El rey, que era el primero entre iguales, tomó asiento frente a los enviados bizantinos; tras ellos se encontraban en pie los intérpretes, el griego de los godos y el godo de los griegos. Teodomiro era un hombre robusto en sus mejores años, alto, huesudo y de cabellos rubios con reflejos rojizos. Durante la época de fabulosos botines de Atila, fue el rico caudillo de su tribu, y cuando se puso la estrella del huno, el pobre y descontento rey de la estepa.
Prisco conocía a los pueblos y a sus príncipes, desde Britania hasta el Éufrates. Sabía con exactitud qué les preocupaba y qué ambicionaban. Pero para él tampoco era un secreto la debilidad del coloso de pies de barro que era el imperio romano de Oriente, foco de revoluciones palaciegas y guerras intestinas. Si todos los pueblos bárbaros se uniesen contra el imperio, podían derribarlo en una semana. El odio mutuo entre las tribus era la más segura protección para Bizancio. Por ello tuvo que emprender Prisco el viaje hacia el gran lago, en la lejana provincia de Panonia.
En el palacio imperial el tiempo se había detenido, el murmullo del reloj de arena sólo indicaba el carácter imperecedero del imperio. Todo era pasajero, todos los poderes de la tierra. Solamente el Imperio era único y eterno.
Se sentaron frente a frente. El enviado pensó que Teodomiro debía de ser aún un joven guerrero cuando él, Prisco, se sentó en la mesa de Atila para aquella memorable cena. En algún rincón del extremo de la sala, los hijos del rey esperaban, sumisos, el regalo de algún bocado real. Ahora, el descendiente de Amal llevaba un brazalete de oro, un aro de oro le adornaba la frente, en los dedos lucía sortijas griegas, y su barba olía a perfume. Así era como debía recibirse a un enviado de Basilio.
La táctica bizantina exigía que el enviado —siempre que le fuera posible— emplease solamente palabras corteses y agradables, comunicase noticias satisfactorias, sonriese, alegrase el ambiente, alabase a su anfitrión, citase las palabras del emperador, con las cuales el Señor de la Máxima Sabiduría quería honrar a su honorable, valiente y eximio aliado. Y el intérprete bizantino adornaba todavía más las palabras de cortesía con expresiones aduladoras.
—Verás, gran señor, el emperador no esperará a que tú le pidas algo… conoce tu orgullo. Sabe muy bien que tus reales labios nunca pronunciarán una palabra que se refiera a tesoros terrenos. El más Sabio y más Benigno, nuestro padre León, puede leer incluso en tu alma, y sorprender el ansia más secreta de tu corazón. Sabe que tú, el mejor de los reyes, deseas la gloria, y que la antepones al bienestar físico, a los tesoros y a todos los mezquinos goces de este mundo. Pero nuestro señor, su Majestad Imperial, opina que tú, Teodomiro, tienes derecho a vivir como un príncipe. En su infinita generosidad, nuestro señor te ofrece mucho oro… es decir, no te lo ofrece… te envía sus regalos con alegría y una bondadosa sonrisa. ¿Por qué…? ¿Me preguntas por qué?
»Glorioso Teodomiro, nuestro señor ve en ti una garantía de la paz y la felicidad. Mientras tu pueblo habite esta vieja provincia, no existe ningún temor de que esta comarca sea invadida por los bárbaros. El emperador sabe que eres su más fiel aliado, que nunca pides nada, pero que tienes derecho a elevar tu mirada hacia su Majestad Imperial. Por ello mi altísimo señor te envía, Teodomiro, mucho oro… muchísimo oro.
