Cuando los guardias isaurios quitaron la vida a Aspar, el Patricio, Teodorico no se hallaba en Bizancio. Todo pareció ocurrir según un plan minuciosamente preparado, y durante aquellos días fueron alejadas de palacio todas las personas de quienes se sospechaba que se pondrían del lado de Aspar en caso de una revolución palaciega.
León y Verina debían a Aspar la púrpura imperial. El favor del omnipotente patricio, señor de las tropas, les había procurado el trono catorce años atrás. Estos años estuvieron llenos de crisis, guerras y expediciones navales. León se hubiera visto obligado a huir varias veces, de no ser por la mano dura de Aspar, que allanaba todas las dificultades. Cuando Aspar se opuso a la campaña de Basilisco, tenía sus motivos. Siempre había temido renovados ataques de los hunos. Aspar era bárbaro de sangre, y su ascendencia goda le unía con mil vínculos a sus diseminados parientes. También había visto un hermano de sangre en Teodorico, el otro, el hijo de Triario. Este Teodorico se elevó, pese a su origen humilde, de soldado a caudillo de su pueblo, separado desde hacía tiempo de los godos. Y fue precisamente a este Teodorico, al que llamaban el Bizco, a quien enviaron a Tracia para fortificar un paso de montaña. Una piedra lanzada con una honda le privó de un ojo en su juventud, y de ahí su apodo.
Hacía años que León acariciaba su plan para deshacerse de Aspar, que tenía en sus manos las riendas del imperio, pero que siempre había sido un extraño. El noble isaurio en el cual León encontró un digno rival de Aspar, se llamaba Zenón. Fue Verina quien le eligió, cuando tras la fracasada campaña de Basilisco quedó descartada la posibilidad de que el cuñado imperial pudiese suceder en el trono al enfermizo León. La elección de Verina recayó en Zenón, y el guardia isaurio recibió la mano de la hija del emperador, Ariadna. Aspar tenía a su cargo el cuidado del imperio, y mientras inspeccionaba la línea fronteriza del norte, en el palacio imperial se llevaron a cabo los preparativos. Detrás de cada partidario de Aspar se colocó a una sombra. Ya fuera eunuco, oficial de guardia, escriba o dama de la corte, todos tejieron una espesa urdimbre para la caída del omnisapiente Patricio. Ya desde la época de los pretorianos, la guardia imperial había jugado un papel decisivo en los cambios de emperadores romanos. Por este motivo fue disminuyendo cada vez más el número de godos en la guardia imperial, y aumentando el de los isaurios. Si algún godo quería volver con su tribu, era espléndidamente recompensado a fin de estimular a los demás a imitarle: con ello renunciaba a las deslumbrantes fiestas y a la buena paga, pero también a la vida incómoda y a la falta de libertad de un guardia de corps. Los lugares que dejaban libres los germanos eran ocupados por los fieles montañeses de Isauria.
Por fin pudo llevarse a cabo el asesinato del anciano Aspar, el puntal del reino. Todo se desarrolló a la perfección. Los eunucos le acecharon en el umbral de su cancillería, cayeron sobre él, le rodearon el cuello con un cordón de seda y le estrangularon. La noticia llegó velozmente a los sagrados aposentos del emperador. León y Verina dieron muestras de una gran emoción y se dirigieron a la capilla para rezar por el alma de Aspar. Entretanto, cada minuto llegaban nuevas noticias. Los isaurios habían desarmado a los oficiales godos; un oficial que protestó con firmeza fue degollado. El cambio total de la guardia se efectuó con rapidez, pues poco a poco se había licenciado a los hombres de confianza de Aspar. Las unidades godas de la guardia fueron reemplazadas por tropas diversas. Las divisiones de caballería habían sido enviadas a la frontera persa. En el camino de vuelta recibió Teodorico la noticia: Aspar ya no era su patrono. No debía nada al Patricio, y no le unían a él vínculos de sangre. En palacio todo el mundo sabía que el hijo del lejano príncipe godo era el favorito de Verina. Ésta sentía inclinación hacia el rubio príncipe, que se destacaba agradablemente en la corte de la Augusta por sus cabellos rubios con reflejos rojizos. Ahora se dio cuenta Teodorico de que todos le hablaban con reserva, o si era posible, le rehuían. Nadie sabía si todos los godos serían desterrados, hasta que llegó la noticia de que los godos consideraban al asesinado Aspar como uno de los suyos, aunque éste no hubiera hecho caso de tal vínculo mientras vivió.
