La carrera de carros del Hipódromo se organizó en honor de Teodorico. Se hallaba sentado inmediatamente detrás de Zenón, y como éste, llevaba una capa orlada de púrpura y un aro de oro en la frente, y sus cabellos rubios lanzaban destellos rojizos a la luz del sol. La muchedumbre le saludó con prolongados aplausos. «¡Te saludamos, Teodorico!», se oía exclamar, tanto del lado de los Azules como del de los Verdes.
Nada perturbaba la divina armonía de la corte. Todo se desarrollaba según los cánones establecidos, y no se advertía la menor muestra de inquietud. Sólo los iniciados sabían que el emperador Zenón no estaba seguro en el trono. Incluso en palacio tenía partidarios y enemigos. Basilisco, el hermano de Verina, era la sombra amenazadora. Había honrado con su amistad a Teodorico el Bizco, poniéndole a su servicio con todo su pueblo; ahora el hijo de Triario había abandonado sus godos y figuraba entre los miembros del séquito de Basilisco en Bizancio, con el objeto de privar a Zenón de su trono.
Los coros anunciaban la gloria del basileo, esclavos negros movían gigantescos abanicos sobre la cabeza de su Majestad Imperial. Esta tarde, sin embargo, el pueblo de Bizancio no prodigaba sus aplausos. Desde la muerte del hijo y corregente de Zenón, el pequeño León, por Bizancio corría el maligno rumor de que Zenón había quitado de en medio a su propio hijo para que nada se interpusiera en su camino.
Verina sentía que las riendas se le escapaban un poco más cada día. Pronto hablarían de ella como de una mujer vieja, pese a que aún conservaba su hermosura. Envuelta en sus maravillosas túnicas, flotando entre nubes de perfume, Verina seguía creyéndose la mujer más hermosa del imperio. Más hermosa todavía que su hija, la dócil Ariadna, que obedecía ciegamente las órdenes de su marido.
Cuando Teodorico el Bizco se acercaba a Bizancio a la cabeza del ejército godo, ¿quién más apropiado para detener al hijo de Triario que el otro Teodorico, el hijo de Amal? Había llegado a Bizancio cuando aún era un muchacho, y ahora tenía la madurez suficiente para reemplazar a su padre en la jefatura de los godos de Panonia. Era un joven arrogante, al que sentaban a la perfección el peinado romano y la túnica orlada de púrpura. La multitud batió palmas: «¡Te saludamos, Teodorico!»
Tras la celebración, partiría hacia la patria. La cancillería imperial había decidido acceder a la petición de la legación goda, que transmitía el deseo del rey Teodomiro. Éste pedía a su Majestad Imperial que enviase a su casa al catorceavo descendiente de Amal. Teodorico debía apresurarse para llegar a la tierra patria tan pronto como le fuese posible.
Desde que fuera capitán de la guardia, Zenón había observado al hijo del rey godo, y recomendado reiteradamente al emperador León que dedicase a su educación una atención especial. Mientras Zenón avanzaba paso a paso hacia el poder y preparaba la caída de Aspar, iba reuniendo a sus partidarios en previsión de su futura soberanía. Con previsora astucia, siempre se mostró amable con Teodorico, en un tiempo en que los demás dignatarios bizantinos le trataban como a un intruso bárbaro.
Cuando Teodorico volviese ahora a su patria y tomase posesión del título hereditario, el emperador tendría en él a un aliado, con cuya ayuda podría como mínimo aliviar la presión del ejército de Teodorico el Bizco. En este juego, una cosa era segura: ambos Teodoricos eran enemigos a muerte. De este modo sería factible el acreditado método bizantino, consistente en enfrentar a los enemigos, en este caso, los ejércitos de los godos.
