El hijo de Triario, Teodorico el Bizco, visitó a Teodorico, descendiente del héroe y semidiós Amal. El hombre maduro y el joven príncipe en plena adolescencia se encontraron frente a frente en el palacio imperial; en el largo pasillo que conducía a las habitaciones de los príncipes residentes en la corte como rehenes, alumbraban por doquier las lámparas de aceite, y los esclavos esperaban las órdenes de sus jóvenes amos. El hijo de Triario no hubiera tenido que decir ni una sola palabra: los surcos y las cicatrices de su rostro, y la cuenca roja del ojo perdido hablaban del duro camino que a través de los años hubo de seguir Teodorico el Bizco. Hijo de un capitán mercenario, había empezado como simple armero, y ascendiendo poco a poco a miembro de la guardia. Ahora era el caudillo de los godos. Una tribu errante, separada de las otras, le había nombrado su jefe. Cruzó con su carro los montes de Macedonia y las estepas de Tracia, buscando su patria. Cuando necesitaba alimentos, saqueaba las ciudades. Si no hallaba una ciudad, atacaba las aldeas; y por donde los godos pasaban ya no volvía a crecer la hierba. Pese a ello, Teodorico, el hijo de Triario, no dejó de informar acerca de todas sus hazañas a la Cancillería de Bizancio.
Aunque era caudillo de una tribu siempre errante, conocía todos los rincones del palacio imperial de Bizancio, daba consejos a los eunucos y repartía regalos entre los esclavos de palacio. Siempre se acudía a Teodorico el Bizco cuando se trataba de «cuestiones godas».
Los dos Teodoricos se hablaron en godo. Eligieron la lengua de sus antepasados y ninguno de los dos quiso confesar que hubiera sido más sencillo conversar en griego. Muchas veces tuvieron que repetir las frases; apenas comprendían su significado, pues ya no era la misma lengua goda que antes hablaran. De vez en cuando tenían que intercalar alguna palabra griega. El Bizco contemplaba al príncipe Teodorico, descendiente de Amal. ¿Qué ocultaba la túnica de corte, la diadema griega, el rostro afeitado, los ojos azules? ¿Era todavía un niño o un joven guerrero que ya se preparaba para poner fin, cuando muriera su padre, a las luchas entre las diferentes tribus?
—¡Teodorico, hijo de Amal, debemos estar unidos! El emperador es bondadoso, pero el imperio es de tal magnitud, que le es imposible ocuparse de todos nuestros problemas. Me dijo hace pocos días: «Buscaos una nueva patria cuando hayáis agotado los recursos de la tierra en que vivís. Buscaos una patria donde no haya ciudades ni aldeas, ni vivan hombres trabajadores; en la que abunde la hierba y el grano, y así tengáis pan y cerveza. ¡No debéis ir en busca de botín ni causar daños en ninguna parte! Vuestros guerreros han de servir al imperio. A una palabra mía debéis montar vuestro caballo y esperar mi orden sobre a qué lugar del imperio habéis de ir a luchar».
El Bizco habló sonriendo. Su rostro inspiraba terror: como un faro del puerto, su único ojo se apagaba de vez en cuando, y su fulgor repentino deslumbraba. ¿Quién era este Bizco? ¿Un espía del eunuco mayor? ¿Querría Verina ponerle a prueba, a él, el hijo de Amal? ¿Querría saber si el rehén se había convertido en alumno devoto? ¿Quién era este hijo de Triario? ¿Cómo se atrevía a levantar la vista hacia un descendiente de Amal? ¿Acaso un vagabundo que pretendía la amistad de un vástago de los dioses? Tal vez estaba intentando atraerle: ¡Únete a tus hermanos de Occidente! Si nos unimos los godos de todo el mundo, podemos derribar a Bizancio desde aquí, desde dentro. ¡Todos los tesoros caerían en nuestras manos, todo el poder pertenecería a los godos!
—¿Por qué has venido a verme, señor? Sabes que soy un huésped en este palacio. Mi padre vive. Su palabra es ley en el Consejo de los guerreros godos. El emperador es bondadoso y magnánimo con mi pueblo. Mi pueblo habita los verdes pastos que hay entre Istria y el gran lago. La subvención del emperador llega puntualmente. Nuestros guerreros protegen el imperio y vigilan a las tribus hunas. ¿Por qué tendríamos que atacar al imperio, Teodorico?
El hijo de Triario se volvió hacia la ventana. En este momento, en la «hora azul», un velo finísimo procedente del mar se extendía sobre Bizancio, y la ciudad protegida por los ángeles era tan hermosa, tan poderosa, que se tenía la impresión de que el favor divino jamás la abandonaría. En el puerto del Cuerno de Oro había anclados cientos de barcos. Las naves que cruzaban el Helesponto navegaban tan juntas, que parecían una calle trazada de una orilla a otra del estrecho.
