El nuevo emperador de la Roma de Occidente, Julio Nepote, confió a Orestes, el mejor conocedor de los asuntos galos, la dirección de las negociaciones. La Galia, única provincia que permanecía en poder de Roma, se hallaba en gravísimo peligro. Eurico, rey de los visigodos, reivindicaba la provincia. Gran parte de la población era católica, y hablaba latín como los romanos. Naturalmente, tanto los campesinos como los habitantes de la ciudad temían a los godos arrianos.
Eurico había dado una prueba del sistema bárbaro de hacer la guerra. Era cierto que sus jinetes no podían echar abajo las murallas de piedra de las ciudades galas, pero el hambre acababa en pocas semanas o pocos meses con las ciudades pequeñas. Eurico vendía a sus habitantes, que, reducidos a la categoría de animales, tenían que trabajar toda su vida como esclavos de sus señores bárbaros.
El emperador esperaba que Orestes encontraría un remedio de tan difícil situación, porque se había educado en la escuela de Atila y aprendido allí el doble juego de las amenazas y las promesas. Conocía los deseos y ambiciones de las tribus bárbaras, y también de las dinastías y los pueblos de origen reciente.
Eurico pretendía obtener mediante un tratado toda la Galia, gran parte de la cual ya habían conquistado sus ejércitos. Exigía un documento solemne, una firma imperial y una bendición eclesiástica. Si se los concedían estaba dispuesto a reconocer una línea fronteriza que aseguraría para Roma un tercio de las antiguas Galias, mientras que el resto pertenecería a los godos.
Las escasas fuerzas romanas de la Galia estaban bajo el mando del acreditado Ecdicio, a quien dos emperadores habían prometido la dignidad de patricio, sin que todavía hubiera sido firmado el decreto de nombramiento.
Cuando se difundió la noticia del ignominioso pacto galo, la mirada de los colonizadores romanos se posó en Ecdicio: Si el imperio nos abandona, tú eres el único que puede ayudarnos. La Galia ha de decidir su propio destino; puedes disponer de nuestras vidas y nuestros bienes.
Ecdicio no dio muestras de apresuramiento. Primero fingió obedecer las órdenes, reunió a su alrededor a las fuerzas romanas, y entonces se volvió hacia Ravena y les hizo saber su negativa.
En Ravena, la Cancillería se hallaba precisamente ocupada en la redacción del memorable tratado de paz romano-godo cuando llegó la noticia de la desobediencia de Ecdicio. El general decía: «El emperador no tiene derecho a renunciar a una antigua tierra romana, ni puede vender la provincia en una hoja de papel. Ciudadanos y campesinos formarán ejércitos que corten los caminos y construyan murallas en torno a las ciudades más pequeñas».
¿Qué se proponía el arbitrario general? También a esto contestó: Ecdicio fundaría una república gala libre, independiente de la incapacidad y la tiranía de los emperadores de fugaz reinado.
Los consejeros de Ravena fueron presa de repentina excitación. Habría que mantener a raya al sedicioso Ecdicio, que osaba desobedecer a su emperador. ¡Ante todo era preciso saldar cuentas con los amotinados! En los alrededores de Roma se reunió el último ejército disponible.
Orestes pasó revista a las tropas. ¿Un ejército? Sólo débiles legiones… Los guerreros de Julio Nepote, alistados en Bizancio, eran antiguos partidarios de Glicerio, que hasta ahora se habían dedicado a desvalijar a los viajeros en los montes sabinos. Sería muy difícil convertirlos en un auténtico ejército romano. Orestes consideró la empresa casi desesperada. Informe tras informe salió en dirección a Ravena. Como respuesta llegó un decreto imperial elevando a la categoría de patricio al antiguo secretario de Atila.
En la Urbe, el nuevo patricio habitaba el ala del palacio del Palatino que aún conservaba el tejado. Cuando salía para adiestrar a las tropas, los residentes del barrio solían ver al abuelo Rómulo, encorvado por la edad, paseando con su nieto, rubio y de ojos azules, que se llamaba Rómulo Augústulo. Se detenían en una de las basílicas, el achacoso anciano permitía al muchacho encaramarse a una de las viejas tribunas del Foro Romano, y entonces el abuelo pedía al nieto que declamase.