Verdes y Azules… Cuarenta mil hombres se agolpaban en el Hipódromo; jubilosos vencedores y derrotados que maldecían su suerte. En medio del enorme tumulto fueron apaleados a muerte, como de costumbre, una docena de fanáticos de uno y otro bando. La multitud aplaudía, entusiasmada: un pequeño baño de sangre pertenecía a las emociones de la jornada. Al atardecer se celebró una cena en palacio. Zenón condujo a Teodorico a la estancia contigua, donde estaban exhibidos los regalos que el basileo quería enviar a sus lejanos amigos y aliados, Teodomiro y Erelieva. Si el joven godo no hubiese vivido durante diez años en Bizancio, los numerosos y espléndidos regalos le habrían deslumbrado. Pero ya conocía el trabajo de los talleres de palacio, la asiduidad de los eunucos, las salas donde se almacenaban los regalos, la contabilidad que se llevaba de las mercancías, más lujosas y exquisitas en apariencia que en realidad; y también sabía que no era su majestad quien elegía los regalos, sino el mayordomo mayor, que escatimaba hasta el último céntimo. Pese a todo, la cantidad y munificencia de los presentes inspiraba admiración. Los godos de Teodorico los vigilaban durante la noche. Acompañarían a su joven señor y la reata de cargados mulos hasta el gran lago.
La última noche en Bizancio. Su aposento semejaba una colmena. Los demás rehenes, los príncipes de Persia, Egipto, Capadocia, Bitinia, Tracia, Épiro, Numidia y el reino de los vándalos, con quienes había vivido en el ala posterior de palacio, escuchado las palabras del maestro, montado a caballo y competido en el manejo de las armas, habían acudido para despedirse de él: y cada uno de ellos traía consigo un regalo. En sus ojos se reflejaba la nostalgia por la patria lejana. Príncipes retenidos como rehenes: ninguno de ellos tenía su hogar en Bizancio, y ninguno de ellos era ya totalmente bárbaro, todos sentían nostalgia del hogar, pero también se hallaban a gusto en la ciudad de las maravillas. Ahora los príncipes se despedían del viajero y le entregaban sus presentes.
La despedida de Verina fue muy extraña. De los ojos de la Augusta —Teodorico lo vio— brotaban lágrimas, que secaba con un gesto furtivo. Hubiese podido ser su madre, y sin embargo, era todavía una mujer hermosa y vivaz, de cuyos favoritos se murmuraba mucho en palacio. Verina le recibió a última hora.
—Volverás junto a nosotros, Teodorico. No te quedarás con los tuyos.
—Tus palabras me suenan a proféticas, Augusta.
—También a ti, Teodorico, te resultará demasiado estrecha la tierra de los godos, como a Alejandro el Grande el reino macedónico de su padre. También tú desearás uno mayor. Entonces te acordarás del sagrado imperio cuyo huésped fuiste, que te acogió y te amó. Como yo te amo.
Le hizo sentar. Fue un momento memorable. La mano de Verina le acariciaba los cabellos como aquel día, diez años antes, cuando, recién llegado, ya conocía gracias a Prisco algunas palabras de la lengua del país. Ahora hablaba de manera impecable el griego de palacio. Nada en él traicionaba al hijo de un rey bárbaro. Verina sonrió.
—Mira, Teodorico, éste es el anillo que llevo más a menudo. Cuando alguien acuda a ti con esta alhaja y te transmita un mensaje, sabrás que está hablando en nombre mío.
—¿Por qué, Augusta, dices que volveré?
—Temblarás de frío allí arriba, amado hijo.
Por el rostro de Verina pareció pasar una sombra.
