V

El gran lago, con sus coronas de espuma y las olas impetuosas rompiendo en la orilla, era de una belleza magnífica. Parecía que quisiera despedirse con esta imagen del muchacho que aquí creciera y pasara los primeros años de su vida. El otoño era espléndido. El viento rozaba la tierra, y el cañaveral se inclinaba con un murmullo. Las panículas secas, de color violáceo, de las cañas, cubrían la playa, y sólo allí donde acababa el cañaveral y empezaban los juncos podía verse la superficie del agua, de tonos que abarcaban desde un verde metálico hasta la gama de grises, en toda su inmensidad. Se despidió del lago, cuya orilla se confundía a lo lejos con el paisaje otoñal.

Prisco, el gran señor, era un maestro paciente. Domaría al pequeño salvaje. El camino era largo. Todos los días le daba una lección; una palabra griega que se refería a la tierra o al cielo. Una palabra que significaba pan, caballo, hidromiel o silla. Una palabra con cuya ayuda podía decirse: tú, nosotros, yo. La cruz que pendía del cuello del muchacho también era una cruz en la lengua de Bizancio. Todo lo demás… las ropas, las sandalias de cuero, las armas, los cabellos largos, debería ser desechado por el muchacho antes de que las herraduras de su caballo se hubiesen acostumbrado a la arena caliente de la playa del Cuerno de Oro.

Ahora el muchacho ya no veía las cosas únicamente con los ojos de la estepa. A medida que iba aprendiendo más palabras griegas, y comprendiendo poco a poco la conversación de los miembros de la legación, su horizonte se ensanchaba de modo considerable.

Hasta ahora su vida había sido el mundo del gran lago y las tiendas del campamento de los godos, levantadas entre las murallas de la ruinosa ciudad de Panonia. El único cambio lo constituían las ocasionales visitas a los príncipes godos de la vecindad. Pero ahora, las nuevas palabras aprendidas le descubrían mil nuevas imágenes y conceptos cuyo significado estaba empezando a comprender. Prisco se inclinaba sobre rollos de pergamino o tablillas enceradas, en las que escribía con un afilado punzón; entonces su siervo lo transcribía todo en un rollo.

Los miembros de la legación rezaban de modo distinto a los sacerdotes arrianos que hasta ahora habían educado al muchacho. Se persignaban de otra manera, honraban a otros santos. Llevaban otras armas y encendían el fuego de diferente manera. Bebían el vino con copas distintas, utilizaban al comer cuchillos más finos, y se lavaban las manos antes y después de las comidas. Entre los griegos había un siervo que todas las mañanas afeitaba la barba del rostro de sus amos con un afilado cuchillo. Les cortaba los cabellos de modo que sólo cayese un bucle sobre la frente, y les colocaba en la cabeza una rama o un trozo de metal. Se saludaban e inclinaban de distinta manera, y hablaban entre ellos en tono diferente; casi siempre suave, sonriendo, y con palabras amables. Raramente levantaban la voz, y apenas se producían gritos, altercados o disputas, ni siquiera entre los cocheros. Un solo tono más elevado era suficiente para que Prisco levantase la cabeza e hiciera un movimiento que expresaba hasta qué punto le molestaba tal grosería.

Sonreía siempre al hablar con el muchacho. Lentamente, sílaba tras sílaba, le enseñaba la palabra griega que designaba tal o cual objeto, haciendo resaltar la sílaba sobre la cual recaía el acento. Hacía mucho tiempo que Prisco enseñaba en la escuela del palacio a los príncipes retenidos en él como rehenes. Estaba en extremo orgulloso de su método. Hasta el más inepto de los príncipes bárbaros aprendía a hablar con fluidez la lengua del país en el transcurso de un año, y podía leer en el más perfecto griego a los niños que eran confiados a su compañía.