»El emperador sabe con qué crueldad os han oprimido los hunos a ti y a tu pueblo. Tú, que vives según la ley de Cristo, y que por tu fe eres hermano de todos los cristianos, tuviste que inclinar la cabeza ante el hereje rey de los hunos. Pero cuando Atila recibió el castigo que merecía con su muerte prematura, su reino se desmoronó rápidamente. Pues bien, ¿quién hubiese creído que los hijos de Atila se atreverían a enviar legados a nuestro señor? Pretendían que sus comerciantes se establecieran en Istria y negociasen también con los romanos. Dengesico y Ernaco, ambos de la sangre de Atila, se dirigieron al palacio imperial; sus enviados hablaron a nuestro señor en tono provocativo, por lo que el padre León les despidió. Con gran desfachatez intentaron de nuevo introducirse en nuestro reino. Y ahora, nos hemos enterado de que los hijos de Atila, sedientos de sangre, ansían vengarse. Pretenden, como declararon con insolentes palabras, reconquistar la herencia de su malvado padre, y se están preparando para la guerra, tanto contra vosotros como contra nosotros. Ahora Augusto, nuestro señor, podría aniquilar a la ralea amarilla de un solo sablazo. Pero no es improbable que los hunos eludan a nuestros ejércitos y se vuelvan contra vosotros, para atacaros por sorpresa. Como vosotros sois fieles aliados de nuestro señor, el emperador no quiere que os suceda nada malo. Os advierte a tiempo del peligro y os recomienda con palabras paternales que no dudéis ni un instante en aprovechar la desunión de los hijos de Atila, en lanzaros de improviso contra los amarillos, y en arrebatarles todo el botín que un día el rey de los hunos robó a vuestros abuelos y a otros príncipes que nos eran adictos.»
—¿Hemos de partir con todo nuestro pueblo… y unirnos al curso de la gran corriente?
—El Altísimo es poderoso; es el único señor de estas fértiles tierras. Puede daros pastos y lozanas praderas, pero también puede quitárselos a quienes han sido inconstantes en su fidelidad. Como veis, el hecho de que seáis pobres o ricos depende de una sola chispa del humor imperial. Del mismo modo que en el cielo no hay más que un solo Señor, también en la tierra sólo existe un señor…
—¿Y si hay que luchar?
—Los aniquiláis.
—¿Y después tendremos que volver a esta tierra nuestra, donde el ardor del sol quema la hierba en verano, agota los manantiales y hasta calienta el agua del gran lago?
—Antes, venced a los hunos. El Altísimo Emperador determinará entonces un nuevo lugar para tu pueblo. Tal vez más cerca de él, para que sus enviados no tengan que viajar durante semanas para verte.
—¿Conoces tú el secreto de nuestra ascendencia?
—Aquileo, del reino de Bóreas, engendró a tus antepasados. Tu casta real es de origen divino.
El rey sonrió, como abandonando toda reserva. Preguntó en voz baja:
—¿Qué deseas en nombre de tu señor?
—Amistad… aunque sea la mitad de la que te ofrece el Augusto. Porque aún no te lo he dicho todo… como tampoco se puede, de un solo yantar, poner ante los invitados todos los platos exquisitos. Su Majestad Imperial quiere dar a sus amigos godos mucho más que oro, gloria y botín… mucho más que sólo tierras de pastoreo. Me preguntas si es posible dar más que esto. Pues, verás, la bondad de nuestro emperador es inagotable. Sabemos, noble Teodomiro, que el mayor tesoro de tu palacio es tu gallardo hijo, al que cuidas como a la niña de tus ojos. Sabemos incluso su nombre, y en nuestros anuarios hemos anotado el nombre de Teodorico como el catorceavo descendiente de Amal. Se trata del heroico muchacho que en su día será el rey de los godos.
—¿Qué pretendéis de mi hijo? Todavía es un niño…
—La benevolencia del emperador, mi rey, es como una red de oro, que presta brillo y resplandor a todo cuanto abarca. A esta red pertenece la ciudad, protegida por los ángeles, y el palacio imperial, construido por la gracia de Dios. El emperador desearía… no sé cómo expresarlo con palabras… es una gracia tan inmensa… tener a tu hijo muy cerca de él. Ha dicho: «Le educaré como si fuese mi amado hijo, en el nombre de Cristo, para que sea el más magnífico de los príncipes que están aliados con nosotros». Teodorico vivirá como un príncipe sobre la púrpura, como un hijo de Verina. Recibirá un manto de púrpura, aprenderá la lengua del palacio imperial, y no necesitará ningún intérprete cuando oiga las frases paternales del sagrado emperador. Aprenderá todo cuanto hace grandes y poderosos a los pueblos y a los príncipes. Sabrá incluso lo que tus sacerdotes ignoran, el secreto de nuestras letras sagradas, la sabiduría de los ancianos, que solamente puede leerse en las palabras escritas sobre papel. Su mano aprenderá el arte de la escritura, y su corazón y su espíritu se enriquecerán sin cesar. Señor… ni el propio emperador puede conceder un favor más señalado a sus aliados más fieles. Teodorico…
—¿Queréis llevarlo con vosotros a Bizancio?