Teodorico era demasiado joven para ser incluido en los cálculos, pero ya se le sometía a observación: con quién hablaba el hijo del rey godo, qué opiniones expresaba, si esperaba noticias de la patria, si enviaba mensajeros o recibía cartas. Los godos eran inquietos por naturaleza, cada primavera podía dar origen a una nueva efervescencia. Cuando se fundía la capa de hielo de la gran corriente, y las tierras inundadas volvían a secarse, era el momento de temer que, de alguna parte, desde cualquier dirección, la horda hambrienta y sedienta de botín de los godos se lanzara sobre Bizancio.
Un legado de los godos que habitaban la tierra del gran lago llegó a Bizancio. La convenida subvención anual del emperador no había llegado, la Cancillería era morosa en su trabajo, y ahora venían los enviados a reclamar el pago. En seguida miraron a su alrededor: ¿Qué pasaba en Bizancio, cómo estaba el hijo de su rey? Una noche, su antiguo armero consiguió hablar furtivamente con Teodorico.
—La fuerza de tu padre disminuye —dijo, y tras una pausa, añadió—: ¡Vuelve a casa!
Le habían enviado siendo aún niño a Bizancio, como garantía del tratado concertado entre el imperio y la tribu goda. Este convenio era conocido por todos, tanto en el Consejo del emperador como en el del caudillo godo; y sin embargo, este año no se habían pagado los subsidios.
Prisco le había dado instrucciones:
—Recuerda que la caravana de mercancías llega más lejos que la flecha.
»Sal a la ciudad durante las horas de la noche. No debes temer que alguien te mate a traición. En la Mesa arden lámparas que todas las mañanas se llenan de aceite. En las calles principales hay servicio de vigilancia, que también se extiende a las calles estrechas. En cada barrio encontrarás los cuarteles. Si en algún punto hay una alteración del orden, las tropas llegan a él antes de que la arena del reloj haya bajado dos rayas.
»Cuando estés en palacio, Teodorico, no te intereses solamente por los ejercicios gimnásticos y la equitación. Sube a los pisos y ve al ala donde los eunucos leen y escriben desde la mañana hasta la noche.»
Ahora Teodorico hablaba tan bien el griego, que era difícil adivinar cuál era su lengua materna. Todos los funcionarios se inclinaban ante el alto y bien proporcionado muchacho. Algún día sería el príncipe de un pueblo lejano. Hoy gozaba del favor del Augusto y de su esposa.
—Mira, Teodorico —le dijo el eunuco mayor, apoyando en la mano su rostro grave y arrugado—, en esta tablilla anotamos cuándo atraca un barco en el puerto. Designamos el barco con un número, y aquí indicamos su procedencia y el nombre del que ha comprado sus mercancías. De este modo es posible seguir, aunque pasen años, el camino de las mercancías. Y mira, en la tablilla siguiente figuran los barcos que han zarpado, y en la tercera están anotadas las caravanas, que atraviesan los desiertos y muchos países extranjeros. La paz de Bizancio les ofrece protección. Nos pueden traer seda de China, y telas preciosas, teñidas con la sangre del caracol de púrpura, procedentes de Tiro, que van destinadas en primer lugar al palacio imperial, naturalmente, pero siempre sobran tantas, que incluso podemos regalarlas a los reyes bárbaros.
—¿Por qué no dejáis trabajar a los esclavos en vuestros talleres?
—El esclavo sólo es dócil en apariencia. Siempre es preferible el trabajo del hombre libre. Verás, el jefe del departamento imperial de Beneficencia, que dirige todos los talleres del reino, acepta encargos de Damasco, Tesalónica, Antioquía o Adrianópolis, para mencionar sólo los más importantes. En un taller se anudan alfombras, en otro se teje el lino, de Alejandría llega el pergamino, de Sidón, el cristal, y de la isla de Samos, las valiosas ánforas; en Tesalia se fabrican los mejores muebles, y Biblos… ¡oh, amigo mío!, Biblos es famosa por sus libros. ¿Esclavos, señor? El esclavo carece de entusiasmo, trabaja con desgana, y sólo piensa en engañar a su amo, al que pertenecen sus días y sus noches. El propietario ha de mantener capataces, holgazanes a su vez, que hagan trabajar al esclavo. Como verás, todo esto contribuye a encarecer la mano de obra de los esclavos. ¿Y por qué confiarles herramientas valiosas? ¿qué ventaja le reportan si trabajan siempre con lentitud? Además, si de Bizancio llega la orden: ¡Basta, esta primavera no necesitamos más telas!… ¿Qué hace entonces con los esclavos? No puedes decirles: vete, amigo mío, busca otro trabajo, y gánate el pan. Cuando el esclavo se va, sólo vale el esfuerzo de su trabajo. Entonces el hombre, su mujer y sus hijos tienen que ser alimentados. O puede ser vendido a otro propietario, que ha de enseñarle otro oficio. No, mi señor, cuando seas rey, no dejes trabajar a los esclavos. Todo el mundo quiere ser libre. Es una consecuencia de nuestra imperfecta naturaleza humana.