Prisco tenía la impresión de que Teodorico sería uno de sus alumnos más aventajados. Era un muchacho alegre, activo, precoz. Montaba a la perfección, y jamás daba muestras de cansancio. Prisco observó que mientras cabalgaba iba repitiendo las palabras recién aprendidas. Muchas veces se acercaba a uno de los escribas o siervos más educados, le señalaba un objeto para él desconocido, y preguntaba su nombre. Conocía a cada miembro del séquito, y los siervos le profesaban afecto; galopaba con ellos contra el viento y les ayudaba a descargar los mulos. Toda actividad reclamaba su atención. No temía ni al trueno ni a la tormenta, mientras los demás se acurrucaban en un rincón de la tienda, levantada a toda prisa. «¡Odín ruge!», exclamó una vez, y todos los griegos comprendieron que se trataba del recuerdo de una antiquísima superstición pagana.

La legación del emperador era sagrada para todas las tribus. Los bárbaros sabían que hubiesen tenido que pagar muy cara la vida de un solo emisario. Aparte de que una legación ofrecía mil oportunidades para obtener de Bizancio dinero y títulos. El Silenciario era un gran señor, que todo lo escuchaba y anotaba.

El bárbaro sentía miedo de las letras; contemplaba con gran perplejidad cómo salían diminutas hormigas negras del jugo de las bayas, que aprisionaban el sentido de las palabras.

La legación pasó por muchos poblados de tribus godas. Entonces Teodorico ocupaba con principesca dignidad un asiento junto a Prisco, y transmitía en el lenguaje de la tribu el saludo del rey Teodomiro. Los hermanos lejanos se inclinaban por doquier ante el hijo de Amal. No comprendían todas las palabras del muchacho, ya que vivían separados desde hacía varias generaciones, y la antigua lengua se había transformado, pero por sus venas corría la misma sangre, y compartían las mismas tradiciones.

Prisco observaba la transformación del muchacho. Teodorico no mostraba la menor timidez, y no tenía nada de la docilidad del alumno. Comunicó a su mentor las noticias que los hermanos godos residentes en Occidente habían enviado a su padre, y quién gobernaba en Hispania y en las Galias. También su rey se llamaba Teodorico.

De este modo fue conociendo el viejo consejero muchas cosas sobre el muchacho. Por la noche, el intérprete debía resumir el contenido de las palabras de Teodorico. El pueblo godo se había diseminado, pero de este a oeste y de norte a sur, los lazos de la sangre lo mantenían unido. El cristianismo no le había inculcado mucha humildad, pese a que el obispo Ulfilas había traducido la Biblia a su lengua.

Con la duración del viaje fue creciendo la amistad entre el anciano legado y el muchacho. Cuanto mayor era el vocabulario griego del príncipe tomado como rehén, tanto mejor se comprendían.

Teodorico sentía que Prisco veía en él a un hombre; le ayudó a vencer la primera timidez, y muchas veces le acariciaba la cabeza. Con ello se excedía en su papel de legado, que consistía únicamente en acompañar al hijo de Teodomiro sano y salvo hasta el umbral del palacio imperial, pero a Prisco le gustaba su papel de maestro durante las apacibles horas de campamento. Un día en que, después de una etapa larga y agotadora, el muchacho se quedó dormido, el enviado dijo en voz baja a su joven escriba: «De este Teodorico oiréis hablar mucho».

Al alba les despertaba el sonido de un cuerno; entre los frondosos árboles de los montes de Tracia, el descendiente de Amal ya se lavaba, según la costumbre griega, las manos y el rostro.

Cuanto más se aproximaban a Bizancio, más frecuentes eran las noticias que la legación recibía de la patria. Incluso aunque no se hubiesen enterado de nuevos acontecimientos en cada alto, en cada ciudad y en cada provincia, a la fuerza habrían observado que se preparaba alguna empresa de gran importancia. Prisco intuyó por los indicios, los movimientos de tropas y el transporte de efectivos militares, que el consejo bizantino había resuelto la disputa que duraba desde hacía años: el emperador preparaba la campaña contra el reino de los vándalos en África.

