de los godos. En unión de los gépidos había atacado ya numerosas colonias, y cuando los godos emprendían una campaña, los sármatas saqueaban los indefensos campamentos de la retaguardia. Por tres veces, después del saqueo, habían secuestrado a las mujeres y los niños.

Teodimundo pasó la noche en la tienda de su hermano. Para el muchacho era algo totalmente natural dormir sobre el duro suelo, mientras que Teodorico pensaba en una cama blanda, en el palacio imperial, en los jardines y en los ruidos matutinos de la gran ciudad. Los soldados de la guardia pasaban todas las mañanas bajo la ventana de su aposento. Oía el toque de diana, y con sólo incorporarse hubiese visto pasar los carros cargados de fruta por la calle principal. Cuando se levantaba, el esclavo le enumeraba las novedades de palacio. Antes de entrar en el pasillo que conducía a la sala de recepciones, vistiendo su túnica de corte, ya sabía lo ocurrido en el imperio durante un día y una noche.

Fuera silbaba el viento. La tierra bajo su cuerpo era dura, la humedad penetraba incluso a través de la piel de oso. En una tosca vasija les llevaron leche de yegua recién ordeñada, puré frío de cebada y un trozo de tocino, la comida de los guerreros. En Bizancio eran higos cocidos en miel, vino de Chipre y frutas que no tenían nombre en la lengua de los godos. En las ocasiones en que había comido con sus majestades, estaban presentes las más hermosas flautistas del imperio, para alegrar a la augusta pareja.

—¿Dónde has combatido hasta ahora, Teodorico?

Al niño se le soltó la lengua. Buscó las cicatrices en el rostro de su hermano. Sacó de la vaina de cuero la larga espada bizantina. Era la espada que llevaban los jinetes más pesados. Las de los godos eran más cortas, más anchas, trabajadas más toscamente. El niño admiró el arma para él desconocida, la fina armadura, que se adaptaba como una túnica. Las tibias estaban protegidas también por una armadura, tan flexible que no causaba heridas al caballo. La espada resplandecía, en el reguero no había ninguna mancha de color rojizo. ¿Dónde has combatido, Teodorico? Tal vez debiera responder: Bizancio es grande, el imperio tiene muchos miles de guerreros. Su única misión es combatir. En cambio, la misión del pueblo del sagrado emperador es gobernar. Su Majestad coloca a este o aquel noble bizantino a la cabeza de una división del ejército, pero incluso él dirige las operaciones desde una ciudad o un campamento fortificado. La lucha en sí es asunto de los mercenarios. Isaurios, hunos, godos, vándalos… para eso están allí, para derramar su sangre por el imperio. El pueblo de Bizancio debe cumplir los artículos de la fe, los maestros edifican iglesias y palacios, y los artesanos atienden a la comodidad de la vida cotidiana. La vida transcurre entre el trabajo y las festividades, al amparo de las fuertes murallas.

¿Dónde has medido tus armas con el enemigo, Teodorico? En el mundo de los godos, el adolescente se convierte en hombre cuando hace gala de su valor en el primer combate, derriba a un jinete enemigo, roba ganado y exhibe en prueba de su valentía una cicatriz en el pecho o en el rostro. Teodorico era un hombre esbelto y musculoso. Su rostro, cuando el esclavo lo hubo afeitado, era liso como el rostro del emperador en los sólidos de oro.

La voz de la estepa ahogaba todos los demás sonidos. Se fijó en las ropas de los hombres elegidos por su padre para acompañarle. ¡Qué tosca era la túnica interior, qué viejas las armaduras de cuero, qué pesados el escudo y las armas de hierro! Sus caballos estaban escuálidos, les faltaban los cuidados del caballerizo bizantino. ¡Qué pobre era todo, qué pequeño, qué provinciano! Bizancio… ¡Bizancio! Tuvo miedo de que pudieran leer en su rostro todas aquellas nostalgias incomprensibles. Teodorico, en el umbral de la estepa, ya ardía en deseos de volver a la metrópoli.