Orestes ya no era joven, los años habían cavado surcos en su rostro. Ahora, de pronto, todos los esfuerzos le pesaban. Tenía que encargarse de sacar dinero para el abastecimiento y las soldadas. Trataba con proveedores y buscaba el dinero donde y como podía.
La orden del emperador era: ¡Tomad las armas! ¡Castigad a Ecdicio, el renegado! ¡Reinstaurad la paz en la Galia! Devolved al rey de los visigodos las provincias romanas que le fueron prometidas.
Orestes contaba con Odoacro, el hijo de Edecón. El rango de lancero era demasiado poco para un capitán tan joven y valiente. Le hizo ascender, escalón por escalón. Durante su viaje con Edecón a través de Tracia, el padre había hablado de su hijo. Odoacro debía tener entonces los mismos años que tenía ahora Rómulo Augústulo. Sí, el hijo de Edecón también podía añadir a su nombre un nombre romano. Pero qué bárbaro sonaba Odoacro en los oídos romanos.
En aquel tiempo Edecón era más viejo que él. Sin embargo, se llevaban bien, y sólo en apariencia sentían celos el uno del otro. En realidad había sido Edecón quien recomendó a Atila al políglota, astuto y educado Orestes.
Las noticias recibidas por Orestes eran contradictorias. A un conocedor de la situación debían parecer muy dudosos los rumores que llegaban del norte de Italia. Los guerreros no participaban de buen grado en una campaña contra ciudadanos romanos.
Entre las legiones cundía el malestar. El general comprendía por innumerables indicios que el horizonte se estaba oscureciendo. La mayoría de guerreros eran bárbaros, y no obstante, Roma seguía siendo para ellos una estrella luminosa, y soñaban con poderse llamar algún día, cuando hubiesen cumplido su servicio, civis romanus. El hechizo de las palabras «ciudadano romano» aún no había perdido su fuerza. Y aquellos contra quienes pretendían mandarles a luchar eran también romanos, cuya única aspiración era pertenecer al imperio y no estar sujetos a los godos. ¿Luchar en la Galia? ¿Asesinar al hermano católico? ¿Al ciudadano que esgrimiría su arma bajo el mando de su obispo y por la libertad, la patria y el honor de su hija? Fueron noches muy turbulentas las que pasaron los centuriones en la tienda de sus capitanes.
La orden del emperador decía: En cuanto se acerquen los idus de marzo, Orestes debe salir con el grueso del ejército y dirigirse hacia la Galia. Todavía faltaban algunas semanas para que se secasen las calzadas, húmedas de las lluvias invernales. El objetivo era Aquitania. Ciudad y provincia debían ser entregadas a toda costa, según estipulaba el tratado, al mandatario de Eurico.
Los senadores de Roma habían abandonado al emperador. Julio Nepote residía en Ravena; para ellos esto significaba su negativa a gobernar con el senado.
Los patricios miraban con preocupación hacia la Galia. Era la única provincia que le quedaba a Roma. Ahora, ¡ese emperador llegado del extranjero la regalaba a un príncipe bárbaro!
Orestes habló con las tropas auxiliares hunas, así como con los antiguos guerreros toscanos de Glicerio. Los conocía a todos, y ellos se confiaron a él: a quién era necesario vigilar, bajo qué rostro se ocultaba un hombre de Ravena. Por fin llegó la mañana del mes de marzo en la cual el ejército enfiló la Vía Appia. Muchos habitantes de la urbe acudieron en tropel para contemplar la marcha del ejército, un espectáculo que no habían visto hacía mucho tiempo. Se restablecieron antiguas costumbres, los portadores de la insignia levantaron en alto el águila de bronce. Pasó la caballería pesada bizantina, seguida por la caballería ligera de los bárbaros, con arneses de cuero, arcos y flechas; después marchó a paso regular la infantería romana, con coraza, escudo y lanza, el orgullo de la ciudad. Las tropas llevaban consigo máquinas para el asedio. Bajo las ruedas de las catapultas y de los onagros retumbaba el empedrado del camino real.
