En el campamento de Liguria, los guerreros esperaban un milagro. Se difundió la noticia de que Ecdicio había depuesto las armas y el rey de los godos se había apoderado de toda la tierra que quiso en la provincia de la Galia. Sólo un tercio de las propiedades galas, la Narbonense, seguía en poder de Roma. Sin embargo, Eurico consentía en que Aquitania fuese gobernada por un prefecto romano.
Cada uno había recibido lo suyo. Las cornejas no se picotean los ojos unas a otras. Ecdicio, Eurico y Orestes gozaban de poder y de gloria. En cambio los guerreros aún no habían recibido la paga doble que les correspondía según la tradición cuando las legiones proclamaban a un nuevo emperador. El verano era cálido, del norte soplaba un fuerte viento. Hasta las estrellas se habían conjurado contra los guerreros.
Odoacro recibió el encargo de viajar a su antigua patria y reclutar allí nuevos guerreros. Los escitas y los hérulos tenían fama de ser excelentes jinetes, además de dóciles e incansables. Si los reclutaba un miembro de su tribu, prestaban crédito a sus palabras y le seguían hasta el otro lado de los Alpes. Pero en cuanto pisaban tierra romana, sus falsas esperanzas se desvanecían, y poco a poco se iban fundiendo con las tropas auxiliares bárbaras. También ellos se convertían en mercenarios «aliados» del derrotado, pero aún existente y sempiterno imperio.
Odoacro no volvió sin haber logrado su propósito. Le seguían algunos miles de magníficos jinetes.
Pero Odoacro sabía además lo que hacía, sabía que gozaba bajo cualquier circunstancia de la confianza de Orestes. Al fin y al cabo, era el hijo de Edecón, y Orestes transmitía de padre a hijo la amistad surgida a la sombra de Atila.
Odoacro disfrutaba de un prestigio cada vez mayor. El gigantesco oficial de caballería, de cabellos castaños y ojos azules, era ya conocido por su elocuencia: incluso en el consejo presidido por capitanes italianos destacaba por su personalidad. Todas las miradas convergían en él cuando aparecía en los campamentos. Trataba con camaradería a lanceros, centuriones y comandantes de las unidades. Tal vez lo había heredado de su padre Edecón, quien a su vez lo debía a la generosidad del Azote de Dios.
Se decía que Odoacro hablaba muy a menudo de la tierra a los soldados. «¡Cuando mordéis el polvo ocupáis menos terreno del que un muerto necesita para descansar! Italia es grande; en Mediolánum, Ticino y Ravena, los terratenientes echan a perder enormes extensiones de tierra. También los campesinos se llenan los bolsillos. A ellos compramos el trigo, el heno, el vino y el aceite. Nos los dan a cambio de dinero, a nosotros, que les protegemos cuidando de que los godos no invadan esta comarca como en tiempos de Aladeo.
»Cien mil guerreros no poseen ni un diminuto trozo de tierra. Os veis obligados a contemplar el paso del verano y el invierno, y cómo el tiempo tiñe con hebras grises los cabellos de vuestros camaradas más viejos. ¡Con qué gusto acostaríais vuestro cuerpo cubierto de cicatrices en un blando lecho, en lugar de tumbaros sobre el duro camastro del guerrero! ¿Y qué me decís de las mujeres? ¿Quién de vosotros no querría una mujer, una familia, hijos? ¿Quién no siente nostalgia por un pequeño huerto, cultivado en tierra propia? Cuando en la guerra hacéis un prisionero, tenéis que malvenderlo. ¡Qué agradable sería poder llevarlo a vuestra casa y hacerle trabajar para vosotros hasta que se hubiese ganado el rescate! También podríais comprar un esclavo, una ayuda permanente.»
¡Tierra! Había una sonrisa en los rostros de los guerreros. Abrían mucho los ojos cuando Odoacro aparecía y empezaba a hablarles junto al fuego del campamento. Los pastos eran abundantes en Italia, en los huertos había colmenas y miles de árboles frutales; canales cruzaban la tierra, y se podían regar los campos cuando llegaba la sequía veraniega. Por doquier reinaba el bienestar, los animales descansaban en los establos, y los pastos eran cada vez más escasos porque la tierra se araba para convertirla en tierra laborable. El campesino italiano no tenía dificultades en pagar el impuesto con el que podría liberar a su hijo del servicio en el ejército. Por esta razón apenas había aquí hijos de campesinos que sintieran deseos de ser guerreros.
Los legionarios, que en las tranquilas horas de la paz hablaban de muchachas, juegos de azar y futuros botines, y soñaban con ciudades arrasadas, estaban como deslumbrados: ¡tierra, tierra! Cuando se poseía tierra, se poseía también una casa, una mujer, ¡eso sí que era vida! ¡Entonces sí que servirían de buen grado al emperador! ¡Ah!, todo eran sueños… Ni ellos mismos creían que alguna vez aquello pudiera convertirse en realidad.
Era como si las llamas invadieran un bosque seco y lo encendieran todo. En cada atalaya, en cada puesto de guardia, en cada campamento hablaban los guerreros solamente de la tierra.
Orestes oyó con sorpresa que la inquietud cundía en las legiones. ¿Tierra italiana? Cada trozo de tierra cultivada, cada granja, cada casa y cada palacio tenía ya su propietario. El Derecho Romano había extendido su manto sobre cada propiedad. En Italia, la propiedad de cada uno constaba por escrito. Todos podían mostrar un comprobante de que la habían heredado de su padre o comprado a su anterior dueño; especialmente en Liguria, donde los propietarios gozaban de considerables rentas gracias a las grandes extensiones de tierra que poseían.
¿Qué quería, pues, Odoacro? ¿Qué pretendía de manera tan repentina? ¿Quién le animaba a alborotar a las legiones? Los no italianos debían estar contentos de poder servir al imperio por una buena paga. Si alguno perdía un brazo o una pierna, el Estado le indemnizaba, si bien no espléndidamente, por lo menos con una suma considerable por invalidez. ¿Qué significaba esta necedad: tierra… tierra? ¿Para qué servía la tierra a un guerrero? ¿Para dejar a un lado las armas y convertirse en honrado labrador?
Si sobre Orestes no hubieran pesado tantas preocupaciones, habría mandado un aviso a su antiguo amigo: Ven a Ravena y rinde cuentas de tu conducta. Pero no tenía tiempo para ello. Lo que hizo fue encargar a su hermano Paulo que viajase a Mediolánum para enterarse de cuál era exactamente la situación. El hecho era que en cuanto llegase la primavera volvería a necesitar a los guerreros. Paulo no debía decirlo claramente, sino sólo insinuar que tal vez habría que luchar contra los vándalos, o acaso dirigirse a la Galia si Eurico no cumplía lo convenido.
Paulo salió de viaje. Cuando regresó, estaba muy contrariado. Los guerreros rodeaban a Odoacro como un mar turbulento. Era difícil llegar hasta él, y cuando lo consiguió, Odoacro se mostró poco dispuesto a discutir la situación con Paulo, que había venido al campamento en calidad de visitante y carecía incluso de poderes escritos de su hermano, el patricio. Se rumoreaba que los guerreros hacían presión sobre Odoacro para que en la primavera hubiese una repartición de tierras, y en Liguria, la primavera llegaba puntualmente.