En la ladera de la colina había una atalaya. La almena estaba en ruinas, y huellas de fuego revelaban la fuerza de un rayo. Desde aquí se dominaba todo el paisaje. El antiguo arquitecto romano supo comprender desde qué punto tendría el centinela un ángulo de visión más amplio sobre el horizonte.

Teodorico desmontó y siguió las huellas de los centinelas. Subió los peldaños de la torre y contempló desde arriba la orilla del lago. Allí estaba el último «lugar seco», desde allí la calzada atravesaba el pantano y las tierras de aluvión y desembocaba en la ciudad de los godos. En un tiempo se llamó Valcum, pero ahora no se acordaba casi nadie de este nombre.

Miró a su alrededor con los ojos de un romano, como le habían enseñado sus maestros bizantinos: los maestros de la estrategia se inclinaban sobre el plano y buscaban el punto más fuerte y el más débil del campo de batalla elegido, disponían la batalla futura como si se tratase de un trabajo científico en el cual el cálculo desempeñase el papel más importante. Si un estratega bizantino viniera a esta solitaria atalaya a la orilla del lago… ¿qué vería? ¿Cómo podían defenderse la calzada, el campamento de los godos, situado a unos tiros de flecha del lago, el gran número de carros, el ganado y las mujeres?

El lago empezaba aquí, o más exactamente, aquí describía la orilla septentrional un arco, antes de continuar hacia el sur. El agua fluía a través de las tierras de aluvión, no había en el mundo un solo ejército que se atreviera a atacar en estos pantanos. Sólo la antigua calzada romana permitía el acceso a la ciudad, que en tiempos remotos fuera en este importante cruce del camino real de la antigua Panonia, a la vez lugar de descanso, centro comercial, posta y sede del administrador del distrito. La calzada seguía la orilla septentrional del lacus Pelso. La orilla meridional era fangosa, y los múltiples peligros de un terreno pantanoso mantenían alejados a los ejércitos. Había muy pocas cabezas de puente de los godos en la orilla meridional; al cabo de pocos años se fueron convirtiendo en pequeños poblados rodeados de murallas.

La calzada pasaba junto a la atalaya. La mirada adiestrada en Bizancio medía la distancia, buscaba fortificaciones, fuertes, barricadas, puertas vigiladas. Los godos entendían tan poco de la guerra de sitio como de la erección de fortines. Los guerreros de la estepa y los bosques despreciaban a los romanos, que se ocultaban tras murallas y se defendían protegidos por fortificaciones de piedras y ladrillos. «Tendré que ocuparme de todo —pensó Teodorico mientras su caballo cruzaba la puerta derruida, que ya no ofrecía ninguna protección—. Convertiré el campamento en un fuerte.»

Era el hijo del rey… pero no un guerrero. Esto lo comprendería cuando se sentara en el consejo de los caudillos. Todos hablaban antes que él, todos eran hirsutos veteranos del ejército, que con palabras toscas relataron sus experiencias durante la época de Atila.

El rostro largo y estrecho de Teodomiro estaba congestionado, y sus ojos brillaban. Cuando su hijo llegó, le condujo al palacio, que en un tiempo fuera residencia del prefecto. Se encendieron grandes leños en el sótano de la casa, y en seguida el calor se difundió por los tubos de las paredes, calentándolas pese a su grosor. Entonces Teodomiro dejó de sentir frío. Bebió su hidromiel, su mirada vagó por la tierra, y sonrió.

Erelieva no podía participar en el consejo de los hombres. Teodimundo era de otra madre. Teodorico tenía una hermana, también hija de Erelieva, llamada Amalafreda. Erelieva mandó recado a su hijo de que le esperaría después de la puesta del sol. El consejo de los hombres no podía durar eternamente.

En sus cabellos rubios brillaban hebras de plata. Erelieva sólo había vivido en la estepa; era hija del príncipe de una tribu. Compartía la cama con el rey, le había dado hijas y un hijo, el primogénito. Pero no era su verdadera esposa, y cuando llegaban enviados cristianos, Erelieva no estaba presente en la recepción. Si traían regalos, recibía su parte en el dormitorio. Nunca podía sentarse junto a su marido con la corona en la cabeza, como había oído contar que hacían las reinas germanas.

