La rubia Augusta, con los ojos cerrados y rodeada de nubes de perfume, se hallaba sentada en el ala reservada a las mujeres, el gineceo del palacio imperial. Espesos cortinajes matizaban la luz. Así protegía su piel aterciopelada y luchaba contra las arrugas que empezaban a formarse en torno a sus ojos. Vestía una larga túnica de seda china; las puntas de sus zapatos de púrpura eran la única nota roja en el ambiente predominantemente blanco. Semejaba un ídolo cuyo último pensamiento se hubiese quedado fijo muchos siglos atrás. Las damas de la corte retrocedieron, inclinándose, después de rozar con los labios los pliegues de su túnica. En la estancia permaneció solamente el gigantesco eunuco de la emperatriz, que era un sordomudo. Llevaba un arma en el cinto para proteger a la Augusta en caso de necesidad.
Las damas se retiraron porque la basilisa había pretextado cansancio. Fuera ardía el sol insoportable del mediodía, pero en el gineceo el aire era fresco. Reinaba el silencio y un penetrante aroma de flores. Verina hizo una seña al eunuco, y el rostro del etíope se animó. Sólo su dueña era capaz de dirigir sus pensamientos por medio de señas.
—Haz entrar al muchacho —dijo en voz baja.
Teodorico era ya casi un bizantino. Cuando entró, no tuvo que atenerse, en su calidad de príncipe extranjero, a todos los ritos del ceremonial, que indicaban el modo de acercarse a los zapatos de púrpura y depositar en ellos el ósculo prescrito. Era todavía un muchacho, pero ya varonil y bien desarrollado; y entre los bizantinos de cabellos negros, una mota de color rubio rojizo. Sus ojos despedían el brillo azul del acero cuando les daba la luz o los dirigía hacia el sol. Pronunciaba de modo impecable las palabras bizantinas, pero no conseguía el tono suave y melódico que en la lengua de los poetas fundía el canto con la prosa, Teodorico hablaba con sonidos guturales, su pronunciación era más dura, y la entonación no siempre correcta.
La Augusta tenía confianza en Prisco. «Envíame al muchacho», le había dicho. Delante del palacio imperial todo era tumulto. Así comenzaban las revoluciones palaciegas, que en cuestión de una hora podían derrocar a los poderosos de la tierra: dejar sin vida el cuerpo del basileo y arrojar a sus partidarios a oscuras mazmorras. Todo el mundo sabía ya en Bizancio la catástrofe de Cartago. No había en todo el imperio un nombre más odiado que el de Basilisco. Aspar había triunfado. Los labios del bárbaro permanecieron cerrados. No dijo: «¡Yo lo había previsto!» Pero una sonrisa iluminaba su rostro. ¿Confiar la jefatura del ejército a un romano? Sólo nosotros, los fieles puntales del imperio, sabemos conducir una campaña, tanto por tierra como por mar. Muchas veces un grano de arena es suficiente para inclinar hacia un lado la balanza del destino. Basilisco tenía que abandonar la iglesia. Su presencia enardecía al pueblo. Mientras encontrase refugio allí, no cesarían las intrigas para obligarle a salir con falsas promesas, y cuando él, cegado por el sol, vacilase, la chusma del circo se encargaría de él.
La emperatriz estaba del lado de los Verdes; el verde era su color favorito, lo llevaban los conductores de sus carros, y las cintas de adorno eran verdes tanto en los carros como las que lucían sus caballos en las crines durante las carreras. Pero hoy el partido de los Azules era fuerte en Bizancio, esto lo sabía todo el mundo, y si los Azules lograban la supremacía, ello podría significar la caída de Verina y también del emperador León. La guardia de corps era impotente contra más de cien mil insurrectos. Tanto el Hipódromo como los alrededores de la Basílica eran peligrosos focos de sedición en Bizancio, en los cuales podía inflamarse la ira popular. La muchedumbre era más fuerte que la guardia de corps. Si los Azules rompían el cerco de los Verdes, en Bizancio estallaría la revolución. ¡Y todo el mal provenía de aquella maldita campaña! Por este motivo se habían suspendido los donativos de pan y los juegos, y por este motivo también se lamentaban todos de los elevados impuestos. ¡Maldita campaña, maldito Basilisco!
El número de Azules crecía alrededor de la Basílica. La mayoría de ellos ocultaba un cuchillo en el cinto o empuñaban un bastón de plomo. Los Verdes habían recibido órdenes secretas de congregarse ante la puerta derecha. En ningún caso debían apartarse de allí.
—Teodorico, ¡vas a ser de utilidad a tu señora! Sólo como si fueras de paso… totalmente por casualidad. Vístete con ropas de campesino. Consigue un zurrón y unas sandalias usadas. Si te interroga alguien de la guardia, dile que vienes de Tracia y que estás buscando la iglesia de tus padres. Entra por el lado de los Azules y sal también por allí. El otro lado, el ocupado por los Verdes, está lleno de espías.
