VI

Los maestros de la flota bizantina ultimaban los preparativos. El número de navíos sobrepasaba el millar, y en los cuarteles esperaban más de cien mil guerreros. Los hombres eran lo más barato, y lo más caro, la brea, el abastecimiento, las jarcias y los pertrechos para el asedio. Los vándalos, según los informes de los mensajeros, habían reforzado las murallas que los romanos erigieran en la antigua capital púnica.

Las noticias que llegaban al palacio de Geiserico en Cartago eran cada vez más alarmantes. El ataque se producía de modo inesperado. El rey de los vándalos no podía comprender que el emperador le hubiese enviado una delegación, que casi dio muestras de humildad, cuando la flota bizantina se encontraba ya en el Cuerno de Oro, preparada para zarpar. ¿Cómo podía suponer que Basilisco, Heraclio y el dálmata Marcelino actuaban de acuerdo con un plan militar preconcebido? El ataque imprevisto contra Cerdeña sólo era una pequeña etapa de la gran campaña, cuyo objetivo final era el exterminio de los vándalos.

Geiserico se asustó. Al amanecer, el rey de los vándalos recorrió Cartago a caballo. Hacía varias generaciones, desde que los vándalos la conquistaran, que ningún peligro amenazaba a la ciudad. Por ello las puertas no estaban fortificadas, las murallas se hallaban en estado ruinoso, e incluso habían sido derruidas en varios lugares, porque el espacio que delimitaban era demasiado reducido. La población, cada vez más numerosa, había construido todo un barrio fuera de las viejas fortificaciones cartaginesas. La vista de estas fortificaciones causó en Geiserico una impresión deprimente: la ciudad era demasiado débil para ofrecer resistencia a los bizantinos, que estaban magníficamente preparados para un asedio.

El caudillo de los vándalos, cuyos guerreros habían sido en un tiempo temidos por el mundo entero, se había ablandado en las condiciones de vida africanas; no tenía enemigos ni rivales, y las anuales expediciones piratas se veían siempre coronadas por el éxito. Los vándalos se habían acostumbrado a los botines fáciles.

Geiserico se sentó ante una ventana desde la cual se dominaba el mar, y no abandonó su lugar durante todo el día. Los navegantes de vista más aguda que observaban el horizonte lejano, se dirigieron a toda prisa a la capital desde la lengua de tierra de Hermaeum para llevar la noticia de la aparición de los diminutos y siniestros navíos. Geiserico se precipitó hacia la lengua de tierra y contempló desde allí los movimientos de la flota. Al este de Cartago se encontraba una profunda bahía. La flota griega parecía querer cruzarla y poner rumbo hacia la capital. Si intentaban desembarcar aquí, Cartago no tenía salvación.

El atraque de mil barcos es, incluso con el viento más favorable, una maniobra difícil, que requiere toda la atención de cuantos toman parte en ella. ¿Quién iba a fijarse en un único barco, que enarbolaba el símbolo del rey de los vándalos? De este modo llegó el barco de Geiserico, casi inadvertido, junto al trirreme de Basilisco. Cuando el enviado de los vándalos estuvo ante el generalísimo bizantino y le leyó el mensaje de Geiserico, Basilisco apenas pudo ocultar su alegría.

«El rey de los vándalos lamenta no haber respetado más a los romanos. Confiesa abiertamente que jamás creyó a Roma capaz de reunir tan gran ejército. Por ello está dispuesto a someterse al emperador León y vivir en paz con él. El rey de los vándalos reconoce que Roma le ha vencido, pero antes de tratar las condiciones de paz, quiere consultar con su pueblo, a fin de conocer también la opinión de los guerreros. Por este motivo solicita del noble Basilisco un alto el fuego de cinco días, tras cuyo plazo comunicará al general romano su decisión definitiva.»

El enviado del vándalo expresó entonces el deseo de hablar con Basilisco a solas, lo cual le fue concedido, para hacerle entrega de los regalos que una antigua costumbre establecía para tales ocasiones.

Los servidores cartagineses llevaron unos cofres cerrados al camarote del generalísimo.

Cuando el enviado del vándalo los abrió, el interior resplandeció de oro. Los cofres estaban llenos hasta el borde de joyas y piedras preciosas.

—Geiserico desea ante todo la paz. Esto es sólo una insignificante prueba de su agradecimiento… un mero anticipo de aquello con que te colmará cuando Bizancio concierte con él la paz.

—Cinco días no son más que un grano de polvo en el reloj de arena de la historia —explicó Basilisco en el consejo de guerra, mientras los avezados capitanes contemplaban con aprensión el cielo cubierto de nubes grises. Iba a cambiar el viento.

Tras las condiciones del alto el fuego, y durante aquellos cinco días, ambos bandos tuvieron que sufrir circunstancias adversas. En los barcos de Basilisco, los oficiales organizaron un festín. Los víveres no serían necesarios, ya que una vez concertada la paz, Basilisco se vería obligado a suministrarles vino, trigo, pescado y carne en adobo. ¿Para qué, entonces, guardar la comida, el pan ya humedecido y el vino agriado?

Durante los cinco días, la ciudad de Geiserico se transformó en un taller de la guerra, donde se trabajaba febrilmente. Los albañiles reforzaban día y noche las murallas derruidas, y apuntalaban las puertas con sacos de arena. De noche se continuaba el trabajo a la luz de diminutas linternas, para no llamar la atención del enemigo con el resplandor de las antorchas. Y mientras la población se ocupaba de las murallas, los marineros reunieron todos los barcos y armaron a la flota para la lucha. El rey navegaba con un veloz remero en torno a los barcos, a los que dio la orden de dividirse en dos flotas.