—Teodorico, sabes muy bien que aquí nos amenazan miles de peligros. ¿Por qué murió el pequeño emperador? Un día se quejó de dolores abdominales, estaba febril. Al tercer día ya hubo que llamar a las plañideras. Una gota en tu vino significa la muerte. Llegan los eunucos, y en silencio te rodean el cuello con un pañuelo o una cuerda. Tú conoces el palacio, Teodorico, hijo mío. Tengo miedo. Tengo miedo del basileo y miedo de Basilisco, mi propio hermano. La Augusta es la única a quien no temo. A ti tampoco te temo. Me harás falta cuando estés lejos, Teodorico…
Una larga recua de mulos fue cargada a la luz de las antorchas. En torno se hallaban algunas docenas de guerreros godos, que ya pertenecían al séquito de Teodorico cuando llegó aquí, o que procedían de la guardia y habían entrado a su servicio. Teodorico estaba bajo una arcada. Unos servidores trajeron los caballos y una capa de piel para el paso de las montañas. ¿Qué tiempo haría en el Danubio? «Temblarás de frío allí arriba, amado hijo.» El perfume de Verina… una nube de fragancia le envolvía. Sólo por un momento… Los jinetes godos ya estaban dispuestos; su rudo lenguaje apagó la suave entonación del griego de palacio, recién escuchada en la voz de la emperatriz. Llegó la guardia de corps. Una nutrida división de jinetes imperiales, coraceros, acompañaría a Teodorico y sus godos por los pasos de Tracia y hasta el Danubio. Allí serían reemplazados por un séquito de su propio pueblo.
Mañana en la ciudad de despertar tardío. Los funcionarios municipales barrían las calles, se llevaban a los animales muertos, transportaban al hospital a los heridos de la última noche y apagaban las lámparas de aceite de calles y plazas. Pasaban carros de carga repletos de frutas y verduras para vender en el mercado. Los sacristanes abrían las puertas de las iglesias, acudían los fieles a los oficios matutinos, y ya se cruzaban en su camino los pobres que venían a implorar una limosna, ante la entrada de la iglesia. Los guardias entraban en las tabernas, echaban de ellas a los borrachos y perseguían hasta su casa a las pintadas rameras. Por las callejuelas llenas de suciedad correteaban los niños, y pasaban mujeres con tinajas sobre la cabeza, que se dirigían al pozo más próximo, mientras otras, con una cesta en la mano, se encaminaban hacia el mercado. Los transeúntes, cada vez más numerosos, se apartaron cuando apareció en un cruce de calles el primer jinete imperial. Quienquiera que hubiese visto a Teodorico en el Hipódromo, le reconocería. Con voz alta y alegre, le interpelaban: «¿Emprendes un largo viaje, príncipe?» Le saludaban con la mano. Amada Bizancio.
Durante todo aquel día sintió la proximidad de la capital; por doquier, jardines, villas, campos cuidadosamente cultivados, granjas, casas de veraneo, olivares, palmeras, almendros en flor: una nube blanca y perfumada le acompañó hasta Tracia, donde todo se ensombreció y se levantó el viento, y ya nada le recordó la primavera bizantina que llevaba impresa en el corazón.
¿Fue él quien recorrió este camino con Prisco diez años antes? El viejo Silenciario había abandonado este mundo hacia dos años. Conservó hasta el fin su sabiduría, y casi hasta el último día sirvió en palacio. Nunca había ambicionado nada más; se dedicó a sus escritos, vivió para las letras, y no deseó un cargo más elevado. Todo el mundo le estimaba, e incluso el Augusto había dicho algunas palabras sobre él en el Consejo, después de su muerte.
Muchas veces Teodorico reconocía un tramo del camino. Surgió el contorno de una fortaleza. ¿Qué había dicho Prisco al llegar aquí, qué le sugerían aquellas piedras? El joven príncipe cabalgaba al frente de su séquito. Hasta aquí el viaje había transcurrido sin novedad, sin que les acechara ninguna clase de peligro. Pero ahora llegaban a las regiones de fronteras mal delimitadas donde habitaban las tribus montañesas; ahora podían aparecer patrullas de vigilancia. A partir de aquí se apostarían vigías a ambos lados de la caravana, que ahora se parecía más a una incursión guerrera que a un viaje de paz.
¿Sentía Teodorico deseos de llegar a su patria al precio de la lucha y la aventura? Dirigió la mirada hacia los mulos. No llegaba con las manos vacías. A través de él enviaba Bizancio un saludo al príncipe de una provincia muy alejada.