—¿Dónde encontraré al tribuno?
—En la sacristía. Mi hermano se parece a mí; aunque se oculte, aunque vaya vestido como un sacerdote, aunque peine sus cabellos de otro modo… le reconocerás por su parecido conmigo, Teodorico. Toma mi anillo. Y una línea escrita por mí. Sigue a aquel que trae el anillo.
El guardián etíope abrió el pasadizo secreto. Era un túnel que pasaba por debajo del jardín imperial y las murallas, y desembocaba en una cueva junto al mar. Se trataba de la última salvación para el emperador, que siempre debía contar con la huida.
Como un joven campesino, Teodorico, con el zurrón al hombro, caminaba golpeando con el bastón el empedrado de Bizancio. ¡Si su madre Erelieva le viese con este aspecto! ¡Sin armas, con el cabello desgreñado y sandalias usadas, caminando lentamente por la Mesa como si se dedicase a la contemplación de las bellezas de la gran ciudad! Repetidas veces le empujaron a un lado. «Andando, pordiosero, que aquí estorbas…» Vio muchas caras, caras extrañas que él, un habitante del palacio imperial, nunca tenía ocasión de ver.
Llevaba el anillo de Verina oculto en un nudo que se hiciera en el bajo de la camisa, y el mensaje, en la suela de su sandalia. A la entrada de la Basílica, los lanceros de la guardia municipal estaban ocupados en separar a los pendencieros grupos de Azules y Verdes. Dispuestos en apretadas filas, los miembros de ambos partidos se insultaban mutuamente; todavía no era una lucha encarnizada, sólo se trataba de ataques verbales. Sin embargo, el capitán de la guardia, que conocía a la población, ya había pedido refuerzos.
Nadie se fijó en el andrajoso campesino que traspasaba la puerta vigilada por los Azules. Aquí se examinaba minuciosamente a todo el mundo, pero el muchacho sólo fue empujado por un lancero, en un gesto más amistoso que áspero.
—Corre a tus rezos, hijo mío; éste no es lugar para ti. Aquí podrían herirte con facilidad.
Conocía la Basílica. Solía acudir a ella los días de fiesta, cuando la corte seguía el ejemplo del Altísimo. En tales ocasiones parecía la pareja imperial, sentada en sus tronos e iluminada por el resplandor dorado de los cirios, algo muy superior a todo lo terreno. De la sacristía, hacia donde ahora se encaminaba, salían los diáconos e innumerables sacerdotes con una vela y el breviario en la mano. El ceremonial se prolongaba entonces desde la mañana hasta las primeras horas de la tarde.
Ahora la sacristía estaba vacía. Miró con atención a los sacerdotes que fueron entrando en ella. ¿Dónde estaría Basilisco? ¿Dónde le ocultaban, si es que aún vivía? ¿Se encontraría aquí? Entonces Teodorico se fijó en un diácono más joven que los otros, que le inspiró confianza. Le preguntó en voz baja:
—¿Es éste el asilo?
El diácono aguzó el oído. ¿Sería un mensajero secreto disfrazado de campesino? Todos se alegrarían cuando el inoportuno huésped abandonase la iglesia. La ciudad entera veía en él a la cabeza de turco, pero por otra parte, era el cuñado del emperador. Podía acarrear dificultades a la casa de Dios. Teodorico le mostró el anillo; su mirada se clavó en el clérigo, tratando de adivinar sus intenciones.
Un minuto después estaba Teodorico ante Basilisco. ¿Era éste el rostro de Verina? El hombre tenía las facciones pálidas y una barba incipiente, y bajo los ojos, las sombras de muchas noches de insomnio.
Los próximos minutos le parecerían, tras las pesadillas nocturnas, un despertar risueño. Cuando dejaran atrás la Basílica, tendrían que recorrer algunas calles hasta llegar al mar. Allí les esperaba un fiel guía de los Verdes con veloces caballos. Pero tenían que llegar hasta allí, pensó Teodorico.
La transformación duró muy poco. El general derrotado no desdeñó el andrajoso disfraz. El sacerdote le ayudó de buen grado, frotándole con incienso el rostro y las manos para que pareciese sucio. Basilisco se quitó las joyas y las envolvió en el borde de la camisa; ocultó las monedas de oro de Verina en el fondo de su saco, y el puñal, en el cinto. La transformación era completa.
—¿Quién eres tú?
Basilisco sabía que si lograba huir, lo debería al muchacho. Verina había encontrado al ángel que con su mirada pura podría abrirle el camino. Se dirigieron bajo las enormes bóvedas hacia la puerta vigilada por los Azules. Aquí era mayor el número de enemigos, pero mucho menor el peligro. Salió un campesino con su hijo. El guardián se acordaba del muchacho.