¡Ave, César!, quisieron gritar a Orestes algunos senadores, pero la severa mirada del patricio estaba fija en el ejército. ¿En qué pensaba Orestes? ¿Recordaba la marcha de la caballería de Atila, en salvaje desorden, desde las orillas del Danubio? Orestes se hallaba ya en la segunda mitad de su vida, pero todavía era un hombre fuerte y robusto. Detrás de él montaba un pequeño caballo su rubio hijo, el ídolo de los legionarios: Rómulo Augústulo.
Roma se despidió de ellos. Al amanecer, la urbe tuvo ocasión de ver de nuevo a las tropas. Las órdenes eran que todo el ejército se concentrase en el Forum Livii. Allí se dividiría en dos partes. La guardia de corps y las mejores unidades debían dirigirse hacia Ravena. Su objetivo era la costa del Adriático, mientras que Orestes seguiría su marcha hacia la Galia con el grueso del ejército.
Forum Livii. El ejército llegó tras una larga marcha al fortificado acuartelamiento. El caprichoso marzo, el mes de los guerreros, había agotado a las tropas con intervalos de lluvia, nieve, temperaturas bajo cero y un cálido sol primaveral. Aquí esperaron a Orestes, a fin de que separase el grueso del ejército y enviase a Ravena a los mejores jinetes, la guardia de corps y la mitad de las legiones. Según las órdenes, la división del ejército debía hacerse tras un día y medio de descanso, transcurrido el cual el patricio debía emprender inmediatamente la marcha hacia la Galia.
Orestes convocó a los oficiales para una conferencia. En ella se decidiría quien marcharía hacia el norte y quien, hacia Ravena, para servir al emperador en la costa del Adriático. Los legionarios estaban de mal humor. Una marcha como aquélla agotaba incluso a los más fuertes. Los animales se habían adelgazado durante el largo invierno. ¿Era prudente afrontar en tal estado los pasos de los Alpes?
Orestes hizo esperar a los oficiales… deliberadamente. Mientras tanto se sirvieron vino de Orestes. Faltaba muy poco para la medianoche cuando finalmente apareció el patricio.
Antes de abandonar su alojamiento, Orestes despertó a su hijo. Con infinito amor acarició sus cabellos rubios; el muchacho, algo malhumorado, pero obediente, se frotó los ojos.
—Toma tú también tu espada —dijo el padre.
El niño bostezaba, soñoliento, mientras pasaban por entre las filas de guerreros y guardias de corps; así llegaron a donde esperaban los oficiales. Llovía sin interrupción.
—Cúbrete la cabeza con la capa, Rómulo —recomendó el padre, y pensó que a esta edad él ya vivía sobre la silla y había tomado parte en las incursiones de los hunos.
El patricio permaneció un minuto en el umbral. La apasionada conversación se oyó desde fuera.
—Al alba debemos emprender la marcha. De Ravena ha llegado la orden de dividir el ejército.
—¡Nosotros no iremos a la Galia!
—¡No puedes desobedecer la orden del emperador!
—No existe una ley por la que pueda obligarnos a ahogar en sangre la rebeldía de Ecdicio.
—¿Qué puedes hacer tú para impedirlo?
—¡Con esta espada soy más fuerte que el emperador! ¿Qué clase de emperador es éste, que se oculta en los pantanos de Ravena?
—A mí me debe dos meses de paga. Cuando me haya pagado, decidiré lo que voy a hacer.
—¿Decidir tú? ¿Un gusano, un don nadie?
—Glicerio fue emperador, y hoy es un obispo con la cabeza rapada.
—¿Cruzar los Alpes con este tiempo? Sería tentar a Dios.
—¿Quieres vivir eternamente, Lucio?
Orestes oyó las voces. Denotaban ira, decepción, ánimo rebelde, pero la indignación aún no tenía una forma concreta. Cuando él entró, no le saludaron con ningún «Ave», pero todos se levantaron de sus asientos.
No estaban de acuerdo. De haber seguido bebiendo vino, hubieran acabado peleando. Algunos ya habían perdido su dignidad de oficial, y se advertía en ellos al antiguo mercenario. La orden que el patricio llevaba en la mano había sido redactada con mucha torpeza por algún miembro de la Cancillería; aun en tiempos de paz, un general obedecía de mala gana una orden como aquélla.