Repetidas veces apareció en el horizonte una nube de polvo. Veloces jinetes se lanzaron en su persecución, y regresaron con la noticia de que en la garganta estaba concentrado un nutrido grupo. Ahora habría que asegurar primero cada una de las cumbres antes de que los jinetes de Teodorico cruzaran un paso.
Esta vez no tenía al anciano Prisco a su lado para que le abriera los ojos. Él mismo debería observar y reconocer el paisaje durante el camino aparentemente interminable. En los alrededores el poder de Bizancio aún ejercía su protección, había ricos cultivos, cuidados huertos, extensas granjas y exuberantes pastos. En ninguna parte se advertían rastros de devastación. Al alba, los campesinos cargaban sus carros y se dirigían al mercado de la capital.
Pero ya donde cesaba la protección de las grandes murallas comenzaba el asolado reino de pueblos y haciendas arrasados por el fuego. Encontraron en varias ocasiones la cuadrilla de algún recaudador de impuestos, que disponía de sus propios hombres armados y sus propios ejecutores. Cercaban las aldeas como si preparasen una campaña. Las cornejas seguían sus huellas, y después se quedaban junto a los animales descuartizados y los hombres asesinados. El trabajo de los hombres armados era concienzudo. Pero el recaudador de impuestos se llevaba el ganado al mercado vecino.
Más adelante vieron casas derruidas y ennegrecidas por el humo. Esto ya no era obra de los recaudadores de impuestos, sino de tribus saqueadoras, o de nómadas que bajaban de las montañas de Tracia. Esperaban a que no hubiese ninguna banda por los alrededores, y entonces saqueaban a los indefensos pobladores.
Los campesinos vigilaban ya desde lejos todos los caminos, encaramados a las ramas de los árboles más altos. Muchas veces se veían señales de humo elevándose desde las cimas de las montañas. Como el emperador no les ofrecía ninguna protección, tenían que proteger ellos mismos sus vidas del mejor modo posible. Los habitantes de la mayoría de aldeas sabían a dónde debían dirigirse en caso de peligro: a un bosque cercano o un pantano impracticable. Desde las cumbres o desde las copas de los árboles, la caravana de Teodorico parecía un pequeño ejército; pero pronto se hacía reconocible el final de la columna, y la larga hilera de mulos cargados probaba que era una legación o un grupo de comerciantes con sus mercancías. Tales huéspedes no significaban ningún peligro.
Cuando los miembros del séquito levantaban las tiendas para la noche, se acercaban los habitantes de los pueblos, y Teodorico escuchaba sus lamentaciones. «Los campesinos sólo saben quejarse», solían decir los eunucos del palacio imperial. Calificaban a los campesinos de embusteros, rebeldes e inútiles, a los cuales era extremadamente difícil arrancar el impuesto anual. Aquí, al aire libre, junto a la hoguera, o en las casas que servían de posada, las palabras sonaban de otro modo; tenían más peso que cuando el alcalde de la aldea, en compañía de algunos convecinos, y después de largos días de espera, elevaba sus quejas en Bizancio. El fantasma más negro era siempre el recaudador de impuestos. Sin embargo, ¿qué era esta plaga de la langosta comparada con un ataque de los godos del pueblo de Teodorico, el hijo de Triario? Aquéllos no eran ni siquiera cristianos, sino arrianos. Pero la lucha cotidiana debían librarla los lugareños con los propietarios de las tierras. El terrateniente, al que pertenecían muchas aldeas, vivía en Bizancio. Raramente abandonaba su palacio, hasta el cual llegaba el calor de los rayos irradiados por sus divinas Majestades. Por este motivo, los administradores eran casi pequeños reyes: mientras desangraban al pueblo, se llenaban —siempre que podían— los propios bolsillos, hasta que venía uno más fuerte, que ofrecía más al propietario y echaba a su antecesor.
Muchos pueblos no eran molestados. Otros estaban arrasados y cubiertos de malas hierbas. Había granjas fuera del alcance del fantasma negro; los ladrones se habían llevado como esclavos a los inquilinos de otras.
