XII

En los ocho balnearios más conocidos de la ciudad, en los alrededores del Hipódromo, y ante todo en el atrio de la Basílica se rumoreaba hacía días que algo se estaba tramando. Los eunucos no abandonaban su ala del palacio. Las ventanas palaciegas estaban muy bien iluminadas, y se había doblado la guardia.

El emperador León, a quien los bizantinos habían dado el irrespetuoso apodo de «el Carnicero», ya no era el mismo hombre que un día organizara un baño de sangre, no sólo en las filas de sus enemigos, sino también entre aquellos de los cuales podía esperar ayuda en caso de un levantamiento popular o una revolución palaciega. León, el de las manos ensangrentadas, era hoy un anciano humilde y enfermo, y la tradición exigía de él que ahora se dedicase a ordenar los asuntos del trono y del imperio. Verina presentía que había llegado su oportunidad. Todo el poder se hallaba concentrado en sus manos: el Sello, el senado, los sacerdotes y la guardia. La emperatriz tenía marido, una hija, un yerno y un nieto. Ariadna, la hija, de gran docilidad y muy aficionada a la poesía, obedecía ciegamente todas las órdenes de su madre. Verina había elegido el marido de Ariadna. El hombre poseía en Isauria extensas propiedades, tenía influencia y era príncipe de una tribu guerrera; cuando llegó a Bizancio, todos le honraron poco después con el nombre de Zenón, y fue nombrado capitán de la guardia. La hija del emperador dio a su marido un hijo, que fue bautizado con el nombre de su abuelo, León. Ahora, próximo ya un cambio en el trono, Verina decidió hacer coronar emperador a su nieto. Así fundaría una nueva dinastía. Zenón debía ser ascendido y recibir la dignidad de un César, pero sin disponer de un ápice más de poder que hasta ahora. La verdadera regenta sería ella, Verina. Ahora lo único que quedaba por hacer era preparar el ceremonial: el emperador tenía que nombrar sucesor suyo a su nieto, y el Senado y los dignatarios eclesiásticos, aceptar la voluntad del Altísimo.

Alrededor de mediodía, las personas que merodeaban por la plaza del palacio fueron conducidas hasta las calles adyacentes por un grupo de guardias. Aparecieron tres literas custodiadas que ostentaban la insignia del patriarca. La gran puerta de bronce se abrió en honor del alto dignatario de la Iglesia. La noticia se difundió por Bizancio con la velocidad del viento. ¿Cuál podía ser el motivo de la visita? Seguramente concertarían los detalles de la coronación, y cuándo el primer dignatario eclesiástico del imperio colocaría la diadema sobre la cabeza del pequeño León.

Muy pocos sabían que León, que hasta hacía poco había dirigido sus destinos con mano de hierro, se negaba a dar su consentimiento. No estaba dispuesto a conceder a su yerno Zenón los imperiales escarpines de púrpura. Le correspondía únicamente la dignidad de patricio, que durante largo tiempo ostentara Aspar antes que él.

Poco después de la visita del Patriarca, el estado del emperador empeoró repentinamente. En casos similares siempre surgía el rumor de que en el palacio imperial había hechiceras dispuestas a ayudar con sus suaves decocciones a pasar a un mundo mejor a aquellos cuya vida se estaba extinguiendo.

Tras el ceremonial secreto, la agonía no podía durar en Bizancio más de tres días.

Nadie supo si había ocurrido algo o si se había apagado espontáneamente su vida. La noticia del fallecimiento del emperador se propagó durante las horas de la tarde, cuando sacerdotes y monjes entraron en los patios interiores y exteriores de palacio en señal de duelo, y empezó el ceremonial para la salvación del alma del difunto.

El trono del imperio no podía permanecer vacío. A primera hora de la mañana fue convocado el Senado, que en Bizancio era sólo una sombra de lo que fuera la asamblea de patricios romanos. Carecía de autoridad en los asuntos del imperio, y ni siquiera se le preguntaba su opinión. Se trataba únicamente de un título y una dignidad con los cuales se halagaba la vanidad de viejos estadistas y personas nobles. La única misión del Senado era asistir a la toma de posesión del nuevo emperador, después de que su antecesor hubiese recibido sepultura.

El Senado, pues, se dispuso a esperar, y mientras sus miembros se observaban mutuamente, empezaron a sopesar las posibilidades. Como piezas de un tablero de ajedrez estaban: Verina, Ariadna, Zenón… y León, el niño. ¿Quién asumiría los cargos de primer ministro y segundo, quién conservaría su dignidad de magister officiorum o tribunus militum, quién sería el nuevo Silenciario, administrador de palacio y eunuco mayor de su Majestad Imperial? ¿Qué palabras dirigiría al nuevo emperador el orador de la delegación del Senado, cuando le reconociera como basileo? No podría ensalzar sus méritos de guerra y pronunciar la frase consagrada: «Tú eres el Augusto, el siempre Victorioso, el Divino y el Altísimo». El muchacho acababa de salir de la infancia, y todavía se alojaba en el ala de las mujeres como el mimado de Ariadna. Era imposible —sin burlarse— calificar al niño de siempre victorioso.