—He encontrado a mi padre —dijo, y el guardián advirtió por su pronunciación que no era bizantino. Podían irse; ¿quién se interesaba en Bizancio por un campesino extranjero?
El emperador Septimio Severo hizo construir el Hipódromo más de un siglo antes de que Constantino el Grande diera su nombre a la nueva capital del reino, la antigua Bizancio. Desde entonces, él fue el verdadero amo de Constantinopla. A ambos extremos se erigieron sendos obeliscos que recordaban Egipto a los luchadores, cuando daban la vuelta al circo en sus troncos. Se decía que ambos partidos, los Azules y los Verdes, se habían fundado en tiempos de la antigua Roma. El propio emperador había nombrado a los jefes de ambas facciones, siendo después elegidos los siguientes por sus partidarios de rango inmediato inferior. Estos partidos empleaban a gran número de personas; al servicio tanto de Azules como de Verdes había músicos, domadores de osos, poetas y escribas. Los emperadores llegaban, reinaban y se iban, pero la influencia de los caudillos de ambos partidos seguía inalterable. Su poder era mayor que el de los principales dignatarios del palacio imperial.
Al principio, el peligro amenazaba a los emperadores incluso durante los juegos: los espectadores podían rodear el palco de su Majestad Imperial y cortarle la retirada, si lograban romper la cadena de guardias armados, que en tan poco espacio podía ofrecer escasa protección contra la muchedumbre. Por ello fue erigida la Catisma al fondo del jardín, adosada al palacio imperial; se introducía en el Hipódromo, pero era parte del palacio. La corte podía acudir al Hipódromo a través de los jardines imperiales, sin que el gentío observase sus idas o venidas. En este jardín había glorietas de flores donde su Sagrada Majestad podía reposar durante los intervalos de los juegos.
Desde que Basilisco consiguiera escapar de Bizancio, una sombra parecía haber caído sobre la ciudad. Los Azules y los Verdes se dejaron mutuamente en paz y dirigieron todo su odio hacia el palacio, en especial contra Verina. Se culpaba a la emperatriz de haber ayudado a huir al enemigo del pueblo. Ahora ésta se encontraba en su fortaleza de Tracia, y hacía caso omiso de todas las órdenes que llegaban de Bizancio. El pueblo estaba descontento, las protestas se sucedían. Las paredes estaban llenas de libelos, en el Foro de Constantino el Grande aparecieron tablillas con amenazas, y la muchedumbre hacía demostraciones frente a la entrada de palacio. Los Verdes participaban exactamente igual que los Azules. La corte estaba inquieta. No sabía qué decisiones tomaría Aspar, e incluso ignoraba si no era él mismo quien incitaba las revueltas.
Los juegos coincidían con la fiesta de uno de los santos de la ciudad, y fueron precedidos de ominosas señales. Por la mañana se celebraban servicios religiosos, pero hacia mediodía el gentío ya empezó a dirigirse en tropel hacia el Hipódromo, a fin de llegar a tiempo y ocupar los asientos del lado de la sombra. Muchos miles de espectadores llenaban los grádenos. Se abrieron las cestas, los niños se pusieron a saltar por las gradas, y abajo, en la pista, los Azules y los Verdes se turnaban para entretener al pueblo de Bizancio. Salieron animales amaestrados, y los bufones bromeaban sobre acontecimientos actuales. Era posible que también salieran poetas laureados a leer sus rimas, pero muchas veces bajaba antes a la arena un miembro de la multitud, para dirigirse al pueblo bizantino en busca de ayuda en su desgracia. Entonces la pista se convertía en tribunal. El gentío sentenciaba o absolvía, y era precisamente en estas ocasiones delicadas cuando las pasiones se desbordaban y los oficiales de palacio debían ponerse en guardia.
Los caudillos de ambos partidos habían recibido de palacio unos días antes la orden de evitar cualquier cosa que pudiese enardecer al pueblo y avivar el rescoldo de su descontento. Aparecerían los mejores conductores de carros, aquellos cuyos nombres cantaban los poetas. Vendrían los cantores cuyas voces conseguían apaciguar y serenar a los hombres. También actuarían danzarines y músicos. Se recurriría a todo cuanto pudiese conjurar el peligro.
Su Majestad Imperial estaba sentado de modo que su mirada tenía enfrente las columnas. La Columna Serpentina había estado en Delfos, en el templo de Apolo. Había sido esculpida en mármol hacía mil años, cuando los atenienses vencieron en Platea al ejército persa. El pedestal, adornado con serpentinas, representaba la divina sabiduría, y estaba profusamente cubierto de oro. Eran las primeras horas de la tarde. Reinaba un calor sofocante, y los signos no presagiaban nada bueno. Teodorico, como los demás príncipes retenidos en palacio como rehenes, ocupaban un lugar en último término de la Catisma. Cuando el Augusto tomó asiento en su trono, sonaron los trombones; ahora todos, como prescribía una antiquísima costumbre, tenían que ponerse en pie para saludarle. Por el volumen de la ovación deducían las personas avisadas cuál era el ánimo de la multitud.