Fueron necesarios días de viaje para que la comitiva de Teodorico llegase a las montañas. Aquí ya no se encontraban apenas aldeas, y los pastos interminables, en los que nadie vivía, se extendían ante su vista. Muchas veces pastaban rebaños, pero con la llegada del otoño la comarca quedaba desierta, el crudo invierno lo cubría todo, y transcurría mucho tiempo antes de que la primavera volviese a hacer su aparición.
Lo que más temía Teodorico era la eventualidad de una lucha fratricida. Los godos de Triario que vagaban por Tracia, y que en invierno estaban hambrientos, merodeaban como lobos y saqueaban donde podían; sin embargo, parecía que existiera un acuerdo secreto y que Teodorico, el hijo de Triario, estuviera siguiendo desde lejos la comitiva del hijo del rey. Solamente las grandes y tenebrosas montañas les contemplaban desde arriba, y durante todo el día no veían otros seres vivientes que los buitres, describiendo círculos en el aire.
Así alcanzó la comitiva el Ister, que constituía la verdadera frontera del imperio. Lo que se hallaba al otro lado del río eran conceptos geográficos: Dacia y después Panonia. Sin embargo, aparte de las legaciones no venía nadie a estas comarcas desde la corte imperial de Bizancio. Nadie quería administrar estas provincias dominadas en un tiempo por Atila. En el lenguaje de las cancillerías seguían perteneciendo al imperio, y los príncipes de la estepa debían solicitar autorización para establecerse en ellas. Sin embargo, el Ister era en realidad la frontera; con sus espesos cañaverales, comarcas inundadas, escasos vados y extensas tierras de aluvión, podía calificarse de reino de las regiones sin nombre, en las que el tiempo no dejaba huellas.
Algunos días más tarde, la caravana llegó al camino real de Trajano: inscripciones en la roca mencionaban a las legiones. La comitiva se detuvo y Teodorico deletreó una inscripción deteriorada por los vientos y las lluvias de cuatrocientos años. Allí, en el camino que bordeaba el río, Teodorico y su gente se despidieron de los jinetes bizantinos. Cada uno de ellos fue recompensado. Su misión terminaba aquí. Habían acompañado al hijo del rey godo y ahora regresarían a casa por el camino real.
Teodorico se protegería como pudiera. Si algo le ocurría en esta comarca, el imperio ya no sería el responsable.
Los jinetes godos respiraron con alivio cuando llegaron a la otra orilla, más rocosa y más seca. Todos recordaban este paisaje; un buen guerrero no sólo recuerda un camino, sino también un sendero recorrido diez o veinte años atrás. Eran hombres de la estepa: sorbían el aliento del viento, observaban la hierba, los senderos de los animales, leían las huellas de la tierra, sabían hacia dónde se dirigía el grupo de jinetes que les precedía, a qué casta de guerreros pertenecían y qué intenciones podían abrigar. Aquí Teodorico reconoció de nuevo a sus godos: vivían en la estepa, donde no había caminos, y sólo el instinto podía señalarles la dirección.
Tres jinetes se adelantaron con sus mulos a campo traviesa, en dirección al ocaso. El gran lago, que desde hacía diez años Teodorico veía sólo en sueños, se perfiló en la lejanía: a unas pocas millas, horas, días de viaje, desde el alba hasta el atardecer. Tres jinetes se adelantaron para prevenir al rey Teodomiro: el catorceavo descendiente de Amal está cerca de la patria.
Los godos del Bizco no habían puesto obstáculos a la comitiva en los peligrosos pasos de las montañas de Tracia. Pero aquí en la estepa —como le advirtieran los escribas bizantinos—, debían protegerse de los sármatas. Los sármatas estaban ávidos y hambrientos como hienas de botín y de presas. Aunque vivían más al oeste del Danubio, y la mayoría vagaba entre el Drave y el Save, era muy posible que sus hordas apareciesen aquí, en busca de botín fácil y de cuanto pudiesen necesitar en su miseria. Si un grupo de sármatas presentía su llegada, se entablaría una lucha con estos buitres de la estepa. Con la esperanza de un botín tan rico como prometía la caravana de mulas de Teodorico, era seguro que pondrían en juego todos sus recursos.