A cada paso la legación encontraba recaudadores de impuestos, que se multiplicaban para arrancar a la población las últimas monedas de cobre. Les seguían de cerca los oficiales reclutadores, que, primero con buenas palabras, y después por la fuerza, se llevaban a los hombres jóvenes. Al mismo tiempo se habilitaban los barcos de pesca y se compraban muy caros —incluso a los piratas— todos los barcos que estuvieran en buen estado.

En los sermones dominicales se calificaba a Geiserico, el rey de los vándalos, de Belcebú y señor de todas las perversiones. Era hijo natural de un rey y de una esclava, y tenía en su poder toda la franja costera de la antigua Cartago. Sus rápidos veleros no dejaban escapar casi nunca a los barcos mercantes romanos o los trirremes bizantinos. En el Mediterráneo no había costa, puerto o bahía que no estuviese amenazado. Los sacerdotes mencionaban asimismo que los vándalos, tras la devastación de Roma, se habían llevado a África a miles de prisioneros, entre ellos a una emperatriz viuda con sus dos hijas.

Geiserico había enviado legados a los emperadores de Roma y de Bizancio, y las exigencias de sus altivos mensajes no conocían límites. Su última reclamación era la herencia del emperador Valentiniano —media Italia—, porque Geiserico había obligado a la hija del emperador, Eudoxia, a casarse con su hijo. Los vándalos eran, en su ciego fanatismo, intolerantes arrianos, y sus medidas en el norte de África recordaban las persecuciones de cristianos en tiempos de Nerón y Diocleciano. La población católica optó por empuñar el bastón del viajero, abandonó su hogar y buscó refugio en el extranjero.

Hacía pocas semanas que el gran lago era el mundo de Teodorico; su horizonte no iba más allá. Recordaba los crudos inviernos de su infancia, y cómo temblaban entre las casas derruidas de la antigua ciudad romana. Las hogueras al aire libre y las pilas de leña sobre el viejo empedrado mitigaban apenas el frío invernal. Los godos se refugiaban en las sagas de sus antepasados y esperaban la llegada de la primavera, de cualquier primavera en la que se realizara el milagro y los godos pudiesen marcharse con sus carros. Marcharse hacia las ciudades ricas y las orillas del mar templado.

Hacía pocas semanas que el lacus Pelso era todo su mundo. Las montañas, la misteriosa península, los interminables bosques que bordeaban la orilla, y tras los cuales tal vez no había nada más. Y ahora, mientras se alejaba en compañía de los griegos, tenía la sensación de no ser más que un diminuto grano de arena en la inmensidad del imperio romano, un grano que sería arrojado por las olas del mar sobre tres continentes. Hablaban de provincias, cada una de las cuales era de mayor tamaño que la comarca habitada por los godos entre el lago y el Danubio. Para entrar en el palacio imperial había que conocer los nombres de estas provincias, y saber de memoria las guerras del pasado y los nombres de los príncipes y generales que ahora dirigían la historia del imperio.

Prisco enseñaba todo esto al muchacho, y cada vez con mayor entusiasmo a medida que éste iba aprendiendo más palabras griegas. Ahora casi no hablaban de los bárbaros, sino de todo aquello que veían y experimentaban durante su viaje, que cada día les acercaba más a Bizancio.

Por doquier encontraban tropas, y veían nuevos campamentos y concentraciones de artesanos. Era como si el imperio, que muchos consideraban podrido, se renovase repentinamente y se entregase con ardor a una empresa heroica. Los sacerdotes exclamaban desde el púlpito: ¡Que la maldición caiga sobre Geiserico! Los jefes del distrito y los gobernadores de las provincias sacaban de donde fuera y como podían el dinero, los alimentos y los hombres necesarios con la consigna: ¡Contra Geiserico!

—¿Qué es una provincia? —preguntó una tarde el muchacho.

—Hubo un tiempo —dijo Prisco— en que toda la tierra del mundo conocido y los mares que la rodean estaban en poder de la Urbe, y donde las legiones se detenían, allí se establecían para siempre. Estas comarcas fueron divididas, se las llamó provincias y se les dio un nombre. Vuestra provincia se llama Panonia. Los guerreros, las armas y las letras protegían al viejo imperio, donde reinaba la paz romana.