¿Conquistar esta ciudad los jinetes godos, que no tienen otra cosa que sus flechas y sus carros?
—Concertemos por lo menos una alianza, hijo de Amal. Cuando seas rey de tu pueblo, alarga la mano al mío. Reinaremos juntos… y cuando yo muera, tú serás también rey de mi tribu.
—¿Qué quieres ser mientras tanto, Teodorico? ¿El más poderoso de los godos? ¿A fin de poder vender nuestros guerreros aún más caros a Bizancio? ¿Es eso lo que quieres, Teodorico, hijo de Triario?
El muchacho ya era un hombre. Las palabras godas saltaron como chispas, su rostro se enardeció y cerró los puños.
—¡Ten cuidado, Teodorico! Es peligroso para un joven caminar rodeado de enemigos y sin la compañía de un solo amigo. En Bizancio serás siempre un bárbaro. Los poderosos te observan llenos de suspicacia. ¿Qué te gustaría ser, Teodorico? ¿César del imperio? ¿Quieres renegar de la fe arriana y prestar juramento por las fórmulas de Nicea? ¿Quieres renunciar totalmente a tu lengua materna, la lengua goda, y adoptar un nombre griego? ¿Quieres solicitar la mano de cualquier lejana sobrina isauria de Verina? ¿Tú, el descendiente de Amal, el príncipe de la estepa? ¿Crees, amigo mío, que algo de ello sería posible? Tu pueblo te repudiaría, tu madre te maldeciría. ¡Ten cuidado, Teodorico, eres aún demasiado joven para caminar solo!
La estepa se encontraba inmensamente lejos de Roma e inmensamente lejos de Bizancio. Año tras año rugían las tormentas sobre el gran lago, y el huracán derribaba solitarias columnas romanas. Todos los años se desmoronaban algunos metros de muralla. Tras los cálidos estíos no podían alimentarse los rebaños en los pastos resecos, y la población de las aldeas circundantes disminuía. Los señores godos no llevaban en la mano otra herramienta que las armas. Entendían de caballos y de caza, y pescaban en el lago con el arpón. Pero ¿qué señor sembraba en primavera, tomaba el arado o segaba el trigo con la hoz?
Los señores godos estaban inquietos y vagaban por la comarca. Las tribus gépidas se mostraban hostiles; cualquier día, cualquier noche podía esperarse un ataque. También eran hostiles los hunos y los sármatas. La estepa parecía ilimitada, pero era un hervidero en todos los límites. ¡Por doquier acechaba el peligro! El gélido viento que soplaba del Danubio hacía temblar al ganado, y los propios godos pasaban hambre entre las ruinas de la ciudad romana.
La legación que regresaba a la residencia del rey godo desde Bizancio, traía noticias de Teodorico. Vivía rodeado de lujo; en la proximidad de la augusta pareja se veía al rubio príncipe vistiendo costosos ropajes. Iba y venía con la misma dignidad que los demás residentes del palacio imperial. Tenía un lugar al borde de los jardines imperiales cuando en el hipódromo aplaudían cien mil espectadores a los conductores de carros de los Azules y los Verdes. Los enviados oyeron decir que su príncipe hablaba con todos en sus distintas lenguas, pero que entre todas prefería el griego. Sin embargo, cuando habló con los enviados de su patria en la abovedada estancia del palacio, mientras les agasajaba con vino de Chipre, empleó la entonación y los giros de su pueblo. Se acordaba de todos, incluso del nombre de los caballos de los nobles. El gran lago, el cañaveral, las tormentas y los pájaros seguían vivos en él. Les entregó regalos para su madre Erelieva y para sus hermanitas, las hijas de su padre.
—Vuelve a casa, Teodorico —le dijeron los enviados, o por lo menos, eso le pareció oír.
Había muchas divergencias y disputas entre las tribus; caballos robados, pastos reclamados por ambos bandos, cacerías en tierra ajena; riñas acerca de dónde tenía que estar la balsa, dónde se podían echar las redes, adonde había que llevar los caballos a pastar. Los departamentos del príncipe se hallaban en el segundo piso del palacio imperial. «Mira —dijo al legado—, a tus pies está la ciudad: el cabo, el gran mar, el estrecho, el Helesponto, el Cuerno de Oro, el mar de Mármara. Las naves de tres continentes se dan cita aquí para descargar sus mercancías.» El legado dijo: «Desde aquella colina donde se levantaba cuando eras niño la casa romana, en cuya bodega encontrasteis ánforas y plata, desde aquella colina bajaron unos gépidos ladrones de caballos y robaron algunos caballos que pacían algo separados del resto».