Teodorico contempló los apuntes. Sonriendo, el eunuco jefe se frotó las manos. ¡Vaya muchacho inteligente, no le dan miedo los números! Un escriba contaba los barcos salidos y entrados durante el mes.
—Verás, Teodorico, muchas veces se tiene la impresión de que el imperio es débil. La gente dice que nos humillamos ante los príncipes bárbaros. Te digo esto porque tú ya eres un poco de los nuestros. Tal vez un buen día consigas una doncella griega… una princesa como esposa. Conviene que lo sepas: en tanto nuestros barcos entren y salgan, en tanto los comerciantes de Bizancio puedan cruzar sin ser molestados innumerables comarcas extranjeras, el imperio será poderoso. Su Majestad Imperial no puede ocuparse personalmente de los barcos que entran y salen. Es un trabajo para sus modestos funcionarios, una de cuyas misiones es autorizar el atraque. Entonces van los aduaneros y hacen una lista de todas las mercancías. El capitán del barco sería puesto en el potro del tormento si tratase de ocultar algunas especias, a fin de obtener oro con su venta. Verás, Teodorico… esta semana ha llegado cera de Elis. Los talleres imperiales la están esperando… y si no hubiera venido se habría tenido que suspender el trabajo. Yo tengo que saber siempre de dónde esperamos mercancías… cuando zarpan los barcos. Frigia nos suministra tintes; el mejor vino lo recibimos de Lesbos y Gaza. Rodas nos suministra higos, pero también resina de buena calidad. El queso se prepara con la leche de las cabras dalmáticas, y los dátiles de Frigia son los más sabrosos.
»Estas mercancías llegan por barco. Las caravanas siguen el curso del Rha hacia el norte. Muchas salen del Quersoneso. Nosotros hemos de vigilar atentamente el camino principal, que empieza en Trapezunt y cruza la comarca de los armenios para dirigirse hacia el sur de Persia. Las mercancías de Taprobane llegan por barco o a lomos de camellos. Las descargan en el golfo Pérsico, y de este modo nos llegan a través de Siria. Desde Taprobane se puede navegar hasta los puertos egipcios, o llegar hasta las cálidas regiones del mar Rojo. Debes saber que desde Persia, nueve caminos atraviesan el desierto. En Bujara nos encontramos con los comerciantes chinos, que traen las más exquisitas mercancías desde su imperio del otro lado de la gran muralla. Taprobane es la llave, Teodorico; allí concurren las más diversas mercancías de todo el Oriente. Allí nuestros barcos cargan seda, áloe, pimienta, madera de sándalo, cobre, joyas y aceites perfumados. El Éufrates marca la frontera; en sus orillas tenemos ya estaciones aduaneras. Aquí los comerciantes han de pagar los primeros impuestos por las mercancías que cargarán a bordo de los barcos en Taprobane y después, a lomos de los camellos, para introducirlas por fin en el imperio.
»Permíteme que te explique, Teodorico, las riquezas que existen en este mundo. Tú sólo conoces las regiones septentrionales, tu propia patria. ¡Qué sabéis vosotros de los tesoros que encierra el Oriente! Vosotros vivís como los hombres de la selva, y cuando oís una profecía, o alguien insulta a vuestro rey, os ponéis en marcha. Los guerreros… los caballos, los carros. No poseéis más tesoro que vuestras propias manos, Teodorico, y el hacha, la flecha y el escudo para protegeros de la espada. Créeme, en tiempos de paz el guerrero es más inútil que el más inútil de los esclavos. Está de mal humor y es difícil de dominar. Le atormenta la avidez del saqueo. Cuando no hay labriegos en la vecindad, ni ciudadanos cuyos habitantes trabajen, cuando no hay nada que robar, cuando no existen minas cuyo mineral pueda ser extraído, ¿de qué sirven los guerreros? No conocen más que el hastío, y esperan siempre, de la primavera al otoño y del otoño a la primavera, un milagro y una aventura. No saben labrar, ni cebar el ganado. Con el tiempo, la tierra en torno suyo será un erial. Donde han vivido tales pueblos, apenas si queda hierba.
