Estío en Mediolanum. La ciudad, situada en un valle, y rodeada de murallas, abrasaba como una caldera. Ningún río la atravesaba, y los manantiales estaban agotados. Los ricos, los comerciantes y los recaudadores de impuestos, se habían ido a pasar el verano en sus villas junto al mar. Mediolánum se había convertido en un cuartel, como en tiempos de las antiguas legiones romanas.
El emperador debía, como siempre, la soldada. ¿Quién era este Glicerio, al que el príncipe borgoñano colocara en la cabeza la diadema de los Césares? ¿Qué clase de emperador era aquél, que no procedía de la Urbe, no tenía dinero, y cuyos guerreros languidecían en el campamento del norte de Italia?
El cuartel general de Mediolánum se parecía a la Torre de Babel. Hacía mucho tiempo que los romanos no se alistaban de buen grado en el ejército, todo lo más un par de hijos de campesinos, fugados de sus casas. Muchos bárbaros habían tomado por mujer a una nativa, y sus hijos eran medio extranjeros, medio romanos. Si se quedaban en el país, olvidaban el lenguaje de los bárbaros y a sus antepasados, y añadían al nombre de su padre un nombre latino. En los escritorios del cuartel abundaban los intérpretes, los escribas y los contables, que tenían entrada en todas partes, cambiaban dinero, convertían en dinero el oro y la plata, daban órdenes, y si alguien sabía tratarles, podían comprar su favor por poco dinero.
El más influyente de todos ellos era Orestes; de no ser por el corte de su túnica y la estrecha orla de púrpura, que proclamaban orgullosamente su origen romano, nadie hubiese creído que no era un bárbaro. Orestes hablaba el huno cuando la ocasión lo requería, y tampoco había olvidado por completo la lengua de sus antepasados germánicos. Se le encontraba por doquier, todos conocían al educado capitán, que había servido al Azote de Dios como puntal del trono.
Ahora se dirigía a toda prisa en la penumbra del crepúsculo hacia el campamento de las tropas auxiliares bárbaras. Éstas consistían en legionarios de los pueblos bárbaros diezmados, hijos de tribus dispersas, de pueblos aniquilados. De esta variada mezcla salían las mejores tropas del ejército. No tenían nada que temer de sus lejanos hermanos, y carecían de reyes a los que pudiesen llegar informes o noticias de ellos. Ante el campamento, un capitán habló a Orestes:
—Tú no puedes conocerme, señor, pero yo sé que eres Orestes.
Se inclinó según la costumbre romana. Orestes vio un rostro severo y expresivo, enmarcado por una escasa barba. Tenía ojos azules, una voz fuerte, y hablaba con fluidez la lengua de los guerreros romanos, pero se notaba que no era su lengua materna. Y, cosa rara, parecía que sus ojos azules, de aspecto tan germano, eran algo oblicuos, y su piel algo más amarilla que la de la mayoría de mercenarios de Panonia o de las Galias.
—¿De qué me conoces, amigo, que pese a tu juventud eres ya centurión?
—Preferiría contártelo frente a una jarra de vino, si quieres acompañarme a mi alojamiento.
Orestes trató en vano de adivinar el secreto del desconocido. Entró con él en una casa de madera, cuyo sencillo mobiliario denotaba claramente que era el hogar de un soldado. El centurión vertió vino en las copas de bronce, y levantó la suya en un brindis.
—Soy el hijo de Edecón. Me llamo Odoacro.
Edecón y Orestes habían sido enviados de los hunos, y habían cabalgado por la interminable estepa cuando Atila les envió a ver al emperador de la Roma de Oriente. Los generales hunos habían mirado con recelo a Edecón, el alto dignatario, porque su madre no era huna y su mujer, escita. Conocía la lengua de los germanos y también algunas palabras griegas, y no era tan bajo, oscuro de cabellos y amarillo de piel como el pueblo de los hunos. Atila le había dicho una vez:
—Aprende la escritura de los romanos.
Entonces Edecón se compró un esclavo griego, que debía enseñarle el arte de la escritura. ¿Había aprendido Edecón realmente a leer y escribir?
Los dos juntos regresaron de Bizancio. Crisafios, el hombre de confianza del emperador, había prometido mucho oro a Edecón si asesinaba a Atila. Su hijo podía entrar en el palacio imperial, podría convertirse en guardia de corps, gobernador, dignatario eclesiástico, o capitán de la guardia de palacio. Edecón, en el camino de regreso, cuando cruzaban las montañas rocosas de Tracia y nadie podía escuchar sus palabras, se lo contó todo a Orestes. También le habló de su hijo. ¿Podía ser él este centurión? ¿Este capitán mercenario, de facciones singulares, que le había reconocido?