Desde la ventana se contemplaba Bizancio, que era sólo una minúscula parte del mundo; sin embargo, el imperio, que profesaba una fe y respetaba a su emperador, era mil veces más extenso. Caballos robados, riñas por una franja de pastos, gépidos… todo ello parecía un hormiguero, visto desde el segundo piso del palacio. Y no obstante, la imagen, que ya tenía diez años, se iluminó, se abrió paso entre los recuerdos y apartó a un lado el océano de casas, el puerto, la flota, el circo y los millones de habitantes. Teodorico vivía de nuevo en la estepa, que no tenía límites, solamente piedras miliares romanas que se alzaban cada mil pasos en las antiguas calzadas; nadie hacía reparar aquellas calzadas, y pese a ello transitaban por su dura y azulada superficie los carros y los jinetes de los godos, a través de bosques, lomas y pantanos. Era lo único del imperio que se conservaba en la estepa: Vía significaba entonces, junto con otro nombre, una dirección. De Roma se conservaban en la estepa las murallas que rodeaban la residencia del rey, villas sin tejado y columnas de rotos capiteles. Se acordó del viento y de las tiendas de piel, y olió de nuevo el hidromiel fermentado. Vio la suciedad. En Bizancio, en el palacio imperial, el agua caliente salía de tuberías. El agua no dejaba de manar, desaparecía en las alcantarillas y volvía al océano. Viento, tiendas de piel. Pero la estepa le pertenecía.
El legado de los godos conocía a Prisco desde el tiempo en que éste visitara por primera vez la corte de Atila, en la tierra situada entre Istria y Tisia. Además, el legado había venido repetidas veces a Bizancio y comprendía un poco el griego. También sabía contar el dinero que le entregaban en concepto de subvención, lo cual hacía con mucha atención, porque a los eunucos de la Tesorería les gustaba escatimar unos cuantos sólidos a los bárbaros.
—Ya es tiempo de que regreses a casa, Teodorico. Los hombres están inquietos. Somos pobres. ¿Qué podemos comprar con el par de bolsas de dinero que nos llevamos de aquí? Los mercaderes van aumentando el precio de sus géneros a medida que se alejan, y al llegar al gran lago todo vale diez veces más. No tenemos hierro para forjar espadas y lanzas. No tenemos comida cuando la nieve se derrite. Somos incapaces de curtir nuestras pieles para hacer sillas, ropas y tiendas. Somos pobres, señor. Los muchachos han ido creciendo; tus antiguos compañeros ya son jóvenes guerreros. Arden de impaciencia. El pan del emperador es amargo. Italia sigue viviendo en la abundancia, y Bizancio es el paraíso. En cambio nosotros sólo podemos vivir en la estepa, entre el lago y el río, y no podemos molestar ni saquear a los otros aliados del emperador. Es como en los viejos tiempos, cuando Atila nos echaba un trozo de tierra como si fuera un hueso, para tener contentos a los godos que creían en Cristo.
—Pronto acabarán las incursiones desenfrenadas. Verás, Mundo, el nieto de Atila vive aquí, en palacio. El día en que recibió el bautismo juró fidelidad al emperador.
—Tú vives aquí, Teodorico, y sabes muchas cosas. Vuelve a casa. Todos preguntan por ti en invierno, junto al fuego, y hablan de ti cuando en otoño caen las estrellas. Da a los pobres godos una nueva patria…
Desde el segundo piso vio a la legación goda cargando sus carros. Tuvieron que apartarse a un lado cuando pasaron otros carros; después llegó un jefe de los Azules o los Verdes a visitar las caballerizas. También pasaron literas en las que se trasladaban de un lado a otro los eunucos. Aparecieron mercaderes ambulantes. Husmearon el dinero y ofrecieron a los godos vino, caballos, armas y carros. Tal vez el anciano se dejó engatusar y compró a buen precio alguna insignificancia con sus sólidos. Con qué precaución se comportaba el legado en la gran ciudad, cuyas leyes desconocía. Estaba nervioso, aquí podrían atacarle, y quería traspasar cuanto antes las murallas Teodosianas. Le asustaba la ciudad, sus multitudes y el ruido. Le repugnaba el olor de cien mil lámparas en las que ardía aceite de mala calidad. Ahora ya partían hacia la patria. El anciano no perdió de vista ni un solo momento el carro cubierto de pieles, pues su carga de oro era muy valiosa.
¡Vuelve a casa, Teodorico! Estas palabras le sonaron al oído durante mucho rato, las oyó por encima del griterío de la calle, y el rumor del Hipódromo las amplificó.