—¡Sin guerreros, Bizancio estaría perdida!
—Teodorico, hoy mismo han traído estos cien nuevos sólidos de oro de la Casa de la Moneda. Mira cómo brillan, qué regular es su forma y qué perfecta su acuñación. El retrato de su Majestad Imperial está bien logrado. Si las pones sobre la balanza, ninguna moneda pesará más que la otra. Nadie comprueba el peso del sólido. Por doquier es sabido, en Taprobane como a la orilla del lacus Pelso, que ésta es la única moneda que siempre contiene la misma cantidad de oro. Mira, Teodorico, en esta casilla también hay sólidos. Pero éstos no tienen grabado el retrato de nuestro padre León… sino el de Teodosio II… y éste, la imagen de la sagrada Pulquería. ¿Lo comprendes? No importa quién sea nuestro emperador. Mientras trabaje un maestro en la Casa de la Moneda, mientras pueda pagarse al grabador y al acuñador, para que no se vean precisados a exponer la seguridad de su vida por culpa de una mañana llena de deudas… mientras en Bizancio se acuñen sólidos, habrá siempre guerreros que por estas monedas se unirán a nosotros, y habrá siempre príncipes que nos proporcionen guerreros. ¿En qué consiste el secreto de Bizancio? Paga puntualmente el sueldo, cada semana, antes de cada fiesta. Cada sábado al mediodía: a los guerreros, en plata, a los capitanes, en oro.
El eunuco mayor, que no llevaba armas ni tenía familia, dirigió sus ojos al cielo. Teodorico preguntó:
—¿Para qué vives tú, señor?
El príncipe de la estepa contempló el pálido y extraño rostro del hombre, cuyos pequeños y astutos ojos estaban hundidos entre dobleces de grasa. En el rostro no crecía la barba, sólo alrededor de las orejas había un poco de vello; los dedos estaban siempre manchados de tinta, pero la túnica era de una blancura inmaculada.
—Casi todos los días escribo hasta que llega la noche. Durante el día recibo muchas visitas. Su Majestad Imperial me honra pidiendo mis informes. El trabajo no se interrumpe nunca. Tomar nota de todo, conocer los detalles, saber con qué cuenta el imperio: ¡para eso vivo, señor! Para las tardes en que sólo me rodean mis ayudantes de confianza. Sumamos y restamos. A menudo nos sorprende aquí el amanecer. Pero los documentos están terminados. Entonces sólo queda el trabajo de los escribas, que transcriben las actas con tinta de plata o de oro, según la mesa a que se hayan sentado. Para esto vivo, señor. Por este motivo nos reservan las habitaciones del palacio imperial; porque no hilamos, ni forjamos, ni teñimos telas, ni molemos pimienta. Nosotros trabajamos con letras y números. Carecemos de familia, de hijos, y tal vez sea precisamente por esto que guiamos los destinos del imperio con mayor devoción, con voces roncas e infantiles, piel fláccida y grasas prematuras. Somos todos iguales, exactos y valiosos… como las monedas de oro, los sólidos.
Se rio. El dinero estaba allí amontonado, el oro que representaba todas las posesiones y todos los goces: casa, mujeres, armas, servidores, fiestas, barcos… Cuando esparció los sólidos sobre la mesa, en sus ojos no brillaba la codicia; para él el oro era una mercancía que enviaba a Sidón, a Sirmio, a Istria, al Quersoneso o a África. Por doquier se inclinaban ante él los príncipes de la tierra. El eunuco dijo a los sólidos:
—Recorred vuestro camino, para convertiros en mercancía, en trabajo para los remeros, guardias y camellos. Recorred vuestro camino, sólidos redondos con la efigie de este o aquel emperador. Bizancio es eterna. Mientras las murallas sigan en pie, los Azules y los Verdes se vigilarán mutuamente. Este incorruptible escriba y el atractivo sonido de las monedas protegen a Bizancio.