Los guerreros subieron a bordo de los barcos más pesados, y en la cubierta de los barcos pirata, muy ligeros, amontonaron material fácilmente inflamable, estopa, astillas, brea, y empaparon velas y tablones de aceite.

Los navegantes conocían con exactitud el viento, y el momento determinado en que cambiaba de rumbo. Sabían por experiencia que el viento a la cuadra tomaba en esta estación del año la dirección opuesta.

Por la noche del quinto día el viento amainó, y lentamente, como si titubease, cambió de rumbo.

Al alba ya soplaba desde Cartago. Fue arreciando a medida que avanzaba la mañana.

Geiserico dio las últimas órdenes: en cuanto cayera la noche, las tripulaciones debían estar en sus puestos a bordo de los barcos de guerra. En la segunda flota sólo permanecerían los hombres indispensables para levar anclas. En cuanto los barcos piratas navegasen viento en popa, unos botes recogerían a aquellos hombres y los llevarían al barco más próximo.

Pronto anocheció. No había luna, y el cielo estaba nublado. Era más de medianoche cuando del barco insignia de los vándalos llegó la orden: «¡Levad anclas!» Fue fijado el timón de los barcos incendiarios. Los veleros, sin tripulación, salieron hacia el mar empujados por el viento, balanceándose suavemente. Cuando se hallaron a una distancia de medio tiro de flecha, desde los barcos de guerra enviaron flechas encendidas a sus cubiertas. Al principio sólo eran lenguas de fuego, después empezaron a despedir chispas, y finalmente ardieron en grandes llamaradas. En pocos momentos, los barcos fantasma invadieron la noche con sus luces de artificio.

Detrás de la flota incendiaria se colocó la flota de guerra en forma de enorme semicírculo, con el barco de Geiserico al frente. Cuando los barcos de fuego ya llevaban mucha delantera y sus chispas no podían causar ningún daño, los barcos de guerra navegaron con el viento a favor hacia los bizantinos.

Los navíos bizantinos anclaban muy juntos uno del otro. Por este motivo no podían maniobrar hasta que llegasen al mar abierto y se colocasen en posición de combate. Pero cada movimiento estaba calculado de antemano, porque la bahía se hallaba cerrada al mar abierto por cientos de barcos que formaban una cortina de llamas y chispas.

Si las chispas alcanzaban a un barco bizantino, estaba irremediablemente perdido, pues la gran cantidad de material inflamable prendía con rapidez. Y no había salvación, pues al estar los barcos tan juntos, las llamas saltaban de cubierta en cubierta.

Y ahora se aproximaba la flota de los vándalos. Sonaron los cuernos de los atacantes, a la lluvia de chispas se unieron flechas encendidas y dardos, y las máquinas de guerra capturadas en un tiempo a Roma, empezaron a vomitar piedras candentes.

Basilisco y el resto de su flota huyeron. El hecho de que llegasen a Sicilia lo debieron a su buena suerte: los vientos les fueron favorables.

Unas semanas habían bastado para destruir de modo ignominioso el gran sueño de la resurrección de Roma. Hacía días que en Bizancio se murmuraba por los alrededores del circo y en las plazas del mercado que algo malo le había ocurrido a la flota. Los oradores explicaban la situación a su auditorio, la población de la gigantesca ciudad era un hervidero de conjeturas expresadas en múltiples lenguas, y la muchedumbre se dirigió hacia el palacio imperial, donde la guardia la detuvo e impidió que irrumpiera en los jardines imperiales y forzase las puertas. Mientras el pueblo se amotinaba y exigía noticias detalladas, un pequeño grupo se deslizó dentro de la capital por una de sus puertas. Basilisco corría, disfrazado de campesino, sin armas, y con un bastón en la mano, por las tortuosas calles de la ciudad. Evitando la Mesa, caminaba con apresuramiento y pegado a las paredes de las casas, porque temía ser reconocido. Así llegó a los alrededores de la catedral. Cuando hubo cruzado el umbral de la santa puerta, se encontró bajo la protección de la iglesia. Desde allí podría enviar mensajes. El que antes fuera el poderoso Basilisco, generalísimo de mil barcos y cien mil guerreros, había regresado.

En la sacristía, el sacerdote se estaba vistiendo para el sacrificio de la Misa. No era nada extraordinario que un hombre caído en desgracia y que temía por su vida llamase a esta puerta. Dijo con voz velada:

—Soy Basilisco y tengo miedo… miedo de todo el mundo. Me gustaría esperar aquí hasta que el cielo me ilumine.

El joven sacerdote conocía las veleidades del destino en Bizancio. La rueda giraba muy de prisa, a menudo dependía de la casualidad o de la suerte que alguien llegase a calzar los zapatos de púrpura del César o fuese un mendigo ciego al que la muchedumbre empujaba. El sacerdote fue a buscar una jarra de vino y colocó algunos cojines sobre el banco, para que el hombre necesitado de protección pudiera descansar.

Entonces abrió una pequeña puerta.

—Aquí podrás dormir —dijo, y añadió—: Si deseas enviar algún mensaje, dímelo, señor…

Temblando, Basilisco escribió a Verina: «¡Ayúdame!» ¿Ayuda contra la ira del pueblo? Incluso aunque hubiera sido inocente como un cordero, seguiría siendo la cabeza de turco. Tal vez unas carreras de carrozas o una fiesta importante llamarían la atención del pueblo y él podría abandonar la iglesia. Escribió a Verina, la hermana siempre dócil: «¡Hermana, ayúdame!»