El de hoy era deprimido. Sólo los oradores oficiales y los caudillos de los partidos demostraron su inquebrantable fidelidad. Los espectadores del Hipódromo permanecieron tranquilos, como esperando algo que decidiera definitivamente la actitud de la tarde.
Al principio sólo oyeron el sonido de las trompetas los que más cerca se encontraban del palco imperial, pues la gran masa de los espectadores había sido captada por la fiebre de la fiesta y no oía nada. Sin embargo, las trompetas retumbaban como durante un victorioso desfile de las tropas. Esto era poco corriente, pues en las carreras de carros no se efectuaba nunca ningún desfile.
Al frente caminaba un soldado de gran estatura. A él le había sido concedido el gran honor de llevar en la punta de su enorme lanza la cabeza de Dengesico. Dengesico era el hijo del rey de los hunos, Atila. Con esto supo todo el mundo lo que se iba a celebrar; además, en grandes tiras de lino estaba escrito: «Los romanos derrotaron a los ejércitos de los hunos y los godos en las montañas de la baja Mesia. El hijo de Atila recibió su castigo. ¡Viva el emperador y viva el imperio!» El soldado llevaba en su lanza la cabeza de Dengesico. Un ojo no podía verse, porque un potente sablazo había alcanzado el rostro de la víctima. El otro ojo miraba con fijeza, horrorizado y acusador, en el rostro de color verde amarillento, inmovilizado por el rigor mortis. Ave César, saludaban los instrumentos de viento.
Cuando los guerreros se acercaban al Hipódromo, la multitud fue presa de la agitación. Pronto todos se pusieron en pie, y quien sabía leer explicaba a su vecino el significado de la inscripción: ¡Victoria! ¡Victoria! ¿A quién se le habría ocurrido hacer desfilar a las tropas victoriosas precisamente en los momentos en que una oleada de inquietud recorría la ciudad?
Los prisioneros importantes, unidos entre sí por cadenas de plata, hicieron su aparición. Allí estaban, los temidos príncipes de la estepa, los hunos que crecían sobre la silla: despojados de sus joyas, con las piernas torcidas y las cabezas inclinadas, cubiertos de heridas, sin armas, unidos por los grilletes a los caudillos godos, dos pueblos que eran enemigos irreconciliables.
Teodorico reconoció al armero de su tío Walamiro y a otros godos distinguidos, que habían sido huéspedes en la corte de su padre. Ahora, aquellos nobles, altos y rubios, que vestían prendas de cuero, eran objeto de escarnio, y habían sido conducidos durante días para que llegasen a tiempo a la gran fiesta de la ciudad.
Nadie sabía qué había sucedido. Pero en la punta de la lanza, como prueba de la terrible realidad, estaba la cabeza del rey de los hunos. La palabra «huno» seguía siendo en los labios de los bizantinos sinónimo de terror: «Si no obedeces, ¡se te llevarán los hunos!», amenazaban a sus hijos las madres griegas. El pueblo huno se había dividido, pero después se unió de nuevo, como la arena movediza que el viento arrastra hasta que forma una colina. Crecieron, se multiplicaron, se unieron en otras tribus, otros pueblos nómadas. El rey de los hunos había comunicado a los nómadas de la estepa: «Allí se ceba la carpa de oro, ahogándose en su propia grasa, sin protección: Bizancio. ¡En la primavera nos pondremos en marcha sobre las huellas de Atila!»
Los godos —Teodorico también había oído hablar de ello— celebraron una reunión de pueblos, el Thing, junto al gran lago, a la que fueron invitados todos los caudillos importantes. Allí rechazaron la oferta del rey de los hunos, y solamente una tribu, el pueblo de Walamiro, siguió a los hunos y fue a engrosar con sus guerreros las filas de su antiguo enemigo mortal. Ahora los guerreros de Walamiro se encontraban entre los prisioneros. Los ciegos eran conducidos por los tuertos, los cojos se apoyaban en los mancos. Godos unidos a hunos por cadenas. ¿Podía existir mayor oprobio para un guerrero godo?
El pueblo del Hipódromo se levantó como un solo hombre. León, en su trono de oro, ya no era solamente el basileo, era casi un dios. La gracia divina no podía otorgar una victoria tan grande a nadie que no fuese su hijo predilecto. Y entonces resonó en el circo la primera aclamación, que fue emitida por Verina.