Erelieva le recibió vistiendo una túnica larga, sobre la cual llevaba una capa azul. Teodorico había pensado muy a menudo en su madre durante los primeros años, pero vivía tan lejos que apenas podía recibir noticias de ella. Madre… madre… Cuando se fue haciendo mayor, la imagen de su madre palideció, y cuando alcanzó la madurez, desapareció casi totalmente su recuerdo.

Amalafreda guio a Teodorico a donde se hallaba su madre. ¿Había llegado repentinamente el estío a la orilla del lago? Todos los capullos habían reventado, millones de ranas croaban en el cañaveral, los pájaros anidaban en las columnas derruidas, con fuerza elemental palpitaba la vida a orillas del lago. Todo parecía encantado, misterioso: la finísima hoz de la luna en el cielo de un azul oscuro, sobre la superficie del agua, la cadena de centinelas en los prados que bordeaban la bahía; los botes de los pescadores, hechos toscamente con troncos de árboles, estaban amarrados a la orilla; impulsado por la ligera brisa, que sólo rizaba la gris superficie del agua, se deslizaba un barco de vela. Todo era indeciblemente hermoso; ahora se hallaba en la antesala de la casa de su madre. Y se acordó de los palacios de Bizancio, de las casas de los eunucos jefes y los funcionarios. ¿El palacio de Erelieva? Contempló a su hermana: ¿era hija de un rey? El tejido de su túnica era burdo, el corte, medio germano, medio bizantino, y sus sandalias de piel de cabra eran obra de un zapatero local. La fíbula que sujetaba su túnica interior era de plata ligera, ya estropeada por el uso. Sobre su pecho colgaba un ámbar amarillo; era bello y valioso, pero pulido toscamente. Unos mercaderes del norte lo habían cambiado por pieles de caballo. Todo era peculiar, la vida se movía con lentitud, los hombres salían a la intemperie con la cabeza descubierta y sin capa después del largo y despiadado invierno.

Erelieva contemplaba a su hijo, que ella diera por muerto cuando lo alejaron de su lado. Le había llorado con una canción fúnebre, más triste aún que las canciones con que se despedía a los hombres que iban a luchar. Teodorico contemplaba el rostro de su madre: ¿era bello todavía? ¿Resplandecía aún el rubio que veinte años atrás hechizara a Teodomiro? ¿Cómo era el rostro de Erelieva? De improviso vio unas imágenes ante sus ojos. Las dos emperatrices estaban sentadas en su elevado trono de oro. Verina, con su belleza lánguida, envuelta en nubes de perfume. Era mayor que su madre Erelieva, pero aún seguía siendo la figura cautivadora de palacio, sobre cuyas aventuras se murmuraba mucho. ¿Y Ariadna, la gentil y obediente Ariadna, siempre a la zaga de su tosco marido isaurio?

La tarde pertenecía a las mujeres. Erelieva colocó a Teodorico ante el extremo superior de la mesa; le servían las hijas de los capitanes. Las mujeres no se sentaban a la mesa mientras los hombres comían, lo exigía la ley de la estepa. Entró un tocador de laúd, y cuando llenaron los cuernos de hidromiel, cuyo borde el platero godo había adornado con plata, y a los que modeló una especie de pie para que pudieran posarse sobre la mesa, se sintió transportado por las viejas canciones de su infancia: le invadió el calor y encontró dulces las inquietudes de su madre.

—¿Verdad que ahora te quedarás siempre junto a nosotros, Teodorico? —preguntó Amalafreda. La esbelta muchacha rodeó los hombros de su hermano.

Fue preciso describirles la ciudad. Hablar del mundo del palacio imperial, de las calles, donde ahora, al atardecer, se congregaba la multitud, que abandonaba sus casas calientes y paseaba y conversaba en las calles iluminadas por lámparas de aceite hasta altas horas de la noche. Los vendedores del mercado aún tenían su género a la venta, las tiendas estaban abiertas, en carros seguían trayendo toda clase de frutas. Las doncellas se adornaban los cabellos con flores, y mientras duraba la luz del día paseaban por la Mesa, y miles de personas se sentaban a la luz de la luna en las escaleras del Hipódromo. ¿Hablar de la ciudad…?