«Se ruega comuniques qué unidades has enviado al Adriático. ¡Apresura tu marcha, evita cualquier dilación! Esperamos tu informe, en el que nos digas que ya has cruzado la frontera de Liguria.»
Cuando Orestes leyó la orden, el tono de su voz traicionó el desprecio que le inspiraba. Durante un minuto reinó el silencio. ¿Reprimirían aún su indignación? ¿No era todavía el momento de dar rienda suelta a las pasiones…? ¡Entonces se produjo la primera negativa! Veinte severos rostros de legionarios, cubiertos de cicatrices, se volvieron hacia el hombre que había roto el silencio. Su «no» causó el efecto de un rayo.
El muchacho rubio miró, sobresaltado, a su padre. Así no le había visto nunca: en estos momentos decisivos, la excitación de Orestes se parecía al éxtasis.
—Decide tú, Orestes; eres el patricio. ¡Tú tienes la palabra!
Así debió erguirse César en el Rubicón quinientos años antes.
—¡Ya lo he decidido! ¡No vamos a la Galia! Mañana temprano se pondrá en marcha todo el ejército, directamente hacia Ravena.
«¡Ave! ¡Ave!» Pero era preciso insistir más.
—¡Legionarios! Quien quiera venir conmigo, que levante la mano. Todos tenéis derecho a elegir la otra alternativa. ¡Amigos míos, decidid!
«¡Ave! ¡Ave!» Dos manos se levantaron en seguida, pero cuando las vieron los que vacilaban, se unieron a ellas.
—¡Roma ha hablado!
Orestes pensó: «Es de noche, hablan entre los vapores del vino. ¿Qué ocurrirá mañana, cuando los oficiales estén sobrios, cuando se haya mitigado su indignación?»
—¡Legionarios! Puesto que está decidido, no debemos perder un solo momento. Si ahora partiera un jinete, que con la esperanza de una recompensa llevase la noticia a Ravena, nuestra suerte estaría en peligro. Hemos de renunciar al sueño por esta noche, y vencer el cansancio del cuerpo.
Las cornetas tocaron la orden de marcha. El muchacho rubio parecía cansado bajo la lluvia. Su padre lo cubrió con una pesada capa. La caballería enfiló la calzada a un trote ligero. La siguió, en los carros, la infantería. Si todo iba bien, en tres días podrían poner cerco a la inadvertida Ravena.
—Entonces tendré en la palma de mi mano al emperador y al imperio.
—¿Quieres ser emperador, Orestes? —preguntó un viejo centurión que servía bajo su mando desde que llegase a Italia tras la caída del reino de los hunos.
Por las venas del niño fluía sangre romana. En su nombre, por dos veces, estaba representada Roma. El muchacho tiritaba de frío. Dijo de improviso:
—Tengo hambre.
¡En marcha! Los legionarios se fueron desperezando lentamente. En el campamento reinaba el estrépito y el mal humor. ¡Espitar las tinajas de vino! El maestro contable tiene que recoger los últimos sestercios de la caja del campamento. A partir de hoy todos recibirán paga doble. No vamos a la Galia. ¡En marcha hacia Ravena!
Ravena era inexpugnable como ciudad. Por este motivo la elegían siempre como sede los emperadores que temían a los ejércitos, los levantamientos y la muerte negra. Una enorme comarca pantanosa rodeaba la ciudad, y hacia el sur se extendían espesos bosques a lo largo de la costa; tampoco por aquí podía avanzar un ejército. Classis, el puerto, era muy apropiado como lugar de reunión de la flota, pues estaba protegido y muy cerca de la capital. Desde el mar soplaba siempre una agradable brisa, y no hacía el calor agobiante de la Urbe. El viajero bizantino que llegaba a Italia, prefería vivir en Ravena. Aquí no se veían jamás las masas de gente que se agolpaban en la Ciudad Eterna para pedir —muchas veces con piedras y palos— juegos y pan.