Era casi mediodía, y los senadores reunidos empezaron a sentir hambre. Finalmente llegó la noticia: ¡El emperador ha muerto! Estaban a punto de alejarse para tomar un refrigerio cuando entraron las plañideras, con los crucifijos envueltos en velos negros, a anunciar el duelo: el emperador León ha ido a reunirse con los suyos, a edad avanzada y sin ninguna violencia, como los demás mortales. ¡El emperador ha muerto! ¡Venid, bizantinos, a rendir homenaje al nuevo basileo!

Los cien miembros del Senado se pusieron en camino; llevaban distintivos de duelo en las túnicas. Muchos de ellos se apoyaban en un bastón, y dos ciegos eran conducidos por sus compañeros.

¡Ave, César!, se gritaba también en Constantinopla, fieles a la antigua tradición latina. Sin embargo, todo el mundo hablaba griego. Antes de que llegasen los senadores para saludar al muchacho, en la sala del trono se habían llevado a cabo todos los preparativos. Las dos mujeres enlutadas, Verina y Ariadna, entraron dando la mano al niño. Tras ellas apareció Zenón.

La ceremonia de la consagración se prolongó durante muchas horas. El Patriarca la celebró, ayudado por varios altos dignatarios. Las palabras del Senado eran ahora las más importantes, pues este digno gremio representaba el «poder temporal», así como el Patriarca representaba el divino.

La gente se postró de hinojos, el Patriarca entonó las preces; empezaron a oscilar los incensarios y se cantaron salmos. El muchacho vestía una túnica blanca, y la diadema ceñía su frente. Era misión del Senado envolverle con la púrpura. Los senadores competían entre sí para colocar la capa sobre los hombros del muchacho.

Nadie pensaba ya en León, cuyo cuerpo sin vida ya estaba siendo embalsamado. Esto competía a los cirujanos y lavadores de cadáveres. La vida pertenecía a los vivos. Verina seguiría siendo la basilisa, una dignidad que nadie podía arrebatarle. La abuela rindió homenaje al nieto. Ariadna tuvo que doblar la rodilla y saludar a su hijo, el basileo, besándole el pie. Ahora le tocaba el turno a Zenón, el padre. En apariencia, todo se desarrolló de acuerdo con el ceremonial de la corte: también Zenón se arrodilló. Pero repentinamente, el muchacho, que hasta ahora se había mantenido inmóvil, pareció cobrar vida. Se quitó la diadema de la cabeza y la colocó sobre la frente de su padre. Ahora vieron todos que la diadema imperial no era de tamaño pequeño, y que no había sido hecha para la cabeza del niño. Así pues, la escena estaba preparada: el pequeño León alargó la mano a su padre y le atrajo hacia el trono. El asiento del trono era ancho y ofrecía lugar sobrado para ambos, y ahora el niño abrazó a su padre y dijo en voz alta:

—¡Reinaremos juntos!

No añadió nada más, hasta que el Libellarius, primer canciller del palacio imperial, se adelantó y leyó, primero en latín y después en griego, con voz estentórea:

—León, César, Imperator, sempiterno Augusto. La voluntad del Dios todopoderoso y vuestra elección me han elevado a emperador para el bien del imperio romano.

El muchacho asintió con la cabeza, y los que estaban cerca de él oyeron cómo repetía las palabras rituales. La mayoría de los presentes declararon que el pequeño León era un niño muy despierto, pues había representado a la perfección su papel en el espectáculo, alargando la diadema a su padre y ofreciéndole un lugar en el trono. Pronunció la frase consagrada sobre el reinado en común, y abrazó a su padre, poniendo así de manifiesto que colocaba al patricio a su misma altura.

Este día no abrieron los baños de Bizancio, a fin de que también los maestros bañistas pudiesen acudir a los Foros. Se decía que en los tiempos antiguos, el nuevo emperador era llevado al Hipódromo y presentado a la población de «la ciudad protegida por los ángeles», que entonces le confería la consagración definitiva. Pero hacía mucho tiempo que se había abandonado tan piadosa costumbre. Si los Verdes hubiesen temido que el muchacho, al llegar a la edad adulta, se inclinaría por los Azules, los gritos de júbilo hubieran sido tal vez más débiles, o acaso hubiera surgido un tumulto entre los partidarios de uno u otro color. El derramamiento de sangre en el día de la elección del nuevo emperador habría constituido un mal presagio. Así pues, en los Foros aparecieron los pregoneros del palacio imperial y anunciaron a los cuatro puntos cardinales que León, el segundo de este nombre, y Zenón, el primero de este nombre, gobernarían juntos a partir de ahora: para el bien del imperio romano y de la cristiandad. Ave César… La muchedumbre era cada vez más numerosa en los Foros. Estaba esperando el anuncio de cómo agasajarían a su pueblo los dos nuevos emperadores de este día triste y prometedor a la vez.