—Ordenaré que traigan los regalos y los repartiré entre vosotras.

Los presentes elegidos por Verina estaban dentro de sacos de cuero, que habían venido a lomos de los mulos más fuertes. Eran presentes destinados a la esposa y la hija del rey. En la Corte bizantina le llamaban rey, cuando de la cancillería salía una carta dirigida a Teodomiro. Era un aliado, y al príncipe de una tribu amiga le correspondía el título de rey. Verina había elegido ella misma los regalos: sedas, telas, ambrosía, alhajas, valiosas ánforas, aceite, perfumes, pinturas para el rostro, lámparas, recado para escribir y zapatos. Mientras las servidoras iban sacando de los sacos uno por uno los presentes, en los rostros de las mujeres godas se reflejaba la confusión, el asombro, la envidia y la admiración. ¿Todo aquello serie suyo? Erelieva se quedó algunas alhajas, una doncella noble se prendió en la túnica una artística aguja bizantina. Su hermana se colgaría al cinto un puñal de finísimo trabajo, y la madre se probó con lágrimas en los ojos un par de zapatos de tacón alto, hechos con piel de ante y orlados de púrpura. Se rio y exclamó:

—Mirad… son para mí, para mí… mi hijo me los ha traído…

Teodorico hubiese querido destrozarlo todo, romper cada una de aquellas cosas valiosas que recibían con tanta avidez. ¿Para qué necesitaban telas perfumadas las hijas de los godos? ¿De qué servirían los pañuelos de seda, los terciopelos, el cuero delgado como un velo, los cubiertos de plata? La corte de Erelieva se alojaba en un almacén romano, provisto de columnata, desde que la tribu goda acaudillada por Teodomiro se estableció tras la partición en la tierra que se extendía entre el Danubio y el gran lago. Todavía podía verse donde el prefecto guardaba los sacos de cebada; unas marcas mostraban el lugar en que se amontonaban las diferentes mercancías en la gran sala dividida por columnas. Los muebles se hallaban dispuestos de cualquier modo, algunas piezas las habían dejado los romanos, y otras eran obra del ebanista local. Sobre el suelo estaban extendidas pieles de animales salvajes, a fin de no tropezar con las rotas losas del mosaico. Una de las alfombras procedía del tiempo de Atila, era el botín de una campaña, pero ya tenía los bordes deshilachados. Las toscas botas de los hombres rompían los delicados hilos. ¡Bizancio, Bizancio! ¿Por qué habría traído a Erelieva los regalos de Verina?

Hacía una semana que asistía todas las mañanas al consejo. Ahora ya conocía los peligros. También él veía ya un enemigo en Babai, el rey de los sármatas, que acechaba continuamente una ocasión propicia para atacar a los godos.

Un brazo adornado con hebillas de bronce golpeó con estruendo la maciza mesa de roble en torno a la cual se encontraban los condes godos. Las imprecaciones se mezclaron con las frases fanfarronas, los desafíos y las provocaciones. Se dejó oír la voz temblorosa de un anciano, que se escuchaba con impaciencia pero también con respeto. Eran horas decisivas para la tribu. Fuera, la tormenta azotaba los árboles de la orilla, levantaba remolinos de polvo que se extendían sobre el lago. Todo era elemental, el agua, las voces y los hombres.

A la mañana siguiente, Teodorico envió un mensaje a la juventud. ¿Cuántos eran los jóvenes godos que hasta ahora habían vivido veinte primaveras y veinte veranos? ¿Cuáles de los jóvenes guerreros se unirían a él…? ¿Cuántos serían los que reconocerían en el joven descendiente de Amal a su caudillo? En una noche, la estepa floreció. Una maravillosa primavera invadió la tierra. Las abejas zumbaban, embriagadas, en torno a los cálices de millones de flores. La tierra floreció mientras se congregaba el ejército de Teodorico; seis mil lanzas: las armas de los jóvenes guerreros apuntaban hacia el cielo.

Su padre conocía el plan sólo de manera superficial; los viejos simulaban que tenían los ojos y los oídos cerrados. Por los campamentos y cuarteles corría la noticia: Teodorico se está armando… Seis mil lanzas saludan al joven caudillo.