—¿Quién gobierna esas provincias? ¿Reyes?

—Mientras en Roma no hubo emperador, hijo mío, gobernaban dos cónsules, que eran elegidos todos los años. Cuando había pasado el año, se iban a alguna provincia como gobernadores. Allí se llamaban procónsules.

—¿Por qué dices que Panonia es también una provincia? Ahora estamos allí nosotros… esa tierra sólo pertenece a los godos.

—Verás, Teodorico, ésta es la clave de la cuestión. ¿Quién es más fuerte? ¿Aquella inscripción que, grabada en placas de metal, anuncia que las legiones de Trajano cruzaron Istria… o la circunstancia de que hoy vive en la antigua comarca romana un pueblo a caballo? ¿Con nuestro permiso… o sin él? Vosotros llamáis reyes a vuestros caudillos. Nosotros concertamos un trato con los reyes; y les hacemos regalos. Esta clase de alianza es la que existe entre el imperio y los godos, a los que tu padre gobierna como rey.

—¿Qué valor tiene lo escrito?

—Muchas veces la letra escrita puede derribar una flecha. El emperador de Roma marchó a Ravena huyendo de Atila, y el Azote de Dios hubiese dirigido también una campaña contra Bizancio… de haber permanecido con vida. Pero murió. Entonces, los príncipes de aquellas comarcas, cuya tierra no había pisado desde hacía cien años un solo guerrero romano, acudieron de nuevo al imperio. Vosotros, los godos, del mismo modo que los hijos de Atila. Porque sabían que sólo el Augusto está capacitado para establecer los derechos y los deberes de un pueblo y de su rey. El emperador, cuando está descontento de un pueblo o de su caudillo, recobra la provincia, se la da a otro, o vuelve a incorporarla al imperio. Tal cosa está ocurriendo ahora con los vándalos, cuyo rey es Geiserico. Y el motivo, hijo mío, es que el imperio de Atila fue construido sobre arena, pues no tenía el don de la escritura, y carecía de códigos. Cuando haya muerto el último vástago de los hunos, nadie se acordará de que Atila existió.

Prisco levantó la vista hacia las estrellas. Algunos años antes había oído una singular leyenda: los hijos de Atila se perseguían por toda la Vía Láctea. Su mirada buscó de nuevo al muchacho. Todo dependía del principio, del alfa, de la educación que recibiera Teodorico, de la evolución de su mente. Quien había estado una vez como enviado en la corte de Atila, conocía los mitos y los enseñaba, pero no creía en ellos.

Prisco se preocupaba por el muchacho como si fuera su hijo. Le observaba a hurtadillas mientras intentaba coordinar las palabras griegas. Teodorico no era rebelde y no parecía sentir nostalgia del hogar; pero se movía inquieto en su lecho con añoranza de su madre. Se interesaba por todo, le apasionaba la aventura del lejano viaje. En pocas semanas había adquirido madurez, era casi un adulto, y su mirada se había ensanchado. Antes de llegar al palacio imperial, el pequeño salvaje de la estepa se habría convertido en un príncipe, dócil como los otros prisioneros de la jaula de oro.

Prisco quería llegar a la costa a la hora del crepúsculo. Allí podrían pasar la noche en un cómodo alojamiento imperial, desde cuyo tejado Teodorico podría contemplar las mil luces de Bizancio: un océano de luz, miles de estrellas terrestres en la noche sin luna. Prisco dio también la orden de cargar los mulos por última vez cuando apuntase el día, pues Teodorico entraría en la nueva Roma la víspera de un día festivo, cuando cerraban los talleres, el mercado y las tiendas, y la multitud, ociosa y satisfecha, callejearía tranquilamente hacia los Foros. Esta vez el muchacho daba vueltas en su lecho, como si le fuese imposible conciliar el sueño. Prisco, a cuyos viejos oídos no se escapaba ni un murmullo, preguntó:

—¿Por qué no duermes, Teodorico?

—Espero el nuevo día. ¡Mañana veré al emperador!