Por este motivo rodeaban el gran lago con tanto apresuramiento los mensajeros, para advertir de la llegada de Teodorico y pedir refuerzos para el séquito, no fuera caso de que ocurriera algo malo a la comitiva en el último tramo del camino.
El grupo cabalgó todo el día sin descuidar ninguna medida de precaución: todos estaban atentos a la menor señal, observaban el horizonte y también el cielo, por si se elevaba alguna columna de humo o se veían las llamas de algún incendio; o si una nube de polvo se levantaba en torbellinos, inopinadamente.
La estepa era ilimitada, no tenía fronteras, y el séquito de Teodorico no se tropezó con ninguna banda, ni encontró huellas de jinetes sármatas, gépidos o hunos. Se había elegido el tiempo más propicio para viajar: a principios de la primavera, que aquí apenas apuntaba, los caballos de los nómadas estaban aún hambrientos después del prolongado invierno, y nadie osaría emprender una incursión a comarcas lejanas. Los guerreros no saldrían hasta que los pastos volvieran a ser verdes y los caballos hubiesen recuperado las fuerzas; entonces —al iniciarse el verano—, la estepa sí que era peligrosa y ocultaba mil peligros.
Teodorico había vivido en Bizancio algo más de diez años. Su vista estaba acostumbrada a la gigantesca ciudad, su lengua, al lenguaje del palacio, su paladar, a los manjares exquisitos, su cuerpo, al lecho mullido, su intelecto, a la conversación de sacerdotes y escribas, su enérgica voluntad, al eterno disimulo y a la eterna adaptación. El hombre joven que ahora paseaba la mirada por el paisaje desde la cima de una colina, era nuevamente un espíritu libre. Cuando acamparon, escarbó la tierra con el pie. Era una buena tierra vegetal, no arena movediza. En ella podía crecer todo… trigo para muchos hombres, avena para muchos caballos. Los pastos comenzaban a verdear; alrededor de Constantinopla, los árboles ya florecían por esta época, y los grandes señores se preparaban para trasladarse a sus villas de veraneo. Aquí, en las hondonadas brillaba todavía la escarcha del invierno, los caballos miraban, intranquilos, a sus jinetes. La hierba aún estaba tierna, y tenía un gusto más amargo que la hierba que crecía bajo el sol griego.
Lo más insólito para Teodorico era el interminable silencio. Ni una sola aldea en ninguna parte. El camino por el que avanzaban había servido en un tiempo a los ejércitos romanos. En tiempos de los romanos hubo aquí alguna que otra colonia de soldados, y tras los legionarios vinieron también los campesinos. Pero todo había desaparecido tras la implantación del reino de los bárbaros, que ocupaba una gran extensión a ambas márgenes del Danubio.
Al décimo día, el grupo que iba a la vanguardia envió una señal para advertirles de que habían aparecido algunos jinetes. Se hallaban aún demasiado lejos para saber de dónde venían y con qué intenciones se aproximaban. La comitiva se preparó para el combate; tal vez tenía ante sí a una avanzada enemiga, y en tal caso había que contar con un ataque. Transcurrió media hora, durante la cual fueron aumentando de tamaño tres puntos negros. Entonces comprendieron que se trataba de una legación.
El más joven de los mensajeros enviados al gran lago conducía a los jinetes. Media hora más, y todos se reunieron después de tantos años: los godos que ya se habían acostumbrado al mar caliente y a la inmensa ciudad, se encontraron con los godos que sólo conocían la estepa y la uniformidad de su horizonte.
Los tres jinetes llevaban medio día de ventaja al grupo enviado por el rey de los godos para recibir a su hijo. Cuando llegó la noticia de que Teodorico volvía al hogar, Teodomiro vistió su mejor túnica y envió a las tribus que vivían entre el Danubio y el gran lago el mensaje de que sus caudillos debían acudir con la luna llena a la recepción del joven príncipe.