En Bizancio todo el mundo creía que Orestes y Edecón se odiaban mutuamente, porque Atila distinguía con sus favores ya a uno, ya a otro. En realidad, el rumor era un astuto ardid. Un enviado resentido era más fácil de sobornar, y un intrigante de la talla de Crisafios encontraría la rendija por la que deslizar el veneno de la sospecha. Edecón se lo relató todo a Orestes en la garganta de la montaña. Las conferencias secretas, y cuando el hombre enviado por ellos, Onegesio, traería el dinero. ¡Qué lejano quedaba todo aquello, qué joven era Orestes entonces! Y soltero. Cuando ambos hubieron cumplido con sus deberes de enviados, a él le esperaba una espléndida recompensa, pues el conde Rómulo, un auténtico noble romano, estaba dispuesto a entregarle a su hija como esposa.
—Recuerdo a tu padre con profundo respeto.
—Mi madre y yo esperamos vuestra llegada. Con vosotros venía una legación griega que deseaba ver al rey. Alojaron en nuestra casa a un escriba, y aún hoy me acuerdo de su nombre; se llamaba Prisco…
Era mejor dejar descansar a los muertos. Hacía tiempo que Atila, Edecón, el emperador, y seguramente también el escriba, habían muerto. Orestes ya no era joven. Vivía con su hijo, que le diera la hija del conde Rómulo; ella había muerto al dar a luz. Desde entonces Orestes llevaba consigo a todas partes a su hijo, el cual ostentaba el nombre de su abuelo y del primer rey romano. Rómulo… el pequeño Rómulo, que crecía entre guerreros, en el cuartel, en eterna peregrinación.
—Conocí bien a tu padre… me haría muy feliz poder ayudarte… tu nombre es… ¿Odoacro? ¿Lo pronuncio bien? ¿Puedo serte de alguna utilidad?
El rostro del centurión se endureció; apartó la copa.
—¡Nos tratan como a perros! ¿Lo comprendes, Orestes? ¡Este cuartel! Y el otro en Tesino, y un tercero en Ravena. ¡Somos el imperio! Tú lo sabes, señor; vivimos como lobos vagabundos. No tenemos tierra en la que establecernos. No tenemos hogar, ni mujer. Tú tampoco, señor, puedes educar a tu hijo en otro lugar que no sea entre guerreros. En cambio, en el sur, en Roma… y también en Ravena, viven rodeados de lujo. Siguen teniendo dinero y mujeres en exceso, señor. ¿Por qué tenemos que soportar aquí este terrible verano por culpa de algunos centenares de patricios?
—Dices cosas peligrosas, amigo mío. Se nos ocurren muchas cosas, pero tal vez no sea prudente expresarlas en voz alta.
—Tú eres precavido. Ya lo dijo mi madre cuando volvisteis de vuestro viaje. Pero, señor, si nos aliásemos… tú y yo, y todos los que piensan como nosotros, que ya no son bárbaros y dominan la lengua de Roma. Cuando los guerreros oigan mi voz, me seguirán. ¿Sabes tú, señor, qué son las tropas auxiliares bárbaras? Guerreros unidos por la casualidad, que en el curso de los años han olvidado su lengua materna, pero que nunca aprenden correctamente la lengua de los romanos.
—Hemos de esperar un poco más, Odoacro. Sigue de cerca las noticias, y recuérdalo bien: guarda tu vino en el frescor de la bodega. Bizancio se ha cansado ya de que la diadema imperial, debida al favor de un príncipe borgoñano, siga coronando la cabeza de Glicerio. Pero al emperador le quedan todavía suficientes tierras, ejércitos y oro. Ha enviado a Roma un nuevo emperador; el nuevo Augusto goza del favor de León, o mejor aún, del de Verina. Su nombre suena latino: Julio Nepote. Es duque de Dalmacia. Debemos esperar, amigo mío, y ver qué nos trae el día de mañana. Si Nepote llega con las manos vacías, como el infortunado Antemio, la decisión incumbirá de nuevo a este cuartel. Espera, amigo mío, y conserva hasta entonces tu buen vino en un lugar fresco.
Atardecía. Orestes pensó que en tiempos tan agitados no debía dejar solo a su hijo Rómulo. «Quién lo hubiera dicho —pensó—. Edecón, de quien ni siquiera supe con qué religión vivía, no se quedó sin descendencia.» ¿Se parecía el hijo a su padre? Ya era centurión, y a un centurión que hablase como éste y tuviera su ardiente mirada, los guerreros le seguirían como un solo hombre. El hijo de Edecón… aquí, en Mediolánum, en el cuartel. Orestes sonrió, como siempre, cuando entró en su casa y acarició la cabeza del rubio Rómulo.