Prisco pensó en el ceremonial. ¿Quién era León antes de que ascendiera al trono imperial gracias al favor del alano Aspar? ¿Quién era Verina? ¡Desde qué profundidades se habían encaramado! Y ahora él era el sagrado augusto, y ella la sagrada augusta, ambos en la vertiginosa cumbre de la pirámide, en la divina proximidad del Ser Celestial. Prisco había conocido a León antes de que fuese emperador. También había conocido a Verina. Muchos aspiraban en aquellos tiempos al manto de púrpura, la corona y la diadema. El más tenaz de ellos fue León. Hoy era el sagrado basileo. Diez años antes aún se arrastraba para conseguir el favor de los poderosos. ¿Cuándo recibiría a Prisco… y al príncipe de la estepa, traído hasta aquí como garantía de paz?

Hacia el mediodía, después de descansar algo del viaje, Prisco vistió el traje de corte, empuñó el bastón de oro y se dirigió a pie al palacio imperial para enterarse de lo ocurrido durante su ausencia en el sacrosanto mundo de la corte. Le urgía saber quién seguía vivo, quién pertenecía ya al reino de los muertos, quién había pasado a engrosar las filas de los sin nombre, quién —y esto era lo peor— había sido cegado, y quién tonsurado, lo cual significaba que el Altísimo, en un instante de ira, había condenado a quien cayera en su desgracia a abandonar para siempre el maravilloso mundo del palacio y entrar en una orden religiosa.

¿Quién vivía, quién ostentaba el poder, y quién se había encaramado al círculo de los poderosos? ¿Quién disfrutaba del favor de la Augusta, y quién era el nuevo confidente de Aspar? ¿Cómo seguirían los asuntos de Basilisco? ¿Qué guardia de corps habría sido ascendido?

En todos los labios estaba la extraordinaria noticia de que un capitán de la guardia, procedente de Isauria, un tal Tarasicodissa, gozaba del favor especial de Verina. Como nadie lograba pronunciar su nombre bárbaro, él mismo había solicitado permiso para adoptar el nombre de Zenón. Desde entonces recibía una distinción tras otra, se paseaba hinchado como un pavo real, y en las últimas carreras le cupo el honor de situarse al fondo del enorme palco imperial, con armadura dorada y magníficas armas. Los asistentes al hipódromo observaron que la hija de la pareja imperial, Ariadna, se volvió y sonrió al oficial de la guardia. Todo esto había sucedido mientras Prisco se hallaba en el lejano país de los bárbaros.

La lucha a vida o muerte continuaba latente en la corte. Basilisco, el cuñado del emperador, y Aspar, el Patricio, eran, como todo el mundo sabía, enemigos acérrimos. Sin embargo, cuando se encontraban de madrugada, intercambiaban el ósculo de paz. Aspar hacía vigilar al capitán de Isauria. Hasta ahora, la guardia imperial estaba constituida casi exclusivamente por godos, alanos y gépidos: germanos altos, macizos y rubios, armados con impresionantes hachas. Últimamente había ido aumentando en las filas de la guardia el número de isaurios, duros y toscos montañeses que se llamaban a sí mismos bizantinos y que pese a su condición de salvajes eran leales y firmes servidores del imperio. Si la juventud isauria valía tanto como para enfrentarla a miles contra los vándalos, ¿por qué no podía haber lugar para su capitán entre los altos dignatarios del palacio imperial?

Mientras Prisco, el Silenciario, recorría las largas calles empuñando su bastón de oro, y cambiando sonrisas con los poderosos, sintió que su regreso era bien acogido: El viejo Prisco ha llegado; ¡una vez más ha resistido tan largo viaje! Prisco no tenía enemigos. No ambicionaba una posición más elevada, no abrigaba los deseos de muchos otros silenciarios, que tal vez ya soñaban con la púrpura imperial. Prisco era un viajero silencioso, que caminaba con los ojos abiertos, todo lo veía y todo lo observaba. Muy pocos vivían en este valle de lágrimas que hubiesen visto a Atila con sus propios ojos.