—Antes he de ver al príncipe, hablar con él. Saber si su mente y su cuerpo han alcanzado el desarrollo necesario, si comprende la magnitud de la gracia que se le otorga, si es digno de comparecer ante el sagrado emperador. Con tu permiso, altísimo señor, mi amo ha conferido a este digno servidor, en su gracia tanto celestial como terrena, el poder de decidir si puedo presentarle a tu primogénito, o esperar a que alcance la edad y la madurez deseadas.
—¡El emperador quiere a mi hijo como rehén!
—¡Qué palabra tan desagradable! Seguro que el intérprete la ha traducido mal. Su sagrada Majestad ve más allá que el águila de la estepa, y ante su mirada se alza el velo del futuro. Desea amigos en lugar de aliados, y por eso recibe a tu hijo como si fuera el suyo propio. Vivirá en palacio como el alumno más amado, entre príncipes orientales que el emperador ha acogido en su palacio a instancias de sus padres. Pero Teodorico será siempre el primero…
—¿Y podrá abandonar Bizancio cuando yo lo desee?
—Un prisionero lleva grilletes, el joven príncipe ostentará una diadema real. Tal es mi respuesta, señor.
—Pero ¡todavía es un niño, Prisco! Hace poco que ha aprendido a montar… es un niño… Su madre, Erelieva, le profesa mucho cariño. Su mente no ha adquirido el suficiente desarrollo para…
—Perdona que te interrumpa, altísimo señor. El oído de Bizancio es más fino que el del lobo de la estepa, y su vista es más aguda que la vista del azor. ¿Le hubieras encargado, de ser un niño, que mandara la expedición enviada para saber de qué lejano país llegaba esta legación? Es un magnífico jinete… y su palabra es tan certera como la flecha de su arco.
—Mi elocuencia no puede rivalizar con la tuya. Dime, ¿es la marcha de Teodorico la condición para que tu emperador me envíe oro este año, y el siguiente, y el siguiente?
—El precio de la amistad, señor, no puede pesarse en una balanza. El padre León te abre su corazón al expresar su deseo de tomar a su cuidado a tu hijo, el catorceavo descendiente de Amal.
—¿Me juras por tu fe que no te llevas a mi hijo como prisionero?
—Cristo está entre nosotros. Te lo juro sobre el crucifijo, como tú deseas, señor.
El eunuco copió con tinta, mezclada con polvo de plata, sobre el pergamino, las letras escritas apresuradamente en papel de hilo, que el mensajero llevó al palacio imperial. La legación recorría sin prisas el camino de Panonia a Bizancio. A veces había que buscar pienso para los mulos, otras era preciso cruzar en barcazas la gran corriente. El juez de cada ciudad, el caudillo de cada tribu obsequiaba gustosamente al enviado del emperador. Y el decoro exigía permanecer algunos días en la tierra de los pueblos aliados, incluso aunque urgiese el deseo de terminar este largo viaje antes de las tormentas otoñales.
Los mensajeros llegaban con semanas de anticipación, mientras Prisco, como era su deber, examinaba la tierra de nadie, hallaba nuevos aliados para el imperio, y buscaba el origen de las venganzas y enemistades entre las tribus. Los mensajeros debían partir al amanecer, y la noche anterior escribió Prisco un mensaje secreto, que sería trascrito por los escribas. El viento azotaba las tiendas levantadas en la orilla del río. A cada momento podían aparecer los nómadas de la estepa, entre los cuales los hunos eran los más peligrosos. Desde el desmoronamiento del reino de Atila, los guerreros vagaban sin descanso.
El eunuco que dictaba las líneas de Prisco, meditaba las expresiones con que debía adornar el informe, con objeto de que el eunuco jefe pudiera presentar el rollo en la audiencia de Aspar, y seguidamente en la del cuñado imperial Basilisco, y así fuera posible que también León echase una ojeada a las gestiones de Prisco en las tierras septentrionales de los bárbaros.