Ravena era inexpugnable si se mantenía la vigilancia y una cadena de centinelas al borde de los pantanos para impedir una invasión. Con fuerzas relativamente escasas, cualquier ejército podía ser detenido frente a la ciudad.
El ejército había avanzado durante toda la noche. Ahora apenas llovía, y entre las nubes se asomaba la luna llena. La noche era fresca, pero un ligero viento que soplaba a sus espaldas prestaba animación a hombres y caballos. A Orestes le vinieron a la memoria mil estratagemas bélicas que aprendiera junto al rey de los hunos. Habían pasado veinte años desde que al Azote de Dios le sangrara la nariz en su noche de bodas. Las horas de la noche parecían más largas. El ejército había dejado atrás un tramo considerable de la calzada que conducía hacia el este, cuando Orestes llamó al mejor hombre de su guardia.
Quería enviar una noticia a Julio Nepote y certificar el mensaje secreto con su anillo.
«Comunica al emperador —decía el mensaje— que la fidelidad de Orestes no ha flaqueado ni un solo minuto, pero que es impotente frente a los soldados que se niegan a obedecer: no quieren ir a la Galia. El patricio Orestes no puede hacer otra cosa que evitar la dispersión del ejército, por lo que lo conduce hacia Ravena. Durante el camino hará todo cuanto esté en su mano para retrasar la llegada. Sin embargo, no recomienda al emperador que aguarde la llegada del ejército. Los agitadores se han hecho dueños de la situación, e inflaman los ánimos contra Bizancio. Orestes, el patricio, insta a su señor a que se embarque y abandone Ravena. De este modo evitará a la ciudad un asedio innecesario. Cuando haya pasado la tormenta y los guerreros estén tranquilos, podrá regresar.»
Orestes contaba las horas. La vanguardia avistaba ya los pantanos cuando llegó el mensajero montando otro caballo. Levantó el brazo en el saludo romano: ¡Ave! No pudo decir nada más, pues su mensaje era secreto, pero los legionarios supieron leer en su rostro, que rebosaba satisfacción.
Al principio, Ravena quería luchar y hacerse fuerte tras las murallas. Cuando se hizo recuento, resultó que cinco mil hombres armados protegían la soberanía de Julio Nepote. Podían defender la capital. En marzo, la caballería no encontró en los alrededores suficiente heno, como tampoco suficiente carne y pan. Pero entonces habló Lucio con lanceros y centuriones. La palabra de Orestes era palabra de patricio. Su peso era considerable. «¡Guerreros, no sirváis a ningún griego!»
Ante las murallas de Ravena anunció el general de la caballería huna que los vados se encontraban en sus manos y que la capital se hallaba estrechamente sitiada, comenzando desde el bosque de pinos. No hubo resistencia en ningún lugar; Ravena semejaba una colmena abandonada. La ciudad no ardía en ninguna parte, no hubo saqueo. Lucio había puesto el anillo en la mano del capitán de las tropas defensoras.
Tres naves zarparon, impulsadas por la fresca brisa. Cuando estuvieron lejos de la costa y el timonero vio que el viento soplaba con más fuerza contra las velas, preguntó al emperador en voz baja, y en su lengua nativa, que era la dálmata:
—¿Rumbo adónde dirijo la nave, señor?
La púrpura ya no era un símbolo ni un distintivo imperial, solamente una tela de grueso tejido con la que protegerse del viento marino.
—¡Hacia Salona!
La vieja ciudad, la vieja residencia. Una ciudad pequeña y una residencia más bien pobre, pero que había sido suya y donde nadie le ofendió. Hasta que llegaron las palabras de Verina. Estas tres naves dálmatas eran las más veloces, y el maestro velero y la tripulación, compatriotas suyos. En el mar, Julio Nepote era aún el amo. Amaneció un nuevo día. Si todo iba bien, a mediodía podían estar en Salona. En los cofres se hallaban los tesoros, los ornamentos de la iglesia, las reliquias. Cien hombres, entre señores, guardias y centinelas, no más, habían querido seguir a Julio Nepote. Para ellos había lugar suficiente en las tres naves.
Cuando desembarcaron en Salona, se dirigieron a un Tedeum que celebraría el obispo de la ciudad, antiguo emperador, Glicerio.