Habló del muchacho con el Mayordomo Mayor. No era la costumbre permitir a los pequeños salvajes medio paganos que comparecieran ante la presencia del Altísimo. Primero debían ejercitarse en el lenguaje y el ceremonial, incorporarse como ínfima parte a la gran maquinaria, amansar su fiereza y olvidar su propio pueblo.

—Cierto, cierto —convino el viejo Silenciario con expresión preocupada—, pero a este muchacho no debemos medirle con el mismo patrón.

Que tal fuese la opinión del anciano Prisco pareció muy interesante a los poderosos. El viejo debía tener algún motivo para desear que el muchacho fuese recibido por su divina Majestad. ¿Quién sino él sabía lo que ocurría en el país de los godos? No sería la primera vez que llegaba de su patria una importante legación, con el propósito de colocar a la cabeza de su pueblo a un príncipe que vivía en la corte en calidad de rehén. Tal vez el Imperio tenía oportunidad de ganar, en la persona del muchacho, a un aliado real. Todo el mundo sabía que la amistad de los godos significaba de treinta a cuarenta mil jinetes, con cuyo valor era más seguro contar que con las murallas de un metro de espesor de la ciudad de Bizancio.

A la mañana siguiente Prisco habló del muchacho con el «Praepositus sacri cubiculi». Este alto dignatario tenía acceso al basileo a cualquier hora del día. Para él no había ninguna puerta cerrada, ningún guardia de corps que le vedase el camino. Examinó el problema: ¿Sería posible que el Altísimo recibiera a un muchacho que apenas sabía hablar la lengua de Bizancio? Prisco era un hombre de confianza en Palacio. Lo recordaba todo con exactitud. Cuando Edecón y Orestes llegaron al palacio imperial como enviados de Atila, trajeron consigo al hijo menor del rey de los hunos, y el entonces divino emperador les dispensó incluso de la genuflexión, la «proskynesis», pues a ella no accedió el hijo del rey de las grandes llanuras. Sí, los tiempos cambiaban. Seguramente sería oportuno que el Altísimo concediera una audiencia al joven príncipe bárbaro. Tal vez pudiera resultar incluso ventajoso para el imperio.

Mientras vestían a León, el Mayordomo Mayor dejó caer algunas palabras sobre lo dicho por Prisco y sus pretensiones. El anciano Silenciario gozaba de prestigio en Palacio, y León consideró lo más conveniente tener una explicación directa con él. Así ocurrió, pues, que Prisco fuese recibido por el emperador, sin hacer antesala y sin ningún ceremonial. El rango y la posición no constituían aquí ninguna barrera: dos hombres frágiles y ancianos hablaban de los asuntos del mundo.

—Tengo entendido que los caballos de los godos se han adelgazado y sólo son piel y huesos. No han podido llegar hasta aquí, cuando yo necesito sus armas.

Prisco conocía a su señor. El basileo le provocaba para que su réplica le permitiese conocer toda la verdad. El Altísimo echó hacia atrás la cabeza y cerró los ojos. Prisco habló de las inmensas llanuras, de la corte de Teodomiro, del gran lago con sus olas de reflejos ya verdes, ya grises, junto al cual vivía el pueblo de los godos. El pueblo era sano, estaba siempre en movimiento e iba siempre armado.

—El muchacho, gran señor, está impaciente. Jamás un rehén ha ansiado tanto desde el primer día ser recibido por su divina Majestad. Cuando yo abandoné mi alojamiento, él ya llevaba su traje de corte. «¡Hoy veré al emperador!», me dijo. Majestad, este muchacho, cuando su padre cierre los ojos para siempre… será el príncipe de cuarenta mil jinetes.

—Encuentra en el ceremonial la forma correspondiente, y tráeme al muchacho. Créeme, amigo mío, prefiero ver a niños en el trono de los pueblos aliados que a hombres pendencieros.

El Mayordomo Mayor decidió que Prisco llevase al muchacho a primeras horas de la mañana, antes de la ceremonia matutina, a los aposentos imperiales, como si quisiera presentar a la augusta pareja a alguien muy especial. Se trataba de la única hora que no estaba incluida en el ceremonial de la corte, que durante todo el día y al compás del reloj de arena ordenaba todos los minutos de los emperadores.