Se movían como marionetas, con sus capas bordadas en oro, cabezas adornadas y barba y cabellos perfumados. El maestro de ceremonias tenía la misión de preparar en la corte del divino emperador las recepciones de los enviados, y las fiestas y los juegos circenses. Pero todo era en vano si entre los asistentes sólo había iniciados. En cuanto se sentaban a la mesa del consejo, las marionetas se convertían en griegos que gesticulaban violentamente: el emperador, el generalísimo, los todopoderosos consejeros se transformaban en hombres preocupados e indecisos que daban vueltas y más vueltas a la verdad y que procuraban cargar al emperador con toda la responsabilidad de las trascendentes decisiones.
Bizancio se preparaba para la mayor campaña que jamás emprendiera desde que el emperador Constantino el Grande había trasladado la capital del reino a la ciudad que bautizó con su nombre. Se trataba de África, de las ricas provincias que eran el granero del imperio. Ahora el país languidecía bajo el mando de los bárbaros, en el reino de los vándalos estaba prohibido incluso pronunciar el nombre del imperio. Los vándalos eran señores altivos y jactanciosos, sus herejes sacerdotes habían robado los templos a los creyentes, y el pueblo tenía que trabajar de manera inhumana. Las viejas ciudades, los palacios y los templos estaban en ruinas. Allí donde existiera el reino de Cartago, ahora mandaban rubios y huesudos germanos.
Basilisco, secundado por su hermana, la emperatriz Verina, exigía mil navíos y cien mil guerreros. Era preciso que fueran numerosos si los griegos, después del desembarco, querían salir victoriosos de la lucha contra los vándalos. En los navíos se cargaría la artillería de sitio, los caballos, los carros, y aún tendría que quedar espacio para cien mil hombres.
Aspar dudaba del éxito de la empresa. ¿Qué ocurriría si los bárbaros del norte caían sobre Bizancio? Bizancio mantenía a sus soldados, a las tropas auxiliares, a los mercenarios de las filas de los pueblos aliados. Por ello tenía que pagar el pueblo impuestos más elevados, y no era posible desvalijar cada tres años a campesinos y artesanos.
Aspar se resistía, porque temía que Bizancio perdiese su último ejército. Cuando Basilisco, a quien su Majestad Imperial pensaba nombrar generalísimo de esta gran campaña, convenció finalmente al envejecido emperador, a Aspar no le quedó otra solución que permanecer entre los muros de su casa y esperar que la ciudad no fuese atacada por los hunos o los godos.
Mientras deliberaban y discutían apasionadamente, mientras se inclinaban sobre los informes de los enviados al reino de los vándalos, trajeron la carta de Prisco. Hacía ya una semana que Aspar ponía obstáculos a la gran decisión, día tras día abandonaba Basilisco el palacio con odio en el corazón, sin saber a quién se entregaría mañana el mando del ejército. ¿Por qué el hechizo de Verina no ejercía más influencia sobre el emperador que las ponderadas palabras y razones de Aspar? Basilisco soñaba con un éxito militar: reduciría a cenizas la Cartago de los vándalos del mismo modo que Roma redujo la Cartago púnica.
La carta de Prisco se hallaba ante el consejo. Los escribas habían descifrado las palabras secretas y las claves. El emperador leyó: «Teodomiro acepta con alegría mal disimulada el oro bizantino. Ratifica su alianza con Bizancio y partirá en primavera con sus godos hacia Istria, para derrotar a los últimos ejércitos de los hunos. El rey manda de buen grado a su hijo Teodorico a la corte de su Majestad Imperial. Cuando esta carta llegue a su destino, Prisco ya estará en tierra sármata con el tratado de paz godo y la legación. Entretanto, el Silenciario (Prisco desempeñaba este alto cargo en la corte) procurará enseñar al indómito príncipe de la estepa las reglas del decoro, a fin de que pueda presentarse ante el Augusto con el debido respeto, en cuanto reciba el más alto favor de la tierra y le sea permitido rozar con sus labios la orla del manto imperial».
El consejo adoptó su decisión bajo la influencia de este comunicado. Puesto que el extremo cinturón de los godos protegía a Bizancio, Basilisco, elevado a la dignidad de tribuno, podía emprender tranquilamente la campaña africana. En el palacio imperial todos comprendieron ahora que la comunicación de Prisco le había venido a Verina como anillo al dedo.