Sólo siguieron a Julio Nepote algunas personas del séquito y los señores bizantinos y dálmatas. La corte imperial permaneció en Ravena casi en su totalidad, así como los habitantes, acostumbrados ya a los rápidos cambios del destino. Los dedos de una mano no bastaban para contar los emperadores depuestos de los últimos años.
Orestes hizo su entrada. Algunos funcionarios se apresuraron a anticiparse a los otros con sus «Ave, César», a fin de conquistar el favor del nuevo soberano. Querían ser los primeros en la «coronación del emperador». Pero Orestes no dio muestra alguna de aspirar a tal dignidad. Bajo la túnica llevaba la armadura de soldado, y en la mano, el bastón de patricio. No permitió que le rodearan los guardias de corps.
Cuando alguien se le acercaba, y con palabras dulzonas le hacía alusiones respecto a la próxima elección de emperador, le rechazaba con gestos casi bruscos.
—Noble amigo, esto no es ahora lo más importante. Primero hay que conjurar el peligro de la Galia. Sólo cuando hayamos solucionado el problema de Eurico, podremos decidir sobre los asuntos del imperio.
Para todos tenía el patricio una palabra, y para cada uno en su propia lengua. Residía en el palacio, y solamente abandonaba su mesa de trabajo para cabalgar hacia donde estaban sus tropas. Era un auténtico general, se preocupaba por todo, se daba cuenta de todo. Mandó llamar a Ravena a los gobernadores de provincia, a los prefectos y a los generales de las unidades del ejército. Sus habitaciones parecían un hormiguero.
El muchacho se mantenía junto a su padre. Rómulo, el abuelo, era ya muy anciano. Se sentaba al sol y leía sus poesías predilectas. Su mirada se posaba, sonriente, en el nieto, cuando Rómulo Augústulo, rubio y esbelto, vistiendo una túnica orlada de púrpura, pasaba junto a su padre.
Desde los campamentos militares llegaban al patricio las declaraciones de fidelidad. La carta más fría fue la del Tesino. Mencionaba condiciones, y que nadie gozaba más que temporalmente de la confianza del ejército. Fuera cual fuese el título conferido por el emperador depuesto, con él se acababa su efectividad. Iba dirigida a Orestes como caudillo de las tropas de Ravena, y no como patricio.
—¿Quién ha redactado esta carta?
En cada cancillería militar prevalecían costumbres distintas; el general solía dictar el texto, pero el escriba le prestaba su propia redacción. Era posible que en el Tesino tuviera un enemigo cuyas esperanzas no se hubiesen visto cumplidas.
—Odoacro es quien manda en el Tesino, señor.
¿Era el hijo de Edecón quien osaba escribirle a él, el patricio, en este tono? ¿El lancero a quien ascendiera al segundo puesto en el acuartelamiento del Tesino? ¿Así demuestras tu agradecimiento, Odoacro?
El muchacho participaba en las reuniones del consejo. Al principio nadie vio intención en ello. Orestes era un padre ambicioso, y quería que su hijo, en lugar de perder el tiempo, aprendiese a hablar como los hombres. Un patricio era casi un príncipe; convenía que su hijo recibiese la educación adecuada, ya que —en su edad adulta— dirigiría los asuntos del Estado. Pero el padre preguntaba cada vez más a menudo a su hijo, y en tono casi reverente:
—¿Qué opinas de esto, Rómulo Augusto?
Y el muchacho, como un alumno obediente, repetía la frase que su padre seguramente formulara por anticipado. Entonces Orestes miraba con expresión triunfante a todos los presentes y esperaba de cada uno de ellos una sonrisa e incluso una ovación. Los miembros del consejo matinal, aquellos que conocían los más íntimos pensamientos de Orestes, llegaron a la conclusión de que el patricio estaba forjando algún plan, y que cuanto antes se adhirieran a él, mejor.
El acuartelamiento del ejército se repartió por toda la demarcación de Ravena; durante el cálido verano, los soldados retrocedían de buen grado hasta los bosques de pinos y su bienhechora sombra. Cuando el servicio lo permitía, entraban en grandes grupos en la ciudad, para gozar de las delicias de la urbe. Así llegó una tarde un grupo de oficiales, junto con una docena de soldados que, totalmente armados, acompañaban a sus superiores.