Teodorico recibió un baño perfumado, y el barbero de la corte dispuso sus cabellos. Su túnica ya era casi bizantina. Las restantes prendas de su vestuario godo bastaban para indicar su procedencia bárbara. Comprendió con dificultad que no debía llevar armas en presencia del Altísimo. Los hombres criados en las grandes llanuras se separaban más fácilmente de su vida que de su espada, que desde tiempo inmemorial era el símbolo del hombre libre. Prisco le señalo a los primeros dignatarios:

—Mira, llevan túnicas valiosas y se adornan con alhajas, pero sólo los guardias de la puerta tienen un arma en la mano. Incluso los generales del imperio se despojan de su espada cuando se acercan al umbral de los sagrados aposentos.

Primero el muchacho se arrodilló ante Verina. Un revuelo de sedas y una nube de perfume rodeaban su lánguida belleza rubia. Parecía frágil y pensativa, como si todavía luchara con las sombras de la noche, y hablaba con algo de afectación. Intentaba así, dando a las palabras una entonación casi poética, disimular su humilde origen, que los aristócratas de Bizancio no le perdonaron jamás. Pero detrás de los giros y las entonaciones poéticas se ocultaba una lengua viperina. Era del dominio público que en el palacio imperial no había enemigo más peligroso ni mujer más astuta que Verina. La corte de la emperatriz, que otras de su rango reducían a un modesto séquito de mujeres, parecía una cancillería de estado. Sus silenciarios eran los espíritus más inquietos del imperio; el destino de provincias, el resultado de campañas se decidían en los aposentos íntimos de aquella mujer hermosa, pero que se iba ajando lentamente.

Verina habló en voz baja a Teodorico; le ayudó a incorporarse después de la genuflexión, le sonrió y le miró a los ojos. El muchacho no comprendía por qué tenía que bajar la mirada ante una mujer, cuando no se sentía culpable de nada. Teodorico tenía los ojos de un azul profundo, y un poco salientes. Por ello su mirada se parecía a la de un halcón. Sus cabellos de un rubio rojizo estaban peinados en bucles: la moda del palacio era obligatoria para los príncipes que vivían en la corte como rehenes.

—Espero que te encuentres a gusto en nuestra corte, príncipe —dijo Verina, acariciando suavemente la cabeza del muchacho—. Obedece a tu maestro, el eximio Prisco; mejor preceptor no hubieras podido hallarlo en toda Bizancio. ¿Tienes algún deseo?

El intérprete estaba como una sombra detrás del muchacho, pero Teodorico sonrió e indicó que había comprendido las palabras de la Augusta.

—Me gustaría cabalgar con los guerreros. Pero también querría aprender a leer y verte con frecuencia.

La Augusta levantó repentinamente la cabeza. Nadie debía de haber aleccionado al muchacho, pues de otro modo no hubiese expresado en la corte un deseo tan inoportuno.

—¡Pregúntale si sabe cuántas primaveras han transcurrido desde su nacimiento!

—¡Doce!

El pueblo de Teodomiro lucharía con los hunos que ocupaban Istria. Lo mejor sería que en la lucha se aniquilaran ambos pueblos. Pero si uno de ellos salía vencedor, el ejército bizantino, que ya estaba preparado, daría buena cuenta de tan débil enemigo. Si los godos eran derrotados, ¿de qué serviría tener aquí al muchacho? Los muertos no reclaman a los rehenes. Aunque tal vez se le podría convertir en un general, una pequeña rueda en la poderosa maquinaria bizantina. ¿Qué se le puede decir a un muchacho que no baja la mirada? Verina pensó que hacía mucho tiempo que no veía los ojos de los hombres, sólo sus cabezas inclinadas. El muchacho era apuesto, y tenía un porte majestuoso. Dentro de un año sería casi un hombre. El basileo adelantó su pie derecho, enfundado en púrpura, y Prisco se arrodilló y lo rozó con los labios.