Nadie preguntó sus intenciones; se dirigían directamente hacia el palacio.
Los oficiales buscaron al capitán de la guardia. Estaba durmiendo. Intercambiaron miradas; ahora podrían sorprender a sus señores sin encontrar la menor resistencia. Corrieron hacia el primer piso. Fuertes puños golpearon la puerta.
—¡Buscamos al César Rómulo Augusto!
Se abrieron muchas ventanas. Un sonido de cornetas despertó de su siesta al pueblo de Ravena. La gran plaza se llenó de improviso; todos los soldados que se encontraban en la ciudad, de servicio o fuera de él, acudieron a grandes zancadas.
—¡Ave, César!
El muchacho estaba aterrado. Conocía la historia romana lo bastante para saber que no podía vacilar un solo instante. Primum vivere… lo primero era sobrevivir a esta hora difícil en que se veía sacado casi a rastras de su habitación. ¿Dónde había una túnica? El nuevo emperador no podía mostrarse a sus soldados vestido como un día cualquiera. Uno de los oficiales cambió algunas palabras con el mayordomo de palacio. Éste recordó que Julio Nepote se había hecho cortar una capa nueva, tal vez una semana antes de su vergonzosa huida. Los talleres se encontraban en un ala lateral del palacio. El sastre dormitaba; la capa, con las costuras sólo parcialmente cosidas, estaba en un rincón. ¿Quién necesitaba ahora una túnica imperial? La capa había sido cortada para la corpulenta figura de Julio Nepote; la adornaba una valiosa púrpura llegada expresamente de Tiro. Ahora bastaría la mitad de la capa para envolver a Augústulo de pies a cabeza.
En el Foro había miles de personas. Gran parte de los guerreros eran germanos. Según una antiquísima costumbre, alzaban a su rey sobre el escudo. Ahora Rómulo Augusto tuvo que colocarse sobre el ancho escudo de bronce, sostenido con mano firme por seis guerreros. Se mantuvo así, rubio, de ojos azules, sonriente, con el rostro algo sonrojado. La capa de púrpura parecía alargar su figura, como si se tratase realmente de una aparición principesca. ¡Un auténtico romano! Se asomó a la ventana el caballero Rómulo, con el inevitable pergamino en la mano, que utilizó para saludar a su nieto.
Pero ¿dónde estaba Orestes? ¿Por qué no tomaba parte en el nombramiento que él mismo había preparado? ¿No sabían todos que Orestes quería unir de este modo —para decirlo con las palabras del viejo Lucio— la dignidad del emperador y del patricio en una sola persona?
El patricio estaba angustiado. Ahora que había llegado el momento cuidadosamente preparado por él durante un año, las dudas le atormentaban. ¿Tenía derecho a incluir a su propio hijo en la lucha por el poder? ¿El único ser a quien Orestes, el maquinador, amaba realmente?
—¡Patricio! ¡Patricio! —gritaban a coro los guerreros.
Les hizo esperar. Les hizo esperar hasta que fueron a buscarle y casi le obligaron, como si todo sucediera contra su voluntad, a ser testigo primero, y después, a tomar parte, en el alzamiento del escudo.
El muchacho se mantenía sobre el escudo. Le habían dado un bastón de mando que encontraron en palacio. No llevaba nada en la frente; debía ser el obispo quien colocase la diadema sobre su cabeza. Sonrió y dijo algo, pero el griterío de la multitud y el silbido del viento procedente del mar ahogaron todas sus palabras. Orestes se hallaba al pie del escudo convertido en trono. No dobló la rodilla, como convenía a un súbdito. Inclinó la cabeza. Su voz se oyó por encima de los gritos del gentío.
—¡Ave, César! —gritó el padre.
Por segunda vez había puesto en movimiento la rueda del destino, al rendir este homenaje a su hijo.
Aquella noche el cronista escribió en su libro: El patricio Orestes, como padre, ha elevado a su hijo a la dignidad de emperador.